Capítulo 35: Encontrarse
Capítulo 35: Encontrarse
Me senté en la cama. Yo ya había supuesto que nada fue distinto a cómo lo había vivido, pero escucharlo de su boca le daba un peso mucho más fuerte. Me hizo también darme cuenta de que lo que yo había vivido hacia unas horas nada más había dejado décadas de dolor en toda la familia Hess.
Elizabeth lo había sufrido. Francisco creció con todo ese peso encima y terminó pasándoselo a sus hijas. Al final, Gunter nos había arruinado la vida a todos.
Titubeé y después me di cuenta que era porque estaba temblando. Daniel se acercó a mí y me preguntó si tenía frío. Le dije que sí, porque era lo único que podía contestar, y él me buscó una nueva frazada.
—No lo contamos muy seguido, perdón —murmuró, de nuevo a mi lado—. No está bueno decírselo a la persona que justo va a dormir acá. Si querés, podés dormir en las otras piezas. No hay drama. No tendría que habértelo dicho.
—Yo insistí —contesté. Me pasó la frazada y me envolví en ella con una expresión de muerta viva que seguro lo asustaba—. ¿Los dos murieron?
Daniel asintió.
—Él, ella, el bebé. Todos.
Me quedé callada durante unos segundos, repasando su frase. Primero, no pensé en nada; no pensé ni en Gunter, ni en la posibilidad ínfima de que él hubiese sobrevivido. Pensé solo en nosotros tres, en nuestra pequeña familia. De nuevo, sin darme cuenta, me llevé una mano a la panza, por debajo de la frazada. Si me ponía a llorar ahí mismo y me abrazaba y pedía por mi hijo, como quería hacer, ese Daniel con suerte solo me pediría que me fuese de su casa.
Levanté la mirada. No, él no lo haría, porque él era mi esposo y seguía siendo bueno y amable. Y yo tenía que contenerme.
—¿Quién...? ¿Quién y por qué? —pregunté—. Es... es horrible. Qué feo...
Él me observó seriamente. No se había perdido ninguna de mis reacciones, pero cuando seguí preguntando, apretó los labios con dudas y sacudió los brazos, como si intentase así relajarse.
—Un hombre estaba obsesionado con su esposa —dijo, tratando de mantener un tono afable—. La había querido como su esposa y nunca soportó que el padre de ella lo rechazara. Así que tampoco toleró que ella se enamorara y se casara con otro, menos que fuera a tener un hijo con él. Intentó matarla antes del casamiento y después los persiguió hasta Buenos Aires. Los asesinó en su propia casa, por la noche. A mi tío abuelo le disparó por la espalda, mientras él intentaba protegerla. Luego, le disparó a ella —resumió, omitiendo miles de detalles que no supe si no me los decía porque no quería o porque realmente no los sabía. Si era una historia que, en la familia se conocía, lo más probable es que los jóvenes no supieran los más crudos pormenores—. Pero ella se las ingenió para dispararle también. Lo mató, pero no sobrevivió. Lo que sé —agregó, mientras yo mantenía la mirada fija en el suelo de madera—, es que para mi bisabuela fue terrible. Entró en una depresión muy fuerte; adoraba a su hijo y no podía concebir que se lo hubiesen quitado así. También la quería mucho a ella. Incluso el papá de ella no volvió a ser el mismo. Pero de él no sé, porque no volvió a ponerse en contacto ni con mis bisabuelos ni con mi abuelo. Él era chico, pero sí se acuerda del dolor de la familia.
Se me había secado la boca. Gunter sí había muerto, yo lo había matado. ¡Y ni siquiera tenía idea de cómo disparar un arma! Borré la faz de la tierra a un ser despreciable, misógino, obsesivo y culpable de mucho dolor. Por un instante, más que alivio, sentí alegría.
No le había permitido continuar haciéndole daño a otras mujeres y niñas. Impedí que lastimara físicamente al resto de la familia de Daniel y aunque nosotros habíamos muerto de nuevo, esta vez Gunter no había seguido de largo.
«Vos todavía estás acá. Él está acá», me dijo vocecita en mi cabeza. «Eso era lo que tenías que cambiar».
Ya no tenía dudas de eso. Tuve que sacrificar mi primer cuerpo más de una vez, así como la vida de Dan y de mi hijo, para eliminar a Gunter. La única forma de terminar con ese ciclo vicioso había sido matarlo. Y matarlo yo.
Solté levemente la brazada y me miré las manos, como si pudiese verlas llenas de sangre otra vez. Pero en vez de visualizar la mía, pensé que tenía la sangre de Gunter entre los dedos y eso me llenó de poder.
—¿Brisa? ¿Estás bien? —me preguntó Daniel y bajé las manos hasta dejarlas en mis rodillas. Aunque estaba sorprendida de estar tan feliz de haberlo matado, tan feliz y orgullosa de haberme vengado, seguía sufriendo y sintiendo que todo eso era injusto. Ese orgullo y ese poder no era suficiente para tapar el agujero de mi alma.
Sacudí la cabeza, despertando de mi lapsus, y lo observé. Daniel seguía expectante; su expresión estaba llena de preocupación, también.
—Qué triste —dije, muy suavecito—, que haya acabado con él a costa de su vida.
Se me quebró la voz en el último momento. Me llevé una mano a la cara y la oculté de él. Ya no resistía más. Estaba destruida y ya no importaban las risas que me hubiese sacado él comiendo hamburguesas.
—Perdonáme. —De pronto, Daniel estaba agachado frente a mí. Me agarró la mano que seguía en mi rodilla y me la apretó, con cariño—. Vos estás muy cansada para que yo te esté contando estas cosas.
—Yo pregunté —repetí, ahogando un gemido—. Creo que tuve mucho por hoy.
—Sí. Es que... igual es mi culpa —admitió, de la nada, sin soltarme. Su agarré me hizo tan bien que estuve a punto de explotar, como por décimo quinta vez—. Es algo muy morboso. Imagínate que la historia es super vieja. Te está afectando mucho, se nota.
Lo miré. Si me soltaba, me iba a derrumbar. Si me seguía mirando así, también. Tuve una crisis existencial que no podría definir cuánto duró, porque, en un momento, Daniel me estaba tocando la cara en una caricia impulsiva y, en el siguiente, yo estaba llorando sin poder parar y sin poder explicarlo.
Lloré y lloré en su cara como si de repente me hubiesen dado con un palo en la cabeza, como si no hubiese llorado nada en la habitación del hotel. Las lágrimas se me escaparon por el agujero que tenía en el pecho y pensé que de verdad eso no se terminaría nunca. Que eso que sentía permanecería ahí por siempre.
Daniel me abrazó, sobresaltándome por un segundo. Supuse que se vio tan abrumado por toda mi angustia inexplicable que era obvio que no podía hacer nada más. Pero, cuando lo hizo, empeoré. Empecé a llorar más fuerte, hipando, moqueando, jadeando. Me acurruqué contra su pecho sin desear nada más que eso, que descargar el miedo que había sentido hacia horas frente a Gunter con el arma apuntándonos, descargar el miedo y la angustia que verlo morir me había marcado a fuego el pecho. Abrazarlo de vuelta era todo lo que había deseado en ese segundo fatídico.
Él no dijo nada. Durante el siguiente rato solo me abrazó; sin preguntas, ni palabras de consuelo. Tuve solamente un ratito de consciencia para preguntarme si él lo hacía porque yo le daba pena, o porque de verdad quería contenerme.
Cuando ese ratito estuvo a punto de terminar, antes de que ahogara un gemido en todo su buzo mojado, Daniel me pasó las manos por la espalda con lentitud, como si estuviera palpándome despacio, sintiéndome de a poco. Hubo algo en ese gesto que significó mucho más que solo consuelo. Yo lo sentí así, como si estuviera palpando que mi cuerpo entre sus brazos fuera real, tal y como yo lo estaba haciendo al derrumbarme sobre él.
Entonces, lo escuché tragar saliva. Su cuello estaba a la altura de mi frente y lo pude oír a través de mis chillidos de ardilla adolorida. Y luego, habló:
—¿Daria?
Me quebré en dos.
No, no fue como cuando me quebré por saberme Daria. Era distinto, pero también fue miles de veces peor. Era una sensación que estaba ligada a todo lo anterior, pero que era gigantesca y hablaba de miedo, de esperanza, de certezas y sobre todo de dudas y preguntas que jamás iba a poder responderme.
Lo empujé con las manos, para separarme y verle la cara. Daniel tenía los ojos rojos y húmedos, pero no lloraba. La que estaba hecha un desastre todavía era yo y no pensaba siquiera pasarme la mano para limpiarme las babas o los mocos.
En ese instante, solamente pudimos mirarnos. Él estaba esperando; yo estaba pidiéndole en silencio que lo repitiera. Sin embargo, no sabía cómo responder a eso. ¡Y era sencillo! Tenía que decirle que sí, que sí y llorar más y besarlo. Pero tenía una traba en la garganta, algo que me impedía continuar.
Me costó horrores abrir la boca.
—¿Cómo? —dije, al ver que seguía callado. Tuve miedo de que se hubiese equivocado o que yo hubiese escuchado cualquier cosa.
Daniel se retiró hacia atrás, un poco sacado de onda, y amagó para separarse. Me di cuenta de que iba a soltarme del todo y le agarré el brazo para impedirlo.
—Perdón —contestó.
—¿Qué dijiste? —casi que chillé.
—Me equivoqué —replicó ella, con la cara arrugada por la incomodidad. Pero también noté angustia en sus ojos. Él estaba sufriendo.
—Repetílo —le ordené, con seguridad, sin soltarlo ni un poco, dejando el llanto de lado por completo.
Daniel frunció el ceño, confundido por mi reacción y mi actitud tan prepotente.
—¿Qué?
Intentó volver a alejarse de mí y me agarró un ataque de pánico, casi.
—¡Repetílo! —le pedí—. Decílo de vuelta: ¡Daria Dohrn de Hess! —grité.
Daniel no intentó volver a irse. Su cara se transformó. La angustia que noté en sus ojos se apoderó de su cara y se puso a llorar como un bebé antes de que yo le pasara los brazos alrededor del cuello y él empezara a repetirme mi primer nombre.
Automáticamente, me abrazó con tanta fuerza que nada de su tacto cuidadoso quedó entre nosotros. Siguió repitiendo mi nombre hasta que la voz no le salió. Me tiré tanto encima de él que nos deslizamos fuera de la cama y terminamos sentados en el piso, yo encima suyo y ambos llorando todo lo que no habíamos podido llorar ese día.
Me tocó el pelo, me pasó las manos por la cara y la verdad es que no sé en qué momento empezaron los besos. Arrancaron por la frente, los cachetes, la nariz, las manos y terminaron en la boca sin espacios, sin aire, y de pronto apagaron las lágrimas como si las hubiesen exorcizado.
Sus dedos estuvieron en mi mandíbula y la forma en la que me besó se volvió todo: mi mundo, mis pensamientos, mis sentimientos, mi angustia y mi amor por él. Lo significó sin más, con su intensidad, su sabor salado, con la seguridad que siempre había existido entre nosotros cada vez que nos tocábamos.
Y sin mediar palabra, se fue sobre mí, apoyando mi espalda contra los bordes de la cama, con tanta ansiedad como necesidad, como si no nos hubiésemos visto en décadas, cuando la verdad es que en esa vida era la primera vez que nos acercábamos así.
Pero, a pesar de todo eso que era conocido, la urgencia, el hambre, la verdad de habernos encontrado el uno a otro, fue lo que le dio una dimensión diferente y calmó mis penas y curó mis quiebres. Me volví a recomponer, me enderecé por dentro, se me soldó el alma partida. Era una medicina que funcionaba con certezas y cariño. Lo tenía de vuelta.
Lo amé. Lo amé tanto en ese momento que sentí que nada estaría mal. Todo estaba bien, porque lo tenía ahí, porque me estaba abrazando, porque estaba vivo y estábamos juntos...
Sin embargo, cuando me soltó y me miró, mis culpas vinieron de golpes toda una a una. Yo no quería preguntar sobre él, pero tenía demasiado que decir sobre mí. Tenía verdades que soltar una tras otra y que, sumadas a lo que venía cargando después de haber matado a Gunter, no podía callar.
—Perdón, perdón, perdón —le dije—. No pude salvarnos, no fue suficiente. No me alcanzó. No logré salvarte —añadí, volviendo a llorar.
Daniel empezó a negar con la cabeza y me dio otro gran beso. Uno que casi me hace olvidar lo que estaba diciendo, otra vez. Al soltarme, las cosas volvían a su lugar, porque a pesar que sentía que me había reparado, las huellas iban a persistir por mucho, mucho tiempo. E iba a necesitar más de esos besos.
—Sh, no digas nada. No es tu culpa, nunca fue tu culpa.
—No sabes... —dije, aferrándome a él como una garrapata—. Daniel... hay tanto que no sabes.
—No importa, Daria, no importa.
—Sí que importa —gemí, con la cara apoyada en su hombro. Tenía todo su pelo rubio en los ojos y no me interesaba en lo absoluto. Olía como siempre, como si su aroma fuese el mismo, tuviese el cuerpo que tuviese—. Yo... no fui siempre como creíste... No soy exactamente...
—¿Qué importa quienes somos ahora? Te tengo conmigo, no te perdí, te tengo —murmuró, contra mi boca.
Suspiré en sus labios y acepté su beso de nuevo. Saboreé cada instante y disfruté de su lengua intentando conocerme de nuevo. Así que enterré los dedos en su nuca y atraje su cara a la mía, lista para morderlo por todas partes y hacerlo mío también en esta vida.
Él respondió con la misma intensidad, sujetándome como si fuese su más grande tesoro, como si me hubiese buscado por años.
—Te amo.
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