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Capítulo 34: Esperanzas

Capítulo 34: Esperanzas

Me bañé lo más rápido que pude. Al meterme bajo la ducha sentí como la mayoría de los músculos se relajaban. Pensé que estaría realmente adolorida después de lo que me costó subir las escaleras, pero con cada minuto que pasaba, me sentía mejor.

Salí de la ducha solo notando que seguía teniendo hambre. Me miré, desnuda, en el espejo del cuarto y no pude evitar listar las diferencias entre Daria y Brisa una vez más. Me pasé los dedos por mi abdomen casi plano, extrañando la sensación de mi ombligo abultado. Cerré los ojos por un momento, repitiéndome que esa era mi realidad, que no podía recuperar a mi hijo. Que los tres habíamos muerto hacia 73 años y ya no podía volver para evitarlo.

Me quedé un largo rato ahí, tratando de procesar esa idea, con un nudo en la garganta que se convirtió en un llanto desesperado.

Me agaché y me abracé las rodillas. Me hice un bollo delante del espejo, más vulnerable que nunca en mi vida, sola conmigo misma, con mi reflejo, mis penas, mis tragedias y el peso de mis dos vidas.

Había hecho tanto para protegernos y al final no había funcionado, por lo que empecé a culparme por no haber sido más activa para atrapar a Gunter, aunque en el fondo sabía que tampoco podría haber hecho mucho más. También me culpé por no haber disparado cuando él estaba encima de Daniel. Podría haberlo matado quizás sin herir a mi marido y habernos salvado, pero al instante me dije que no sabía usar un arma, podría haberle reventado la cabeza a Dan y eso hubiese sido aún peor para mí.

Terminé sentada en la alfombra, con el pelo chorreando y con frío de nuevo, pero no me pude levantar. Apenas si pude volver a verme en el reflejo en el espejo, dándome cuenta de golpe y porrazo que nunca íbamos a evitarlo.

Íbamos a morir igual, estaba en nuestro destino morir igual. En ninguna de las ocasiones sobrevivimos. Como Daria me suicidé, reencarné en Brisa y cuando me atrapó la crecida, mi única forma de seguir existiendo, por alguna razón que desconocía, fue volver a mi vida en 1944. Ahí, volví a morir por culpa de Gunter, que también asesinó a Daniel. Segunda vez que yo me moría, primera de Daniel. Luego, al regresar, la única cosa que habíamos cambiado era el día y el lugar.

Me devané los sesos, tirándome de pelo, preguntándome qué habría pasado si no me hubiese agarrado la crecida. Daniel ya estaba muerto cuando me vio en su casa y él ya parecía conocerme, por lo que deduje que eso iba a pasar de cualquier manera posible. Entonces, ¿dónde estaba el quiebre? ¿Resultaba obligatorio morirme en esas escaleras en vez de en el río, por decisión propia?

No pude encontrar una respuesta clara, pero parecía que todo eso había sido para arreglar una sola cosa: a Daniel.

A diferencia de cuando supe que era Daria, que me sentí enojada con el universo por obligarme a vivir de nuevo todo eso, solo por salvar a los demás, esta vez me sentí aliviada. Por supuesto, no calmada mi dolor y mis traumas. Si realmente me quedaba sola esa noche en esa habitación, sentiría que me ahogaría, tendría pesadillas, vería a Gunter disparándome a mi y a Dan otra vez. Pero, además, sentiría ansiedad y anhelo por el nuevo Daniel que me esperaba abajo, querría verlo con tantas fuerzas que terminaría huyendo de esa habitación para buscarlo de nuevo en su casa.

Por eso mismo sentí alivio, porque no había regresado con las manos vacías después de haber pasado por todo eso. Daniel estaba ahí, me esperaba, teníamos otra oportunidad lejos de todo el sufrimiento y la sangre que tuvimos que llevar encima.

Era evidente que como Daria Dohrn y Daniel Hess estuvimos condenados. Como Brisa y un nuevo Daniel, nuestro destino podría ser diferente. Jamás recuperaríamos lo que perdimos y, así como en ese entonces, me costaría superar el pánico que me corría por las venas. Sin embargo, esa estrella en medio de la oscuridad que él representaba en ese momento podía volverse un nuevo sol.

Me puse lentamente de pie, sintiendo el cuerpo agarrotado por el frío. Me limpié las lágrimas y busqué mi ropa en la valija. Sentí un vuelco en el corazón, involuntario, cuando reconocí todas mis prendas y un alfajor secreto que Luna empacó para mí.

Sí, ser Brisa implicaba tener una familia cariñosa, sana, segura. Un futuro propio, sueños propios. Ya no estaba atada a los mandatos de otra sociedad más retrasada, ni a un padre malhumorado, frío y violento. Si recuperaba a mi esposo, no tendría nada que extrañar de 1944.

Me llevé las manos a la panza otra vez, con las lágrimas pujando por salir de nuevo. Sí, a mi bebé lo extrañaría toda la vida. Tendría que llorarlo sola y apenas si podría explicarle a mi hermana cómo me sentía. Acepté que cargaría con ese peso en mi alma el resto de mi existencia; que, aunque pudiese llenar mi corazón de vuelta, siempre habría un espacio vacío.

Tomé aire y elevé una oración para mi hijo. Le pedí perdón por no haber sido una mejor mamá incluso antes de que naciera. Le pedí que siempre me acompañara, también le pedí que me mantuviera cerca de la reencarnación de su papá, esperando que él pudiese existir otra vez si venía de nuevo de ambos.

Con esa idea en la cabeza, me erguí y me vestí rápido. Si yo había vuelto y logré cambiar la forma en la que se cumplía nuestro destino, cambiando nuestras muertes hasta que Daniel reencarnara, había una posibilidad, aunque sea mínima, de que nuestro hijo también regresara.

De pronto apurada, me estrujé todo lo que pude el pelo mojado. No tenía secador de cabello como para acelerar el proceso, por lo que agarré una de las frazadas de Daniel que me había acompañado hasta ahí arriba y opté por salir con ella después.

Entonces, miré mi valija de nuevo, donde tenía el cepillo de dientes, el resto de mi ropa, el pijama... Me quedé pensando qué iba a hacer con todo eso, mientras me preguntaba qué iba a decir si yo de repente bajaba con todo lo que tenía. Al final, me di cuenta de que no había otra manera, porque estaba decidida a dormir en su casa.

Metí todas mis cosas en la maleta y agarré mi teléfono celular, que tenía unos cuantos mensajes de WhatsApp, de Luna. Le contesté rápidamente que estaba bien, que había estado paseando y me envolví con la frazada.

Tomé aire y pensé nuevamente en que mi futuro me estaba esperando abajo. Me llené de esperanzas para subsistir y enterré mis penas, por el momento.

Llegué a la planta baja balanceándome como un pingüino. Con todo eso encima y el peso de la valija parecía uno y Daniel no pudo ocultar la sonrisa, seguro pensando lo mismo.

Cuando lo vi sonreír, también lo hice, feliz de tenerlo cerca otra vez.

—¿Te ayudo?

—Perdón sí parece que voy a mudarme —musité, en voz baja—. Pero no tenía como llevar cosas.

Se rio y negó, agarrando la maleta por mí. El chico de la recepción nos miró, alzando una ceja, por lo que me acerqué y le expliqué que volvería al día siguiente, que no me iba del hotel. No dijo nada, aunque pude ver lo que pensaba en su mirada. Y tampoco me importaba, la verdad. Yo iba a recuperar mi vida y a mi familia y cualquier pensamiento superficial me parecía una pérdida de tiempo.

Salimos de la casona sin decir nada. Daniel tenía una sonrisa enorme en la cara y yo no sabía si temblaba del frío o de los nervios. ¿Cómo iba a encarar las cosas con él? ¿Cómo podría hacer que se enamorada de mi cuando apenas nos conocíamos? Sí, que me invitara a su casa ya era un buen paso, parecía que yo le gustaba. Pero de ahí en más, podían pasar muchas cosas. Él claramente no sabía quién era en realidad.

Me tomé otra vez mi tiempo para bajar las escaleras y fui cuidadosa al subirme al auto, pero porque estaba tan sumergida en mis dudas que tenía miedo de patinarme y caerme. Daniel me esperó, atento, y me ayudó.

—Es normal que te duela todo —me dijo él, al cerrar la puerta del conductor—. Parece que te diste unos cuantos porrazos hoy.

Apreté los dientes y me envolví mejor con la frazada. No me dolía nada, pero me planteé si era mejor decirle que sí, que estaba hecha mierda.

—Estoy bien —contesté. Daniel giró la cabeza hacia mí después de encender el auto—. Pensé que estaría peor, por los huesos que me rompí en enero. —Siguió mirándome fijo—. ¿No lo dije? Me agarró una crecida y estuve en coma. Me hice pelota contra una piedra en el río de acá —señalé.

Daniel tragó saliva. Asintió lentamente y puso el cambio para arrancar el auto.

—Me dijiste, sí —contestó. Condujo despacio y me preguntó qué me había lesionado y qué tipo de rehabilitación había estado haciendo.

Le dije que no me acordaba mucho sobre la rehabilitación. Era la verdad. Para mi habían pasado muchos meses, más de los que habían pasado desde enero de 2017. Tenía que contar todos esos y luego todos los que había vivido nuevamente como Daria al regresar al pasado.

Se detuvo en la puerta de su casa, en la calle principal y me ayudó a salir del auto, preocupado por mis supuestos dolores. Yo solo me dejé porque quería que me tocara. Me sostuvo del brazo y ninguno dijo nada hasta que estuvimos dentro.

—Voy a encender la estufa —dijo, dejando la valija en el suelo. Pasó corriendo por mi lado y yo me volteé justo cuando agarraba algo de una repisa. No llegué a ver qué y supuse que sería el encendedor para la estufa.

Mirandola bien, la casa sí estaba diferentes. La sala, con sus sillones y la chimenea, tenía muebles nuevos. O al menos eran muebles de los últimos veinte o treinta años. Me acerqué al sillón y me senté hasta que Daniel volvió de la cocina con una taza con un saco de té y me la plantó en la mano. Entonces, se agachó frente al hogar y activó el encendido eléctrico. Parecía que la casa no tenía gas ni garrafas, pero ya me había olvidado del supuesto encendedor de la repisa junto a la entrada.

—Es para que entres en calor, el agua la tengo lista en un minuto —me dijo—. ¿Qué querés cenar? Tengo... fideos y algunas de las cosas que había comprado hoy para hacer hamburguesas.

Sonreí y miré el interior de mi taza, solo llena con un saco de té de La Virginia.

—Hamburguesas está bien.

Daniel aplaudió, aliviado.

—Hamburguesas entonces.

Se fue otra vez y encendió otras luces. Me quedé ahí, esperando que el calor de la estufa eléctrica, ahora puesta en el hogar, me llegara. Él solo regresó para llenar mi taza con el agua caliente de una pava eléctrica y se marchó otra vez.

Se sentía extraño estar ahí de vuelta con él. Había jurado que nunca íbamos a volver y ahora, sin dudas, no me parecía tan aterrador ni tan malo. Giré la cabeza hacia la cocina y lo observé moverse en el interior, sacando cosas de la heladera, recuperando la bolsa con los panes de hamburguesa que había comprado en el día, siendo tan normal, estando tan vivo.

Bebí mi té, sin despegar los ojos de su espalda mientras cocinaba y, finalmente, no pude con mi necesidad. Me levanté y fui hasta allí, descubriendo que seguía habiendo una mesa en el recinto, pero que era de plástico en vez de madera y que la heladera era gigante y algo vieja, pero nunca tanto como las de la década del 40.

—¿Por qué no te quedaste con la estufa? —me preguntó, tirando los medallones de carne en la plancha caliente—. Acá hace más frío.

—Es una linda casa —dije, buscando una silla, después de apoyar mi té en la mesa—. ¿Es casa de verano?

—Sí. Por eso no tiene las cosas más modernas —me explicó, pero sin vergüenza—. La mantenemos más que nada por un recuerdo familiar. Mi mamá ya la hubiese vendido si fuese por ella. Mis tías opinan lo mismo.

Alcé las cejas, sorprendida.

—¿Por qué?

Daniel vaciló, abriendo la heladera.

—La verdad, depende solo de mi abuelo. Significa cosas para él. Para mi mamá y mis tías, es un gasto extra que la familia tiene que costear por un capricho. Pero no es tan fácil convencer a mi abuelo... Y él sigue siendo el dueño. No va a firmar ni borracho para venderla. Solamente van a hacerlo cuando él muera y haya que hacer una sucesión.

Me parecía lógico, obvio, pero solamente asentí haciéndome la comprensiva para ocultar mis deseos de saber más y más. Yo necesitaba saber qué tanto podía tener en relación este Daniel con el otro.

—¿Y por qué significa tanto para tu abuelo?

Él me miró de reojo, con una incógnita en la expresión que me dejó muda por unos segundos. No supe interpretarlo del todo, pero me hizo sentir que él entendía algo.

—Es de la familia desde hace ochenta años —resumió. Casi que volqué la taza. Si la tenían hacia tanto tiempo, era de los Hess. Él era un Hess—. Más o menos. Creo. La compraron en 1943. ¿Cuántos años suma eso?

Sujeté la taza a tiempo, pero me mojé los dedos con el agua caliente. Daniel primero me miró confundido y luego se apresuró a darme un repasador.

—¿Te quemaste?

—No, no te preocupes. Es que soy muy torpe —contesté, tratando de disimular—. Así me caí al agua. Y un poquito de té caliente en realidad viene bien, ¿no? Pero, me decía, sobre la casa. ¿Ochenta años, más o menos?

Mantuve una expresión inocente.

—Sí —contestó Daniel, sacudiendo la cabeza y regresando su atención a la plancha y a la carne—. ¿Mayonesa? Es lo único que compré —me dijo, enseñándome el sobrecito de Hellman's que estaba en la mesada.

—Perfecto.

—Me gustaría tener algo más que tomates, pero... no, tampoco compré nada más.

Me reí y alcancé la bolsa de panes, dejando a un lado el té. Había cambiado de tema de forma sutil y no sabía qué hacer para volver a ello sin que quedara mal. O que yo quedara como loca, claro. Daniel controló las hamburguesas y no dijo ni mu y yo apilé los panes solo por hacer algo.

—Entonces... Brisa —me dijo, girando la cabeza—. Sos de Buenos Aires, de Villa Crespo, tenés veinte... ¿Recién cumplidos?

Enarqué una ceja, por lo rebuscada de la pregunta.

—No —contesté, a punto de echarme a reír—. Pero cumplo veintiuno en dos meses.

Se volteó por completo hacia mí y sonrió como si hubiese ganado un premio.

—Yo los cumplo en una semana —confesó y me dieron ganas terribles de ponerme carcajearme en su cara.

—Eh, ¿entonces sos más grande?

—En teoría. Siempre fui el más grande de mi curso —bromeó.

Me crucé de brazos y le chisté.

—¿No estás siendo engreído, no? Me parece que estás alardeando.

—Nooo, para nada —dijo, pinchando la primera hamburguesa lista—. Espero que me digas feliz cumpleaños en una semana, eh.

Me reí otra vez. Era divino hasta en esa vida y me gustaba que estuviese tirándome una indirecta para seguir hablando. Me miró de reojo y asentí.

—Está bien, solo si prometés decirme feliz cumpleaños a mí también en dos meses —le arranqué una sonrisa sincera y leve sonrojo y no pude evitar sentirme feliz por él.

Mi Daniel no había llegado a cumplir los veintiuno en 1944. Iba a cumplirlos en diciembre, mientras que como Daria yo los cumpliría en octubre. Era lindo saber que ahora él había vivido más que en su primera oportunidad.

Daniel sirvió las hamburguesas y me preguntó por mi familia mientras comíamos. Le dije que tenía dos hermanas, cosa que ya había dicho antes, y que seguro mamá y papá iban a castigarme de por vida cuando volviera.

—¿Y eso por qué? —preguntó, mientras me servía Coca Cola en un vaso—. Mencionaste que te preocupara que se lo dijéramos a tu mamá, lo de la caída, pero pensé que porque eras torpe.

—Porque me escapé —dije, después de mirarlo de reojo, un poco cortante por la falta de información en toda esa historia. Él arqueó las cejas y luego empezó a reírse.

—¿Que, qué?

—Eso mismo. —Fui solemne y eso le hizo más difícil no seguir riéndose—. Me escapé. Se enteraron que me estaba viniendo para acá cuando ya estaba acá. O algo así. Luna fue mi cómplice.

En seguida, se inclinó hacia mí.

—¿Y por qué? ¿Quién miércoles se escaparía al pueblo más silencioso del universo? Acá nunca pasa nada —me dijo.

—Ja, ja —repliqué, siniestramente—. Acá me abrí el coco en dos. Sí pasan cosas. ¡Y las que no se entera la gente!

Se acomodó en su silla, un poco serio de pronto. Después, asintió y mordió su hamburguesa, pensativo.

—Nadie me dijo nada de eso, la verdad. No me enteré. La gente chismosea cosas así.

Me encogí de hombros. No sabía cómo explicar esa crecida repentina y no quería salirle con cuentos de loca ya. Cuando estaba terminando mi hamburguesa, tan pensativa como él, Daniel salió al ataque con sus nuevas preguntas.

—¿Y vas a la facultad?

—Este año no. Por lo del accidente. Pero sí estoy haciendo una carrera. Estudio para Contadora Pública —contesté y él escupió parte de la hamburguesa en su plato. Entre la sorpresa y la vergüenza, se limpió la cara con una servilleta y me pidió perdón. Me limité a verlo con una sonrisa tirante en el rostro. Estaba siendo realmente gracioso y así se veía todavía más lindo.

Y yo me permitía tener más y más esperanzas.

—¿Contadora pública? —preguntó con un tono agudo, cuando estuvo más recuperado. Tomó un buen trago de Coca Cola y se acomodó en la silla.

—Sí, el año pasado trabajé de ayudante en un estudio. No pude volver a trabajar ni ir a la facu desde el accidente, pero me sirvió para tener experiencia.

—Claro.

No volvió a preguntarme por mi carrera después de eso. Me habló de él, en cambio y de cómo se alegraba haberse informado sobre la hipotermia el cuatrimestre anterior. Estaba cursando su segundo año de Medicina en la UBA y sabía que tenía mucho camino por delante. También le dije que me alegraba, porque sin él probablemente estaría muerta.

También me alegraba porque la medicina había sido una de las carreras que mi Dan había fantaseado. En esta oportunidad, él estaba cumpliendo con varias de las metas que habíamos charlado décadas atrás.

—Aunque lo de los dedos fue una cosa rara —dijo, de pronto. Yo levanté la vista, confundida. Se mostró pensativo mientras retiraba los platos. Me levanté para ayudarlo y no me dejó, pidiéndome que me tomara mi rato para descansar, que no me forzara.

—No sé de qué hablas —le dije, ayudándolo igual—. ¿Qué pasó con mis dedos?

—Creí que estaba mal —murmuró, aceptando los platos que le pasaba—. Pensé que estaban muy congelados. Estaban bastante blancos, riesgo a ponerse azules y a gangrenarse. Eso es peligroso.

—Ah. —No sabía qué decir a eso, por lo que me quedé parada, con la botella de Coca Cola en la mano—. ¿Y cómo se cura la gangrena?

Daniel me miró, rígido como una estatua.

—No se cura, se amputa.

Hice una mueca de espanto, helada por la respuesta. Me miré los dedos, apurada, mientras él evaluaba mi reacción y escondía una sonrisa.

—Gracias, Dios —exclamé, suspirando. Mis dedos estaban bien, estaban sanos—. Y gracias a vos, otra vez.

Negó con la cabeza, por pura cortesía, y siguió lavando los platos. Me quedé parada junto a él, preguntándole hace cuánto había venido a La Cumbrecita. Me dijo que había llegado el viernes y que su primo Tadeo estaba en Córdoba capital, en otra de las casas de la familia. Habían viajado juntos, pero Tadeo se iba a volver el lunes por la noche y Daniel se iba a quedar hasta el martes.

—¿Y solamente venís a mirar todo?

—Sí, a chequear que la casa esté bien, a ver si hay que limpiar algo. Que nada este roto —me dijo, cuando salimos de la cocina. La sala estaba tibia ahora y él tomó mi valija, que había quedado cerca de la puerta—. ¿Estás cansada? Capaz te conviene acostarte.

—Estuve muy acostada en el hospital —repliqué. Quería estar más tiempo con él, conversando. Iba a volverme a Capital pronto y no quería desperdiciar ni un segundo. Además, no necesitaba dormir, ¡necesitaba respuestas!

—¿Segura?

—Sí —respondí—, a menos que vos estés cansado, obvio.

—No estoy cansado.

Lo seguí escaleras arriba y, en el pasillo, cerca de la puerta del baño, descubrimos mi ropa hecha un bollo húmedo y frío. La miramos en silencio un par de segundos y entonces Daniel siguió caminando hasta el cuarto que alguna vez había sido de mi marido, de mi Dan.

Tenía una cama matrimonial y estaba bien ordenada.

—Tiene la mejor cama, porque casi nunca nadie duerme acá. Lo suelo usar yo, pero me voy a quedar en el otro. Vas a estar más cómoda.

Nos quedamos callados hasta que Dan entró y dejó mi valija junto al lecho. Con un repentino nudo en el estómago, me adelanté.

—¿Por qué?

Él arqueó las cejas, curioso.

—¿Por qué, qué?

—Por qué nadie duerme acá. ¿Qué tiene?

Daniel suspiró. Miró la habitación, la recorrió, y luego volvió a mí.

—Era de mi tío abuelo. Compraron la casa por él, en realidad. Mi abuelo era muy chico en ese momento —empezó, mientras yo me quedaba clavada a medio camino entre la puerta y la cama—. Murió muy joven y a mi bisabuela le costó horrores superarlo. Le pasó esa necesidad de dejar muchas cosas intactas a mi abuelo. Y él a mi mamá y mis tías.

Tragué saliva y di unos pasos hacia delante. El nudo creció y mientras trataba de disimularlo, agarré mi valija y la subí a la cama, con esfuerzo. Fingí que no me preocupaba, que era una historia más. Sin embargo, cuando él se calló, yo pregunté otra vez:

—¿Qué le pasó?

La mirada de Daniel, en medio de aquella luz vaga de la bombilla vieja, con la oscuridad que entraba desde la noche exterior, sin luna y cubierta de pinos, fue demasiado penetrante para mí. Volteé la cara hacia otro lado.

—Lo mataron —explicó—. Una tragedia. Lo mataron a él y a su esposa embarazada en su propia casa. 

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