Capítulo 33: Una estrella en la oscuridad
Capítulo 33: Una estrella en la oscuridad
Tenía una aguja en el brazo, estaba muerta de frío y ni siquiera el agua caliente me hacía sentir mejor. Tenía un peso sordo sobre el pecho y no tenía que ver con cuestiones físicas, tenía que ver con dolores internos, los del espíritu.
Los hombres que estaban alrededor de mi me hablaban, me preguntaban cosas. Que qué me pasó, que cómo me llamaba, que de dónde era, que si estaba sola. Pero me sentía retardada. No podía seguir el hilo de sus conversaciones porque no podía pensar en demasiadas cosas al mismo tiempo. Lo único que podía mirar era su cara, la de ese chico, la de Daniel.
Y él me devolvió la mirada cuando dejaron de hablar entre ellos y soltaron mis dedos. Ahí él si me miró de lleno, pero eso fue todo. No me habló y retrocedió hasta salir del baño. Se alejó y estuve a punto de gemir otra vez.
—No —dije, cuando noté que uno de los médicos estaba sacando cosas de una valija—. ¿Qué es...?
—Tranquila, es suero. Te vas a sentir mejor —me dijo él, sonriéndome para tranquilizarme. No pude devolverle el gesto porque me sentía como el traste.
—Tengo... frío —le dije.
Él me palmeó la cabeza, en un gesto conciliador, pero no me calmé ni un poco. Si hubiese tenido el control de mi cuerpo, le hubiese dado un golpazo.
—Daniel —dijo, entonces, dándose la vuelta. Yo casi que di un respingo y lo busqué con la mirada. Estaba parado en la puerta de nuevo, detrás de los especialistas—. Todas las toallas que tengas, prendé alguna estufa y... muchas frazadas. Hay que sacarle la ropa mojada, ponerle seca. Nos la vamos a llevar una vez estemos seguros que está estable.
Fruncí el ceño y retiré la mano que el otro hombre me estaba revisando,
—No —dije.
Enseguida, trataron de sonreírme otra vez.
—Tenemos que hacerte unos chequeos. Tu temperatura sigue siendo muy baja. ¿Cómo te llamas?
—Brisa —dije y, detrás del que me había puesto el suero, el chico rubio, el que era igual a Daniel, apretó los labios.
—Brisa, ¿estás con alguien acá?
—No, estoy sola. Vine... vine sola —parloteé, como pude—. No le van a decir... a mi mamá, ¿o sí?
De pronto todos se echaron a reír. Incluso ese Daniel. Me encogí en la bañera y ahí me di cuenta que estaba en corpiño. Me faltaba la mitad de la ropa. Cuando notaron que me miraba a mí misma, los médicos trataron de aclararme las cosas otra vez.
—Había que sacarte la ropa fría y húmeda. Daniel lo hizo muy bien.
Y lo miré de vuelta, desesperada por recibir sus ojos otra vez en mí. Pero parecía tímido, preocupado, extraño. Jadeó y sonrió con vergüenza antes de hacer un gesto despreocupado.
—Lo leí en un libro de la facultad.
—¿Medicina, no? Eso me dijo Juan —dijo el médico que todavía me miraba los pies. Daniel asintió y yo continué girando la cabeza de uno a otro, tratando de entender el resto de lo que estaba pasando—. Los dedos están bien, parece. Los veo en condiciones adecuadas. ¿Temperatura?
El médico número uno, Juan, reguló el suero y abrió el agua caliente otra vez.
—Estamos llegando a 35, vamos bien —replicó, sacándome un termómetro de abajo del brazo y yo lo miré sorprendida. No me había dado cuenta del momento en el que me lo había puesto—. Un poco más de agua caliente y podemos sacarla. ¿Daniel?
Él reaccionó de pronto y salió del baño corriendo. Me quedé sola con dos... con desconocidos que siguieron preguntándome cosas y que asentí y negué de forma vaga.
—¿Te empujaron al agua?
—No —dije, con la voz patosa—. Me caí.
—¿Cómo te caíste?
—Me tropecé —contesté. No iba a contar toda la tramoya intermedia. No podía tampoco. No tenía tanta fuerza.
Daniel reapareció con una pila de toallas y sin decir nada salió de la habitación. Escuchamos sus pasos por la casa, pero los médicos no dijeron más nada hasta que mi temperatura corporal alcanzó los 36 grados.
—Podemos sacarte del agua —dijo.
Yo no tenía ganas, cada pedazo de mi cuerpo que estaba fuerza del agua caliente tenía mucho más frío que la que estaba adentro. Pero tampoco podía negarme y ponerme a llorar otra vez. Me levantaron y me hicieron parar, chorreando en la bañera.
—Tenemos que sacarte el pantalón, ¿sí?
Asentí, con una mueca. No estaba ni depilada, porque en invierno no era algo que me preocupara. Y no me molestaba particularmente por los médicos, pero si ese Daniel volvía y me veía así... Y tampoco me había hecho el cavado, ¿y si mi bombacha tenía un agujero?
«Bueno, estás pensando con más normalidad», me dije. Mientras ellos me ayudaban a bajarme los pantalones sin dejar la bañera. Uno empezó a ponerme las toallas en la cabeza y me indicó que podía sacarme la ropa interior después, cuando estuviese envuelta.
—¿Cómo sentís los dedos? ¿Te duelen?
—Mmm —No sabía qué responder a eso. Los sentía fríos igual que el resto del cuerpo—. Creo que no.
Me sostuvieron para salir de la bañera y solo cuando estuve bien tapada me soltaron. Daniel regresó con un montón de frazadas y ropa, que empezó a tenderle a los médicos antes de que ellos regularan el suero por décimo quinta vez.
—Vamos bien —me dijo el que siempre me miraba los pies, el que no era Juan—. ¿Podés sostenerte? Ya podés sacarte la bombacha y el corpiño. Nos damos la vuelta si querés. Nadie te va a ver nada, pero tenemos que estar seguros de que podés sostenerte.
—Puedo —dije, retorciéndome para acomodarme debajo de las toallas. Empecé a tiritar y los enfermeros se dieron la vuelta, empujando a ese Daniel para que también lo hiciera, y yo pude sacarme la bombacha y el corpiño. Me sentí muy incómoda, pero entendía el porqué. Tenían que mantenerme seca para que pudiera entrar bien en calor.
Cuando terminé, empezaron a darme las frazadas y las reemplazamos con cuidado por las toallas.
—Tengo encendida la estufa de una de las habitaciones —murmuró Daniel y me ayudaron a caminar el tramo, sosteniéndome, hasta la habitación en cuestión. Solamente ahí me di cuenta de que estaba dentro de la casa de los Hess, un poco más arreglada para parecer no tan vieja, pero en la misma casa Hess de La Cumbrecita.
Y tenía sentido, supuse, mientras me apostaban delante la estufa y empezaban a pasarme la ropa que Daniel había traído. Medias que me quedaban grande, un pantalón de jogging, una camiseta... Todo me quedaba enorme y supe que eran de él por el olor. Porque reconocía el maldito olor.
Estuve a punto de ponerme a llorar otra vez, pero los doctores me miraban y seguían revisándome y controlándome la temperatura y no quería que me vieran así. Tampoco él.
—Casi 36 —dijo uno de ellos—. Nos vamos.
Ahogué un gemido y dejé que prácticamente me llevaran en brazos al piso inferior. Parecía que no pesaba nada para ellos y no pude ni quejarme ni aferrarme a nada, ni siquiera a Daniel. Y lo único en lo que pensaba era en estirar los brazos hacia él y rogarle que no me dejara sola.
—Los sigo con el auto —dijo él de pronto, antes de que saliéramos de la casa al frío de La Cumbrecita. Agradecí tener las frazadas envolviéndome, pero más agradecí haber escuchado eso.
Me metieron en la ambulancia, me obligaron a acostarme en la camilla y me ataron a ella. Escuché que decían algo más, pero no entendí qué y la agonía de no saber si realmente nos seguía o no me acompañó todo el camino hasta Alta Gracia.
En el hospital, me ingresaron a la guardia, y los médicos de ahí se dirigieron a mí para preguntarme otra vez cómo había terminado en el agua, si en La Cumbrecita estaba sola, dónde me hospedaba. Era preguntas de rutina y como los médicos de emergencias que me llevaron ya no los veía por ningún lado, no podían responder nada por mí.
Contesté exactamente lo mismo que antes y ellos no dijeron mucho más. Ordenaron análisis de rutina con muchísima tranquilidad, pero igual trajeron a especialistas para verme con detenimiento. Además del clínico, vino un traumatólogo y de ahí me mandaron a hacerme unas radiografías.
No discutí con nadie, como la última vez que había estado en un hospital. El corazón se me apachurró cuando me preguntaron si había posibilidades de que estuviera embarazada.
—No —gemí, reteniendo el dolor. Hacia una hora, por lo menos para mí, sí lo había estado y se sentía extraño no tener la sensación de mi hijo moviéndose dentro. Retuve las ganas de llorar otra vez, pero no pude evitarlo cuando me dejaron sola esperando a mi turno para ir a radiografía.
Ya no estaba embarazada. Mi hijo estaba muerto y no podía siquiera empezar a hacer el duelo por él porque estaba metida en ese lugar frío, completamente sola.
Lloré en silencio hasta que me llevaron a la sala de rayos y recé para que nadie me preguntara qué me pasaba. En cualquier otra circunstancia, hubiese agradecido una enfermera empática y cariñosa, pero yo no tenía ganas de hablar. Me tragué la angustia y la mastiqué como pude.
Me dejaron internada en la guardia, controlando mi temperatura y todavía evaluando mi estado físico mientras esperaban los resultados. Estuve mucho tiempo sola una vez comprobaron que mis dedos estaban sanos, que no tenía laceraciones de ningún tipo ni riesgo de gangrena por la hipotermia.
Me quedé así, con la ropa prestada de Daniel, incómoda por no tener ropa interior, incómoda de estar de vuelta en el cuerpo de Brisa, totalmente confundida con la vida que había dejado atrás, tal y como la última vez que volví a 2017.
Esta vez era, incluso, más difícil. Sabía que no iba a poder superarlo, porque también sabía que ya no había nada que pudiese hacer. Pero cada vez que volvía a darle vuelta a nuestra muerte en el siglo anterior, volvía a pensar en ese Daniel, que era igual al mío, que tenía su mismo nombre y había prometido seguirnos hasta el hospital.
Verlo de nuevo iba a ser mi único consuelo.
—¿Señorita Rinaldi? —dijo una enfermera, interrumpiendo mis pensamientos. Casi que no me dio tiempo a limpiarme las lágrimas otra vez. Detrás de ella, vino un médico con mis placas.
—¿Sí? —dije, tratando de verme entera y no destrozada, como me sentía por dentro.
—¿Cómo se siente? ¿Tiene dolor? —dijo el médico.
—Tengo hambre —confesé. Era verdad, después de todo. Me dolía el estómago porque no había comido nada en todo el día en ese cuerpo, de eso sí me acordaba.
—¿Por eso lloraba? —inquirió el hombre, arqueando las cejas.
Me toqué los cachetes una vez más y negué.
—Estaba pensando en cómo me va a matar mi mamá cuando se entere lo que me pasó. Vine a La cumbrecita sin su permiso, me va a asesinar.
Ahí, el doctor se echó a reír.
—Bueno, no creo que esto sirva tampoco para aplacarla, eh —contestó, dedicándome una sonrisa amigable—. Parece que todo está bien, entonces. No tiene traumatismos de ningún tipo y su temperatura corporal está en el número deseado y normal. Vamos a esperar el análisis de sangre, solo para asegurarnos de que no haya nada extra a lo que prestar atención. Tuvo mucha suerte, eh.
—Ah, gracias —repliqué, extrañada por un instante con sus dichos, sobre todo los que tenían que ver con los traumatismos. El cuerpo de Brisa todavía tenía lesiones del accidente con la crecida, se notaban las soldaduras de los huesos y me quedaban algunas fisuras. Me llamó la atención que las ignorara totalmente—. Entonces... ¿me voy a... poder ir?
—Sí, en unas horas. Con suerte, más rápido que eso
Me tomaron la presión y luego se marcharon. Me quedé sola otra vez y miré las camas contiguas, con más dudas que certezas. Había un anciano silencioso, un joven menor que yo, una señora de mediana edad. Todos callados y en sus propios pensamientos, aburridos pensamientos. Y mientras más sola estaba yo, más pensaba en Daniel, en mi hijo no nacido, en nuestras muertes, en Gunter...
Algo había cambiado desde la última vez, eso era lo único que podía pensar. No vi al fantasma de Daniel, en cambio vi a un chico igual a él. Tenía sentido si pensaba en que nuestras muertes habían cambiado, porque la primera vez que viaje al pasado, las cosas se habían desarrollado de forma correlativa con mi presente. O casi, porque el cuerpo de Daria moría finalmente después de que Brisa volvía a él, pero en realidad mi alma ya había muerto por primera vez.
Era confuso, pero no había logrado salvar a Daniel ninguna de las dos veces tampoco. Al final también me morí como por tercera vez yo. Lo único diferente era que no habíamos fallecido en La cumbrecita. Morimos en Buenos Aires, en nuestra casa, y hubiese sido lógico no ver al fantasma de Daniel ahí porque, como bien recordaba, María había indicado que los fantasmas no podían abandonar el lugar en el que habían muerto.
El fantasma de mi Daniel tenía que estar en la capital, pero, entonces, ¿qué hacía ese nuevo Daniel ahí? ¿Quién era? Eran físicamente iguales, olían igual, incluso aunque las diferencias en su aspecto fuesen obvias por la época. Ya no se peinaba con la raya al costado, usaba jeans y camperas deportivas.
Tragué saliva y me llevé una mano a la garganta, pensando cuántas posibilidades había de que los cambios en el pasado me hubiesen traído a mi Dan de nuevo, en otra persona, en una reencarnación como yo lo era de Daria.
Pero, con todo eso, no significaba que él supiera quién era yo. Solo era una chica accidentada que se le había querido colar en la casa y tuvo la laboriosa tarea de salvarme la vida. Así como yo jamás podía haber sabido que era Daria hasta ocupar de nuevo el cuerpo que tuve en esa época, él, de ser mi Daniel, no lo sabría.
Entonces, la puerta de la salita de internación de guardia se abrió, interrumpiendo mis pensamientos tortuoso otra vez, y el mismo Daniel asomó la cabeza. Me buscó con la mirada y cuando me encontró, me sonrió.
Ese simple gesto me llenó un poquito el alma vacía. Fue como la luz de una estrella en medio de toda la oscuridad.
—Hola.
Se acercó a la cama y me erguí de pronto, super ansiosa, sin saber bien qué decir. Me pregunté si debía primero disculpar por ser una molestia y por haber invadido su propiedad, o si en cambio tenía que agradecerle por salvar mi miserable existencia.
—Hola —contesté, con un hilo de voz. No, decirle que mi existencia era miserable y que en realidad me sentía tan mal como para no seguir viviendo iba a ser un mal comienzo. Él se había esforzado mucho por mí.
Daniel se metió las manos en los bolsillos y me recorrió con la mirada, de arriba abajo. Su análisis me envió escalofríos a todo el cuerpo. Parecía las miradas que me echó cuando volví a 1944 la primera vez, cuando intentaba adivinar si estaba loca o fingía haber perdido la memoria.
También, me provocó muchos deseos de abrazarlo y pedirle que no me dejara nunca más. Acababa de verlo muerto en el suelo lleno de sangre, o al menos así había sido para mí, tenerlo ahí vivo de vuelta me generaba mucha ansiedad por tocarlo y protegerlo y no soltarlo.
—¿Cómo salieron los análisis? —preguntó.
—Eh... —dudé, tratando de sintonizar con la conversación y procesar su pregunta—. Parece que bien. Falta el de sangre.
Él ensanchó la sonrisa, por un segundo.
—Estás como nueva, ¿eh? Me diste un buen susto cuando te caíste en la puerta.
Hice una mueca y me encogí. Sí, debió haber sido traumático encontrarse a una chica muriendo en su porche. Debía ser lo más terrible que había experimentado en esta vida. Al menos, esperaba que así fuese.
—Perdón, es que... no sabía bien lo que hacía. Ni a dónde iba... Yo solo... Estaba buscando ayuda —respondí, mirándome las manos.
—No hay problema —contestó—. Me alegra que te estés bien.
Apreté los labios.
—Bueno, es que estoy viva gracias a vos. Los médicos dijeron que, si no me hubieses metido en la bañera, podría haber perdido algunos dedos —añadí, levantando la mirada—. Gracias.
—No es nada —insistió Daniel—. Cuando te den el alta, yo te llevo a La Cumbrecita otra vez, así que tampoco te preocupes. Ya hablé con los doctores, Juan Cruz les dijo todo y me ofrecí a llevarte de vuelta. Bueno, si querés...
Sonreí, radiante, algo que pensé que sería incapaz de hacer en esos momentos. Pero la idea de pasar tiempo con él, de estar cerca, era lo que más deseaba en el mundo. Sí quería, quería estar cerca de él lo más posible.
—Sí, gracias. Si no, no tengo como volver... Ni zapatos.
Mi ropa mojada había quedado justamente en su casa, así que esa era otra excusa para estar a su lado y averiguar más. Necesitaba saber si era mi Daniel o no, si tenía permiso de ilusionarme y reparar un poco mi corazón magullado.
No recuperaría a mi hijo, pero si al menos lo recuperaba a él, pensaba que tendría un motivo para no dejarme hundir en un pozo.
—No hay drama —se rió—. Tengo auto con calefacción.
También me reí, contagiada por su buen humor, taponeando mis heridas por un momento. Me sentí culpable, claro que sí, pero tampoco tenía más formas de reaccionar.
—Gracias —dije, entonces, antes de que el médico regresara y me dijera que podía irme.
—Todo está bien. Lo que te voy a indicar es que te quedes en cama, que hagas reposo, ¿sí? Comidas calientes, nada de pasar frío. Es probable que te resfríes o te dé una buena gripe. Además, es normal que sientas debilidad. ¿Cómo estás ahora?
Me miré. Más allá de que todavía sentía algo de frío, solamente era consciente de que me dolían algunas partes del cuerpo. Las tenía como pesadas, agarrotadas, pero no estaban lastimadas y eso era lo importante.
Atendí a sus indicaciones y luego me sacaron el suero. Recomendaron que cenara lo justo y necesario, que mañana descansara y que tuviera cuidado por donde caminaba.
—Menos mal que no tenía tacos —quise bromear, cuando me bajaba de la cama y observaba el piso desnudo del hospital y las medias gigantes de Daniel que cubrían mis pies.
—No hay problema si se ensucian —me dijo él, acercándose a mí y tendiéndome la mano. La tomé y ahogué cualquier tipo de sensación eufórica que pudiera haberme dado al tocarlo. Se sentía tan real, tan vivo, que tenía miedo de arruinarlo todo y despertarme y que fuese un fantasma otra vez.
Caminamos por el hospital despacito. Él estuvo todo el tiempo atento a mis pasos y cuando me patiné, porque ese piso encerado era muy resbaloso, me atajó a tiempo. Me disculpé, pero mis ojos chocaron con los suyos y mi voz se perdió en un susurro. Sus dedos se quedaron unos segundos de más en mi cintura y tuve un Deja vú fuertísimo. Sentí que estábamos en el río, peleando con agua y riéndonos sin parar.
Sin embargo, me soltó demasiado rápido después de ese momento de conexión. Daniel se aclaró la garganta y seguimos avanzando hasta que llegamos a la puerta del hospital y a las escaleras de entrada.
—No está bueno que camines por el frío de la calle así. —Él me miró. Afuera estaba oscuro ya y yo no tenía ni idea de la hora que era. Habían pasado demasiadas cosas en ese largo, largo, largo día. Ya ni me acordaba qué era lo último que había comido en ese año—. Vení, el auto está cerca.
Y de repente, me estaba alzando. Me levantó por la cintura y yo ahogué un gritito. Me aferré a su cuello y a su cabeza como una boba, dándome cuenta de que quizás hacía mucho pero mucho tiempo que Daniel no me agarraba así. En 1944, la última vez había sido hacia meses, antes de que me pusiera tan redonda.
Me cargó hasta la vereda y de ahí durante media cuadra. Me empecé a sentir mal por él y me quejé, pidiéndole que me bajara.
—Es que seguro estoy pesada.
—Nah —me contestó, pero me llevó más para arriba para agarrarme mejor. No me miró directo a la cara, porque sí que la teníamos muy cerca y estuve a punto de ahogarme con mi propia saliva de los nervios. Quería acurrucarme con él—. Esto no es nada. Cuando una persona está despierta, pesa mucho menos.
Entonces me bajó, dejando que procesara lo último dicho y terminé parada sobre sus zapatillas, para evitar el frío helado del suelo de la calle.
—¿Como muerta sí que pesaba, no?
Otra vez estábamos super cerca, aunque ahora sí me miró. Me dedicó una sonrisa suya tan limpia y encantadora que solo pude mirarlo como una idiota, enamorada como nunca.
—No fue para tanto —me juró.
Mmm, yo no quería imaginarme lo pesada que habría estado, inconsciente y mojada, tirada en la puerta de su casa, después de haber llamado a un fantasma que se llamaba igual que él.
—Perdón —dije, un poco cohibida, dándome cuenta que Brisa solía ser más transparente y menos cobarde, pero estaba hiper cansada y ese Daniel y yo éramos desconocidos.
Él se estiró para abrir la puerta del auto detrás de mí, justo en el lado del acompañante, y me sostuvo hasta que pude ingresar sin ensuciarme tanto los pies. Una vez dentro, me quedé más cohibida todavía. Esperé a que entrara y me puse el cinturón, agradecida por tenerlo. Relajé la cabeza en el asiento y me dije que al menos ya no iba a estar histérica por ese asunto otra vez.
—Bueno, tenemos un caminito hasta La Cumbrecita. ¿Querés contarme de vos? Digo, para charlar de algo.
Giré la cabeza hacia él, mientras maniobraba para sacar el auto del espacio en el que había quedado, atrapado entre una camioneta Duster y un Regatta.
—No sé qué decir —contesté. «Vamos a fingir que sos una persona ubicada y decente», me dije. «Nada de contar sobre saltos en acantilados, ni fantasmas, ni de Daniel muertos, ni nada. Normalidad, Brisa, normalidad»—. Tengo 20 y vivo en Buenos Aires.
Ensanchó la sonrisa.
—Yo también.
—¿Y entonces qué haces en La Cumbrecita? —pregunté.
Arqueó una ceja en mi dirección.
—¿Qué haces vos en La Cumbrecita?
«Puta madre». Tomé aire y lo exhalé abruptamente, llamando, para colmo, más su atención. Intenté no salirme realmente de la normalidad y dije poco:
—Tuve un accidente acá en enero. Vine de vacaciones, me agarró una crecida, me golpeé la cabeza y estuve en coma dos meses.
Se quedó mudo e internamente pensé que la cagué. ¿Pero qué más podía decirle? En ese momento había empezado toda esa historia loca y ahí estábamos los dos, con muchas sensaciones extrañas. Bueno, al menos yo.
—¿En... en serio?
Asentí.
—Sí, ya sé que lo dije como si nada, pero fue en serio.
—¿Y viniste entonces...?
—Porque necesitaba estar sola —repliqué, sin mucho sentido, pero Daniel no me preguntó más nada sobre eso. Se quedó medio minuto en silencio, procesándolo, y eligió seguir por otro lado.
—Entonces, ¿de qué parte de Buenos Aires sos? ¿De Capital Federal?
—Sí, soy de Villa Crespo.
—¡Ah! No es lejos de mi casa —dijo entonces, recuperando la alegría. Y eso a mí me ponía contenta también. Estaba cerca de mí, vivía cerca de mi—. Vivo en Villa del parque. Mi familia tiene una casa en Córdoba Capital y esta acá en La Cumbrecita. Y en las vacaciones mis primos y yo nos turnamos para venir a verla. Esta vez me tocó a mí.
—Ah —dije, pensando si su familia era la misma que había poseído la casa en 1944, si él era un Hess o no. No vivía en Belgrano, como habíamos vivido nosotros y la familia de sus papás, pero al fin y al cabo eso podía ser posible. Yo era igual a Daria y no tenía nada que ver con su familia. Con él podía ser lo mismo. Quizás habían comprado esa casa a los Hess y tenerlo ahí era una coincidencia más. O más bien, una vuelta del destino bastante retorcida. Ya sabía yo lo caprichoso que era—. Entonces... ¿tenés una familia grande?
—Más o menos. Mi abuelo tuvo tres hijos y cada hijo tuvo dos, así que somos seis nietos en total.
—Qué lindo, me gustan las familias grandes. Son ruidosas y divertidas —contesté, mirándolo manejar—. Yo tengo dos hermanas. Una más grande y otra más chica. Luna es un poco insoportable y pesada, malcriada también, pero la quiero. —«Y la extraño», pensé, hacía mucho tiempo que no la veía. También extrañaba a mamá, incluso que me gritara, incluso aunque se enterara que me había caído en el agua otra vez y había terminado en un hospital de nuevo. Y a papá, y a Laura... y Hani. Me había hecho la idea de que no los veía otra vez hasta que fuese una anciana. Incluso en algún momento durante mi embarazo, mientras planificaba de qué manera me haría amiga de mi abuela, pensé que podría verme a mí misma.
Ahogué un gemido, sin poder evitarlo demasiado. Quería llorar por muchas cosas desde hacia rato, pero ahora tenía ganas de hacerlo porque vería de vuelta a mi familia.
—Sí, yo también quiero a mi hermana, pero es insoportable —se quejó Daniel, ignorando mi gemido de cachorrito lastimado—. Siempre me dijo lo que tenía que hacer. Cuando sos el más chico te tratan como bebé.
Traté de calmarme y no ponerme sentimental, tenía que ir por partes. Si no, iba a terminar llorando por cuarenta cosas a la vez. Y no era buena idea.
—Ser la del medio es peor —contraataqué y él no me contradijo.
Manejó con precisión, a pesar de que la ruta estaba oscura. Me preguntó cosas sobre mis hermanas, si me llevaba bien con ellas, y yo le dije que siempre me había llevado mejor con Laura, en proporción, que con Luna. Hoy por hoy, podía decirse que me llevaba bien con las dos. Al menos los alfajores eran una muestra de cariño por parte de mi hermana menor.
—Uh, qué hambre —musité—. No me acuerdo la última vez que comí.
—¿Almorzaste?
Dudé.
—Creo que no.
Chistó, como si fuese mi padre y no un pibe de mi edad.
—¿Por qué no?
—Mm... porque creo que me estaba cayendo en el agua en ese momento —repliqué, con una media sonrisa, pero Daniel no me la devolvió.
—Eso puede hacerte peor. Necesitas cenar, rápido. —dijo, con tono serio y preocupado, y apretó un poco el acelerador.
—No, che, no te apures, estoy bien —contesté, agitando las manos—. Apenas llegue al hotel, como algo.
Lo calmé y volvió a una velocidad normal; había que tener cuidado en esas rutas oscuras con todas las curvas que tenían, pero yo no me sentía insegura con él. De alguna forma, mientras más pasaba dentro del auto, más ganas tenía de quedarme ahí. A pesar del hambre, no tenía ganas de llegar al hotel.
Entonces, al llegar a La Cumbrecita y pasar por la entrada, mientras él aclaraba a la seguridad del pueblo que era dueño de la casa número 9, yo me pregunté qué iba a hacer a continuación, qué iba a hacer cuando él me dejara.
Me mordí el labio durante el último minuto, mientras llegábamos a la puerta de mi hotel. Consideré mil cosas para quedarme ahí, como fingir un desmayo, un calambre o simplemente tirarme sobre el asiento a hacer un berrinche.
Pero Daniel no se percató para nada de mis cavilaciones.
—Te ayudo a llegar —Se bajó del auto, le dio la vuelta y estuvo al lado mío, dándome las manos. Así, abiertamente, no pude negarme—. Paráte sobre mis pies otra vez, acá la tierra sí que no es linda.
Obedecí, pero cuando pude salir del auto, él me levantó del suelo como una princesa. Pasó las manos por debajo de mis rodillas y me apretó, segura, contra su pecho.
—No te molestes... —empecé, pero adoraba que se molestara. Me importaba un pepino que alguien nos viera y pensara idioteces. Estar así de cerca suyo me ponía feliz, ansiosa, aliviada y triste a la vez, pero no podía evitar desearlo.
Daniel caminó la distancia hasta las escaleras del hotel y subió conmigo en brazos, mientras me susurraba que no había problema. Que era lo menos que podía hacer. Y yo le respondí que ya había hecho demasiado.
Entonces, cuando me soltó en la entrada, en el hall, me acordé que la llave de mi habitación había quedado en mi campera, la cual había tirado en la calle en medio del pueblo porque me estaba congelado. Si no me equivocaba, claro.
—Ay —musité. El recepcionista nos vio y me adelanté con una expresión llena de conflicto—. Hola.
—¿Señorita Rinaldi? —me dijo—. ¿Cómo está?
Al parecer, todo el mundo se había enterado de lo que me había pasado.
—Bien. Yo creo que... perdí mi llave.
—Ah —dijo el recepcionista, mientras Daniel se paraba a mi lado, en el mostrador—. Nos devolvieron su campera durante la tarde. La encontraron y vieron la llave en el bolsillo. La mandamos a lavar. En cuanto esté seca, se la alcanzaremos a su habitación. —Y me tendió mi llave.
Aliviada por mil, la tomé y suspiré. Por suerte, en La Cumbrecita las cosas no pasaban desapercibidas y nadie robaba nada. Todo era muy distinto a Buenos Aires.
—Es un pueblo, después de todo —me dijo Daniel—. Te acompaño arriba.
—Puedo caminar acá —le dije, porque creí que si me agarraba en brazos otra vez iba a tener que arrastrarlo dentro del cuarto y encerrarlo conmigo.
Subimos las escaleras en silencio. Me tomé mi tiempo, porque mientras más rato pasaba, más me dolían los músculos y los huesos. Me di cuenta, al trepar por los escalones, que las piernas me estaban matando.
Daniel esperó pacientemente en los descansos, pero cuando se ofreció a volver a llevarme me negué. Esta vez por él. Le iba a destrozar la cintura si seguía así.
Llegamos al primer piso y caminé lento, delante de él, por el pasillo, y menos mal que la llave tenía el número porque no me acordaba dónde estaba el cuarto.
Abrí la puerta y Daniel me acompañó dentro, dándose cuenta de que estaba cada vez más cansada. Me sostuvo del brazo hasta que me senté en la cama y me analizó la cara antes de erguirse.
—Tendrías que darte un buen baño caliente, ponerte el pijama, comer algo acá mismo e irte a dormir.
—Mm, no hay servicio a la habitación —contesté—. Creo que voy a bajar a comer.
—Bueno, puedo ir a decirles que te suban algo. Tuviste un accidente. No es un capricho. El doctor dijo que tenías que hacer reposo.
—No quiero molestar —insistí, mirándome las medias gigantes—. Te voy a devolver toda esta ropa sucia, perdón por ser una molestia.
—Tengo tu ropa a cambio —se rio—. Quedó hecha un bollo en mi casa.
Nos quedamos callados un minuto. Yo no sabía qué hacer y él parecía que no sabía qué hacer para no irse, para quedarse conmigo. Levanté la cabeza, con miles de palabras en la boca que no podía decir y él reaccionó de la misma manera, como si se estuviese reformulando las oraciones.
—Bueno... —musité.
—No querés... ¿no querés venir a mi casa? —dijo de pronto—. Te cocino yo y además me aseguro que estés bien. Estudio medicina. No estoy muy avanzado, pero sé qué cosas hay que tener en cuenta. Y... Y... —Me quedé muda. Daniel se puso rojo—. Te juro que no soy un loco psicópata. Es decir... Sé que soné así porque... que un desconocido te invite a quedarse en su casa, solos, podría ser de desconfiar hoy en día.
Parpadeé. No me parecía nada para temer, pero porque yo sabía quién era él. Era mi Daniel, no un loco. Los locos no eran como él. Y eso lo sabía bien.
—No, no pensaba eso. Además, me salvaste la vida. No lo hubieras hecho para después aprovecharte de mí y lastimarme después, ¿no?
Daniel hizo una mueca.
—Bueno, en realidad, hay ciertos casos de personas obsesivas y compulsivas que además de tener claros signos de psicopatía, prefieren tener victimas sanas para poder aprovecharse de ellas. Les gusta hacer sufrir, por lo que serían capaces de salvar primero para ser ellos luego los causantes del daño. Son capaces de fingir completamente algo que no son para... —se calló la boca.
Yo también me quedé callada, mirando el suelo. Sabía muy bien lo que era eso y por eso creía que él no era así. Gunter había fingido, me había mantenido a raya por un largo tiempo con amenazas, me había llevado al suicidio, me lastimó tanto...
Sacudí la cabeza, notando que esos recuerdos estaban cubiertos por una película de humo. Pero, aunque me costó visualizarlos con claridad, como cuando estaba en el cuerpo de Daria, el sentimiento que Gunter causaba no se iba.
Me dio un escalofrío cuando reviví mis últimas horas en el pasado. Esas sí las tenía claras y por ende eran mucho más crudas. Verlo dentro de nuestra casa, en el despacho, con el arma, la mirada desencajada, dispuesto a hacerle daño a mi marido y a mi bebé antes que a mí. Reviví la angustia y la desesperación de ver a Daniel muerto a mis pies, saber que mi vida se extinguía y que a pesar de todo no había logrado nada.
—¿Me puedo ir con vos? —dije, entonces, a punto de llorar—. No quiero estar sola acá.
Levanté la mirada y le vi una expresión apenada, como si se conmoviera de mí. Asintió lentamente y caminó hacia la puerta de la habitación.
—Te espero abajo, Brisa.
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