Capítulo 32, parte 1: El alma vacía
Capítulo 32, parte 1: El alma vacía
BRISA
Durante un breve segundo, Gunter y yo nos miramos. Yo, como si estuviese loca, como si lo que estuviese frente a mi no fuese real. El pánico me llegó hasta la garganta en el momento en que empecé a gritar.
—¡DANIEL! —chillé, retrocediendo tanto como podía. Mi espalda chocó con el escritorio. Gunter no dijo nada; avanzó y me mostró la pistola que tenía en la mano derecha—. ¡DANIEL, ES ÉL!
Escuché sus pasos apresurados por el vestíbulo; en un segundo estuvo empujando la puerta. Tuvo que disimular su sorpresa mientras Gunter se giraba y lo golpeaba en el medio de la cara con el arma tan fuerte que se escuchó como algo hacia crack. Daniel cayó hacia atrás y yo grité, otra vez, mientras buscaba a mi alrededor algo que lanzarle.
Había un enorme pisa papeles a mi derecha. Pero, cuando me giré hacia ellos un segundo, para controlar la situación, mi esposo estaba en el suelo todavía, tratando de reaccionar, y mi acosador estaba más cerca de mí de lo que había esperado. Me quedé con la mano a medio camino y la voz cortada. Gunter no solo me miraba con ansiedad, sino con odio.
Estaba enojado, resentido, desquiciado. Siempre fue un loco obsesivo, lo supe la primera vez que me abusó, pero jamás lo había visto tan sacado como en ese momento. Tenía los ojos inyectados en sangre, ojeras terribles y su aspecto estaba muy deteriorado. Parecía más flaco, como si la travesía hasta Buenos Aires lo hubiese consumido.
Pero yo no dudaba, a pesar de todo, que seguía teniendo más fuerza de la que aparentaba. El golpe que le acababa de dar a Dan era un ejemplo.
—Voy a disfrutar matarlo —me dijo, con la voz rasposa—. Tendrías que haberte quedado lejos de él, como te dije. Y ahora... —apuntó el arma a mi vientre—. Tenías que ser mía, solamente mía...
No pude hablar, no pude hacer nada. Si me movía, iba a dispararme. Si no me movía, también. Entonces, vi a Daniel levantarse y me entró más pánico. Le sangraba la nariz y le costaba mantener el equilibrio, una señal de que le había dado con tanta furia que el dolor no lo dejaba erguirse por completo. En esas condiciones, sería todavía más fácil para Gunter lastimarlo.
Cerré la boca, entonces, para proteger a Dan y darle más tiempo, pero Daniel se chocó con la pata de la silla y Gunter se volteó, listo, para dispararle.
—¡NO! —grité. Alcancé el pisa papeles y se lo revoleé en la nuca. Gunter cayó al suelo y Daniel me gritó que agarrara el arma, la que estaba en el último cajón del escritorio.
Corrí alrededor del mueble y tanteé los cajones con las manos temblorosas hasta alcanzar el último. No tenía ni idea de que ahí había un arma, pero la saqué con más terror que esperanzas.
Sostuve el arma con los dientes rechinándome de tanta desesperación y miedo. No sabía si estaba cargada ni cómo demonios funcionaba. Me erguí, sosteniéndome la panza con la mano libre y sintiéndome mal de pronto. Espié la situación por encima del escritorio esta vez y el corazón me dio vuelco al ver a Daniel en el suelo tratando de pegarle y su pistola a Gunter, que reaccionaba mucho más rápido que nosotros.
—¡Sacále el seguro y apuntá! —me gritó Dan.
Con las manos temblorosas, viendo como Gunter empujaba a Daniel contra el piso y comenzaba a darle golpes desenfrenados en el pecho y la cabeza, me quedé tiesa en mi lugar. No podía disparar, no tenía puntería, no sabía hacerlo y los dos estaban tan cerca que podía herir a mi esposo antes que al loco.
Y, lo peor de todo, es que mi esposo estaba perdiendo. Apunté con el arma a la espalda del Gunter y tragué saliva. Se movía muchísimo y cerré un ojo tratando de encontrarle el punto, aunque sea para hacerle un poco de daño, pero entre mis nervios y el malestar que estaba sintiendo, no llegué a disparar.
Entonces, de la nada, Daniel logró meterle una piña en la mandíbula a Gunter. Fue un momento de ventaja que le permitió quitárselo de encima como para ponerse de pie y supe que ahí tenía mi disparo seguro. Pero no, Gunter se volvió hacia él todavía más enojado, hecho una bestia, como si aquel golpe no hubiese sido nada.
Empujó a Daniel, que tenía ahora toda la cara llena de sangre, contra las bibliotecas del despacho. Descargó tal violencia que lo dejó derrumbado contra ella. El golpazo lo mandó al suelo y le cayeron kilos y kilos de libros encima. Enseguida, quiso alcanzar su pistola, en el suelo junto a la silla y yo me apuré, desesperada, a disparar.
Y se me trabó.
En el momento crítico, en el que Gunter alcanzaba su arma y me apuntaba, la mía falló y no fui capaz de disparar. Retrocedí hasta pegarme contra la pared, mientras Daniel se movía debajo de los libros, agitado, usando sus últimas fuerzas.
—¡TE DIJE QUE ERAS MÍA! ¡NADIE PODÍA TOCARTE! —gritó Gunter, con las pupilas dilatadas y la mirada desencajada.
No tuve tiempo para reaccionar. Me quedé con el arma contra el pecho, tratando de destrabarla, porque era lo único que podía hacer. Estaba embarazada, enorme, con movilidad limitada, me sentía muy mal, mareada, y no podía luchar contra él.
Se me cayeron las lágrimas, comprendiendo que realmente íbamos a morir, porque Gunter era un animal y nosotros simples humanos. Él parecía pensar lo mismo, porque me enseñó los dientes como si me gruñera y disparó.
Lloré más fuerte, pensando que después de mi mataría finalmente a Dan, después de todo lo que había hecho para salvarlo. Pero no me llegó ninguna bala. Fue Daniel el que cayó entre el escritorio y yo, un metro más allá, muerto. Grité, con el corazón muriéndose por dentro con tanta agonía que realmente podría haberme disparado a mi esta vez y no sentirlo.
Me dejé caer al suelo, contra la pared, con el horror y la desesperación tomándome por completo.
—¡DANIEL! —grité, pero la voz ya ni me salió.
Él se había interpuesto entre la bala y yo y ahora estaba muerto, por mi culpa. Como había dicho María. Me llené de espanto y de un dolor que sí no podía describir, muchísimo más fuerte que todo el dolor que sentí al recordar lo que Gunter me hizo en primer lugar. Me mató en vida siendo Daria con eso, pero ahora me estaba matando siendo Brisa al quitarme a Daniel. Lo observé, con los ojos como platos, impresionada, a punto de destruirme con él.
Entonces, Gunter me apuntó otra vez y yo ni supe lo que hice. Lo siguiente que sentí fue el impulso del arma contra mis manos al dispararse y solo vi cómo el impacto lo arrojaba al suelo, del otro lado de las butacas del despacho.
Me quedé sin aire, primero pensando que se debía al golpe que mi propia arma me había dado a la altura del cuello al disparase, pero entonces fui consciente del dolor. Un dolor físico.
Me derrumbé más contra el piso y bajé la mirada. Había una mancha roja a la altura de mi pecho, entre el estómago abultado por el embarazo y mis senos.
Lloré más, porque al final sí sentía la bala. Rogué que él estuviera muerto mientras me daba cuenta de que también me moría. Me faltó el aire y el mareo que ya sentía se intensificó. Llevé los dedos a mi herida y me los manché de rojo. Y entonces, bajé la mirada hacia Daniel, boca abajo en el suelo, inmóvil, con el charco de sangre que creía bajo él y su mano estirada hacia mí. Intentando llegar hasta mí, intentando salvarme.
Si la desesperación podía invadirme mucho más... bueno, no era capaz de establecerlo. Él estaba muerto, mi bebé y yo íbamos a morir. No había cambiado nada, estábamos perdiendo igual. El círculo no se acababa.
—Daniel —gemí, aunque sabía que no iba a contestarme—. Daniel, Da...Daniel.
Apoyé mi mano llena de sangre en el suelo de madera y traté de alcanzarlo. Intenté tomar su mano. Intenté pedirle perdón. Pero antes de que pudiera tocarlo todo mi mundo se volvió oscuro y helado.
Abrí los ojos de golpe. Estaba congelada. El cielo sobre mi cabeza era azul y escuchaba el sonido del agua correr cerca de mi oído.
No entendí qué estaba pasando, pero después de pestañar varias veces y girar la cabeza, me di cuenta de que estaba en una roca fría en medio de un río super frío en 2017 en La Cumbrecita. Tenía mi campera puesta y los borcegos hechos un cubito. Tal y como la última vez que había estado ahí, quizás hacia minutos.
Traté de abrir la boca y llamar a alguien, pero apenas podía moverme. El fantasma de Daniel ya no estaba conmigo y quise ponerme a llorar. Cuando finalmente lo hice y lloré, fui capaz de recobrar el control de mi cuerpo y girarme en la piedra. Fue como darle una reacción a mi cuerpo, activar el sentido de supervivencia.
Allí seguía sola, tal y como en el momento en el que salte, y tenía un montón de agua que recorrer si quería sobrevivir. Por un momento, me pregunté para qué, porque si estaba allí de vuelta, quería decir que todos habíamos muerto de verdad en 1944.
Sin pensarlo dos veces, porque no era capaz de pensar mucho más, me metí en el agua. Sentí como se me achicharraban los huesos y me pareció que eso dolía incluso más que un disparo en el pecho. Pero no pude detenerme. Llegué a la orilla y así, sorprendida de que no estuviera muerta por una hipotermia, empecé a caminar.
Di pasos lentos y trémulos y con cada uno de ellos sentí los pies congelarse un poco más. Tenía los dedos astillados y el esfuerzo sumaba más inestabilidad a mi cuerpo tembloroso. Aún así, no me detuve, no supe hacerlo.
De alguna manera, mientras avanzaba por las calles serpenteantes de piedra, entendí que estando así, iba a morirme en esa vida también. Llevé mis manos al cierre de la campera y lo encontré después de errarle tres veces. Descubrí que agarrar algo cuando tenías el cuerpo congelado así dolía como la mierda y en medio de mi inestabilidad mental, me dije que había subestimado a Anna de Frozen con eso del corazón congelado.
Tiré de la cremallera y me quité la campera empapada como pude. Titiritando, no pude retenerla en mis manos y la dejé caer al suelo.
Solamente necesitaba que alguien me viera, que me socorriera, pero no me crucé a nadie por el camino inferior, que iba de la olla a una de las calles secundarias del pueblo. Comencé a subir por las colinas empedradas y mientras más caminaba, más lloraba. Nunca dejé de llorar, en realidad. Llegó un punto en que no sentí ni los pies, ni las manos, ni nada, pero igual no me detuve.
Me sentí tonta, me sentí inútil. Había vuelto a 1944 para salvarlos y no había logrado nada, solo había atrasado las cosas y postergado el dolor. Daniel seguía muerto; mi hijo, a quién había esperado y había amado en mi vientre durante meses, estaba muerto. El cuerpo de Daria había fallecido después de todo y no podía volver a ocuparlo. Ya no tenía chances de arreglar nada.
Y yo... Estaba desahuciada, estaba muerta por dentro, como si no tuviera sentido seguir caminando más que mi propia familia que me esperaba en algún lado, más que la idea fugaz de que quizás podría salir adelante.
No creía que fuese capaz, me parecía una vil mentira que estaba intentando imponerme para motivarme a seguir adelante. No había logrado salvarlos, ni siquiera teniendo en cuenta que quizás había podido matar a Gunter al menos. Eso no reparaba mi familia, ni el amor que había sentido por otra persona. Y yo estaba ahí, en 2017, todavía caminando, sin un rumbo fijo en mi propia vida y sin saber exactamente cuál era la diferencia entre Brisa y Daria, el por qué era ambas y el por qué me habían obligado a repetir esa mierda una y otra vez.
Con ese paso lento y mi alma dura y vacía, mientras me preguntaba cómo era capaz todavía de moverme, llegué a la calle de Daniel, a la principal, a la que daba a la puerta y al jardín delantero.
No lo pensé dos veces y trastabillé hasta la puerta, llamándolo para hablar con él, para decirle cuanto lo sentía. No me fijé en nada, ni en el pasto cortado, ni en las ventanas limpias. Solamente llegué a la puerta de madera y vidrio y tiré del picaporte con movimientos torpes y vagos.
—Daniel, Daniel —gemí, con un hilo de voz, golpeando con la muñeca de la otra mano, porque ya no podía usar los dedos. Estaban morados—. Por favor... Daniel.
No obtuve respuesta. Me sentía cada vez más débil y destruida. Apoyé la frente en el vidrio y volví a suplicarle, cada vez con voz más queda. Estaba a punto de volverme hielo de verdad e incluso me parecía que se estaba tardando demasiado, que estaba tardando mucho en morirme. Ya no tenía tolerancia para el dolor que lo congelado me provocaba en la piel y en los músculos.
—Te... lo ruego...
—¡EY! —me gritó alguien desde atrás. Me pareció reconocer la voz, pero ya estaba casi ida. Giré la cabeza para ver quién me gritaba, porque parecía molesto conmigo. Cuando lo hice, vi a un chico rubio, con unas bolsas de plástico en las manos, que entraba por el jardín con mala cara—. ¿Qué hacés? —me urgió antes de que yo dejara caer la mandíbula. Se detuvo en seco al verme también y sentí que me moría una vez más.
—¿Da...niel? —musité, antes de que las piernas se me vencieran. El rostro de sorpresa del chico aumentó, pero corrió hacia mí antes de que me cayera y me diera la cabeza contra el piso.
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