Capítulo 31: Cerca
Capítulo 31: Cerca
Llovía a cántaros. Dan estaba en otra junta con su papá y unos clientes y Graciela y yo estábamos limpiando y acomodando la vajilla. Esa tarde, Elizabeth y una de sus cercanas amigas habían venido a visitarnos y a traernos un par de regalos para el bebé.
Yo estaba agradecida, pero últimamente me sentía un poco incómoda y no tenía que ver con la panza enorme, que me pesaba, o las ganas insoportables de orinar a cada rato. No, como si algo no estuviese bien.
Obviamente, reconocía mis propias preocupaciones. No me gustaban las clínicas de 1944. No me gustaban sus doctores y su tecnología tan pobre y por eso me asustaba parir. Cualquier complicación y no había radiografías, ni resonancias ni nada que pudiese alertar por problemas.
Todo el mundo me aseguró que iba a estar bien, que ya no pasaban esas situaciones porque no estábamos en el 1800 y la vanguardia de la medicina estaba en Buenos Aires. Quise ser irónica cuando me lo dijeron, pero tampoco tenía cómo explicar mi seguridad al decir que ahí nadie sabía nada. Sobre todo porque yo no era médica ni en 2017 ni ahí.
Por eso, escuché en silencio las recomendaciones de Graciela, hasta que le insistí que ya era muy tarde y que no necesitaba que me ayudara con la cena. La despaché, para que llegara a su casa con su familia y me quedé cocinando el pollo al verdeo lentamente y tomándome mi tiempo para descansar.
Daniel llegó bastante tarde, malhumorado y contrariado por haberse tardado y me explicó que su papá no le estaba dando menos trabajo a pesar de que él le recordaba constantemente que yo estaba embarazada y que él quería pasar más tiempo conmigo, cuidándome, y no en casa trabajando, tampoco.
—Mi mamá también se lo dijo, pero ya sabes cómo es mi papá —me dijo él, poniendo la mesa de forma apresurada. Yo me senté y exhalé, sosteniéndome la panza que no me dejaba acercarme a la superficie lo suficiente.
—¿Ni un poco más de confianza? Vos y yo arreglamos todos sus problemas con los pagos. Vos arreglaste el quilombo que hizo con la última inversión espantosa. Lo mínimo que puede hacer es sacarte un poco de peso de encima —respondí, mientras él ponía las ollas frente a mi y descubría que había hecho su comida favorita.
Trató de disimular que eso le acababa de alegrar la noche, porque seguía enojado, pero no le salió bien. Se sentó también y empezó a servir.
—Él dice que, estando embarazada, tengo que trabajar más para que no te falte nada. Pero no me gusta llegar a esta hora y ver que estás sola y cansada.
—No puedo tener a Graciela hasta tan tarde. Ella tiene su propia familia.
—Sí, por eso. Yo tengo que estar acá, para vos, para el bebé. No va a pasar nada si trabajo menos horas por día —aceptó, empezando a comer como una hiena.
Lo observé, sin tocar mi plato, con muchas ganas de reírme. Se notaba que el estrés le daba hambre de más, pero que fuese lo que le gustaba lo hacía tragar como si estuviese desnutrido.
—Pensé que yéndonos de Córdoba tendríamos un alivio con los viejos alemanes, pero no —comenté, cuando él paró solamente para tomar agua.
—Ah —dijo, tragando con esfuerzo—. Tu papá...
Se detuvo y se debatió sobre decirme las cosas o no, por lo que me giré totalmente para verlo, a la espera.
—¿Qué? ¿Qué tiene para decir?
Como Klaus siempre era de pocas palabras, mandaba telegramas y no cartas. Cada tanto tiraba algún dato de interés sobre la causa de intento de asesinato, pero la cosa estaba lenta, más mientras no supieran dónde estaba el acusado, que jamás volvió a La cumbrecita.
—Mandó un telegrama. Dice que quiere venir a ver al bebé—dijo Daniel, soltando todo el aire que contuvo en los pulmones mientras pensaba si hablar o no—. Que le avisemos cuando nazca.
Cuando terminó de hablar, me di cuenta de que también había estado conteniendo el aire. Me relajé en un instante porque eso no tenía que ver con Gunter, pero tampoco significaba que ver a Klaus me hiciese feliz. Para nada.
Asentí lentamente, suspirando aliviada, y me desinflé en la silla.
—En algún momento lo va a tener que conocer, ¿no? —dije, como si esperaba que él me dijese lo contrario, pero Daniel lo sabía tan bien como yo.
Eso fue lo único que hablamos del tema en la noche. Dan lavó todo por mí y yo me fui a dormir enseguida. Al día siguiente, cuando salí muy temprano al jardín después de la terrible tormenta de finales de agosto, noté que muchas de mis plantas, que habían empezado a florecer, estaban destruidas. Indignada, me giré y entré a la casa zapateando con mis pantuflas. Daniel me frenó antes de entrar a la cocina.
—No tan rápido. Graciela enceró el piso ayer, no te olvides —dijo, señalándome el piso de madera con un gesto de la cabeza.
—¡Todas las plantas están rotas! —me quejé. No era gran amante de las plantas, pero además de pagar mucho a los jardineros, también habíamos plantado muchas de ellas nosotros y había esperado meses para que llegara la primavera.
—Uf, ¿la tormenta fue tan fuerte? —me contestó Daniel, besándome la frente—. Se me hace tarde. Me voy sin desayunar.
—¿Eh? ¿Qué? ¿Tan temprano tenés esta reunión? —dije, reteniéndolo de la camisa—. Ni hablar, al menos te metes una tostada en la boca. Ya mismo.
Lo jalé a la cocina y saqué las tostadas antes de que se quemaran del fuego. Se la unté con mermelada y se la metí en la boca.
—¿Es necesario? —replicó, con la boca llena—. No tengo hambre.
Me crucé de brazos y arqué una ceja.
—Y por eso estás cada día más flaco y yo más gorda. Y despreocúpate, porque cuando yo pueda trabajar, el que se va a quedar aburrido en casa vas a ser vos. ¡Y hablá con tu papá y ponéte firme!
Daniel no dijo nada, porque se concentró en ponerse el saco, acomodarse la corbata y salir a tiempo de la casa. Me quedé en la puerta por unos segundos, los segundos que él tardaba en subirse al auto e irse. Entonces, ante la brisa fresquita que se colaba por el marco de madera, me apresuré a entrar y a cerrar.
Graciela llegaba alrededor de las ocho y yo tenía tiempo para sentarme a desayunar tranquila antes de eso. La maldita tormenta había arruinado el trabajo del jardinero y la verdad es que no pensaba pagar de vuelta para que se solucionara. Iba a dejarlo así que fuese lo que Dios quiera.
Pero, obviamente, cuando ella llegó y vio todo el jardín sucio, insistió en limpiarlo porque era una maniática de la limpieza. Aunque le pedí y le rogué que lo dejara, no me hizo caso y me mandó para adentro, como si fuese su hijita caprichosa.
No me quedó otra que sentarme en el despacho y ponerme a leer libros de contabilidad para pasar el rato. Entonces, quince minutos después, Graciela me llamó desde el patio, alarmada.
—¡Señora!
Sosteniéndome la barriga, todavía en pantuflas, abrí la puerta y la alcancé en el jardín todavía húmedo.
—¿Qué pasa? —dije, alertada por el tono de su voz.
Graciela había torcido el gesto y me señaló el fondo del jardín. Uno de los arbustos nuevos estaba partido a la mitad, con la copa bien podada caído totalmente. Ambas nos quedamos en silencio, porque intentábamos averiguar cómo la tormenta había hecho desastre con ese y no con los demás. A ver, que estaba sucio y las plantas rotas, pero era rato ver un solo arbusto cortado al medio.
—¿Un rayo? —dijo tanteó ella.
Yo torcí el gesto también.
—¿No hay un para rayos cerca? —musité, todavía sosteniéndome la panza—. No escuché nada como un rayo anoche —seguí—. Llovía mucho y había truenos, pero... si hubiese caído uno acá se hubiese escuchado más, ¿no?
Graciela no me supo responder y me pidió permiso para seguir limpiando. Yo, sintiendo la preocupación crecer, me quedé un minuto más sobre el pasto fresco. Tomé aire y me giré para ver el resto del patio. Ninguna flor había sobrevivido, sí. Podía suponerse con los vientos, pero no entendía que había pasado con el arbusto y...
Me detuve y fruncí el ceño. Más allá contra la pared que lindaba con la casa de atrás, había una ralladura en la pared pintada de blanco. Tal y como en la mesa del jardín. Parecía hecho a propósito y eso no podía lograrlo ningún rayo.
Tragué saliva, sintiéndome sumamente preocupada. Era esa misma sensación que tenía desde la mesa corrida, pero creciendo como loca en mi pecho. De pronto, me sentí asustada, nerviosa, aterrada.
Volví al interior de la casa y llamé a Graciela para que dejara todo. Cerré las puertas con llave y le pedí pedí que trabara bien todas las ventanas. Ella se extrañó, pero esta vez me hizo caso y no siguió limpiado. Le dije que me parecía que alguien había estado rompiendo las plantas y ella pasó de asombrada a preocupada. Se ofreció a ir a buscar a la señora Elizabeth a la casa, pero le dije que no quería quedarme sola ni por casualidad. Le pedí incluso que se quedara hasta que Daniel volviera y almorzamos en silencio, sin charlas casuales.
Cuando mi marido llegó, a eso de las cinco de la tarde, por suerte no tan tarde, yo me había masticado todas las uñas y también me había comido todo lo que había hallado en la heladera.
Recién allí, Graciela se fue y yo cerré la puerta de la calle con llave, algo que no hacía usualmente porque con la reja alcanzaba.
—¿Pasa algo? —me dijo mi esposo, notando mi actuar nervioso.
—Un árbol está roto y una pared está toda rayada —le expliqué, después de tomar aire—. Daniel, esto no es normal. Lo de la pata de la mesa, lo del árbol roto, lo de la pared... no es normal. Eso fue ayer, durante la tormenta. Y las tormentas no despintan paredes.
Me miró en silencio durante unos segundos y luego estuvo sobre mí, abrazándome, para evitar que me pusiera a llorar antes de empezar a hablar.
—Amor, tranquila —expresó, llevándome a la sala—. No te hace bien angustiarte así, ni a vos ni al bebé.
Ninguno de los dos quería decir lo que de verdad pensaba, pero nos quedamos hablando allí una vez me sentó en el sillón. Enumeró todas las posibles razones, para lo del árbol, para lo de la mesa... Como que un rayo le pegó y estábamos muy cansados como para escucharlo, como que un gato arañó la pata de la mesa.
—¿Y la pared? —insistí—. Tenés que ir a verla. ¡Pero llamemos a tu papá primero!
Daniel apretó los labios y se levantó.
—Papá sigue en la oficina. Voy a verlo yo ahora.
Me levanté también y me negué. Lo agarré de la ropa y le impedí alejarse de mí.
—No quiero que salgas.
—Quiero ver la pared por mí mismo —respondió, sosteniéndome cuando vio que me costaba mantenerme de pie—. Ver si es un sector mal pintado que con la tormenta cedió la pintura o qué.
Me soltó cuando me sujeté del sillón y salió del living apenas pudo.
—Danieeeeel —gemí, persiguiéndolo. Sin embargo, nuestro jardín estaba sumamente vacío y se escuchaban las voces lejanas de los vecinos de atrás.
Daniel llegó hasta el final de nuestro largo jardín. Lo seguí, metiendo una pantufla dentro de un charco con barro. Hice una mueca y me detuve junto a él, que inspeccionada la pared. Parecía que le habían arrancado la pintura con algún objeto. Eso estaba hecho por una persona, no por la naturaleza.
—¿Ves? Te lo dije.
Él se cruzó de brazos.
—Vamos a la casa de mis papás —resumió.
Volvimos adentro y me ayudó a vestirme bien para salir. Me subió a nuestro auto nuevo y manejó las pocas cuadras hasta la casa de los Hess, para evitar que camináramos. Elizabeth nos recibió con alegría, hasta que vio nuestras caras. Cuando ella escuchó todo, se apresuró a llamar a su marido con su flamante teléfono nuevo y luego marcó a la policía.
El señor Hess llegó minutos después y, cuando los oficiales aparecieron, todos juntos volvimos a nuestra casa para inspeccionar el asunto de la pared. Estuvieron al tanto de todo lo que había sucedido en La Cumbrecita, como el hombre acusado de intentar matarme estaba prófugo y, con todo eso, la verdad es que no se lo tomaron muy a pecho.
—Es probable que hayan querido asaltarlos, entrando por la pared del vecino de atrás, y de no poder entrar, solo se la agarraron con esta pared —nos explicó un oficial.
—O quizás quisieron pasar a la otra casa. A la mansión —dijo otro policía, señalando la pared que daba a los Hirsch.
Yo puse mala cara y mi suegro empezó a decir que no se lo tomaran tan a la ligera, que exigía custodia para mi hogar. Los oficiales, un poco vagos, respondieron que custodiarían la casa esa noche y las que hiciera falta para que nos quedáramos tranquilos. Eso era mejor que nada, obvio, pero tampoco había mucho material para trabajar.
En seguida, el señor Hess se ofreció a enviar el mismo un telegrama a Klaus y nos acompañó a la casa, junto con el patrullero.
—Voy a mandar a instalarles un teléfono ya, ya.
—¡Al fin! —me quejé. No tenían idea de lo que yo había extrañado algo tan natural para muchos en 2017, porque el teléfono en esa época era un artículo de lujo. Muy pocas familias lo tenían.
Una vez en la casa, con la patrulla apostada en la puerta, pude relajarme. Daniel me besó y me abrazó hasta la hora de dormir, pero eso sí que no fue sencillo. Concilié el sueño solo cuando él me abrazó la espalda y sentí a mi bebé moverse ante su tacto. Solo con eso.
Por la mañana, cuando Elizabeth y una de sus amigas, Italia, me hacían compañía, ya que Graciela estaba en su fía de franco, Daniel llegó con un telegrama de Klaus que decía que habían visto a Gunter en Rosario y que lo estaba buscando. Tenían la seguridad de que no había dejado la provincia de Santa Fe y aunque eso era más cerca que Córdoba, todavía era lo bastante lejos como para tranquilizarnos y creernos las teorías de los policías.
Tuve que calmarme, porque si acababan de ver a Gunter por ahí, él no podía haberse metido a mi casa. Además, Buenos Aires era gigantesca y vivíamos en una zona muy pudiente. Lo más probable era que quisieron entrar a robar a los Hirsch y se dieron cuenta de que era imposible. Por suerte, no se les ocurrió entrar en nuestra casa, pero ese antecedente me hizo cerrar las puertas de entrada y del jardín esa noche y la siguiente, aunque nos aseguraron que podrían más seguridad en el barrio.
Días después, para distraerme, mi suegra y su amiga Italia me invitaron a una carísima confitería y charlaron conmigo sobre los nombres. Dan y yo seguíamos con muchísimas dudas, así que no decidimos nada hasta el momento, una oportunidad que Elizabeth vio para insistirme con sus sugerencias de nombres de nena.
No me comprometí con ninguno y comí de todos los pastelitos y postres habidos y por haber que me sirvieron con el té. No me sentí nunca contrariada por subir algunos kilitos durante el embarazo y no pensaba comenzar en ese momento, así que tampoco le presté atención a Italia cuando pedí al mozo que me envuelva las tortitas que no me comí para llevar y ella acotó que iba a desbordar de la silla. Yo no me veía gorda, solamente embarazada, y si no comía en ese momento todo eso, me iba a arrepentir por el resto de mis dos vidas.
Me llevaron a casa entonces, porque empecé a sentirme cansada, y me alegró ver que nuestro auto estaba en la puerta de la casa. Significaba que Daniel había llegado temprano, ¡por fin!
Me despedí de ambas mujeres en la entrada, porque iban a seguir con su salida de amigas, y me apresuré a entrar. Encontré a Dan en el sillón, solito, comiendo un pedazo de pan con dulce de leche, incapaz de hacerse una merienda más elaborada.
Sintiéndome más gorda de lo normal, me dejé caer en el sillón a su lado y le puse la caja con las tortas de la confitería en las piernas.
—Sé que lo que estás comiendo es un manjar de los dioses, pero te juro que esto está mejor.
Curioso, me dirigió una sonrisa antes de abrir la cajita perfectamente cerrada con cintitas doradas y, en efecto, se entusiasmó cuando vio lo que tenía.
—¿Puedo no cenar? —preguntó, agarrando una tartita de crema de limón y merengue.
—Yo no pienso cenar —contesté, riéndome—. Dejáme un par, eh.
Me saqué los zapatos con un revoleó y apoyé la cabeza en su hombro. Nos quedamos los dos así, en silencio, por un largo rato, hasta que decidí averiguar cómo venía realmente la cosa con la cantidad de trabajo.
—Esta semana no, la otra, tengo turno con el médico. ¿Venís, no? Tu papá ya aflojó con el trabajo, me imagino.
Daniel se terminó la segunda tortita y puso las piernas encima de nuestra mesa de café. Lo imité y junté mis pies con los suyos.
—Sí. Pero más que por el bebé, por el tema del intento de robo. Considera que no te puedo dejar sola con Graciela todo el día porque ella no podría protegerte de unos ladrones y estoy de acuerdo. Prefiero estar yo adelante tuyo.
Me abracé a su brazo y recé para que eso no pasara. Estuvimos ahí solamente un ratito más, porque yo sentí ganas de hacer pis y preferí subir para cambiarme la ropa linda por el pijama.
Dan me ayudó a subir, también se puso el pijama y de ahí en más la hora de la cena llegó super rápido. Nos comimos el resto de los pastelitos y postres que traje y estuvimos en la cama temprano, listos para apagar las luces y descansar.
—¿Cerraste bien las puertas? —pregunté, estirándome para apagar el velador.
—Todas.
Daniel se acostó a mi lado.
—Che, tenemos que decidir los nombres —me recordó.
Bufé.
—Si vas a estar de acuerdo con mis opciones, sí podemos charlar de eso.
Él se cruzó de brazos. Pude casi verlo hacer un puchero en la oscuridad.
—¿Es en serio? No es justo.
—Elegís nombres pésimos, por favor. Como mucho, algo normal, como Juan, José... Nada de Aurelio, Daniel, por favor.
—¿Y Daniel Junior?
Me reí y asentí.
—Bueno, Danielito no me parece tan malo —Me estiré y encendí la luz otra vez—. Espera, voy por la lista.
Saqué los pies de la cama y él se sentó de un golpe.
—No, yo voy.
—No, igual tengo que ir al baño y quiero agua, me la olvidé —insistí.
—Que yo voy.
—¿Vas a orinar por mí? —me reí, levantándome y caminando fuera del cuarto.
Primero, hice pis y me tomé mi tiempo para subirme la ropa interior y acomodarme el camisón. Escuché un ruido en la escalera y desde el baño, con la puerta abierta, le grité a Daniel que no hacía falta que bajara, que yo podía.
No me contestó. Bufando de nuevo, salí al pasillo y llegué a las escaleras. Había encendido las luces de la cocina.
—Che, ¡tráeme el agua bien fría! —le grité antes de girarme.
—Si —dijo, con un tono extraño.
Fruncí el ceño y no seguí hasta el cuarto. Bajé las escaleras de a poco, porque su voz me había parecido algo seca y pensé que quizás se había ahogado y necesitaba ayuda. Pero al llegar a la planta baja lo vi en la cocina como si nada, se había metido un pedazo de comida del medio día en la boca.
—Ey —le dije, cerrándole la puerta de la heladera—. Esa combinación no es nada buena.
Daniel se encogió de hombros.
—¿Qué? Me agarró hambre, no sos la única que puede comer acá.
Sacó también la botella de vidrio con el agua y llenó un enorme vaso para mí.
—Voy por la lista —le dije. Asintió y tragó lo que le quedaba de comida en la boca. Caminé hasta el despacho y encendí la luz antes de entrar. Empujé la puerta entreabierta y caminé hasta el escritorio. La lista con los nombres estaba ahí.
Entonces, la puerta crujió. Me volteé, esperando ver a mi marido yendo por mí, pero solo vi a Gunter.
Al maldito e hijo de puta de Gunter.
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