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Capítulo 30: Un lindo nombre

Capítulo 30: Un lindo nombre

Llegar a casa fue una mezcla de sensaciones. Creí, durante todo el viaje de vuelta a Buenos Aires, que era lo que más necesitaba. Pero cuando el coche se detuvo en mi vereda, me pregunté cómo iba a encarar las cosas con Daniel de ahora en más.

No podía explicarle que Brisa era una reencarnación de Daria, porque no sabía quién era Brisa, pero sí podía decirle que había recuperado la memoria por completo. Eso implicaba también decirle, el algún momento, que de todas las veces que lo traté muy mal, algunas fueron porque intentaba salvarle la vida.

Ya era tarde cuando abrí la reja de la casa, después de despedir al chofer, y todavía no tenía elegidas las palabras. Por un momento, pensé que quizás podría no decirle nada y fingir que todo estaba bien, para continuar con nuestra vida en armonía. Pero también supe que no iba a aguantar eso. A la larga, iba a carcomerme tanto por dentro que me pareció mejor enfrentarlo y ya.

Daniel estaba esperándome en el living, leyendo un libro con la radio encendida. Su carita se iluminó cuando me vio entrar y se levantó en un segundo, tirando el libro a uno de los sillones.

—¡Llegaste! —exclamó. Su alegría se me contagió y le sonreí también. Corrí a su encuentro y me sujeté de su cuello cuando me sostuvo en el aire por unos segundos. Me dio un largo beso que me aflojó un poco las penas, y cuando me soltó, yo estaba sin aire—. ¿Tenés hambre? Graciela dejó comida para calentar. Te estaba esperando.

Al fin en sus brazos, rememoré todas las razones por las cuáles todavía estaba haciendo eso. Estaba resistiendo por él, por nuestro futuro juntos, por nuestro hijo. La angustia me subió hasta el pecho y comenzó a escaparse por todos mis poros. Borré mi sonrisa y me brotaron las lágrimas antes siquiera de poder decir una sola palabra.

—¿Dari...?

Me abracé a él y descargué todo el llanto que venía resistiendo desde que dejé La cumbrecita en su hombro.

Daniel se alarmó, obviamente. Tenía todos los motivos para super que algo horrible había pasado. Me tocó la espalda, de arriba abajo, como buscando señales de heridas físicas, para después darse cuenta de que todo mi sufrimiento estaba dentro.

—¿Qué pasó? —me urgió, entonces, estrechándome fuerte, porque era lo único que podía hacer por mí. Tuve problemas para responderle. Abrí la boca varias veces, pero cada vez que lo hacía terminaba llorando más y más fuerte—. Amor, por favor, ¡decime si te hizo algo...!

—Me acuerdo... de todo —logré decir, con tanto esfuerzo que la voz me salió rasposa y rota.

Él no me contestó, solo se quedó ahí, abrazándome, en estado de Shock, por más de un minuto. Luego, con un impulso, me separó y me agarró los cachetes mojados y recorrió el rostro con la mirada.

—¿To...do? —musitó.

Cerré los ojos y asentí con un movimiento ínfimo de la cabeza. No pude expresar más, pero estaba segura de que él se daba una idea de porqué me afectaba tanto recuperar todas las memorias de Daria.

Sin más, me llevó hasta el sillón, me sentó sobre sus piernas y me acunó como si fuese chiquita. No cuestionó nada mientras lloré a viva voz y se limitó a consolarme con cariños, caricias y besos.

Creí que nunca iba a parar, porque con cada gesto comprensivo, más me acordaba de todas las veces que lo traté horrible. No estaba bueno justificarme diciendo que tenía una vida de mierda, aunque así fuera, porque las primeras veces rechacé a Daniel por prejuiciosa, por la bronca que le tenía a Klaus, porque creí que Dan también me sometería y me lastimaría. Pero él era más bueno que el pan que me gustaba tanto comer cuando tenía crisis. Dan era una dulzura de hombre y en sus manos me sentía a salvo, me sentía contenida.

Y lo quería tanto.

Escondí la cara en su camisa y me quedé ahí hasta que el cansancio por el viaje y el hambre me agotaron. Sus mimos me ayudaron a detener las lágrimas y poco a poco me animé a levantar la cabeza para mirarlo a los ojos.

Ahí, supe que Daniel también había llorado y eso me rompió más el corazón. Tuve que hacer un esfuerzo enorme por no empezar otra vez.

—Estoy muy cansada... —le dije, con un hilo de voz—. No quiero pensar más.

Él trató de sonreírme para dejarme tranquila.

—No pasa nada. No tenemos que hablar de nada ahora, ¿sabés? —Se inclinó hacia mi y me dio un beso en la frente—. ¿Y si te das un baño, te metes en la cama y te llevo algo de comida?

Acepté, porque no tenía más fuerzas para continuar de pie.

Dan casi que me llevó aúpa por las escaleras hasta el baño y me obligó a sentarme en el bidet mientras preparaba todo por mí. Llenó la bañadera con agua caliente y me ayudó a sacarme el vestido, las medias, los zapatos y toda la ropa interior.

Una vez dentro del agua, con mis músculos agradeciendo el calorcito, me prometió que tendría las toallas y mi camisón listo para cuando quisiera terminar. Le agradecí, también en voz baja, y no me pasó desapercibido que se marchó del baño y dejó la puerta totalmente abierta.

Me hundí en la bañadera hasta que el agua me llegó al mentón. Daniel no se olvidaba que yo me había suicidado y seguramente creía que ahora, al acordarme de todo con exactitud, podría tener las mismas intenciones que antes. Eso era algo que también tendríamos que conversar, pero ya no podía más con mi alma.

Dejé que él me ayudara a secarme una vez terminé de bañarme y me metí en la cama con la sensación de que realmente ahí estaba a salvo. Daniel me trajo la comida y me acompañó en todo momento hasta que le dije que quería dormir, por lo que se acurrucó conmigo y me acarició la frente, sin presionarme, sin agobiarme.

De esa forma, tan contenida, supe que María había tenido razón y que no estaba sola ni lo estaría. Daniel estaba ahí para mi ahora. Me iba a costar salir adelante, sentiría ese dolor por mucho tiempo, pero iba a poder pasar página. El siguiente día iba a ser un día nuevo, blanco, puro y sin los manchones de pasado, en tanto tuviese la fortaleza para ir hacia delante.

No fue fácil.

Los primeros días me sentí triste, sin ganas de nada. Daniel y Graciela tenían que recordarme que comiera, porque casi ni sentía hambre. Supe que estaba deprimida, porque no tenía ganas de salir de la cama, no tenía voluntad, por más que me insistía en que mi voluntad tenía que radicar en Dan y que fuésemos felices, en pasar página.

Pero costaba, porque los recuerdos eran vividos. Tenía muy frescos los de Gunter, así como los encontronazos con Daniel y las discusiones que yo siempre empecé. Pude contarle todo de a poco, desde la charla con Lady Paine y lo que sabía de María, hasta la forma en la que recuperé la memoria, en dónde y porqué. También le dije, por encima, que había vuelto a hablar con ella.

Traté de no centrarme en el tema de los fantasmas, porque no era relevante, y de nuevo insistí sobre nuestra relación cuando apenas nos conocimos. Quise pedirle perdón por las cosas que le dije siendo Daria, pero no me dejó. Ya me había perdonado, como dijo en Córdoba, en el hotel, cuando entendió que parte de mi rechazo y maltrato tuvieron que ver con la violencia que vivía, pero mucho más aún lo hizo cuando le conté que Gunter me había amenazado.

Por eso también era difícil hablar. Ambos teníamos un combo de sentimientos negativos y era normal explotar de bronca o de dolor. Daniel estaba enojado, yo tres veces más que él. Por eso fuimos de a poco, tratando de llevarlo en medio de mi pena y la forma lenta en la que lidiaba con ese trauma. Sabíamos que tardaría mucho en recuperarme de ello, por lo que incluso durante las siguientes dos semanas seguimos tocando el tema con suavidad.

Sin embargo, cuando me di cuenta de que había bajado casi cuatro kilos desde que había regresado, me preocupé de más. Mi poco apetito se hizo evidente en la balanza de la farmacia, a la que fui por unos analgésicos para el dolor de cabeza, que también me molestaba casi todos los días. Eso me hizo replantearme cómo estaba cuidando de mi cuerpo, del único que tenía de ahora en más y de cómo lo mantendría en condiciones por si estaba embarazada.

Volví a comer, tratando de alimentarme bien, pero ahí se empezaron a sumar las náuseas, los vómitos y la fatiga extrema, por lo que Dan me subió al auto y me llevó al médico con la esperanza de confirmar lo que veníamos sospechando desde hacía un buen rato.

Con otra falta de menstruación sumada y un análisis de sangre positivo, estuvimos seguros de que estábamos esperanzo un hijo y que tenía aproximadamente tres meses de gestación.

Esa noticia fue, en definitiva, lo que cambió mi perspectiva y me ayudó a salir del pozo. Seguía teniendo un agujero enorme en el pecho, pero al menos dejé de preguntarme cuándo iba a cerrarse. La certeza fue como un bálsamo para mis heridas.

Enseguida, mi futuro bebé se llevó toda mi atención. Los cambios en mi cuerpo se hicieron muy evidentes y aunque me sintiese extraña o descompuesta unos cinco días a la semana, era un lindo tema de conversación que me ayudaba a contar el paso del tiempo.

Elizabeth venía a verme y me charlaba sobre lo hermoso que era la maternidad. Graciela me contaba de sus cuatro embarazos y me dio consejos que anoté con mucha ansiedad y a veces un poquito de miedo, porque me asustaban los patos naturales.

Nunca había pensado en tener hijos tan joven, pero en esas circunstancias, me gustaba la idea de tener un bebito hermoso que se pareciese a nosotros y que pudiese llenar de amor. No solo me distraía, me emocionaba. ¡Quería conocerlo ya!

Por eso mismo, me resistí todo lo que pude a empezar con el cuarto del bebé, porque se decía que había que esperar más, por cualquier percance, pero no le hice caso a Elizabeth y fui con Daniel a comprar todos los muebles más lindos que había visto. Él, con ganas de complacerme, me siguió de un lado para el otro y me llevó a cualquier lugar que quisiese. Había hecho una lista de locales que las amigas de Elizabeth me habían dado y prácticamente lo obligué a ir y volver varias veces.

Planifiqué la decoración, la ubicación de todas las cosas y, cuando terminé, cuando ya no tenía más nada que me distrajese los siguientes cinco meses hasta el parto, le pedí a Dan trabajo.

Bueno, en realidad, me auto impuse para ayudarlo. No era muy bueno con la contabilidad, ni con los negocios de su papá ni con los propios, así que terminó trayendo el trabajo a casa y por las tardes los dos nos encerrábamos en el despacho a resolver los problemas de los haberes, las cuentas, pagos y deudas de proveedores y clientes.

También empezamos a salir más, por lo que, en la noche, cuando más se me daba para amargarme y tener pesadillas, después de ir al teatro o cenar con amigos importantes de los Hess o ir a fiestas, estaba muy cansada como para pensar demasiado.

Finalmente, cuando cumplí seis meses de embarazo, empecé a disfrutar por completo de todas nuestras actividades, tiempo a solas y tiempo con familia y conocidos.

No sé bien qué fue lo que cambió. Quizás había madurado mi dolor hasta enterrarlo solo un poco; quizás estaba viviendo engañada. Pero de alguna manera extraña, todo eso ya no fue solo una distracción.

En verdad, me dejé llevar por el ritmo de la vida, de lo cotidiano, de la gente que me rodeaba y era sincera, amistosa y cariñosa. Disfruté de las charlas, del té con nuevas amigas de mi edad que también estaban casadas y hacían muchos chistes sobre lo terriblemente bebés que eran sus esposos.

Yo me divertía con eso, porque sentía que tenía al mejor marido de todo y el orgullo me desbordaba siempre. También me divertía estar con Francisco y la manera en la que él se peleaba con Dan y como Dan le seguía el juego, de forma infantil y ruidosa.

Así, fue fácil sumergirse en ese mundo colorido y cálido y escapar del pozo gris en el que me habían sumido en el hogar en el que crecí. Sin Klaus cerca, sin peleas y sentimientos de inferioridad e ira, sin Gunter y miedo, me di cuenta de que podía ser feliz.

Los Hirsch nos invitaron a una de sus increíbles fiestas en ese tiempo. Fue por cortesía, en primer lugar, porque éramos los vecinos directos. Aunque al principio Daniel y yo nos emocionamos, después nos dimos cuenta de que ese mundo era para ricos demasiado ricos, gente del estilo nobleza. Con todos sus mayordomos y sirvientes, los dos nos sentimos unos pobretones sin clase, porque también nos causaron gracia todos los invitados y no paramos de hacernos chistes que solo nos compartimos el uno al otro.

El trabajo también me divertía. Porque siempre ganaba. Daniel se esforzaba por cumplir su rol de macho cabrío todo peludo, proveedor del hogar y trabajador principal, pero se decepcionaba de sí mismo cuando se daba cuenta de que yo terminaba el doble del trabajo antes que él. Empezamos a ponernos premios y todas las tardes yo me llevaba la bolsa con caramelos o el primer turno para bañarme, o el lado de la cama preferido.

Ni con esa motivación Dan podía superarme y ya hacía pucheros cuando perdía, tratando de conquistarme por ese lado para ceder alguna que otra vez.

—No entiendo cómo puede salirte este Haber tan perfecto —me dijo una vez, agitando una hoja, frustrado consigo mismo cuando se dio cuenta de que yo lo hice todo en un par de horas—. Lo hice tres veces ayer y hoy y no me cerraban los números. ¿Cómo hacés? ¡Tenés que tener algún truco!

Me reí y me negué a confesarle mi secreto, inventándole una historia de que los fantasmas de La cumbrecita me lo habían enseñado. En esos momentos, Dan no se reía. Mas bien, se preguntaba por qué él no veía fantasmas expertos en contabilidad y ese pasó a ser un chiste más entre ambos.

Pero cuando gané unas semanitas más de embarazo, empecé a sentirme un poco incómoda como para estar tantas horas en el estudio. Elizabeth insistió en que dejara el trabajo para los hombres y me obligó a ir con ella y Francisco a comprar ropa para bebés, juguetes y todo lo que pudiera faltar o necesitáramos extra.

No quise ser mala onda, pero eso también me cansaba y me incomodaba, la verdad. Sin embargo, pasar tiempo con Francis me encantaba. Él estaba emocionadísimo por su sobrino y eligió casi todos los juguetes que él consideraba que le gustarían si fuese varón y cuáles si fuese nena.

Obviamente, señaló los camiones de madera y latón, por un lado, y las muñecas de porcelana y tela por otro. En un instante en que Elizabeth se alejó de nosotros para conversar con el dueño de la tienda, mientras revisaba los sonajeros, yo me paré junto a Francis y le dije que, si era nena, también podía jugar con camiones, porque yo era nena y también sabía manejar.

Francisco dudó pero, un instante después, aseguró que si era varón también podía jugar con muñecas porque al final Daniel iba a ser papá y como varón tenía que practicar para sostener a un hijo.

—Compremos esta muñeca para Daniel —me dijo, señalando un bebé de porcelana horrible. En realidad, para mí, todos los juguetes de esa época eran tétricos incluso nuevos—. Tiene que aprender a sostenerla. ¡Mirá si se le cae tu hijo!

Por supuesto, el bebé era mío, no de Dan en realidad. Para Francisco, Daniel era todavía el inútil de su hermano y no estaba capacitado para ser padre. A decir verdad, Dan colaboraba con eso porque fingía caerse, o tropezarse solo para seguirle la broma al nene.

—No se le va a caer. ¿Vos crees que voy a dejarlo revolear al bebé por ahí? —contesté, agitando una mano—. ¡No, señor! Vas a tener que venir a ayudarme a que no haga cagadas.

—¡A que yo puedo mejor que él! —prometió.

Ese día, Elizabeth me preguntó por los nombres. Para ella, iba a ser una nena y hasta me dio un montón de opciones de moda en la época y otras tantas que venían de Alemania, del lado de su familia, para tenerlas en cuenta.

Yo sentía, en cambio, que el bebé era varón. Pero tampoco se me había ocurrido ni un solo nombre ni había charlado con Dan sobre eso. Me di cuenta de que el tiempo apremiaba y que teníamos que estar decididos pronto. Me quedaba casi nada para cumplir siete meses.

—No conozco las opciones de tu hijo tampoco —le confesé a Elizabeth, cuando volvíamos a casa, con Francisco a mi lado, jugando con un camión nuevo que yo le compré.

—Tienen que hacer una lista grande, para que puedan ir descartando. ¿Hay algún nombre de tu familia que quieras honrar? ¿El nombre de tu mamá, por ejemplo? —contestó ella.

Yo apreté los labios. No me acordaba casi nada de mi mamá. Sí tenía la idea de que fue una mujer mucho más cariñosa de lo que Klaus habría sido jamás. Mi apego emocional hacia ella se basaba más en suposiciones que en realidades.

Mi madre, como Daria, se llamaba Adelaida. Un nombre antiguo, poco común para la Argentina, pero no me sorprendía tanto porque las amigas de Elizabeth tenían nombres medios raritos. Sí, había muchísimas Marías, Juanas, Josefas. Pero también había muchas Gracianas. Aunque, claro, esas habían nacido hacia más o menos quince años.

Adelaida no era un feo nombre, pero para mí, que había renacido décadas en el futuro, no era algo que tuviese muy en mente. Yo quería ponerle un nombre un poquito más moderno.

Por eso, de vuelta en la casa, agarré un papel del despacho y empecé a anotar nombres, justo antes de aburrirme y ponerme a adelantar la contabilidad de dos trabajos que todavía faltaba que Dan entregara. Mejor si lo teníamos resuelto y nos dejaba más tiempo libre para hablar de nuestro hijo.

Antes del atardecer, Daniel llegó a casa de una junta en una de las empresas y me miró con el ceño fruncido.

—Sos un monstruo de la contabilidad y creo que te odio —me dijo, cuando vio que había terminado—. ¿Por qué no hacés todo lo extra que me dio mi papá, eh?

—Dámelo —le dije, extendiendo la mano para tomar su maletín y tendiéndole, en cambio, el papel con los nombres—. Mientras andá pensando esto.

Un poco confundido, él se sentó en el escritorio del otro lado y se puso a pensar como corresponde y a anotar también. Cuando terminó y yo terminé con el primer asiento contable, le pedí la hoja para chequear sus opciones.

—Tiene que ser un chiste, Daniel —me quejé, empezando a tachar—. Mi hijo no se va a llamar Aurelio.

—Es un lindo nombre. Mi abuelo se llamaba así.

—Con todo el respeto del mundo para tu abuelo: ni en pedo —contesté—. Vamos por nombres más normales. Y que no sean alemanes porque el nene va a crecer en este país, no en Europa —añadí, tachando otros.

—No es justo, no estás tachando de los tuyos —me reclamó, intentando alcanzar el papel.

Arqueé las cejas y salvé de sus garras los nombres normales: Lautaro, Santiago y Fernando eran nombres super inocentes y justos. En mi época la mitad de los chicos de mi edad en Buenos Aires se llamaban así. Aurelio era un pecado.

—Nombres normales, amor, por favor.

—¡Eso es normal! Además, ¿y si es nena, qué?

—Te prohíbo ponerle Josefa —avisé. Y anoté mis opciones de nena, más relegadas porque presentía, de verdad, que iba a ser un varón—. Puede ser Luna, como mi hermana. O Laura, a ella también le gustaría. Si no, cuando tengamos una nena, le ponemos uno de esos.

Hubo un momento de extraño silencio y levanté la cabeza, sin darme cuenta de mi metida de pata. Lo comprendí un segundo después de verle la cara, totalmente confundida. Había llevado todo ese tiempo muy bien el hecho de realmente ser Daria y no tener tan presente mi realidad como Brisa, pero podía fallar...

—¿Tu hermana?

—Como la hermana de alguien que conocía, digo. Brisa se llamaba ella, sus hermanas eran Laura y Luna.

Traté de no poner ninguna expresión en particular y le sostuve la mirada, a la espera, como si todavía estuviese esperando su opinión.

Daniel frunció el ceño y pensé que iba a preguntarme porqué nunca le hablé de esas personas. Por suerte, a último momento, después de analizarme, ladeó la cabeza y se reclinó en la silla.

—Brisa es un lindo nombre —dijo, entonces, agarrando los asientos contables para seguir. Mi corazón dio un golpe nervioso y me sentí muy, muy contrariada. Era una sensación agridulce. Jamás había dicho mi nombre actual.

—¿Te parece? —le dije, con el tono más suave.

—Sí —contestó—. Me gusta.

Me quedé callada y dejé de sentirme contrariada. Atesoré ese momento, esa idea de que a él le gustara mi nombre de verdad. Era como una especie de aceptación. Como si estuviese aceptando la otra parte de mí que no conocía. Como si pudiese conocerme en toda mi extensión, en mis dos mitades.

Sonreí. No pude evitar sentir una oleada de cariño inmenso por él. Lo amaba con locura.

—Sí, es un lindo nombre. Podríamos ponerle Brisa si algún día es una nena.

Daniel asintió y me tiró un beso, como todo un galán, antes de invitarme a tomar algo para la merienda. Salimos de la oficina y empezamos a preparar las cosas dejando a Graciela a cargo de una parte de la cena por mí.

Llevé algunas tazas a la mesa del jardín trasero y me distraje con la posición de la misma antes de darme cuenta de que, además de estar más de un metro del lugar donde siempre estaba, tenía una pata despintada. Fruncí el ceño y me agaché con cuidado, sosteniéndome la panza, para revisar los rapones que le habían sacado la pintura.

Todos nuestros muebles, incluso los del jardín, eran demasiado nuevo como para despintarse solos. Evidentemente había sucedido algo.

—¿Dani? —dije, llamándolo. Él me contestó desde la cocina, donde Graciela insistía en servir las cosas por él—. ¿Corriste la mesa del jardín ayer?

Extrañado, él salió con la tetera de cerámica en la mano.

—No, ¿por qué?

Llamé a Graciela entonces para preguntarle si había sido ella, pero me dijo que, durante la mañana, mientras yo hacía algo de trabajo, la había corrido para limpiar, pero apenitas. Y, la verdad, ella no era capaz de hacerle ese daño a un mueble. Era muy cuidadosa y atenta con nosotros y nuestras cosas.

—No, no, ayer estaba allá —le dije, señalando el rosal enorme que estaba contra la pared de los Hirsch.

—Yo no la corrí tanto —me dijo Graciela—. Se lo aseguro, señora.

Y yo le creía.

Mientras Dan le decía que no se preocupara y la mandaba de vuelta adentro, yo me quedé pensando cuándo fue la última vez que vinieron los jardineros. Ahí sí, me convenció más la posibilidad de que hubiesen sido ellos, pero me parecía que habían estado en casa hacia dos días, no ayer. Capaz solamente yo estaba confundida y la mesa había estado en el lugar de siempre más días atrás.

—Pero está toda la pata despintada, Daniel —insistí, mientras él me acercaba una de las sillas a juego para sentarnos—. Esta es una mesa pesada. Hay que decirles que tengan cuidado con los muebles.

Mi marido se sentó también y se inclinó hacia mí.

—Se los voy a decir, quédate tranquila. Voy a llamar a alguien que lo pinte, ¿sí?

Me contenté con eso, pero seguí pensando que me hubiese gustado que los jardineros fuesen sinceros conmigo si había sido un accidente. Todos ahí cuidábamos mucho nuestras cosas, porque eran caras y eran nuevas, que nos engañaran y ocultaran que las rompieron me sacaba de quicio.

Dan me sonrió y se arrimó a mi para acariciar mi panza y decirme cosas lindas que me hicieron olvidar la amargura por el descubrimiento. Apoyé la cabeza en su hombro mientras tomaba mi té y disfruté de la seguridad y la tranquilidad de nuestro hogar, cada día más segura de que lo que pasara fuera nunca podría volver a afectarme. 

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