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Capítulo 27: Una vida juntos

Capítulo 27: Una vida juntos

Después que pasáramos por el estudio fotográfico, donde Daniel y yo posamos solos y con nuestros padres para tener el recuerdo de nuestro casamiento, fuimos a almorzar a un lujoso restaurante. La comida no me gustó y apenas si la toqué, porque era demasiado fancy para lo que yo acostumbraba. Era peor que las cosas raras que servía Bonnie en la casa de Klaus.

Daniel me recordó que teníamos un viaje larguísimo hasta Buenos Aires, pero yo preferí hacer alguna parada en cualquier lugar menos elegante y comprarme un sanguche de jamón y queso. No lo dije en ese momento, aún así, y solamente volvimos al hotel para agarrar nuestras cosas y cargarlas en el auto provisto por el hotel, porque el auto de los Hess todavía necesitaba arreglos.

—Mejor compren un auto nuevo de una vez —dijo Klaus en voz alta, cuando los empleados del hotel terminaron de guardar las cosas en el baúl.

Tanto Daniel como Elizabeth dijeron que lo harían, pero, como siempre, solamente le estaban dando la razón al papá de Daria para que no jodiera. En ese momento, lo único que queríamos los tres era irnos de una vez y Klaus solo seguía dando cátedra sobre lo que significaba tener un buen auto y que ninguna hija suya tenía que andar en uno alquilado.

Lo oímos con toda la paciencia que teníamos, que en mi caso era nula, por lo que lo corté después de que no nos permitiera entrar al coche por culpa de todos sus aburridos consejos.

—Nos tenemos que ir, se hace tarde. Tenemos que llegar a Rosario para la noche —dije, empujando levemente a Daniel para que le cortara el rostro al viejo y se metiera en el asiento de atrás—. Chau, papá, nos vemos.

Elizabeth también se despidió de Klaus y bordeó el auto para sentarse adelante, junto al chofer, pero cuando yo quise meterme junto a Daniel, el hombre me agarró la muñeca.

—Quería hablar con vos antes de que te fueras —admitió. Miré su agarre con desagrado y él me soltó al darse cuenta de mi expresión. Yo también comprendí que toda su palabrería sobre el auto había sido una forma poco inteligente de retrasar el momento de nuestra partida. Si quería hablarme tenía que hacerlo de forma directa.

—¿Qué?

Klaus arrugó la nariz y evitó mirarme por un instante.

—Se una buena esposa y se respetuosa con tus suegros, no como sos conmigo.

Arqueé una ceja.

—Ya te dije por qué no te respeto. Así que en tanto ellos me respeten, no tenés porqué preocuparte —repliqué, amagando para meterme en el auto una vez más, pero Klaus me detuvo de nuevo, aunque esta vez sin tocarme, solo agarrando la puerta.

—Y Daria...

Me giré de nuevo, impaciente y molesta. Pude ver que se debatía consigo mismo por decir algo a lo que usualmente no estaba acostumbrado a expresar, quizás una muestra de cariño o un buen deseo. Pero él había sido extremadamente violento conmigo por mucho tiempo. Lo había sido seguramente con Daria, así que eso no me conmovía en lo absoluto.

—¿Qué? —repetí.

—Cuídate mucho.

Asentí con la cabeza como única respuesta y me metí dentro del auto. Cerré la puerta antes de que Klaus pueda cerrarla él mismo y no lo miré cuando por fin partimos.

Por supuesto, tanto Elizabeth, como Daniel y el chofer, habían escuchado nuestra pequeña y corta despedida y un silencio incómodo reino durante los primeros minutos mientras atravesábamos el tráfico de Córdoba. Ninguno me dijo nada y por supuesto yo no tenía la necesidad de explicarme. Eso no había sido una disculpa real ni un afecto genuino por parte del padre de Daria y no pensaba sentirme culpable por no haberle devuelto una intención siquiera. No alcanzaba y estaba segura de que Klaus, muy en el fondo, también lo sabía.

Si viajar de La cumbrecita a Córdoba Capital sin cinturones me había dado miedo, ni hablar lo que me aterraban las rutas nacionales que iban de ahí hasta la provincia de Santa Fe, donde estaba la ciudad de Rosario, nuestra parada de la noche. En 2017 casi todo era autopista, con varios carriles para cada mano, pero en esa época no. Apenas si el camino estaba liso en algunas partes.

Me morí de la angustia durante horas y cuando se hizo de noche, fue todavía peor. Solamente se veían las luces de los autos que venían por la mano contraria y algunos tenían luces de mierda, la verdad. Daniel me propuso recostarme sobre sus piernas para dormir un poco y como ya estaba bien entrada en pánico, le dije que ni borracha y le exigí que se mantuviera bien sentado también.

Llegamos a Rosario realmente muy tarde. El reloj del auto marcaba las 12 y 15 y solamente habíamos comido los sanguches que les obligué a comprar antes de salir definitivamente de Córdoba. Así que conseguimos un hotel en la ruta que no era de alta clase, pero que servía para pasar la noche. Estábamos tan cansados que nos dormimos apenas pusimos la cabeza en esas almohadas duras y feas.

Por la mañana, más refrescados y tranquilos, continuamos el viaje con las paradas habituales para cargar combustible. Más o menos a la hora del almuerzo, estábamos entrado a Buenos Aires y como una tonta yo esperaba reconocer algo.

La sensación que aguardaba nunca llegó porque Buenos Aires tenía muchísimos años menos y no había autopistas ni avenidas ni nada por el estilo. Los alrededores, lo que habría sido el Conurbano Bonaerense, los alrededores de la Capital en sí, parecía ser más pueblo o campo que ciudad y cerré la boca para que no se me notara la sorpresa. Todo eso, para mí, pertenecía a otro universo, no al mío.

—¿Y acá en dónde estamos? —le preguntaba cada cinco minutos a Daniel, hasta que finalmente llegamos a Belgrano R, a donde estaba la casa de los Hess y nuestra casa. Tampoco pude reconocer el barrio que en mi época también era caro, lleno de ricos y casas espectaculares. Sinceramente, era como si nunca hubiese puesto un pie en ese lugar.

Nos detuvimos en la calle Melian, que, si bien no había conocido nunca en mi época en persona sí la recordaba como una zona acaudaladísima, y traté de ocultar mi sorpresa al darme cuenta de que ahí vivían los padres de Daniel.

Ellos tenían plata, muchísima, y no podía comprender como Klaus podría haberlos considerado en quiebra. No era un palacio ni una mansión, pero sí una casa de época con muchísima clase y elegancia. Tenía un jardín delantero en perfectas condiciones y apenas bajamos del auto, una señora salió por la puerta principal, acompañada por un nene de unos diez años, que estaba bastante emocionado de vernos.

—¡Mamá! —gritó el nene apenas vio a Elizabeth y fue evidente que en realidad la emoción era por ella. A nosotros dos nos ignoró por completo. Fue corriendo a abrazarla y ni la dejó bajar sus cosas del baúl

—¡Francisco, mi amor! —le festejo ella, devolviéndole el abrazo. Pero un segundo después, lo giró hacia nosotros, que también queríamos ayudar al chofer a bajar nuestras cosas—. Ahora saludá a tu hermano y a Daria, corazón.

Francisco le puso mala cara a Daniel y a mi me miró con vergüenza, hasta que me agaché un poco y levanté la palma de la mano en su dirección.

—Che, ¿no me vas a chocar los cinco?

El nene me miró dubitativo por un segundo, pero al final me dio una palmada y me sonrió. Solo a mí, a Daniel le sacó la lengua y, para mi sorpresa, Dan hizo lo mismo con él.

Entre el chofer, la empleada que todavía no me habían presentado, y nosotros, bajamos las cosas en tiempo record y después Daniel le dio una propina abúndate al conductor que hizo que se fuera más que contento de nuevo para Córdoba. También le dio plata para pagarse una noche en un hotel en Buenos Aires y todo gasto extra que necesitara.

Entonces, al fin conocí el interior de la casa. Se veía muchísimo más fina que la casa que tenían los Dohrn en La cumbrecita, y lo atribuí a que ahí estábamos en el campo y acá en la ciudad, para colmo en una de las calles más caras de la misma. Los pisos eran de madera pulida, pero las escaleras que estaban en el recibidor e iban al primer piso eran de mármol blanco, con barandas elaboradas con múltiples detalles ornamentales. No había un solo lugar sucio, con polvo o desordenado. Las paredes tenían cuadros preciosos y en las esquinas de cada cuarto, incluso la de los pasillos tenían esculturas y jarrones con flores.

Daniel me guio hacia la sala y enseguida, de unas puertas dobles con vidrio, apareció un hombre alto y robusto, también con bigote, que tenía un aire a alemán dominante, como Klaus, increíble. La única diferencia con el padre de Daria, además del peso, era el color de cabello. El señor Hess era tan rubio como el resto de su familia.

—¿Llegaron bien?

—Todo excelente, querido —dijo Elizabeth, dándole un beso en la mejilla—. Daria, querida, sé que no te acordás de él, así que te presento a mi esposo: Ferdinand.

Sonreí, tratando de mostrarme educada y alegre, pero en el fondo esperaba que el señor Hess fuera igual de amargado que Klaus. Sin embargo, me sorprendió estrechándome la mano y siendo bastante más simpático de lo que había imaginado, sobre todo teniendo en cuenta las cosas que me había contado Daniel de él.

—Estoy seguro de que vas a recuperar la memoria pronto acá en Buenos Aires, Daria —me dijo, con tono jovial, aunque nuestra conversación llegó hasta ahí.

Daniel me llevó escaleras arriba después de presentarme a Elena, la señora que cuidaba la casa y a Francisco. Subió nuestras valijas mientras me señalaba las habitaciones, en especial la ubicación del baño.

—Hay dos en esta planta. Uno va a ser para nuestro uso exclusivo mientras estemos acá.

El cuarto de Daniel resultó estar junto a ese baño en particular, por suerte, y resultó ser bastante amplia y tener ya una cama matrimonial para ambos.

Apenas cerró la puerta, me dejé caer en el colchón y no me detuve a mirar ninguno de los detalles de su habitación porque estaba cansadísima. Dan se dejó caer a mi lado y los dos miramos el cielo raso y las molduras decorativas que seguían el mismo estilo elaborado de su casa.

—Al fin —susurré, estirando los dedos por encima de la colcha, buscando su mano. La atrapé y la agarré con fuerza—. Estamos lejos de todo.

Daniel suspiró y también me apretó la mano.

—Estamos a salvo —me prometió. Y por un tiempo, de verdad le creí.

Las primeras dos semanas en Buenos Aires nos la pasamos comprando muebles. Conocimos nuestra casa, que estaba a pocas cuadras de la casa de los Hess y no pude evitar maravillarme. No era tan grande, pero en realidad era carísima y elegante también.

El señor Hess se jactó de haber conseguido la mejor casa en el barrio y entendí pronto porqué: estaba justo al lado de una mansión impresionante de una familia super importante en Buenos Aires, en la calle Conde y al frente de una hermosa plaza, además de estar a solo una cuadra de la estación del tren. La ubicación era excelente y los vecinos aún más.

—Son los Hirsch —me explicó Daniel, el día que entramos a nuestra casa por primera vez—. Nos conocemos de lejos, pero nunca estuvimos en su círculo privado. Somos ricos, pero no tanto. Ser sus vecinos para mi papá es un logro enorme.

Sí, tenían una casa de la puta madre, sinceramente. Pero yo hubiese preferido que nuestro jardín no lindara con el suyo, porque si queríamos decir puteadas ahí y nos llegaban a escuchar, íbamos a quedar muy mal.

Daniel escuchó mis inquietudes con mucha risa y después me susurró que ellos no se acercarían tanto a nuestra medianera como para saber que íbamos a estar haciendo en nuestro patio y me recordó que con toda la gente que vivía en esa casa, como mayordomos y personas de seguridad, los dos estaríamos a salvo de cualquier cosa.

Ahí sí estuve de acuerdo de que vivir junto a personas tan ricas podía ser beneficioso, pero igual evité prestarles mucha atención y me concentré en mi casa nueva.

Por supuesto, tenía el mismo toque arquitectónico que la casa de los Hess, muy propio de la época, además. Era blanca y tenía rejas negras. El patio delantero tenía un lindo sector de jardín y otro para un auto. Luego, había una escalinata de mármol que llevaba a la puerta principal, de madera y vidrio.

Tenía dos pisos, y en la planta inferior la distribución era similar a la casa de Daniel. El recibidor tenía la escalera, también de mármol, y a la izquierda estaba la sala. En ese mismo piso había una cocina linda y bastante amplia, un comedor formal y una habitación extra que enseguida programamos usarlo como despacho, además de medio baño. En la planta superior, había tres habitaciones y dos baños, y a mi me pareció más que suficiente para nosotros dos. Incluso si teníamos más de un hijo estaríamos bien.

Amueblar todo eso fue una tarea impresionante y no hubiese podido hacerlo sin mi suegra. Ella sabía qué se usaba, que colores eran los mejores y qué teníamos que comprar para quedar bien. El estilo de los muebles no era de mi agrado personal, pero al igual que con los peinados y la ropa, no tenía muchas opciones y escuché bien los consejos de Elizabeth.

Para cuando Klaus mandó el primer telegrama desde que llegamos a Buenos Aires, Dan y yo estábamos casi instalados. Habíamos pasado nuestra primera noche en la casa porque ya teníamos heladera, además de cama y armarios.

Daniel lo leyó para mi y casi ni me sorprendió oír que Gunter no había vuelto a La cumbrecita. En realidad, tampoco me hizo mucha gracia porque ahí me sentía muy segura, como si estuviese en otro planeta y escuchar hablar de ese desgraciado me sacaba a la fuerza de ese mundo en paz, donde mi esposo y yo empezábamos a planear nuestra vida.

También dijo que había puesto ya la denuncia, lo cuál también me obligué a ignorar. No quise que Daniel le contestara en varios días y le insistí solamente en preocuparse por nosotros. Después de todo, no habíamos tenido luna de miel y recién ahí empezaba nuestro tiempo a solas. No quería pensar en nada de eso.

Por eso, fuimos a elegir la decoración y a comprar todas las cosas que nos faltaban para sobrevivir en nuestro hogar, solos. Declinamos la ayuda de Elizabeth y también fuimos a mirar autos nuevos por nuestra cuenta, sin decirle a su papá.

Una semana después del primer telegrama, ya teníamos todo listo y nos dedicamos a disfrutar de nuestro nido. Todos los días nos dedicábamos a bailar con la música de la radio y del toca disco, charlábamos hasta tarde en la cama y hacíamos el amor sin que nadie nos jodiera. Plantamos muchísimas flores en el jardín y tuvimos peleas con tierra, a falta del agua del río. También nos bañamos juntos e hicimos desastres con la bañera de cerámica, que era chica para ambos.

Nos reíamos todo el tiempo y disfrutábamos de nuestros chistes bobos y fuera de lugar, incluso cuando nuestras "vacaciones" se terminaron y Daniel empezó a trabajar de nuevo para su papá. Cuando el volvía, por la tarde, y yo me despedía de la nueva empleada que Elizabeth me había conseguido para limpiar y atender la casa, Graciela, los dos volvíamos a bailar, besarnos y sacarnos la ropa.

Enseguida, volví a notar otro atraso en mi menstruación y ambos pasábamos horas mirándome el abdomen, como si tuviésemos rayos laser en los ojos y pudiésemos ver al pequeño que creíamos que estaba creciendo en mi interior.

Antes de que nos diéramos cuenta, cumplimos nuestro primer mes de casados y puedo decir que fuimos absolutamente felices. Estábamos lo suficientemente lejos de la casa de los Hess como para tener privacidad e independencia, pero lo bastante cerca por cualquier cosa que necesitáramos y con los negocios de Daniel viento en popa, que salvaron las finanzas de su papá, él recibió la confianza necesaria para llevar adelante la dirección de una de sus empresas.

Todo iba excelente y me olvidé por completo de Klaus, del telegrama que jamás respondí, de la denuncia y de Gunter, porque eso era lo que me hacía mejor anímicamente.

Sin embargo, apenas unos días después del aniversario, recibí una carta que no esperaba y que me dejó totalmente estupefacta. Graciela la recibió por mi del señor del correo y me la entregó cuando venía del jardín trasero, llena de tierra por plantar nuevas flores.

Sostuve el sobre con durante un minuto entero antes de abrirla, sin parar de preguntarme porque Lady Paine se había tomado el tiempo de escribirme. Pensé que podía tener que ver con la denuncia y la compra de sus testimonios por parte de Klaus y eso me hizo temblar, pero cuando desdoblé el papel con su esmerada caligrafía, entendí que estaba relacionado, pero no iba por ese lado.

Daniel apareció entonces por la puerta de la casa, listo para almorzar, pero se detuvo en medio de la sala cuando me vio ahí, tiesa con un papel en la mano.

—¿Amor? ¿Qué es? ¿Es de tu papá? —inquirió, lo que en realidad significaba: ¿Hay novedades de ya sabes qué?

Negué y se la tendí, porque ya la había leído. No esperé a que dijera nada y me dejé caer en el sillón, llena de confusiones.

La señora Paine quería hablar conmigo en persona, porque, según ella, tenía información verídica que aportar a la denuncia. Pero, además, insistía en que quería aclarar algo conmigo, algo que había visto hacia meses y que, como yo no podía recordar, era información valiosa que más me valía conocer.

La carta tenía unas semanas de escrita, por supuesto, porque el correo en esas épocas era lento, y coincidía con la fecha del telegrama de Klaus. No sabía si Lady Paine ya había dado su testimonio acusatorio contra Gunter por mi causa o no, pero me intrigaba a qué se refería con la información valiosa de hacia meses.

—¿A qué pensás que se refiere? —me dijo Daniel, dejando su saco sobre el respaldo de nuestro sillón nuevo, bajando la carta—. Nunca le contestamos a Klaus.

—No sé. Tampoco sé por qué no me lo dijo ahí y listo. Porque tanta insistencia en verme en persona.

Dan no me contestó y se sentó a mi lado. Pasamos un rato callados, hasta que él carraspeó.

—Bueno, estaba buscando la manera de decírtelo...

Giré la cabeza violentamente hacia él.

—¿Qué cosa?

—Que tengo que ir a La cumbrecita.

Sentí que el alma se me iba a los pies y empecé a negar antes siquiera de decirlo con palabras. Me levanté y empecé a gritarle.

—¡Ni se te ocurra! ¡Vos no vas a pisar ese lugar nunca! ¡Sobre mi cadáver! ¿Me escuchaste?

Daniel se echó hacia atrás en el sillón, sorprendido por mis amenazas de esposa desquiciada. Su único gesto fue levantar las manos en señal de redención.

—Es que tengo papeles que me quedaron ahí. Le pedí a Martita que me los mandara, pero mandó cualquier cosa a la casa de mi papá. Me faltan un montón de carpetas...

Empecé a dar vueltas alrededor del living, echa una fiera, pero en el fondo estaba aterrada.

—¡Que no! ¡Soy tu esposa y te lo prohíbo! No me importa lo que te falte.

Él intentó ser conciliador.

—Pero, Dari, en realidad tenemos que ir. Quedamos en que íbamos a volver a Córdoba por la denuncia. Vos tenés que dar tu testimonio. Sabemos que Gunter no está ahí y podemos confirmarlo antes de ir. Es pasar a buscar mis cosas y volver...

—¡No, no y no!

No pensaba ceder en eso. Daniel no tenía que pisar La cumbrecita nunca jamás. No pensaba poner en riesgo su vida y todo lo que habíamos construido juntos en tan poco tiempo, porque para mí eso era todo lo que tenía. Incluso, estaba más que dispuesta a olvidarme de la denuncia, de Gunter y de todo lo referente a vengarme, porque no quería perder nada.

—¿No podemos pensarlo mejor...? —tanteó Daniel, justo cuando yo atravesaba el arco que llevaba al comedor.

Me detuve en seco y me volteé con el dedo índice en el aire, a modo de advertencia.

—No, ¡no vamos a pensarlo nada! Y ni pienses en ir por tu cuenta, ¡porque te juro que me divorcio!

Dan, todavía en el sillón, me miró con los ojos como platos.

—¿Qué?

—¡Me separo! —aclaré, acordándome que el divorcio no se había legalizado en Argentina hasta muchas décadas después.

—¡No podemos separarnos! —exclamó él, con una nota de indignación detrás de toda esa máscara de sorpresa.

—¡Ah, pero yo te juro que yo sí puedo! Así que más te vale quedarte en Buenos Aires, ¿me entendiste?

Atravesé el comedor rapidísimo, esperando que no me siguiera para seguir con la discusión, porque yo sabía que mi actitud le parecía exagerada. Además, la actuación de la esposa mandamás tampoco me gustaba porque no tenía nada que ver con la relación que usualmente llevábamos.

Pero tenía mucho miedo. Aunque Gunter no estuviese en La cumbrecita, según las advertencias de María, todavía podía tener mala suerte con las escaleras. Yo estaba cambiando el pasado que conocía y cualquier cosa podía desencadenarse para terminar de cumplir el destino final de mi esposo en ese pueblo. Alejarlo de ahí era mi única opción.

Salí al jardín trasero y me quedé viendo todas las plantas nuevas que ambos habíamos traído y como esa casa se había vuelta más que un hogar para mí. Era un refugio. Ahí estaba siempre rodeada de paredes fuertes, rejas y puertas pesadas, además de la obvia seguridad del barrio y de la mansión de los vecinos.

Ahí no tenía de qué preocuparme y sopesé cuánto podría valerme esa información de Lady Paine como para arriesgarlo e ir a verla. ¿Por qué me interesaría lo que pasó hace meses, cuando Daria era Daria?

Me estremecí, sabiendo que probablemente se trataba de Gunter. También me pregunté por qué ella, de saber realmente algo, había callado hasta ahora. No me cabía en la cabeza que pudiese ser tan yegua como para callar alguna situación de violencia que podría haber notado. Si ese era el caso, menos que menos quería ir a verla y sostener una conversación.

Me metí dentro de la casa y me fui directamente al baño de arriba. Me lavé y me saqué toda la tierra y entre a mi cuarto no esperando ver a Daniel ahí, que estaba cambiándose lentamente. Él no me dijo nada y yo tampoco, por lo que me puse ropa limpia también en silencio y salí para ir a almorzar, porque seguro Graciela ya estaba sirviendo la comida.

No se tocó el tema ni en ese momento ni cuando Daniel terminó su trabajo en el despacho y Graciela se fue a su casa. En realidad, seguimos sin hablar casi de nada y yo me hice la cabeza durante todo el día, yendo y viniendo sobre suposiciones.

Me fui a dormir antes que Daniel, pero seguí despierta muchísimo más que él, incapaz de tomar una decisión totalmente negativa, aunque no sabía ya por qué. No supe ni cuándo me quedé dormida, pero al despertar ya era entrada la mañana y supuse que mi marido se había ido hacia rato. El reloj marcaba las 11:30.

Bajé al comedor todavía en camisón y con una cara evidente de que no había pegado un ojo, por lo que Graciela, que tenía su propia llave, me sirvió un abundante café con leche y muchísimas tostadas, para ver si así se me iba la "resaca" por no haber dormido.

—El señor Hess le dejó esto —me dijo ella, entonces, dándome una notita.

Se retiró a la cocina, para que yo la abriera sola.

«Tu papá mandó otro telegrama bien temprano. Los señores Paine ya declararon a nuestro favor. Falta tu declaración nada más, pero no te presiones. Solamente quería avisarte. Buen día, te amo».

Dejé la nota sobre la mesa, apoyé el codo en la superficie de madera oscura y dejé caer la frente sobre mi mano.

No entendía para qué mierda entonces Lady Paine me había mandado esa carta tan misteriosa si al final sí había declarado por mí. No podía comprender el alcance de su jueguito y qué tan negativamente eso iba a afectarme a mi y a mi familia. Pero, en definitiva, ya no sabía qué hacer.

Contemplé el papel en silencio, sin tocar las tostadas ni el café, hasta que me recordé una de las razones por las cuales yo había vuelto a 1944 en primer lugar. Sí, salvar a Daniel había sido mi prioridad, pero también le había prometido a Daria vengarla. Estaba viviendo en su cuerpo, tomando su vida y su nombre prestados, después de todo, y no le estaba retribuyendo nada a cambio.

Me sentí culpable y muy mala persona, porque el miedo que sentía me había obligado a ponerme en prioridad. Tanto, que me pregunté también qué hubiese hecho ella en esa misma situación, teniendo la posibilidad de alejarse de Gunter para siempre.

Gemí y dejé caer la cabeza contra la mesa. Era una decisión difícil, pero traté de verlo con la lógica que me había propuesto Daniel el día anterior. Si Gunter no estaba en La cumbrecita, no tenía forma de cruzármelo. Tampoco me lo cruzaría yendo a prestar declaración porque la ciudad de Córdoba era enorme, casi tanto como la de Buenos Aires y él no tenía manera de saber en dónde estaba en un momento determinado.

Me dije que estaba siendo paranoica, al menos a ese nivel, porque yo misma había sugerido el irnos para luego volver, seguir con la denuncia y mantener al loco tan mareado que le fuese imposible ubicarnos.

Exhalé lentamente contra el mantelcito de encaje, donde me había servido Gracielita el desayuno, con una decisión final en mi cabeza. Me erguí y agarré mi café con leche, dispuesta ahora sí a desayunar con las ideas claras.

Me unté una tostada con manteca y programé las palabras que le iba a decir a Daniel apenas llegara para el almuerzo, porque tampoco sabía qué iba a pensar él al respecto. Si se negaba, no me quedaría otra que jugar de nuevo a la esposa mandamás y cabrona.

Porque a La cumbrecita iba a ir yo sola y él se iba a mantener alejado lo quiera o no. 

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