Capítulo 21: Desaparecer
Me quedé sola en la galería de la casa abandonada por más de una hora. Se me hizo un nudo en el pecho tan profundo que creí que se me abriría al medio.
Llamé a Daniel hasta que la garganta se me secó y aunque golpeé las puertas de la casa, él me ignoró. No se conmovió ni con mis lágrimas ni con mi sufrimiento y eso me dolió aún más en el alma. Siempre había sido muy comprensivo y cariñoso conmigo y no lo estaba haciendo esta vez.
Me negué a aceptar que las cosas entre nosotros terminaran así. Rodeé la casa y llamé a María, a Enrique o a cualquier fantasma que me escuchara y pudiese darme más respuestas. Incluso, intenté llamar a Daria. Nadie me respondió y me pregunté si era porque ya habían partido hacia la luz o no querían verme porque Daniel podía comunicarse con ellos. Seguro les había pedido que se alejaran de mí.
No pude evitar sentirme traicionada, porque me di cuenta de que me habían estado ocultando tantas cosas desde que había sido Daria que ya nada era lo que parecía. La partida abrupta de Daniel tenía que ver con eso. Porque si no hubiese nada que ocultar, nada que no quisiese que indagara, se hubiese tomado el tiempo para ayudarme a superarlo.
Había algo en la historia de Daria que yo me estaba perdiendo y todos me lo ocultaron mientras fui ella. Tanto Klaus, Daniel y Bonnie como María.
Grité, enfurecida y agarré una rama de un pino que estaba tirada por el jardín y la revoleé contra uno de los árboles.
—¡Fui ella también! ¡Merezco saberlo!
Nadie me respondió, por supuesto, y me sentí tan cansada de gritar y de llorar que simplemente me dejé caer contra el pino. Me tapé la cara con las manos, pensando en lo dicho por Daniel, en su negativa para saber de su asesino. Le di vueltas al asunto, desde las cosas extrañas que habían pasado el día que María me obligó a encerrarme en el cuarto, hasta las palabras claras que alguna vez había escuchado. Buqué en mi memoria cada detalle que estuviese fuera de lo común y que me hubiese hecho dudar.
Dejé caer las manos cuando lo hallé. Había algo que no había notado en casi cuatro meses en 1944. Mis preocupaciones habían sido tantas que ignoré lo extraño de esas situaciones. Hubo una sola persona que dio vueltas alrededor de mí y de Klaus sin que yo lo hubiese tomado como anormal. No al menos hasta el último día y no tenía nada que ver con la riña con lady Paine.
—Ese hombre —dije.
Ni siquiera me acordaba cómo se llamaba, pero las cosas caían por sí solas. Siempre aparecía cuando no se lo esperaba; siempre que preguntaba por mi papá, siempre Bonnie lo despachaba y luego ella actuaba raro. Klaus no quería que hablara con hombres en el pueblo y me preguntó varias veces con quién me crucé. Algo ahí no cuadraba.
Me abracé las rodillas, para concentrar el calor mientras seguía enumerando. Daniel varias veces me había alejado de él. Otras tantas, me había librado yo sin darme cuenta. ¿Y durante cuánto tiempo nos había estado espiando cuando Dan y yo nos veíamos en la cabañita? ¿Por qué había estado tan interesado de meterse en nuestra vida?
—No puede ser.
No tenía la pinta de matar a nadie, pero ese último día me había dicho cosas rarísimas y había mostrado tanto desprecio por Daniel y tantas quejas hacia mis acciones como si me conociera más.
—Pero entonces, ¿los demás sabían...?
Algo sabían de él; Klaus, Bonnie y Daniel eran conscientes de algo sobre ese hombre que nunca habían querido decirme. Pero qué sabían exactamente, no estaba segura. Para mí, en cambio, fue obvio que este tipo no preguntaba por Klaus cuando me buscaba, sino que preguntaba en realidad si yo estaba sola, si Klaus no estaba para protegerme y echarlo. Bah, no a mí. A Daria.
Me llevé una mano temblorosa a la boca. No sabía por qué, pero no me quedaba duda alguna: Él la perseguía, él intentaba llegar a ella. Ese hombrecito buscaba a Daria y los que la rodeaban lo sabían e intentaban cuidarla. Daniel también lo sabía. Bonnie muchísimo más. Todos habían acordado no decirme nada una vez perdida mi memoria. ¿Prefirieron ahorrármelo para qué? Quizás creyeron que me protegían, pero para mi la ignorancia no era ninguna protección.
Me agarré la garganta, dándome cuenta de que en realidad ellos pensaron que no era peligroso, al igual que yo, pero las personas que son peligrosas nunca lo aparentan. La última conversación que tuve con ese tipo me había dado una prueba de la violencia contenida que traía.
Enseguida, me acordé de lo que sucedió esa tarde, en la casa, cuando Bonnie no estaba y alguien irrumpió en ella. Se me pusieron los pelos de punta, porque de nuevo no tenía dudas: había sido él. María también lo sabía; me había ordenado cerrar la cortina porque quiso evitar que me vieran despierta. Me indicó lo de los zapatos para que no me escucharan caminar. Él debía haber notado que estaba sola en la casa y por fin había encontrado la ventana entre todos mis protectores para alcanzar a Daria.
¿Qué me hubiera hecho de no estar cerrada la puerta con llave? Si había sido capaz de matar a Daniel sin problemas, porque también estaba segura de que había sido él, conmigo podría haber hecho cualquier cosa.
Me sentí descompuesta. Me sentí tan pero tan mal que tuve que llevarme la cabeza a las rodillas. Me faltó el aire, tuve una opresión en los pulmones y pareció como si me estuviese ahogando.
Segundos después fue como estar dentro del agua el día de la crecida de verdad. El frío, la fuerza del río sobre mis músculos y huesos, los pensamientos agónicos que me juraban que iba a morir; todo eso lo percibí en carne propia, al igual que el día que me arrastró.
La sensación de que iba a escapar de la tortura, la idea fija de que muerta él no iba a poder atraparme otra vez, que jamás volvería a tocarme, que se terminaría el odio y el asco que sentía de mí misma, se apropió de mi mente. Pensé que nadie tendría que lidiar con mi deshonra, que no volvería a ver su cara desencajada sobre mí, disfrutando de mi dolor...
Me tumbé en el suelo, jadeando, en cuanto recuperé el aire. No estaba mojada, no estaba en el río. No era Daria recordando por qué se estaba matando.
Me puse a llorar al instante y me llevé las manos a la cara, horrorizada e indignada por lo que había vivido. Ella no se había suicidado por Daniel y su papá, se había suicidado porque la habían violado, porque había sido abusada en una época y en un contexto donde la vergüenza era más que nunca suya y no del victimario. Porque su papá no la apoyaba y seguramente no lo haría jamás, porque iba a casarse con alguien que apenas conocía y ella creía que no iba a poder soportar todo eso ni una sola vez más.
Supe que ni Klaus ni Daniel ni Bonnie había sabido esa verdad jamás, solo habían visto las actitudes errantes de un pobretón alrededor de una chica acaudalada a la que no podía aspirar. Daria lo había guardado para sí, tal vez amenazada, tal vez porque sabía que no iban a creerle o que en cambio la juzgarían a ella. Ninguno de ellos había comprendido jamás el nivel de acoso que había sufrido; sus conocidos solo habían percibido una parte de problema, la punta del iceberg.
¿Daria había odiado realmente a Daniel? No lo sabía, pero si así fue casi que la entendía. ¿Cómo no podía estar enojada con medio mundo? En la actualidad, dirían que su enojo era la única manera que tenía para dejar de salir el horror que la aquejaba. Era probable que sintiera a Daniel como un peligro más para ella, como alguien que tampoco iba a ser capaz de escucharla y ayudarla. Todos eran gritos silenciosos y manotazos de ahogado que la pobre chica, con sus defectos inclusive, como todos los seres humanos, había dado por largo tiempo. Hasta que había dicho basta.
Me quedé en el suelo, llorando por ella como hubiera llorado alguien que la conocía. Pensé en todo lo que había tenido que sufrir y pensé que incluso me hubiera gustado estar para ayudarla. Si nos hubiésemos conocido, hubiera hecho lo que sea para confortarla y por hacerle justicia.
Cerré los ojos y le dediqué unas palabras, un par de susurros cariñosos en su memoria. Deseaba mucho decirle al mundo entero quién había acabado con su vida y, sobre todo, como la obsesión de ese hombre por ella había destruido también a Daniel.
Y ahí entraba toda mi culpa. Porque había una posibilidad lógica de que este tipo no se hubiese desquitado con Dan si yo no hubiese mostrado interés en él. Si él no hubiese creído que amaba a Daniel, si no hubiese visto que nos habíamos acostado, no le hubiese generado tanto odio.
Pero tampoco podía ponerme en ese papel. Razoné en seguida que con un tipo así, con un psicópata, abusador y asesino, Daria, Daniel y yo siempre seríamos víctimas. Él era el victimario y nada de lo que pudiese haber hecho cambiaría que estaba obsesionado con la pobre muchacha y que sería capaz de eliminar lo que le molestaba.
Por eso entendí que Daniel tenía razón en algo: no había nada que yo pudiese hacer ya. Sacar la verdad podría ayudar a sus almas a descansar y esa sería la opción más lógica, pues quizás a Daria y a Daniel les daría paz, pero a ese enfermo no le caería la justicia. Yo no sabía ni cómo se llamaba y estaba más que muerto. En mi época, en 2017, no tenía sentido resolver esa tragedia.
Entonces, me senté de un golpe. Lo único en lo que pude pensar era que obvio que en 2017 no, pero en 1944 sí.
Me puse de pie y empecé a caminar, limpiándome la cara y sin mirar atrás. Salí de los terrenos de la casa de Daniel y subí por las calles buscando los senderos que recorríamos en nuestros paseos. Ahora, había muchos carteles y mapitas que te daban para facilitarte las cosas.
María tenía razón con dos puntos, razoné: las escaleras habían sido un problema para Daniel y para mí. Pero el agua era otro para mí y para Daria. Había una conexión innegable entre nuestras vidas y los ríos, pero esta vez no tenía una crecida, así que me quedaba improvisar.
Llegué a los primeros senderos turísticos y me adentré en los bosques, más amplios y frondosos que hacía ochenta años, pero todavía conocía bastante el lugar. Sabía a dónde iba y que tenía un largo camino por delante, pero estaba sola, conmigo misma y mis pensamientos alocados y nadie podría detenerme.
Seguí trepando hasta que empecé a oír los susurros que habitaban en los espacios vacíos. Sentí los tirones en la ropa y el ambiente todavía más helado, producto de los fantasmas que aparecían e intentaban detenerme, comprendiendo lo que iba a hacer.
Pero yo no miré a los costados, los ignoré y tiré de mis brazos y de mi campera cuando esta se enganchó como con una rama invisible. Me liberé y no me gasté en dirigirles la palabra, porque cuando los llamé en primer lugar, me dejaron sin ayuda y sin respuestas. Seguí concentrada y no paré por nada.
Cuando alcancé la cascada y vislumbré la superficie de la famosa olla de agua que se creaba a sus pies, me repetí que estaba loca pero que tenía que intentarlo. Ese era uno de los puntos de mayor interés turístico de La cumbrecita y había dos formas de acceder a ella: por una de las calles inferiores, al nivel del agua, y por donde estaba yo, por los senderos y a varios metros de altura, sobre piedras y montaña.
Me estremecí, porque de verdad daba miedo. Pero no pensaba dejar las cosas así, porque todo eso era ya era demasiado para soportarlo y dejarlo como estaba. Daniel y todos los fantasmas estaban más dementes que yo si creían que me iba a rendir muy fácil. No, porque él había orillado a Daria a la muerte, había matado a Daniel y también creía que mi accidente en la escalera había tenido que ver con él. Él había estado detrás de mí.
No se la iba a perdonar.
Di un paso hacia delante, temblando como una hoja, por el frío y el terror, y Daniel se apareció a mi lado.
—No lo hagas —me suplicó, pero lo ignoré. Me asomé por el precipicio y miré hacia debajo de nuevo. Mierda, encima hacia tanto pero tanto frío—. Brisa.
—Bueno, a ver —dije, brincando en el lugar, haciendo como que él no estaba ahí—. Estoy re, re loca.
Tenía que tomar valor, porque eso era lo único que se me ocurría para volver y que podía llegar a tener éxito. También podía estar saltando a una muerte real, obvio. ¿Pero cómo lo averiguaba? No tenía muchas oportunidades.
—Me voy a volver un cubito de hielo, carajo —seguí, mientras Daniel flotaba frenético a mi alrededor.
—No lo hagas, Brisa, por favor —me pidió, y esta vez lo miré brevemente antes de ponerme con los saltos otra vez. Era para acumular valor, saltar era para asegurarme que no iba a salir corriendo.
Bien, no estaba funcionando.
—No voy a dejar que todo esto termine así. ¿Sabes? —le dije—. Le hizo cosas horribles a Daria y no lo pagó. Nos hizo cosas horribles a nosotros y acabó con tu vida. ¿Quién no dice si acabó con la mía también y con la de nuestro hijo? Tengo que intentarlo, tengo que intentar colgar a ese hijo de puta de las bolas.
La expresión del fantasma era de puro horror, pero no dejé que me asustara más. Tenía que pensar que con ese salto iba a verlo de vuelta, que podía regresar al mismo momento en el que había salido del cuerpo de Daria. Podía hacerlo.
—Vamos, vamos, sí se puede, ¡sí se puede!
—No, no, por favor —me rogó él, intentando tocarme, pero me travesó una y mil veces.
No lo miré de nuevo, porque no quería verlo sufrir. Lo entendía, a pesar de mi bronca y dolor por sus últimas acciones en la cara. Entendía que quería siguiera adelante y no me arriesgara de esa manera. Pero me conocía muy poco si creía que yo me iba a ir a casa sabiendo todo eso y sin hacer nada. Vamos, Daria era una persona altanera, como él mismo había dicho. Brisa era una persona kamikaze. Debería tenerlo claro.
Me fui hacia atrás y tomé aire. Entonces, corrí y salté al vacío.
El golpe contra el agua no lo fue todo. Obvio que saltar desde tan alto me iba a doler. El problema era el frío. Esa agua era congelada hasta en verano. No podría describir lo que era en pleno invierno, con grados bajo cero.
Me quedé sin aire, sin pensamientos, sin nada, hasta que salí a flote. Mi cerebro se bloqueó por largos, largos segundos y creí que no podía moverme, porque los brazos no me respondían y estaba por hundirme otra vez.
Pero salí del shock antes de que pudiera procesarlo; quizás era un mecanismo de sobrevivencia. Comencé a chapotear y a boquear, a pesar de que no sentía las extremidades. Llegué hasta las piedras que estaban en la orilla y me trepé, temblando como una hoja, hasta lograr refugiarme del agua helada.
Ahí supe lo que sentía Rose en "Titanic" y pensé, con desgano, que, aunque eso no había funcionado, al menos tendría la posibilidad de sobrevivir si me movía lejos de ahí. ¡Ah, y si me quitaba la ropa como Bear Grylls de "A prueba de todo" en Discovery Channel!
Pero me quedé tirada en la piedra, como una morsa encallada, porque había perdido toda la energía que tenía y porque ninguna medialuna de manteca, sabrosa y caliente, me daría con qué afrontar todo eso. Apoyé la cara en la roca y hasta me pareció tibia comparada con el agua de la cascada.
Logré, con esfuerzo, aovillarme. Llevé las manos a la campera e intenté sacármela. No me respondía más nada, no podía encontrar el cierre.
El fantasma de Daniel se tendió a mi lado. Con los dientes castañeándome, lo miré y quise pedirle perdón por ser tan desquiciada. Él no me dijo nada, se quedó ahí viéndome hasta que yo no pude aguantar más.
Dejé de moverme y dejé de temblar con el paso de largos y largos minutos. No sé cuánto tiempo estuve tirada en la piedra, ni cuánto tiempo más me tomaría morirme por hipotermia. Seguí viendo a Daniel hasta que los parpados se me vencieron y hasta que todo a mi alrededor desapareció.
Brisa desapareció también.
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