Capítulo 20: Ciclos para cerrar
Capítulo 20: Ciclos para cerrar
Preparé mis cosas en secreto, de a poco. Se lo comenté a Luna y le pregunté qué pensaba sobre decírselo a nuestros papás. Luna me dijo que nunca en la puta vida me iban a dejar ir sola hasta allá, ni aunque ella viniera conmigo, lo cuál no era para nada una garantía, obvio.
Como las dos nos imaginábamos el discurso, preparamos las coartadas. Como el horario de salida de mi micro era temprano, ni mamá ni papá iban a estar en casa para detenerme. Se enterarían en la noche, cuando llegaran de trabajar. Ahí entraba Luna para explicar mi desesperada y loca decisión argumentando que no tenía nada que ver.
La idea era que ella se explicara por mí, pero que no fuese culpada como una cómplice. Así que solo les diría que según yo, tenía asuntos que arreglar en el pueblo antes de continuar con mi vida y que solamente me relajaría.
Por supuesto, no iba a tranquilizar a mis papás e iban a castigarme de por vida; pero si lo pensábamos en crudo, yo era mayor de edad hacia rato, así que el castigo debería durar menos que eso.
Esa era la única opción que tenía, obvio, porque decirle que quería encontrar pruebas de una historia de amor que viví mientras estaba en coma sería una locura. No me creerían jamás que había encontrado el cuento en la web de La cumbrecita después. Dirían que era alguna clase de delirio místico y me llevarían a hacerme quichicientos análisis con el neurólogo, de nuevo.
Y además, yo ya no podía esperar tanto tiempo como para trabajar con ellos y hacer que me creyeran en un año. Tenía que hacerlo ya.
Por eso, cuando llegó el día, a eso de las once de la mañana, bajé mis bolsos y me pasé mi carterita de cuero negro por el hombro, con todos mis ahorros.
Luna me esperaba abajo, super ansiosa, y me preguntó mil veces si estaba segura de estar haciendo esto.
—¿Por qué ahora estás tan asustada? —le pregunté, poniéndome la campera.
Luna bufó.
—Yo no estoy asustada, solamente imito tu estado emocional —replicó, pero no dejó de balancearse en su lugar mientras repasaba el horario del micro y me guardaba los boletos en la cartera, por debajo del abrigo—. Porfas, apenas llegues, avísame y andá diciéndome todo lo que veas y reconozcas con fotos. Si ves a Daniel, intentá sacarle fotos, ¿sí? Quiero ver que tan lindo era, y además ver un fantasma, obvio.
Le dirigí una mirada desagradable y ella se calló la boca en un instante.
—Escucháme ahora —le dije—. ¿Te acordás de todo el speech, no? —Luna asintió a toda velocidad—. Ok, mi micro sale en dos horas de Retiro. Cuando mamá llegue a las seis, podés abrir la boca tranquila, pero si te llama antes le decís que te dije que salí a comprar.
—Ya sé, ya sé —me dijo, dándome un abrazo justo antes de que tocaran bocina en la puerta de casa—. Por favor, tené cuidado con las crecidas.
—Quedáte tranquila. Cada vez más tengo el presentimiento de que esa crecida no fue normal.
—¿Normal como qué? ¿Cómo fantasmas locos por ahí? —contestó, con una mueca, pero volvieron a tocar la bocina y no seguimos con esa conversación sin sentido.
Me apuré en agarrar mi bolso y corrí hacia la entrada. Me despedí de mi hermana con la mano mientras me subía al taxi y le indicaba al chofer que me llevara a la terminal.
Todo el viaje me mantuve tranquila. Pero una vez llegamos a Retiro, la terminal, no pude contener mis nervios. Tuve que esperar como por una hora y media el micro, preguntándome qué iba a hacer si por casualidad mis papás se enteraban antes y evitaban que me subiera al vehículo.
Pero, por suerte, eso no pasó y, aunque me comí todas las uñas, pude abordar sin problemas. Traté de relajarme, pero pensé sin parar en el fantasma de Daniel y en si iba a poder verlo, como sugirió Luna. Esa idea me carcomió la cabeza de tal manera que no me di cuenta de cuando finalmente salimos de la gran urbe de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores.
Intenté decirme que ese viaje no era para eso, para verlo, que no iba a reencontrarme con él, sino a averiguar algo de todo lo que había pasado en realidad con nosotros. Iba a cerrar una etapa de mi vida para poder continuar con otra; si no, nunca podría seguir adelante sabiendo que Daniel había sido asesinado y que ni siquiera el bebé me había sobrevivido. Eso era para sanar.
El viaje fue insoportablemente largo. Se tardaba más que para llegar a Carlos Paz o a Córdoba Capital. Como apagué mi celular antes de las seis de la tarde, solamente tenía un libro para entretenerme y después de un tiempo hasta eso me aburrió. Me moría de ganas de entrar en internet, pero esa era la hora clave, la hora en la que Luna estaría explicándole a mis papás que me había fugado al pueblo donde casi me mataba.
Traté de dormir un poco, pero el bullicio del micro no me ayudó en nada. Para cuando conseguí relajarme lo suficiente, estábamos llegando a Villa General Belgrano, un pueblito también de estilo europeo alemán, famoso por sus fiestas con cervezas, donde haríamos el trasbordo.
Ya era entrada la noche y ahí hacia un frío terrible que me espabiló por completo. Esperé, agarrada a mi valija, por media hora, mientras chequeaban todos los pasajes y nos permitían abordar al siguiente micro.
De ahí, el viaje a La cumbrecita no era largo. Habíamos pasado por ese mismo lugar en el verano y habíamos comprado empanadas antes de nuestra visita al pueblo, me lo acordaba super bien, así que la ansiedad volvió por completo mientras el vehículo serpenteaba por la ruta a oscuras.
Cuando finalmente el micro se detuvo en la zona del estacionamiento de La Cumbrecita, antes de cruzar el río Medio, yo sentía nauseas. Hacía, por increíble que sonara, más frío ahí que en Villa General Belgrano, aunque no nevaba como prometían las fotos. Me pregunté, irónica, si era común o había pasado una única vez y ahora usaban la nieve para creerse alemanes de verdad.
Me bajé, acepté ayuda para mi valija de uno de los choferes del micro, y enseguida nos trasladaron con vehículos como los de las canchas de golf hacia el hotel. Una parejita subió conmigo al autito y nos bajamos en la gran casona, que reconocía como la principal del pueblo, que incluso desde entonces había funcionado como una pequeña hostería para algún turista que terminara por casualidad en el pueblo o algún amigo de los fundadores. Hoy era el Hotel La cumbrecita y ciertamente no había cambiado demasiado su aspecto.
Pero el resto del pueblo sí. No se parecía en nada a lo último que yo recordaba.
Miré por la calle que subía por la ladera de la sierra, al costado del hotel; por ahí se iba a la casa de Daria. Si seguía por la otra calle, la que nacía a su costado, podría llegar al camino donde bajaban las escaleras de piedra de la casa de Daniel, las primeras de toda esa loca historia.
Suspiré y dejé mis anhelos para después. Subí las escaleras del hotel y entré por primera vez a esa casona.
—¿Brisa Rinaldi? —me dijo el empleado de la recepción, cuando me le adelanté a la parejita.
—Sí, tengo una reserva.
—Sí, habitación 7, primer piso. Acá están sus llaves.
Me encaminé a las escaleras y me apuré para llegar a mi habitación. Estaba cansada, muerta de frío y con hambre. Por suerte, se podía cenar directamente en el hotel y era lo que iba a hacer después de encender el celular y ver cuántas llamadas perdidas me había dejado mamá.
Tomé aire y apreté los botones. Había 10 llamadas desde el celular, cinco desde el teléfono de casa, otras cuatro desde Whatsapp y finalmente como 15 audios. Mitad eran de Luna. Con el valor que me quedaba, apreté el número de mamá y contuve la respiración hasta que ella respondió.
Y gritó.
No pude dormir casi nada. La habitación se me antojaba rara; era una mezcla de la casa de Daria con mobiliario nuevo. Me distraía más de lo necesario y también me asustaba.
Mamá me había gritado tanto que terminé llorando y suplicando. Papá también me había exigido que volviera ya mismo a Buenos Aires. También lloré con él y escuché como había castigado a Luna de por vida, aunque las dos insistimos en que mi hermana no tenía nada que ver y que yo la había engañado.
Para nuestra desgracia, no se creyeron el cuento y estaban tan alterados que no pude explicarles para nada lo importante que eso era para mi y por qué lo hacía. Cuando les dije que era algo que me había pasado estando en coma, enloquecieron de verdad y no pude entender nada de lo que gritaron.
Aunque prometí que volvería en tres días, el día lunes, y aunque dije que sería una persona normal y haría todo lo que quisieran, no sirvió de mucho para calmarlos.
Entonces, simplemente empecé a decir todo que sí. Lo acepté, lo merecía. Eran los riesgos de escaparte a otra provincia sin avisar después de haber estado casi muerta. Más aún, escaparte al lugar donde casi moriste. Esos gritos era lo mínimo que podía recibir y lo acepté de buena gana cuando me juraron que solo estudiaría y trabajaría por los próximos dos años y que obviamente iba a pagar el viaje que compré con la extensión de la tarjeta.
No discutí el hecho de que ya había pensado hacerlo y cuando finalmente me colgaron y me acosté me costó muchísimo dormir.
Al levantarme estaba súper cansada, tenía congelados los dedos de los pies y no me alcanzaron las medias para cubrirlos bien. Me puse muchísimas capas de ropa también, mis botas y mi campera esponjosa, lista para enfrentarme al clima intenso. Dejé todo en la habitación, incluso mi celular, y bajé al comedor para desayunar.
Me metí una medialuna en la boca por la fuerza, por más que no tuviera apetito, porque anoche no había cenado, al final, y necesitaba energías. Si no comía me iba a desmayar antes de llegar a la casa de Daniel.
Salí al pueblo, ajustándome el gorro de lana en la cabeza, y caminé por las calles que había conocido mucho más en el otro siglo que en este. Podía guiarme bien, de todas formas, porque las calles internas del pueblo se veían casi iguales. Había más árboles y los viejos estaban más grandes, nada más. El cambio más drástico había estado, entonces, solamente en la zona principal, en la zona turística.
Me detuve apenas vi la casa de los Dohrn. Estaba impecable, era notorio que había gente viviendo en ella. Estaba pintada y el jardín arreglado. No me acerqué, porque suponía que después de la muerte de Klaus la misma habría sido vendida. No había nada que me atara a ese lugar.
Continué calle arriba y después de unos cuantos minutos, observando mi alrededor con un Deja vú, presente por mis últimos momentos ahí en enero de 2017, las escaleras de piedra de la casa de Daniel aparecieron y lo primero que pensé, al contrario de lo que creía, era que en ese lugar lo habían asesinado. Lo habían golpeado en esas escaleras y lo habían arrojado a la ladera que estaba por el costado de atrás, junto al riacho en el que mamá se había sacado fotos en enero.
Se me encogió el estómago cuando puse el pie en el primer peldaño. Me sentí terrible y muy, muy infeliz por su suerte y por no haber estado ahí para evitarlo, incluso cuando sabía que no tenía la culpa, a pesar de todo lo que había dicho María.
Subí, apretando los puños y clavándome las uñas en las palmas de la mano. Cuando llegué arriba, noté todo como lo había visto por primera vez en el verano. El pasto estaba crecido, la propiedad parecía desierta, abandonada.
Caminé, saltando por encima de una rama caída y me acerqué al porche, a las escalinatas que llevaban a la entrada. Los vidrios de la puerta principal estaban sucios y opacos, una clara señal de que hacía tiempo nadie los limpiaba.
Llegué a la entrada y tironeé el picaporte, aunque intuía que no iba a poder abrirla ni en chiste. Pegué la cara a la ventana y miré dentro, como si buscase algo. Había muebles viejos que reconocía: eran los de la casa de Daniel en 1944. Nadie había tocado ese lugar desde entonces, probablemente.
Suspiré y solté el picaporte. Todo estaba tan vacío que me estaba replanteando mi sanidad mental. No sabía qué esperaba encontrar ahí.
—Tengo que estar jodidamente loca. Eso es lo que pasa —me dije, abrazándome y alejándome un poco de la puerta—. Seguramente leí la estúpida leyenda antes y cuando estuve en coma flasheé todo esto.
Me giré, desganada. En verdad, de verdad, no sabía qué era lo que esperaba encontrar al ir ahí.
Recorrí el jardín descuidado con la mirada y me estremecí cuando sopló un vientito que casi me arranca el gorro.
—No te engañes —me dije, con un hilo de voz—. Esperabas verlo a él.
Bajé los escalones, acomodándome las mangas de la campera para bajarla hasta mis manos heladas. Me paré en el medio del jardín y agité los brazos una y otra vez, rezongando por mis dudas y problemas y hablando sobre a quién iba a culpar por ellos.
No tenía a nadie para culpar. No tenía maneras de resolver esto porque había ido a buscar algo que estaba muy enterrado en el pasado, décadas y décadas atrás. ¿De verdad había necesitado todo eso, toda esa excusión, para darme cuenta de que necesitaba continuar adelante porque en ese lugar ya no quedaba nada?
Bufé, enojadísima conmigo misma y mis serios problemas mentales, replanteándome el hecho de no haberlo hablado con la psicóloga cuando pude.
—Te vas a congelar.
Me di la vuelta, con el corazón en la boca. Daniel estaba parado en el porche, vestido exactamente igual que la primera vez que lo había visto ahí, con las prendas con las que había muerto. Su expresión era suave y amistosa, como siempre, pero en sus ojos había un brillo de pena.
Dejé de temblar de frío, porque me pasaban miles de otras cosas por dentro.
—Daniel —jadeé, adelantándome lo más que pude, tan feliz de verlo como destruida por dentro al darme cuenta de que realmente no había podido salvarlo. Había sido una inútil y ahora los dos estábamos separados. Las lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas antes de que alcanzara el porche. Daniel pestañó; en ese momento si me miró con verdadera tristeza—. Daniel —gemí, deteniéndome a un escaso metro. Mientras más cerca estaba, más me daba cuenta de que no era corpóreo. No flotaba como María, pero era algo transparente. Había sido tan obvio que no podía entender cómo no lo había notado al primer instante—. Daniel —repetí.
—Hola.
Me quedé sin palabras. Después de toda mi bronca soltada en voz alta no sabía ni qué decir. Él me reconocía, él sabía quién era. ¿Pero hasta qué punto? ¿Qué debía decirle? ¿Cómo me llamaba de verdad o que todavía lo quería?
—Soy... soy...
—¿Tu perra está bien? Se asustó de mí.
Me sobresaltó su pregunta y me callé mis cavilaciones. Me conmovió que me reconociera desde enero incluso, pero solamente sumó más dudas.
Me mojé los labios y me limpié las lágrimas con los dedos.
—Yo también me asusté —le dije, tanteando la situación—. No sabía quién eras.
Él me sonrió y aunque sus ojitos hicieron el smiley eyes, no había alegría alguna en su mirada.
—Lo sé —contestó. Se puso las manos en los bolsillos, casualmente, pero no se movió de donde estaba—. Perdón por haberte asustado. Es que solamente quería escuchar tu voz.
Me tembló el labio inferior. Le sostuve la vista tanto como pude, pero al final me llevé las manos a la cara y me puse a llorar a todo pulmón. Dije boludeces sin saber si él me entendía o no, pero no me acerqué ni quise un abrazo porque sabía que no iba a pasar. Estaba muerto y yo estaba viva y eso era como echarle sal a la herida.
Él tampoco hizo nada, solamente me miró.
—Perdón, perdón por no haber prestado atención. Por el bebé, por vos. Yo sabía que ibas a morir y quería evitarlo, pero no sabía cómo. Y ahora me entero que te asesinaron y siento que es mi culpa porque no estaba acá para cuidarte, por más que me diga a mí misma que no tengo nada que ver. Muchas veces pensé que la razón para ser Daria era salvar tu vida. Y no sé, ¡ya no sé!
Cuando me saqué las manos de los ojos, Daniel seguía mirándome tranquilo. Como siempre, me escuchaba. Esperé que me dijera algo más, pero nada salía de su boca.
—¿Sabes quién soy? —dije, entonces, temblorosa, con el gorro a medio caer y la cara llena de lágrimas y moco.
—Sé que no sos Daria.
Lo supo desde el momento en que me vio en el verano. Podía saberlo con solo captar su mirada. Él se había acercado a mi, decidió mostrarse, solamente porque yo me parecía físicamente a Daria. Todavía no sabía que en verdad había sido ella en aquel momento.
Suspiré, me tapé una boca con las manos y contuve las ganas de volver a llorar, porque de verdad quería presentarme y que finalmente me conociera por quien era. Habíamos hecho el amor muchísimas veces sin la mínima oportunidad de explicárselo y eso era lo único que podía hacer para compensarlo. Ya no teníamos más oportunidades.
—Me llamó Brisa, pero fui Daria todo ese tiempo. A la que siempre besaste y quisiste fue a mí. Y yo te sigo amando —le dije, avanzando de un golpe y estirando los dedos para tocarlo. Lo atravesé y me puse peor todavía. Comprobarlo dolía como la mierda—. No puedo aceptar que no estés acá, que te hayas ido hace tanto tiempo.
—Brisa —dijo, repitiendo mi nombre y partiéndome todavía más el corazón al medio. Creí que nunca iba a escucharlo decir eso; odiaba que fuese de esa forma, con él del otro lado—. De alguna manera lo sentía.
Fue entonces que me derrumbé en el porche y empecé a contarle todo. No tenía más fuerzas para mantenerme en pie y decirle la verdad a la vez. Le dije lo que había sentido, que siempre había sabido que él era ese fantasma y que me había enamorado sin poder evitarlo porque era la persona más maravillosa que había conocido en esta y en cualquier otra vida.
Le dije lo de los fantasmas, de María, de sus advertencias y de cómo había creído muchas veces que mi vida estaba atrapada en esa época. Le conté que la verdadera Daria se había suicidado y que fue la crecida la conexión entre nosotras para llevarme a ocupar su cuerpo. Le repetí que había pensado que mi obligación era salvarlo, pero que mi tropezón me había llevado de vuelta a mi cuerpo real, dejando morir el de Daria y al bebé. Y después, a él.
—No tenés la culpa de lo que otros hicieron —contestó él, solo viéndome llorar. No podía más que demostrar dolor con su expresión, porque evidentemente los fantasmas no lloraban—. Y quizás no era por mí, sino por vos misma.
Levanté la mirada del suelo y no supe qué decir a eso.
—No... pude evitarlo... —dije, levantando las manos hacia él—. ¿Qué otra razón habría para ser Daria, eh?
Me hice un bollito en el suelo y terminé apoyándome en las columnas que sostenían el techo de la galería. Sin eso, terminaría derrumbada.
—Quizás hacerme feliz durante algún tiempo. —Daniel se sentó a mi lado, manteniendo una distancia fantasmal prudente—. Me dejaste conocer el amor antes de una muerte dictada por el destino. Hay cosas que están destinadas a ser, Brisa. No estaba en tus manos cambiarlo, eso es evidente.
Negué y me limpié la cara con el gorro, esta vez.
—No. María siempre dijo que iba a ser mi culpa. Fue mi culpa porque no lo evité. ¡Si yo sabía que te ibas a morir!
—No es tu culpa —repitió Daniel, con lentitud—. Nunca digas eso, no importa lo que haya pasado. Jamás va a ser tu culpa. Ni era la culpa de Daria, tampoco.
Sus últimas palabras podrían haber pasado como si nada en cualquier momento, pero por alguna razón, a mí se me antojaron con otro significado. Como si tuviesen doble sentido.
Me giré hacia él y dejé caer el gorro al piso.
—¿Por qué iba a ser culpa de Daria? —murmuré. Daniel no dijo nada, se quedó viendo el jardín abandonado—. Daniel —insistí—. ¿Qué tendría que ver Daria?
Él apenas me miró, volvió su atención al pasto, alimentando mi idea de que él me estaba ocultando algo que yo no podría comprender.
—Brisa, creo que tenés que seguir adelante.
Lo miré perpleja por un momento, como si hacer ese viaje tan loco no fuese justamente para eso, para cerrar ciclos y seguir adelante. Pero de repente no podía, yo no podía alejarme de él ahora que confirmaba que podía verlo. Necesitaba tenerlo cerca, aunque me siguiese rompiendo el alma que estuviese muerto. Era capaz de hacerlo, de quedarme ahí para siempre con él y olvidar cualquier plan a futuro. Era capaz de dejar de ser Brisa otra vez.
—No. No puedo... ¡no quiero! Hay... tantas cosas que... —me trabé con mi propia lengua y, al final, me acerqué todo lo que pude a él—. Decime quién te mató.
Daniel se volteó a verme, cuando estuvimos a unos escasos treinta centímetros. Su expresión ya no estaba llena de dolor, sino que estaba cargada de seriedad.
—No.
—¿Por qué? —balbuceé, echándome levemente hacia atrás—. ¿Fue Klaus?
Daniel no negó, pero tampoco lo afirmó.
—Quiero que sigas adelante.
—¡No puedo seguir adelante sabiendo que fuiste cruelmente asesinado y que nunca nadie te hizo justicia!
Ahí, él se puso brusco. Se irguió tan rápido que apenas si pude reaccionar. Me miró desde su altura con una furia que, digna de todo fantasma, me aterró.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a ir a buscar la tumba del muerto para decirle que sabes que fue él? ¿Qué va a cambiar? ¿En qué te va a beneficiar? Lo único que vas a lograr es que también te persiga en esta vida.
Me quedé muda, impresionada por el cambio. Daniel enojado era una cosa, pero Daniel fantasma enojado daba un poco de miedo. Y, sobre todo, lo dicho por él también daba miedo.
—¿Qué?
Daniel hizo un gesto exasperado y me miró sin amabilidad, sin el cariño de siempre.
—Andá a casa —dijo—. No vengas más. Cumplí los sueños que tenías y busca a alguien a quién amar. Olvidáte de este pueblo, de Daria y de mí. Olvidáte de todos los que conociste y viste alguna vez. Lo que pasó, pasó. No puede ser cambiado. No quiero volver a verte, Brisa.
Me quedé inerte, sin saber qué hacer, hasta que me di cuenta de que era una despedida. Me levanté de un golpe y le supliqué que no me dejara, pero Daniel me miró una última vez antes de esfumarse. Aunque grité y lloré y lo llamé, no volvió a presentarse.
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