Capítulo 17: Golpes en el alma
Capítulo 17: Golpes en el alma
Llegó finalmente el día en que hubiésemos estado casados y pasó sin pena ni gloria.
Las cosas se habían enfriado con Klaus, por la intervención de Elizabeth antes de regresar a Buenos Aires, tratando de convencerlo de las apuestas de Daniel y el avance en su trabajo.
También, él fingía que no se enteraba que Daniel y yo sí nos veíamos, en contra de sus reglas. Pero tampoco estaba lejos de mejorar, porque Dan no había logrado recabar toda la información para demostrarle al hombre que se había equivocado también.
Me abracé a él todo lo que pude, en nuestra cabaña, a solas, después de tanto tiempo sin estar juntos. Daniel me escuchó y me sentí mal al verlo tan desanimado. Pasó un buen rato hasta que me admitió que pasarían más días hasta que pudiera resolver todo.
Nos sentamos en el suelo, en la lona que llevábamos siempre y enseguida me aferré a él en busca de más.
—Ya hace tanto que no nos tocamos de verdad —murmuré, logrando desabrocharle la camisa.
Lo que sí tenía claro de todo eso, era que lo necesitaba. Lo extrañaba como loca y añoraba mucho su calor y sus besos en mi piel.
Lo convencí rápidamente, pero cuando estuvimos desnudos y a punto de amarnos una vez más, él me preguntó en el oído si estaba segura con las fechas. Yo le dije que sí, pero me di cuenta, entonces, que estaba un par de días atrasada. Conté, dándome cuenta de que no podía ser, y lo empujé con las manos.
—¿Creés que...?
—No —le dije, asintiendo con la cabeza, más que nada por un acto fallido de la mente—. Llevo un control muy estricto sobre esto. Controlé mi fecha de ovulación y estoy segura de que la última vez que estuvimos yo estaba en mis días seguros.
—Está bien —me dijo Daniel, acariciándome la espalda, atrayéndome a su pecho, lo cual se contradijo mucho con lo siguiente que dijo—: ¿No querés esperar unos días más?
—Si estoy embarazada, esperar no cambiaría nada —dije, pero lo único que podía cambiar era que mis nervios recientes se esfumaran.
Dejé que sus besos me relajaran una vez más, que me hicieran olvidar que Daniel podía morir en cualquier momento. Dejé que experimentara de nuevo con los labios entre mis piernas, desatando caricias cada vez más intensas que me daban orgasmos increíbles.
Con todo el tiempo que habíamos practicado, nuestros encuentros eran muchísimos más largos. A veces, cuando estábamos muchos días sin estar solos, incluso podíamos jugar entre nosotros sin penetración primero y luego con ella. O viceversa, en realidad no importaba. Pasábamos tanto tiempo conversando y dándonos ánimos entre cada round que llegábamos perfecto.
Ese día no fue la excepción e hicimos el amor hasta que el frío de la tarde y la idea de que Klaus viniera a cazarnos nos obligó a ponernos la ropa.
Sin embargo, a pesar de los nervios y medios que regresaron apenas me puse los zapatos, me sentí un poco más contenida. Quizás la satisfacción y el placer sí ayudaban a menguar las crisis existenciales, aunque sea por un ratito.
Daniel me ayudó a ponerme de pie y juntamos nuestras cosas en la canasta de Martita lo más rápido que pudimos. Queríamos bajar al pueblo antes de que empezara a hacerse de noche.
—¿Nos vamos mañana también? Quizás me venga bien seguir así —me dijo, dedicándome una sonrisa picarona.
Le sonreí de la misma manera, pero de vuelta pensé en mi fecha retrasada.
—Creo que deberíamos esperar para volver a hacerlo. Sé que dije que no cambiaría nada. Pero estaría bueno que me viniera para quedarme tranquila.
Daniel se quedó callado un momento, mientras doblaba la lona y la metía a la fuerza en la canasta.
—Si estuvieras embarazada, si lo estás... ¿qué querés que hagamos?
Apreté los labios y miré el suelo de la cabaña, fijo, como si los pequeños pastitos que habían ahí pudiesen darme las respuestas.
—Casarnos a como dé lugar, supongo.
—Estoy cerca, solamente necesito unos días más. —Entonces, alzó la mirada para verme, serio y sin rastros de la anterior picardía—. Sé que siempre te digo lo mismo, pero te juro que esta vez es verdad. Estoy esperando unas planillas que me tienen que llegar desde Buenos Aires. Ahí están las pruebas de que el negocio de mi papá es un mal menor y que los que yo hice son buenos, que hay predicciones buenas para este año y el próximo.
Me incorporé y me acerqué para agarrarle las manos. Ambos nos miramos con aprensión por unos segundos.
—Mi papá no tiene que saber nada de nuestras dudas, pero ni en chiste —dije, apoyando la frente en su pecho, después de suspirar—. Si no logramos resolver esto y de verdad estoy embarazada, vamos a tener un quilombo terrible.
—Pero todavía no es seguro, ¿no?
—No, son solamente unos días de atraso, a veces pasa —añadí—, pero más vale estar seguros.
Fingí tranquilidad hasta que volvimos por el sendero y él se fue a su casa. Yo me dirigí a la mía mientras me llevaba una mano al cuello, experimentando una sensación de ahogo terrible. La satisfacción que me había dado el sexo duró poco y ya no me sentía más contenida.
No tenía sentido tener un atrasado, ni por casualidad. Estaba segura de que era algo normal y que no tenía nada que ver con bebés. Quizás era mi paranoia, quizás era el estrés y la angustia. Quizás era, como pensé al llegar a mi casa, que Daria tenía ciclos menstruales muy diferentes a los míos y que ella incluso podría haber estado ovulando en los días incorrectos.
Tragué saliva y corrí a mi pieza. Empecé a caminar como una loca de un lado a otro. Estaba desquiciada, porque no tenía forma de confirmarlo. Sabía muy bien que una mujer de ciclos irregulares podía estar ovulando en las fechas incorrectas sin enterarse.
—Tenés... que calmarte —me dije.
Pero no pude. Durante los siguientes dos días, en los que tampoco me llegó la bendita menstruación, estuve como loca. Mi histeria me llevó a llorar en los brazos de Daniel en nuestra cabaña, diciéndole que no sabía en qué me había equivocado, salvo en eso que no podía contarle, porque admitir que era otra persona no estaba en mis planes.
Daniel me recordó que, si todo salía bien, íbamos a casarnos y si un bebé llegaba no iba a ser problema para nosotros. Pero, con todo lo que yo había planificado en un principio, sobre seguir estudiando y trabajar, quedaba anulado con un bebito.
Y si Klaus no dejaba que nos casáramos, ¿qué iba a pasar conmigo cuando se enterara?
—¡Me va a obligar a abortar! —chillé, tan dramática que dejé a Daniel mudo por largos y largos minutos—. ¡Y me voy a morir desangrada y me van a meter esas pinzas y cuchillos y no quiero...!
Dan hizo una mueca.
—Nadie te va a... hacer eso —intentó reconfortarme—. Daria, amor, escúchame. Si estás embarazada, no tiene por qué ser algo malo.
—Si Klaus se entera va a mandarme a Alemania a que hagan experimentos nazis conmigo —seguí llorando.
Él negó, sosteniéndome con más fuerza.
—Nunca voy a dejar que haga eso. —Me agarró la cara, me limpió las lágrimas y me obligó a mirarlo—. Escucháme. Si algo llega a salir mal, te juro que vos y yo nos vamos en ese mismo momento. No importa a dónde. Nos casamos y no volvemos nunca más.
Me enderecé y también le agarré la cara. Después de que hablásemos sobre eso tantas veces, que él lo dijera de forma tan directa que de verdad estaba dispuesto a dejar todo por mí, por nuestro futuro juntos, me aliviaba un montón.
—¿De verdad?
—De verdad.
Me sentí segura, tontamente, con solo eso. Como si fuésemos dueños del destino, como si pudiésemos realmente controlarlo todo. Me olvidé de todo lo que podía salir mal y después de eso solamente lloré un poco, pero por la gratitud de haber encontrado a un chico tan dulce y bueno como él.
—Pensé que no querías arriesgarte a hacer las cosas mal —le indiqué, limpiándome la cara.
Daniel me acunó el rostro y me llenó de besos la frente.
—Siempre quise hacer todo bien con vos, pero si tu papá no nos da más opciones, ¿qué nos queda? Yo quiero estar con vos, vos conmigo. Y si tenemos un hijo en camino, lo correcto es que nos casemos. Como sea. Pero no te preocupes, ya tengo casi todo listo. ¡Las planillas están por llegar, amor! Confía en mí.
Yo confiaba en él hacia rato y me hice la idea de que él tenía razón. Lo único que necesitábamos era aguantar unos días más, esperar las planillas y mostrárselas a Klaus. Cuando él lo viera, ya no tendría objeciones para el casamiento y podríamos ir enseguida a buscar otra fecha al registro civil.
Nadie tenía que enterarse que tenía un atraso. Si estaba embarazada faltaba mucho para que se me notara y una vez estuviésemos casados y viviéramos en Buenos Aires, si Klaus se daba cuenta de que nos dimos duro y parejo antes, ya no cambiaría nada.
Y, además, todavía podía venirme y salvarme de toda esa angustia innecesaria.
Volví a mi casa, más tranquila, barajando que también, por cualquier cosa, tenía que tener lista una valija por cualquier cosa. En el hipotético y lejano caso en el que Klaus se enterara, íbamos a tener que huir y para eso no podía perder tiempo preparando cosas.
Me dije a mi misma, antes de entrar, que esa misma noche comenzaría a armarla y a poner lo básico, junto con todas las joyas de Daria, para poder irme de emergencia.
Cuando puse un pie dentro de la sala, Klaus salió del despacho. Su semblante era tétrico; nunca lo había visto así y no me dio tiempo alguno a prepararme para lo que pasaba.
Me agarró del brazo con fuerza, haciéndome gritar, y me arrastró al despacho, sin mediar palabra y sin hacer oído a mis quejas. Me soltó en la butaca con tanta violencia que creí que iba a caerme con silla y todo. Entonces, se plantó delante de mí, tan cerca que pude ver las canas de su bigote.
—Sos la peor deshonra que pudo tener esta familia —me dijo, con un desprecio absoluto—. Sos todo lo que tu madre me pidió que no fueras.
—¿Qué te pasa? —gemí, frotándome el brazo. La voz ya no me salió enojada porque estaba muy adolorida y me estaba aguantando el llanto.
—¿Qué me pasa? —gruñó. No gritaba, esta vez no gritaba y por eso sabía qué era peor. No necesitó decir la frase completa para que me diera cuenta de que él lo sabía—. Estás embarazada, de ese imbécil y bastardo, que abusó de mi confianza, abusó de mi hija y de mis intereses.
Con la boca abierta, no pude hacer más que tragar aire.
—¿Qué...?
—No intentés negarlo —me espetó—. Alguien te escuchó decírselo a Daniel en la cabaña sin terminar de la sierra —añadió, agitando mi sillón fuertísimo para hacerme reaccionar. Un terremoto se quedaba corto—. ¿Estás loca, Daria? ¿Te acostaste con él? ¿Sin casarte? ¿CÓMO MIERDA SE TE PASÓ POR LA CABEZA?
Tampoco pude decir nada. Solo podía pensar en que iba a matar a doña Paine y que juraba hacerle la vida imposible como fantasma si no sobrevivía a esa.
—No sé quién te dijo tamaña estupidez —contesté, temblando—. No estoy embarazada.
—¡¿Ah, no?! —se alejó de mí y sacó de la nada un manojo de sábanas que puso sobre el escritorio—. ¡Bonnie cambia tus sábanas! ¡BONNIE ME CONFIRMÓ QUE NO SANGRASTE ESTE MES!
Me quedé viéndolo con la boca abierta, indignada por semejante invasión a la privacidad.
—¿Perdón? —chillé, recuperando mis fuerzas para pelear—. ¿Vos sabes algo acerca de la menstruación? ¡Sos un hombre! ¡Un ignorante! Nunca fuiste mujer. ¿Y ahora usas mis sábanas de hace tres días para confirmar un argumento sumamente pelotudo? ¡No todas las mujeres somos regulares, idiota! ¡A veces por problemas hormonales se nos atrasa el ciclo!
Me puse de pie dispuesta a alejarme de él, pero haberlo insultado de forma directa pareció ser un límite que ni yo ni Daria habíamos cruzado nunca antes. Klaus bordeó el escritorio tan rápido que no alcancé la puerta del despacho.
La cerró de un portazo y su cuerpo bloqueó la salida, mientras su mano giraba la llave antes de sacarla y metérsela en el bolsillo del saco.
—Vos me crees un idiota, pero no soy ningún pelotudo —me gruñó, atrapándome la muñeca y tirando de mí de vuelta hacia las butacas—. ¿Te crees que soy tan ingenuo para creerme eso? ¿Después de que te vieran desnuda con él? ¡Por favor, Daria! ¡No soy ningún pelotudo! ¡Sos una hija maleducada y desagradecida! ¡Una deshonra total para todo tu linaje! ¡Debería desheredarte ahora mismo!
—¡Sí sos un pelotudo! —grité, pero por más que tiré, no pude liberarme de su agarre—. ¡Porque seguís repitiendo cosas incoherentes!
Entonces, me sentó en la butaca de un empujón otra vez. Me puso una mano en la nuca y me empujó hacia abajo, llevando mi cabeza hacia mis rodillas. Grité, presa del pánico, porque no entendía bien qué quería hacerme, pero cuando empezó a tironear de mi vestido, simplemente me volví loca del terror.
—¡SOLTÁME! ¿Qué haces? —grité, con tanta fuerza que me ardió la garganta.
—¡Cómo pudo mentirme esta persona si sabe perfectamente dónde tenés tu marca de nacimiento! —me espetó, bajándome el cuello del vestido casi hasta los omoplatos, se me saltaron los botones del escote y solo atiné a sujetarlo para impedir que bajara más—. ¿Cómo pudo verte hasta acá si hubieses estado vestida con Daniel hoy?
—¿Qué? —grité, tratando de zafarme.
Klaus me enderezó y miró mis clavículas al descubierto cuando soltó la tela y esta regresó a su lugar. Me mantuvo contra el respaldo y yo me cubrí con las manos, porque ese degenerado no iba a mirarme nada más.
—Y ahí está la otra prueba —gruñó, agarrándome los dedos para evitar que me cubriera más tiempo. No pude hacer nada contra su fuerza y enseguida no me quedó otra que mostrarle mi escote. Ahí, bajo mis clavículas, en el inicio de mis senos y sin llegar a estar cubierto por el corpiño, estaban los restos de los besos y las succiones de Daniel, bien frescas.
—No puedo creer que me estés violentando de esta manera —le espeté, con el pelo sobre la cara, respirando furiosa—. Pasando por encima de mi intimidad para asegurar estupideces. ¡No tengo ninguna marca de nacimiento! Y Daniel solo me dio unos besos. ¡Cosa que, si querías evitar, nos hubieras puesto una chaperona desde un inicio!
Antes de que pudiera decir algo más, sentí un dolor agudo en la mejilla. Klaus me había dado una bofetada que no podía equipararse con la que le di a la señora Paine tiempo atrás. No, está me volteó la cara de una manera que casi vuelo de la butaca.
—No vas a verte nunca más con él —me dijo, en tono bajo y atemorizante, mientras yo trataba de procesar lo que acababa de ocurrir—. Daniel Hess está prohibido. Va a pagarme cada una de las desgracias que le produjo a esta familia y vos vas a pasar el resto de tus días bajo mis ordenes, como tuvo que ser en un principio. ¡Ese mocoso no va a crecer en esta familia para arruinarnos! Nos vamos a deshacer de él y te vas a mantener callada, ¿me escuchaste?
Giré la cabeza lentamente hacia él y me llevé una mano al cachete.
—No...
Levantó una mano una vez más, pero yo le di una patada en la espinilla, como me había enseñado mi verdadero papá y Klaus se dobló como un muñeco inflable.
Me apoyé más en el sillón y aproveché que su pecho quedó a mi altura para patearlo con la otra pierna con todas mis fuerzas, clavándole el taco bien profundo. Gritó y en aquel segundo me dije que tenía que salir de ahí porque eso era todo lo que yo podía hacer.
En seguida me puse de pie, pensando en recuperar la llave, pero vi, reflejada en los vidrios de los muebles de Klaus frente a mí, a María junto a la puerta, que se pronto se abría sola, con la llave que el padre de Daria había tenido en el bolsillo hacía instantes, por arte de magia.
Giré, tan rápido como pude y pegué un salto para esquivar la alfombra que había terminado echa un rollo detrás de los silloncitos, por nuestro forcejeo. Pasé junto a ella sin decirle nada y solo me detuve un segundo para sacar la llave de la cerradura. Comprendí que era mi única oportunidad para salir de ahí.
Si no lo hacía, iba a perder mucho más que a Daniel.
Cuando Klaus se irguió, con la mirada cargada de dolor y furia, yo había colocado la llave del otro lado de la puerta y la cerraba con fuerza.
—¡DARIA!
No pudo alcanzarme. Le di las dos vueltas y me alejé de la madera justo cuando él le clavaba los puños del otro lado. Entonces, agitada y con los miedos a flor de piel, miré a Bonnie, que esperaba mortificada y angustiada en la sala y le supliqué con la mirada que lo mantuviera allí.
—Señorita, perdonemé...
Negué rápidamente. Quería darle unas palabras de consuelo, porque yo sabía lo terrible que podía ser Klaus para obligarla a revelarle el estado incorrupto de mis sábanas del mes. Ella no tenía la culpa. Pero no tenía tiempo para eso. No tenía tiempo para nada.
Corrí fuera de la casa, más diestra con los tacones, y subí por los caminos del pueblo hasta la casa de Daniel. Irrumpí en su sala y lo miré, a punto de ponerme a llorar. Él estaba con sus papeles, como siempre.
—¿Qué pasa? —me dijo, al verme despeinada y agitada.
—Mi papá sabe —le dije—. Tenemos que irnos.
—Daria... ¿qué te pasó en la cara? —gritó, acercándose a mí tan rápido que no tuve la chance de mirarme al espejo que tenían en la sala—. ¿Klaus te hizo esto?
—Es un animal —asentí, cuando él me revisó el golpe con la punta de los dedos.
—Necesita hielo.
—¡No tenemos tiempo para eso! Tenemos que irnos ya, esto se me va a pasar.
Él me miró, enfurecido con mi papá, pero sumamente preocupado por mi estado.
—¡Marta, traéme hielo por favor!
—Daniel... —me quejé.
—Esto se te puede inflamar.
—¡Esto no es lo que importa! Yo se la devolví bien devuelta —le insistí—. Va a tener mi taco grabado en el pecho por el resto de su vida. ¡Pero tenemos que irnos ya!
Evaluó mi golpe una vez más y después de aceptar la determinación y urgencia en mis palabras, me llenó la frente de besos y asintió.
—Tengo cosas en una valija.
—No logré agarrar nada de mi casa. Es mejor que nos vayamos así.
—Tranquila, calmáte. Tu papá no va a pensar que vamos a irnos ya.
—Lo dejé encerrado —lo interrumpí, ahora sí girándome hacia el espejo. Tenía la mitad de la cara colorada, porque la mano de Klaus era tan grande que podía abarcar casi todo de ella—. Bonnie no va a dejarlo salir. Creo que puedo llegar a agarrar un par de cosas antes de que rompa la puerta.
Entendiendo al fin la gravedad del asunto, él me agarró por los hombros e ignoró a Martita cuando salió de la cocina, totalmente desconcertada por los gritos y con un repasador lleno de hielos.
—Está bien. Nos vemos en la entrada del pueblo en veinte minutos. Te espero ahí con el auto —me dijo, entonces, soltándome—. Voy a agarrar plata.
Le di un último beso antes de encarar hacia mi hogar otra vez. Estaba que temblaba de los nervios y el miedo y los pasos me costaban horrores. Solamente rezaba para que Klaus estuviera más tiempo encerrado, lo suficiente para agarrar los ahorros y las joyas de Daria y una muda de ropa. Y un abrigo, nada más.
Llegué a la calle y lo primero que vi pasar, a lo lejos, más abajo, fue a Doña Paine. Le encantaba merodear mi casa y la de Daniel a ver qué encontraba para decirnos. Quizás estaba escuchando los gritos del papá de Daria.
Esperé a que desapareciera y empecé a caminar otra vez cuando el hombrecito que siempre buscaba a mi papá se me cruzó.
—Señorita Daria —me dijo, estaba serio y para nada tembloroso—. ¿Por qué lo hizo?
Me detuve, perpleja. No sabía ni de dónde había salido ni de qué carajos me hablaba. ¿De encerrar a mi supuesto padre? ¿Ya lo sabía todo el pueblo? ¡Si no había estado ni tres minutos fuera de la casa!
—¿De qué me habla? —musité, frunciendo el ceño.
Él dio un paso hacia mí, subiendo apenas por la calle.
—¿Por qué rebajó el nombre de su familia de esta manera? ¿Por qué lo hiciste?
Pasmada, me lo quedé viendo. Recuperé la movilidad de mis piernas para esquivarlo y bajar unos metros por el camino, apurándome a mantener una distancia sana de él. No entendía por qué carajos había empezado a tutearme.
—No sé bien de qué habla —insistí.
—Yo sí, señorita Daria. Yo lo sé muy bien... ¿Por qué te revolcaste con un hombre que no te merece?
Estaba totalmente extrañada por su actitud. Apenas conocía a ese tipo y, por lo que sabía, él apenas conocía a Daria. No teníamos nada que ver y él no tenía manera de saber nada. A menos que...
—¿Qué es lo que sabes? —le dije, retrocediendo un poco más.
—Estás embarazada, engendraste a un bastardo de ese estúpido —me dijo, de modo despectivo.
Nunca pensé que ese tipo que se mostraba tan tímido y atento pudiese ser tan grosero y asqueroso, pero más aún, entendí que quien había revelado nuestro secreto no fue Lady Paine, sino él.
—Fuiste vos quien se lo dijo a mi papá —murmuré, apuntándolo con un dedo. Di varios pasos más hacia abajo, dispuesta a correr a mi casa—. ¿Me espiabas? ¿A Daniel y a mí? ¿Qué más espiaste, eh? ¡Desubicado!
La mirada de ese hombre, de quien no podía recordar el nombre, se volvió más oscura. Sentí asco y bronca, porque él no tenía por qué meterse en los momentos privados que yo había compartido con mi novio.
—Gracias, arruinaste mi vida —escupí.
No le di tiempo a contestar. Bajé por el camino tan rápido como me lo permitían los zapatos, limpiándome la cara otra vez. Me sentía traicionada y atacada de todas partes. El único apoyo útil para Daniel y para mi resultaba ser María y ella ni siquiera estaba viva.
Llegué a una de las curvas pronunciadas de la calle y, sin darme cuenta, usé las escaleras de piedras que había ahí, a modo de vereda, en vez del empinado camino de adoquines hacia abajo.
Bajé los escalones con furia, con rabia, con desesperanza y frustración, porque todo lo que me pasaba ni siquiera era culpa mía. Desde un principio había tenido una suerte terrible y llegué a desear nunca haber visitado ese pueblo. Todo lo que pasaba allí no tenía nada que ver conmigo y, a pesar de lo sucedido, me lo había apropiado, así como el destino de Daria, sus enemigos, su pasado y sus más profundos dolores.
De pronto, estaba volando por el aire. No entendí qué estaba pasando hasta que el suelo se acercó a mi cara. Cerré los ojos medio segundo antes de que mi cabeza se estrellara contra la piedra. No me acuerdo si sentí dolor o no. Tampoco me acuerdo que fue lo que pasó después. Fue como si mi mundo se apagara, fue como si todo se terminara. Fue como estar muerta.
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