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Capítulo 15: Detrás de la puerta


Capítulo 15: Detrás de la puerta

No duró mucho.

No conté exactamente cuánto tiempo estuvimos, porque estaba muy embriagada por las sensaciones que él me provocaba, pero creo que no llegamos a los dos minutos.

En seguida, me di cuenta de que había terminado dentro y él levantó la cabeza, para mirarme con una expresión de pánico absoluto.

—Daria yo...

Pude ver como iba del terror a la angustia y a la confusión, porque no había alcanzado para satisfacernos ni un poco.

—Está bien —le dije, agarrándole la cara para evitar que se alejara de mí, pero no pude retenerlo.

Se sentó en la lona, todavía entre mis piernas y me observó en silencio. Se llevó una mano a la cara y se tapó la boca.

—Perdonáme —me dijo, con la voz temblorosa—. Tenía planeado que fuese... no sé qué... Soy un idiota.

Apreté los labios y me erguí, debatiéndome sobre lo que debía decir. Como mujer, yo no tenía que saber mucho del tema y menos de la eyaculación precoz. No sabía tampoco si los hombres en esa época entendían del tema y no quería meter la pata, pero me rompía el corazón verlo tan dolido.

Era su primera vez con una mujer y era algo normal. Solo necesitábamos práctica.

—Dan... no tengo nada que perdonarte —empecé. Me mordí el labio inferior cuando él siguió negando con la cabeza. Me arrimé a él y no me alteré cuando se alejó de mí, lo que pudo, en la lona—. Está todo bien.

—No, Daria, no está todo bien —musitó—. Mi papá me advirtió sobre esto, me dijo que tenía que... Ash —Finalmente se tapó toda la cara con las manos y exhaló con brusquedad—. Voy a ser un pésimo marido si ni siquiera puedo terminar... si ni siquiera puedo satisfacer a mi mujer.

—¿Tu papá te hablo sobre... esto?

Cuando bajó las manos, parecía que estaba más que solo frustrado, estaba furioso.

—No es algo que tengan que saber las mujeres —me respondió y yo arqueé una ceja.

—¿Ah, sí? Acabamos de coger, corazón —le recordé, cruzándome de brazos—. Me parece que ya rompimos un poquito con eso de: Estas cosas no se hablan con las novias —Él frunció el ceño y yo puse los ojos en blanco—. Daniel, ¡por favor! Yo sé lo que te pasa y es perfectamente normal, casi tanto como que a las mujeres nos duela la primera vez.

Él me apuntó con un dedo, apretando los dientes.

—¿Cómo podrías saber vos lo que pasó?

—Estás enojado, frustrado y estás actuando como un tarado —repliqué, poniéndome de pie, tapándome el cuerpo con los brazos—. Y entiendo tu bronca, de verdad. Pero que me hagas de menos después de que me entregué a vos, me parece muy pelotudo de tu parte.

Busqué mi ropa y le di la espalda. No le hablé más por al menos un minuto, hasta que encontré mis calzones en el revoltijo de prendas y estuve a punto de ponérmelo.

—Tenés razón, soy un pelotudo. Soy un inútil —masculló—. No te mereces esto —Me abrazó por detrás y plantó los labios en mi nuca—. Perdonáme, Daria, por favor. Tenés razón.

No le devolví el abrazo y medité sobre su arrepentimiento, sobre si era genuino o solo lo decía porque acabábamos de tener sexo y eso empeoraba nuestra relación. Cuando me volteé y vi su cara, me pareció que en realidad tenía que ser muy buen actor para fingir esa preocupación y ansiedad y elegí creerle.

Podía ver en su mirada lo avergonzado y dolido que se sentía por haber fallado en su primera vez y más aún por tratarme mal al respecto. La furia había desaparecido y solo se veía como un chico con el orgullo y la valía rota.

—No sos un inútil —contesté—. Sí estás actuando como un pelotudo, pero no sos un inútil.

—Sí, porque podría haber evitado... esto —se señaló y bajó la cabeza—. Tendría que haber escuchado a mi papá, tendría que haber ido y estar preparado para estar con mi esposa. ¡Y no quise porque soy un pelotudo, blandengue, como dice él! Un maricón.

Me eché levemente hacia atrás, sorprendida de que su papá empleara esas palabras para describirlo, sobre todo como si maricón fuese algo malo. Pero luego me acordé de que estábamos hablando de un tipo alemán que seguro nació como en el 1900, prácticamente 100 años antes que yo. Ser maricón era algo malo y era un sinónimo de debilidad.

—¿Por qué? ¿Por qué no quisiste ir de putas, a pagarle a una mujer que seguro, muy probablemente, me la juego, está obligada a abrir las piernas para que un montón de tipos se entretengan? —exclamé, enojada de pronto, pero no con él, obviamente no. Daniel levantó la cabeza y se alarmó por mi elección de palabras, como si no me hubiese escuchado nunca hablar fuera de lugar—. ¿Por qué elegiste evitar formar parte de un circuito de abusos, de trata de personas, de secuestros de mujeres? ¿Sos débil porque elegiste guardarte para tu futura esposa, tal y como todas las mujeres estamos obligadas a serlo? —agregué, levantando todavía más la voz—. ¡No, Daniel! Eso no es debilidad, ¡eso es respeto! ¿Dijiste que querías respetarme como correspondía? Bueno, lo estás haciendo. Me respetaste cuando elegiste no pagar por sexo con otra mujer, me respetaste cuando decidiste que querías estar en igual de condiciones. Esto —puntualicé, poniéndole un dedo en el pecho y empujándolo levemente—, no es algo de lo que tengas que sentir vergüenza. La primera vez debe ser complicada y torpe para todo el mundo. ¿O pensabas que el día de la noche de bodas iba a ser distinto? No, íbamos a vivir la misma situación y vos te ibas a sentir igual de frustrado, porque te enseñaron que, si no eras un macho cabrío todo peludo, no servías. Así como me insistís en que si yo no actúo como una señorita casta e inocente. Si para ser un macho cabrío todo peludo, tenés que acostarte con minas que están obligadas a tener sexo con desconocidos, para dejar de ser un maricón, para ser buen hombre y esposo, bueno... entonces yo eso no lo quiero.

Me crucé de brazos otra vez y lo miré a la espera, solo para notar que lo había dejado mudo y con la mandíbula caída. Me asusté, de pronto, que pensara que todos esos reclamos iban para él, porque no era así. Iban para su papá, para toda esa sociedad de mierda que lo intentaba orillar a ser un hombre espantoso cuando no lo era. Daniel no era así, ya me estaba dando señales hace tiempo de que luchaba contra esas cosas a su manera y como podía.

—Daria... —empezó, pero nada salió de su boca.

—No lo digo por vos, lo digo por tu papá —aclaré—. Porque te disminuye por haber tomado la decisión correcta, más empática con tu futura esposa e incluso con esas mujeres, aunque no te hayas pensado directamente.

Volvió a quedarse callado hasta que la frustración se apoderó de él nuevamente y se tapó la cara de nuevo. Se negó a mirarme por un minuto entero y volvió a negar.

—No duré nada —me dijo, con tono ahogado.

Me di cuenta de que eso tomaría un largo rato y no tenía derecho a molestarme porque siguiera sintiéndose mal, en tanto no me tratara mal por cómo se sentía. No se cambian años de achaque y maltrato por los progenitores en cinco minutos.

Le toqué el brazo y se lo acaricié hasta que dejó caer las manos, aunque siguió sin verme a la cara.

—Dan... —dije, sin gritar, tratando de ser lo más cariñosa y comprensiva posible—. Lo que pasó es normal. Leí un montón... sobre eso y te aseguro que se pasa con el tiempo, con la práctica. ¿Ves porqué dije era buena idea que no esperáramos? Porque ahora, podemos practicar y... para cuando lleguemos a la noche de boda... ¡Uf, vamos a estar todo el tiempo que queramos!

Me imaginé lo bien que podríamos pasarla. Teníamos más de un mes antes del casamiento y si seguíamos encontrándonos ahí, mejoraríamos en nada. Con el acto que habíamos cortado y mi necesidad latente, las ganas me volvieron con fuerza.

Pasé mis dedos de su brazo a su pecho y de ahí bajé todo lo que pude. Daniel dio un respingo, pero antes de que pudiera reaccionar yo ya estaba casi sobre él, tocándolo y arrancándole suspiros de placer.

—Vamos de a poco —le propuse, con tono bajo, ronco—. Todavía podemos estar acá un rato más.

Aunque por un momento pareció contrariado, se dejó llevar y no me rechazó cuando me senté sobre encima de él, dispuesta a todo. No necesitábamos intentar la penetración otra vez y también quería demostrárselo.

Jugué con nuestras caderas y él no paró de gemir hasta que se dejó caer sobre la lona y me sujetó para impedir que me alejara.

—Eso se siente increíble —me confesó, recorriéndome los muslos con las manos, disfrutándome con el tacto tanto como con la vista—. No podés ser más hermosa.

Sonreí y me incliné hacia él, para besarlo. Me recosté sobre su pecho y me aferré a su cuello sin detenerme. No le hice notar, cuando pasó más de un minuto, y luego dos y tres, que todavía no había acabado. Simplemente lo dejé relajarse y gozar del roce de nuestros cuerpos, a diferentes ritmos e intensidades, lo dejé olvidar.

Sus dedos se crisparon en la piel de mis muslos y me apretó más contra sí, tan extasiado que tampoco se dio cuenta de que echaba la cabeza hacia atrás y cerraba los ojos, cuando terminó. Se irguió sorprendido solo cuando se recuperó del orgasmo. Me miró, con la boca abierta, cómo aún me movía contra él, tratando de comprender por qué.

—Un poquito —le prometí y Daniel entendió al instante. Se estiró para atrapar mi boca y enterró las manos en la curva de mi trasero. Eso me excitó aún más y no tardé muchísimo en sentir la electricidad, corriéndome profundo.

Me derrumbé sobre su pecho, agitada y cansada, pero satisfecha como nunca. Dan me rodeó con los brazos, dejando por fin mi culo, y me estrechó con fuerza, con cariño. Entonces, cuando ahogó una exhalación en mi clavícula, comprendí que también estaba expulsando todo ese malestar causado por su falla.

—Eso fue... no pensé que...

Apoyé la mejilla en su pectoral y suspiré.

Fue genial.

Nos encontramos muchas veces en la cabañita. No todas las veces nos sacamos la ropa, pero ese lugar se convirtió en nuestro nidito de amor. Nos explorábamos de forma íntima, sí, pero hablábamos continuamente sobre nuestro futuro cuando no estábamos practicando la duración de cada coito.

Cuando el casamiento estuvo a un mes de distancia, empecé a sentir ansiedad por sacar a Daniel de ahí. Las advertencias de María siempre habían sido vagas, por lo que no tenía manera de utilizarlas para prever demasiado. Trataba de pasar la mayor parte del tiempo junto a él y aprovechaba todas las salidas de Klaus del pueblo para hacerlo. De esa forma lo tenía vigilado e insistía con alejarlo del río, por posibles crecidas, de labores con cuchillos, como cocinar cuando no estaba Martita, o de hacer cualquier bobería peligrosa que pudiese hacer que se abriera la cabeza.

Sin embargo, una tarde, mientras nos besábamos, tratando de aferrarme yo a la idea de que estaríamos bien, porque estábamos a punto de casarnos, el vestido estaba quedando lindo y porque Klaus se comportaba como una persona más o menos amable cuando lo veíamos, Daniel me dijo que estaba un poco angustiado.

Me comentó que la inversión de su papá no había salido bien. Que su mamá estaba enojada y que él, como siempre, estaba en el medio. Intenté aconsejarlo, decirle que nada iba a salir mal, pero no supe si fui muy buena en eso, porque tampoco quiso contarme los detalles a profundidad del problema. Mi lado contador no podía dar consejos.

Él, como siempre, sonrió y dijo que estaba bien.

Nos vestimos, después de hacerlo, y me abroché botones del vestido. Daniel me abrazó por detrás y me susurró palabras lindas al oído, agradecido conmigo por haberlo escuchado.

—¿Cómo no voy a hacerlo? —le dije, agarrando sus manos, que se habían aferrado a mi pecho sin disimulo—. Para eso estamos las novias, Daniel. Y viceversa, para escucharnos cuando tenemos un problema.

Él me besó el pelo y buscó mi oreja.

—Voy a tratar de no darte muchos problemas que escuchar —me dijo, atrapándola y arrancándome un gemido.

—Ya sé que seguro tenés hambre. Yo también me muero de hambre —le contesté—. Y no, no quiero comerte a vos ahora —me reí, en respuesta a su insinuación.

Se había puesto mucho más pícaro cuando estábamos solos y eso me encantaba. No era todo tan correcto y él ganaba experiencia muy, muy rápido. Todavía, a pesar de eso, no me animaba a tener sexo con él en un día que no fuese seguro. Tenía miedo de que él no pudiera controlar bien el momento final como para estar a salvo de todo.

Volvimos a la casa, tomados de la mano, pero para nuestra desgracia la señora Paine y su marido se interpusieron en nuestro camino. Los ojos de lince malvado de la doña centellaron y me la vi venir.

—¿Paseando antes de la boda? —dijo, con ese tono europeo bien falso. No entendía por qué trataba de disimular que era argentina.

Daniel se puso nervioso en tres putos segundos y quise matarlo. No estaba ayudando a disimular ni un poquito.

—Arriba hay una vista increíble del valle —contesté, señalando como si nada el camino. Yo había actuado tanto en esos dos meses que ya me salía natural—. ¿Ustedes también van a subir?

El señor Paine no pareció darse cuenta de nada. O no le importaba. Me tiraba más la segunda, porque apenas si me miró.

—Ni por casualidad. Mi mujer quiere que haga ejercicio y tampoco vamos a exagerar.

Arqueé una ceja, pero no tuve tiempo a decir nada. Madame Paine me ganó de mano, mientras Daniel mantenía la boca cerrada, soldada.

—¿Así que vio un buen valle, Daniel? Supongo que ahí arriba, donde no hay nadie, siempre es mejor vista.

Y me ganó de verdad, como la insufrible yegua que era. Puse mi mejor sonrisa y tomé la mano de Daniel para tirarlo hacia delante, pegándolo a mi costado.

—Sí, desde arriba se ve su casa, doña —contesté, chasqueando la lengua—. Su techo es un desastre de cuervos negros. Es lo único feo que vimos.

Ni siquiera sabía lo que estaba diciendo. Ya tenía suficiente con su provocación y con la expresión corporal de Daniel, que se delataba como si tuviera un cartel de neón en la frente: Tuvimos sexo, mucho sexo.

—No tengo paciencia para esto —declaró el señor Paine y se dio la media vuelta para volver por el camino de la colina—. ¿Me acompaña, Daniel? Hace mucho que no hablamos.

Daniel, rojo como un tomate, siguió al señor Paine hacia abajo. Lo quise matar otra vez, pero tampoco podía decirle que no le hiciera caso al tipo delante del tipo en cuestión. Los hombres mayores y casados siempre tenían más poder sobre los jóvenes y solteros. Eso era lo que quería hacer Lady Paine conmigo.

La puteé en mi cabeza antes de que ella se girara hacia mí.

—Que feo que tu papi se entere de esto, ¿no?

—¿De qué cosa fea tendría que enterarse? —contesté. Si la insultaba de forma directa y le decía que se mirara los pelos del culo, iba a perder. Ella me estaba aplastando con su sonrisa maliciosa.

—Sí, claro, querida —me contestó, estirando una mano hacia mi pelo. Me retiré, pero sacó una hojita de pasto de mi cabeza. Eso era algo que Daniel no había visto y obviamente el señor Paine tampoco. Si yo me hubiera dado cuenta, no estaríamos teniendo esa charla estúpida—. Es una lástima... Porque realmente creo que Daniel es un hombre divino. Qué lástima que no lo haya visto antes. Pero... al menos podría conformarme con evitar que te cases con él, ¿no? Si yo tengo que soportar a un esposo aburrido y panzón, ¿por qué vos no?

Le aparté la mano de un golpe y di un paso al frente. Ya sí que me había puesto como loca.

—¿Así que eso pensás? ¿Qué si te inventas toda una historia sobre mí con mi prometido vas a evitar que me case con ese hombre en cuestión? Es muy pelotuda tu sugerencia, querida. Si fuese el caso, con más razón se adelantaría el casamiento. Pero debido a que tu mente tiene el tamaño de una hormiga, voy a aclararte un poco el panorama. Te voy a decir una sola cosa: te metes en mi vida y esa cara tan llena de polvos mágicos que usas para verte bien, va a barrer el suelo —murmuré, antes de tironearle el sombrero al suelo. Ella dio un respingo y retrocedió, sorprendida por mi amenaza física, pero yo no la dejé huir y avancé lo mismo—. Conmigo no te metas. No sé cómo te llevabas con Daria antes, pero me importa un comino lo que pretendas hacer o lo que te hayas ganado. Me jodes, y te jodo el doble. Te la voy a hacer parir.

Ella frunció el ceño y apretó los dientes, dispuesta a defenderse. Estuvo a punto de alcanzarme el pelo otra vez, pero yo no estaba para peleas estúpidas. La misma mano que le había arrancado el sombrero voló a su cachete. Podía estar jugando con fuego, pero tampoco podía dejar que me amedrentara. Ella había empezado, ella me estaba amenazando.

—¿Entendiste? —le susurré, después de que, aferrándose la mejilla, levantara los ojos llorosos para verme.

—Estás loca —jadeó, retrocediendo—. ¿Cómo se te ocurre...?

—Se me ocurre y puedo si me amenazas con destruir mi vida. Cerrá la boca y empezá a mirar un poquito los pelos de tu propio culo antes de mirar el otro. Los tenés bien sucios.

Me di la vuelta y bajé con dignidad por la colina, lo suficientemente rápido como para que no me alcanzara y me devolviera el cachetazo.

—¡La que los tiene sucios sos vos! —me gritó, con la voz quebrada—. Lo que pasa es que sos una nenita de papá que está acostumbrada a tener todo lo que quiere. No te importa pisotear a los demás. ¡Pero alguien te tiene que poner los puntos!

No me giré. Me mordí el labio y me pregunté si Daria no le habría hecho algo antes a esa chica como para que tuvieran tan mal trato y estuviese decidida a arruinarle la vida. Antes pensaba que era una rivalidad; ahora, creía que la señora Paine y ella habían tenido problemas más serios. Además, ¿hacía cuánto que se conocían?

La perdí y llegué al pueblo en tiempo récord. Daniel no estaba por ningún lado y quería recuperarlo cuanto antes. No sabía qué podía sonsacarle el señor Paine. Por ahí el esposo panzón no era tan bobo como parecía y podía jugar bien las órdenes de su esposa. Arrugué la frente cuando no lo encontré, ni siquiera en su casa, y me tocó volver a la mía.

Abrí la puerta de la casa y llamé a Bonnie, pero parecía que no estaba. Klaus estaba en Córdoba o en Carlos Paz; no me acordaba, porque no le prestaba atención, como él a mí.

Me metí a la cocina, agarré un pedazo de pan y de ahí subí las escaleras. Abrí la puerta de mi cuarto y me tropecé con María. Bueno, más bien, atravesé a María y caí de rodillas en el suelo de madera.

Me giré a verla, enojada por su ausencia y su falta de respuestas y levanté mi pedazo de pan.

—¿Ahora ya no preguntás?

María flotó hasta darme la cara.

—¿Para entrar? —murmuró. Sus ojos estaban clavados en mi ventana, de forma sospechosa. No parecía más viva que antes, obvio, pero parecía más despierta, con un poco más de... ¿Reacciones?—. Cerrá las cortinas.

Me levanté del suelo y caminé hasta la ventana. Me parecía bobo cerrar las cortinas cuando no tenía ninguna luz encendida adentro. Nadie me veía. Pero quería que María estuviera contenta, a ver si así hablaba un poco más.

—¿A qué se debió tu ausencia? —inquirí, después de obedecerla, girándome hacia la habitación.

—Daria está muerta —dijo ella, sin más. Me quedé junto a la ventana; casi tiro el pan otra vez al suelo del shock—. Se suicidó.

—¿La viste? —gemí, dándome cuenta de que había empezado a temblar.

—No. Pero otros sí.

Tragué saliva y dejé el pan en la mesa de luz. Mi cabeza de la nada daba vueltas.

Si Daria estaba muerta y yo estaba ocupando su cuerpo, entonces realmente no veía forma de que pudiera volver a mi presente. Tenía que ser que yo sí estaba muerta en 2017. Si no, ¿por qué otra razón había terminado en el cuerpo de otra persona justo cuando esta había muerto? Tenía que haber alguna relación con las crecidas y la manera en la que ambas habíamos perdido la vida.

—Está bien —murmuré, sentándome en la cama, llevándome una mano a la frente, como si así quisiese detener el mareo—. Está bien. Yo lo... imaginaba.

—Daniel Hess morirá por tu culpa si no cambias las cosas —continuó—. Pero tenés que tener cuidado con las escaleras y con el agua.

Alcé ambas manos, frenándola. María cerró la boca, ahora me miraba directamente con sus ojos vacíos. Lo que acababa de decir era una bocanada de aire fresco en medio de toda esa catarata de información y tragedia. Para mi supervivencia, la vida de Daniel era muy importante. Para mí, él era importante.

—Okey. Pará. ¡Tenés que ser clara en esto porque Daniel depende de que sea así! Sí, el agua es por mí, por el río, las crecidas. Entiendo que Daria y yo tenemos un destino trágico con ellas. ¿Las escaleras son por Daniel? ¿Voy a hacer que se caiga o algo?

María negó, con lentitud, como estaba acostumbrada.

—Ambas son para vos. Este no es tu verdadero cuerpo. Un golpe fuerte y vas a ser arrancada. Si estás muerta en tu época no vas a poder ir a ningún lado más que al vacío. Tenés que cuidar las pocas conexiones que Brisa tiene con Daria.

Tragué saliva una vez más. Eso era peor de lo que había pensado, principalmente porque no había tenido ese punto en cuenta, lo del vacío y qué pasaría con mi alma. ¡Era más! ¿Cómo iba siquiera a imaginarme que, porque ese no era mi cuerpo real, sino el de Daria, estaba más en riesgo de morir por pelotudeses varias?

Me empezaron a castañear los dientes de los nervios y me dejé caer sobre mis rodillas, pensando que quizás me estaba bajando la presión. No podía dejar de darle vueltas al asunto, completamente acelerada: ¿Cómo podía vivir sin usar las escaleras? ¿Cómo podía vivir si había una que subía a mi habitación? ¡Y La Cumbrecita estaba llena de escaleras! En algunas calles muy empinadas había escaleritas en vez de veredas, para facilitar el tránsito. ¡Las veredas eran escaleras literalmente!

—¿Cuáles escaleras? —logré decir, con la voz ahogada, cuando fui capaz de erguirme.

María me miró como si fuese tonta.

—De piedra.

Yo la miré como si ella fuese tonta. Había al menos cinco escalinatas de piedra en el pueblo. ¿Tenía que esquivar todas?

—¿Y Daniel? —pregunté.

—Los dos deberían tener cuidado en las escaleras.

Me froté la frente. No sabía qué hacer, ni siquiera estaba con él todo el día. Podría estar rompiéndose el cuello en ese momento, gracias al bobo del señor Paine.

—Tengo que salvarlo —dije, levantándome con intenciones de ir hacia la puerta. Las escaleras de casa no iban a ser un problema porque eran de madera, así que podía bajarlas corriendo.

María se interpuso en mi camino.

—No podés salir ahora.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Cerrá la puerta de tu habitación con llave, ahora.

María ahora miraba hacia el suelo. Miré también las tablas de mi piso lustrado, antes de darme cuenta de que estaba prestando atención a la planta baja, oyendo algo que yo no. Sin más, alarmada por su actitud, intenté rodearla para hacerle, caso, pero María volvió a interponerse.

—Sacate los zapatos —me indicó—. Rápido.

La urgencia que logré percibir en su tono muerto me aterró. Me saqué los zapatos a toda velocidad y los revoleé sobre la cama, entendiendo que no quería que se me oyera. Entonces, solo así, correteé hacia la puerta intentando ser ligera como una pluma.

Giré la llave dos veces y retrocedí, sin oír nada todavía.

—¿Qué...? —empecé a decir, en un hilo de voz, pero ella me interrumpió.

—Andá a la cama. No digas nada, fingí que estás durmiendo. No contestés, no le des permiso.

Silenciosa y asustada, corrí a mi cama. Me metí adentro y me quedé muda. Abracé un almohadón y, por los nervios, preferí meterme el pan en la boca, así ahogaba cualquier sonido y respiración agitada de mi parte.

Segundos después, escuché pasos en las escaleras, que se acercaron despacio por el pasillo. María flotó a mi lado, sin dejarme sola, por lo que iba a agradecérselo eternamente. Ambas miramos la puerta con apremio hasta que los pasos se detuvieron y alguien giró la perilla.

Sin embargo, nadie dijo nada. No escuché nada. María inclinó la cabeza hacia abajo. Definitivamente, ella estaba mucho más despierta que otras veces. Se estaba pareciendo cada vez más al fantasma de Daniel en 2017 que al fantasma que me había visitado por primera vez hacía semanas.

La manija de la puerta se giró una vez más, comprobando que estaba cerrada. Miles de preguntas se atoraron en mi cabeza cuando la empujaron un poco, como con frustración. Le dieron uno, dos y hasta tres golpes y me sobresalté con cada uno de ellos. Me pregunté quién era, me pregunté si sabía que estaba ahí a pesar de mi silencio. Me dije por qué Bonnie había salido justo en ese momento. Terminé cortando el pan con los dientes de la ansiedad.

Entonces, aquella persona se rindió y se fue. No pude distinguir bien sus pasos al bajar por las escaleras.

María se giró hacia mí.

—Esperá hasta que la mujer que te cuida regrese. No salgas, no emitas sonido. No dejes que nadie sepa que estás despierta, que te diste cuenta.

Desapareció, dejándome con los miedos intactos. Acababa de aprender que había algo más terrorífico que fantasmas de niñas pálidas. La pregunta primordial era, sin dudas, si lo que había intentado entrar estaba muerto... o vivo. 

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