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Capítulo 14: El nombre que no sabría nunca


Capítulo 14: El nombre que no sabría nunca

Durante la siguiente semana, Daniel y yo pasamos tanto tiempo juntos que me aprendí de memoria cada gesto y cada reacción cada vez que veía una abeja cerca. Les tenía pavor, casi tanto como yo a las cucarachas.

Dimos muchos paseos por los bosques, siempre lejos del precipicio del fantasma, y también nos dimos muchos besos.

Con todo eso, no me quedó otra que resignarme y aceptar que María no iba a volver pronto y que tampoco podía vivir aterrada cada segundo por ser la posible culpable de la muerte de una persona. Otros días después, me dije que en realidad no tenía ninguna prueba de que lo dicho fuese cierto y que quizás podrían estar engañándome.

Pero Daniel iba a morir igual, eso sí. Y no sabía cómo luchar contra eso; sobre todo porque cada vez que lo besaba, más y más lo quería. Y mientras más lo quería yo, más evidente era que él sentía lo mismo.

Ya no planteábamos dudas sobre nuestro futuro juntos. Ya estábamos decididos a casarnos y planeábamos cosas sin parar. Él me tomaba la mano cuando me preguntaba por las casas en Buenos Aires que su mamá iba a averiguar y yo le daba un beso en el cachete cuando le decía que estaba ansiosa por estudiar allá. Ambos.

Organizábamos el casamiento, practicábamos el vals y nos reíamos cuando nos preguntábamos si Klaus iba a hacer una demostración de una marcha militar. Durante esos momentos, todo era lo mejor que podía ser y nada más tenía los miedos de siempre, con los que estaba obligada a convivir.

La madre de Daniel volvió a La Cumbrecita antes de que terminara el mes. Cuando nos vio conversando animadamente en su salón, estuvo encantada. Nunca había visto a una persona tan emocionada.

—Ustedes dos se ven tan lindos juntos —murmuró, tocándome el pelo sin rulos—. Voy a comprarte unos ruleros nuevos que vi en Córdoba. Me olvidé los que te iba a traer de Buenos Aires.

—No hace falta, Elizabeth —le dije—. No sé usarlos igual.

Daniel se rio por lo bajo.

—La verdad es que no tiene paciencia, mamá —le dijo él.

—No tengo paciencia y no sé usarlos. Los que tengo no se me quedan en la cabeza —insistí—. Quedan muy lindos los rulos, pero soy un desastre.

A partir de ese momento, ella cenó cada día con Klaus y Daniel en nuestra casa. Mientras mi padre hablaba con mi prometido, antes de la cena, ella se encargaba de intentar ponerme los ruleros.

Cuando el día de volver a Córdoba a ver el vestido llegó, ella había logrado que durmiera con los rizadores puestos y que tuviera el pelo impecable por la mañana. Juntas marchamos hasta el auto justo cuando la señora Paine tomaba uno también, colina más abajo.

—Daria —me saludó. Parecía que ella no conocía a la mamá de Daniel, por lo que no me quedó otra que presentarla como mi futura suegra. En seguida, doña Paine cambió de actitud y fue una divina y falsa mosca muerta—. Por supuesto, veo el parecido con su hijo. Usted es tan encantadora como él.

Elizabeth se tomó muy a gusto los cumplidos y cuando nos despedimos me preguntó por mi amistad con ella. Para su sorpresa, le dije que la señora Paine era una mentirosa de cuarta. Le expliqué cómo se notaba que le desagradaba y que la primera vez que la había visto desde el accidente del río ella había intentado burlarse de mí.

—Pero qué maleducada —contestó Elizabeth, incrédula, pero por suerte no tuvimos que hablar más de doña Paine.

En Córdoba, visitamos el hotel donde sería el casamiento y dejamos un enorme pago, porque ahora faltaban solo dos meses. Pude elegir también el menú que servirían y Elizabeth tuvo excelentes sugerencias para el chef. Yo ya sabía qué era lo que Daniel quería que hubiera entre los platos, porque era algo que habíamos definido a sabiendas de que me tocaba volver a la capital.

Después, fuimos a la primera prueba del vestido. Traté de que mi expresión no dijera nada de la prenda, porque parecía un manojo de tela sin sentido. Sin embargo, cuando Elizabeth se mantuvo seria, me permití poner mala cara.

—No se preocupe —dijo la modista, alertada por nuestras expresiones de descontento—, estamos dejando tela de más para evaluar el largo de la cola.

—No quiero caerme —le dije, luchando con la frustración. Eso era horrible, pero no quería quedar mal ante la gente que había trabajado tanto—. La cola muy larga no.

Después de varias promesas, nos fuimos y almorzamos. Otra vez hablamos de Daniel, de mi papá, del casamiento y de la casa donde íbamos a vivir. Ella ya tenía algunas vistas, pero la verdad es que eso me daba igual mientras nos fuésemos del pueblo.

En cuanto regresamos a La Cumbrecita, mi padre se estaba marchando de urgencias a Carlos Paz. Un asunto con el hotel, parecía.

—Tengo empleados ineptos, eso es lo que pasa, Elizabeth —explicó, cuando entramos en la casa. Escuché el problema en silencio hasta que me di cuenta de que era un tema de cobranzas. Abrí la boca para decirle que yo podía ayudarlo, pero Klaus se marchó sin prestarme atención alguna. Si la mamá de Daniel se dio cuenta, no pude notarlo.

Ella se despidió y subí las escaleras esperando ver a María una vez más. La esperanza desapareció cuando se hizo tarde y no me quedó otra que dormirme. Entonces, me dije que tenía que parar de vivir asustada mientras ella y cualquier otro fantasma no me diera algo tangible.

Quizás le estaba pidiendo peras al olmo.

Dos semanas después, Daniel y yo llevábamos una enorme canasta y una lona gigante para un pícnic en medio de las colinas. Como siempre, nadie pasaba por ahí, estábamos solos y buscábamos un lugar que tuviera el suelo un poco plano. Esta vez, tomamos un camino diferente. Yo ya no hablaba con él de fantasmas, porque obviamente no había visto ninguno, por lo que nuestros ánimos estaban en la cima de las posibilidades.

—¿Por acá? —me preguntó, señalando el pasto bajo nosotros.

—¿No habrá más sombra allá? —dije, señalando otros árboles más arriba. Subimos, charlando de lo poco que faltaba para casarnos —un mes y medio— y del revoltijo de tela que había sido mi vestido días atrás—. Y que conste que no te estoy diciendo cómo es.

—Solamente que no te gusta, ya entendí —dijo, dándome la mano para ayudarme a pasar por encima de una piedra. Tenía puestos tacos, porque no me quedaba otra. Cada vez que salíamos a caminar puteaba porque me olvidaba de comprar algo chato en Córdoba.

—Me voy a ver horrible.

—No, te vas a ver linda —insistió él, con su dulzura de siempre—. Loca y linda.

Ja, ja —me reí sin humor—. Gracioso lo tuyo.

Me dedicó una sonrisa encantadora y entre los dos llevamos todo arriba. Ahí, entre algunos árboles más jóvenes, había una casa a medio construir. Paseamos por los alrededores, dándonos cuenta de que tenía techo y paredes, pero no puerta ni ventanas, solo los huecos.

—¿Y esto?

—No sé, parece que alguien se arrepintió.

Me asomé por la aventura de lo que habría sido la entrada y noté que el suelo estaba liso y que el techo de madera y paja que todavía estaba encima le daba buena sombra.

—¿Y acá dentro no?

Daniel frunció el ceño, pero me siguió al interior de la casa. Era de una sola habitación, más bien era una cabañita.

—¿Y acá dónde está la naturaleza, eh?

—¡En la sombra divina! —exclamé, estirando la lona en el suelo. Había apenas un poco de pasto—. Podemos ver la naturaleza por la ventana. Y además siempre vemos árboles. Esto es distinto.

—Está bien —dijo él, dejando la canasta en el suelo—. Acá si hay menos riesgo de que nos atrapen dándonos un beso.

Me reí y me incliné hacia él. Lo atrapé del cuello de la camisa y lo atraje a mi boca. Lo besé con fuerza, aprovechando que realmente estábamos solos; dejé que todo se volviera más intenso y no me importó nada que me pusiera contra la pared.

Disfruté de su abrazo, de sus caricias y de cómo sus manos tironeaban de mi vestido, como si quisiera arrancarlo. Mientras eso se ponía más dulce y duro a la vez, me di cuenta de que él me gustaba como nunca. Si seguía así, iba a terminar diciéndole que lo amaba antes de que pudiera cerrar el pico.

—A veces —me dijo, plantándome un beso en la base de la mandíbula—, creo que no puedo esperar tanto. Y eso me hace sentir mal, porque no te valoro...

Suspiré, al mismo tiempo que él me daba otros besos más dulces. Me derretía. Ignoré totalmente el tema de valorar o no valorar a su futura esposa, para mí eso era un sin sentido. Mientras mis piernitas de gelatina estaban presentes, a mí no me importaba más nada

—Por mí, no esperaría nada. Pero... hay otras cosas a tener en cuenta —musité, cuando él encontró mi boca otra vez.

—¿Cómo qué? Dijiste que si se daba algo... —empezó, apretándome un poco más contra la pared.

Me reí.

—Como bebés antes de tiempo —contesté. Apoyé las palmas de la mano en su nuca y lo miré atentamente. Si hacía buenos cálculos, no estaba en ninguna fecha fértil, pero tampoco había que confiarse tanto. Además, suponía que Daria era virgen y que Daniel mismo también, por lo que me había dicho. ¿Si lo intentábamos y él no podía asegurarse de terminar de forma segura...?—. No quiero quedar embarazada todavía.

—Tampoco quiero tener hijos ahora —me contestó, pero su tono fue ronco y su mirada estaba clavada en mi boca.

No me dio tiempo a contestar. Se abalanzó sobre mí y nuestros labios se estrellaron. Jadeé y me colgué de sus hombros porque ya había pasado de gelatina a juguito y no tenía estabilidad propia. Entonces, cuando abrí la boca, él hizo lo mismo y por primera vez su lengua chocó con la mía.

Ahí sí que se me fue el aire de los pulmones. No pude evitar gemir cuando su sabor me lleno de calor el cuerpo y de sudor los muslos. Daniel también gimió y no me ayudó para nada a serenarme. Ni siquiera en la sombra de la cabañita podía sentirme fresca. Terminé con todos los botones sueltos y él con la camisa fuera de los pantalones, pero jamás, jamás dejamos de besarnos. Una y otra vez peleamos y tiramos el uno del otro, buscando más.

—Daria... —susurró, cuando una de sus manos bajó por mi cintura, hacia mi cadera. Fue casi una súplica, un ruego desesperado.

Me separé un segundo para respirar. Lo miré a los ojos antes de volver a repasar fechas una vez más. Me mordí el labio inferior, llena de dudas y ansiedades que se iban acumulando con su mano cada vez más abajo, cerca de mis nalgas, cerca del dobladillo de mi vestido. Gemí, pero ahora no supe si fue por placer o por miedo.

—Daria yo... No sé si está bien —murmuró, pero el desgraciado siguió bajando la mano y se apropió de mi nalga sin pausas.

—Ajá, no sabes —lo pinché, con tono bajo, pegando mi cadera a la suya. Cuando lo hice, pude sentir lo deseoso que estaba de mí—. Pero... tampoco quiere decir que tengamos todo... de una, ¿no? Como te dije la otra, vez podemos disfrutar sin llegar a los límites.

Daniel sonrió, coqueto, travieso.

—Ya estamos llegando a todos los límites.

Esta vez, no fue dulce; sino muy, muy picaron. Esta vez lo apreté contra mí y lo sentí duro y listo y pensé que no podría aguantarme más. Le desabroché el resto de la camisa. Lo toqué, lo acaricié y disfruté de algo un poco lindo y normal en mi vida. O en la de Daria. Si cerraba los ojos y solo tenía en cuenta su nombre, era como si fuese una chica común sin fantasmas y sin viajes en el tiempo.

Antes de que me diera cuenta, estábamos en el suelo, sobre la lona, sacándonos el resto de la ropa, susurrándonos halagos que nos podían más calientes y pegajosos. Cuando solamente quedó la ropa interior, volvimos a plantearnos las mismas preguntas con la mirada. Hice cálculos como por decimoquinta vez.

—Creo que... si llegamos más lejos... No pasaría nada... por esta vez —murmuré, arrimándome a su pecho desnudo, sorprendida de que para su delgadez estuviese tan bien tonificado. Pasé los dedos por sus brazos, que me gustaban tanto y luego por sus pectorales, bajando decidida hacia el bulto en su bóxer de abuelito, que me sorprendieron con su sensualidad.

Daniel se atajó las manos de un golpe y negó con la cabeza.

Carajo, no sé qué me pasa.

Me senté en la lona, un poco contrariada. Estaba fallando si él se estaba resistiendo. Al menos, eso fue lo primero que pensé. Pero después lo observé bien y agradecí que también se planteara las cosas. Todo eso de valorar a la futura esposa era importante para él, significaba que él me quería más que su ansiedad y las hormonas.

—Está bien, podemos esperar si no querés. Entiendo todo, entiendo que la desubicada soy yo y que, sin dudas, con otra prometida jamás hubieses llegado a esto —le dije, cuando me soltó, con su delicadeza—. Yo quiero, pero también hay que tener cuidado. —Levantó la cabeza para verme, torturado y entonces dejé que las dudas salieran de mi boca. Necesitaba confirmarlo para saber a qué me atenía. Quizás mis suposiciones no habían sido correctas—. ¿Estuviste con alguien antes?

Y me callé, porque fui tan directa y tan carente de vergüenza que quedaba mal para Daria.

Daniel hizo una mueca, más conflictuado que antes y la tensión sexual que había entre nosotros amenazó con pincharse, si era que no lo había hecho ya.

—En realidad no. Mis amigos en Buenos Aires se van... —Me miró de reojo. Yo fruncí el ceño.

—¿De putas? —dije, como si no entendiera por qué le daba miedo decírmelo. Otra vez, la expresión de su cara me hizo dar cuenta de que eso no lo diría jamás Daria—. Perdón, pero no sé de qué otra forma elegante llamarlo

—No hay una forma elegante para decirlo —dijo Daniel. Tomo aire y después suspiró—. Pero nunca fui porque mi tío me hizo la cabeza con las pestes que pueden tener.

Casi que me pongo a aplaudir al tío, porque estaba a punto de entrar en histeria con solo pensar que había estado en un prostíbulo sin preservativos. Me rasqué la cabeza, ¿y qué onda con los preservativos en 1944, entonces? No los teníamos ahí y creía que ni se habían inventado. Lo cual hacia todavía más riesgosa esa situación. Pero si él estaba diciéndome la verdad y nos casaríamos, no teníamos otra manera de hacer las cosas. Y yo quería hacerlas.

—Menos mal —suspiré, con alivio.

—Creo que no deberíamos hablar de esto. Ir de putas no es algo que vos debas conversar conmigo —dijo—. Yo jamás debería faltarte el respeto así.

Puse los ojos en blanco.

—En teoría, ni siquiera deberíamos estar a punto de desvestirnos. Yo no soy como esas chicas, Daniel. Si te diste cuenta hasta ahora y seguís acá, es porque de verdad me querés —me reí entonces, acercándome lentamente hacia él—. Además, te acabo de preguntar si eras virgen, creo que podés decir lo que quieras.

Daniel arqueó una ceja en mi dirección.

—Con vos todo es un poco raro —admitió, observando mis movimientos con cautela—. Me esfuerzo por entenderte la mayoría del tiempo. Y sí, significa que me gustas mucho más de lo que yo hubiese imaginado. Entonces... al final... ¿Querías saber si era experto o si era un boludo?

—No —contesté, llegando hasta sus brazos y apoyando inocentemente el cachete en su hombro. Él se la creyó, porque me abrazó sin dudas—. Quería saber si te sentías igual que yo.

«Mentira, Brisa, tu mente es la de una arribista sexual». Casi que me sentía una asalta cunas, con la diferencia que él no era más chico que yo. Me sacaba unos cuántos años. Pero, si tenía en cuenta las historias de mi abuelita, unos seis años menor que Daria en aquel momento, era normal que me preguntara cómo la gente tenía hijos si nunca hablaba de sexo.

—Está bien, entiendo que si no deberías decir putas delante de tu futura esposa. Y que yo no debería decirlo. Me parece idiota, pero lo entiendo.

—Es que a veces hablas de una forma que me resulta muy difícil acordarme que sos una señorita —masculló y, en vez de sentirme ofendida, me morí de risa.

Tenía que entenderlo. Las mujeres jamás hablaban tan abiertamente de esas cosas, menos preguntaban si el marido había estado con alguien... al menos mientras no fueran casados. Pero yo tenía que saberlo, ¡quería saberlo! Porque se suponía que tenía que fingir inexperiencia.

Lo bueno es que fingir la virginidad física no iba a ser necesario. Lo malo es que capaz me iba a doler como en mi primera vez real.

—Está bien —dije, bajando mi tono y volviéndolo cálido y cariñoso. Dejé mis manos otra vez en sus hombros y comencé a bajarlos por sus bellos bíceps. Todos sus músculos se tensaron por mi tacto—. Yo quiero que sepas que me siento muy pero muy atraída por vos y que estas cosas no me dan vergüenza. Que... que realmente quiero besarte y que nos saquemos el resto de la ropa. Y que estoy calculando fechas y que no estoy en días fértiles. Pienso que, si vamos a casarnos, también tenemos que saber con quién estamos. ¿Qué pasa si no te gusta hacerlo conmigo?

Daniel me dirigió una mirada espantada.

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—Una sincera y real —dije, llevándome una mano al corazón—. ¿Qué pasaría si no congeniamos?

—Yo creo que congeniamos muy bien. Me gustás, Daria. Mirá dónde estamos en tan poco tiempo.

Nos miré, y también lo miré mucho a él.

—¿Me besas otra vez? —pedí, estirándome hacia él. Iba a convencerlo, porque realmente, aunque dijera que estaba todo bien si no quería, no estaba todo bien si no lo intentaba una vez más. Con cada segundo que pasaba y con cada fecha contada, de nuevo, más quería que eso funcionara.

Para mí no era extraño, ni antinatural, ni mucho menos de puta. Era una parte esencial de nosotros saber con quién estábamos y no podía considerar el sexo lejos de una relación. Cada vez más estaba segura de que lo quería, de que me gustaba, de que sentía cosas fuertes por él, y por ello, más segura estaba que intimar antes del casamiento no iba a arruinar nada, sino reforzar algo que ya se cocía.

Me besó entonces, convenciéndose cuando dije su nombre entre sus labios y no le quedó duda alguna de que lo que sentía era lo que yo percibía. Eso no estaba mal, eso estaba bien, eso era cariño y eso para mí también era amor.

Me rodeó suavemente con los brazos y por primera vez en todo ese rato, no me quejé de que las cosas no fueran tan rápidas. Sus besos fueron profundos, lo suficiente para mantenerme tranquila, pero cariños y lentos.

Puse las manos en su pecho y me regodeé con el calor de su piel, arrimándome lo más que pudiera para sentirme más contenida. Él pasó sus dedos por mi espalda, apenas rozándome, desde mi nuca hasta la base de mi cintura, donde empezaban mi bombacha. Cuando su dedo se enredó con el elástico de la prenda, se detuvo y me miró, inquieto.

—Es la primera vez que hago esto —me recordó.

Yo titubeé solo por un momento, pero no pareció notarlo.

—Para mí también —mentí, con un hilo de voz. Para Daria lo era, así que no debería importar. Pero yo estaba haciendo eso con él como Brisa, porque era Brisa la que lo quería. Pensé que lo mejor que podía hacer ahora era fingir vergüenza y decoro, aunque estar haciéndolo antes del matrimonio en una cabaña abandonada no lo tuviese para nada.

—¿Qué debería hacer ahora? —preguntó, indeciso, y me di cuenta de que lo estaba diciendo más para sí mismo que para mí.

—Sacarme el resto de la ropa... creo.

Lentamente, me llevé las manos al broche de mi sostén. Creí que podía ayudarle a quitármelo fingiendo vergüenza aún, pero cuando lo dejé caer por mis brazos y mi pecho quedó al descubierto, Daniel tragó saliva y se quedó inmóvil, mirándome sin palabras.

—Yo... Daria, yo...

Era evidente de que por más que intentara dejarle la iniciativa, Daniel no lo haría por sí mismo. Tratando de no parecer tan descarada, le tomé la mano que tenía en mi espalda y la llevé a uno de mis pechos.

A pesar de su titubeo, sus dedos no tardaron a él. Después de un segundo, se le pasó el shock y se llenó la otra mano, sirviéndose de ellos. Los masajeó solo un poco, para conocerlos. Me dio escalofríos cuando rozó, sin querer, la parte más sensible de mis pechos.

—Yo... Dios, sos hermosa —me dijo, al fin, saliendo del estupor.

Me besó otra vez, sin soltarme y masajeándome por al menos un minuto. Pero luego volvió la necesidad apremiante y tuvo que hacerlo para atraparme por la cintura y acercarme a él hasta que mis pechos se aplastaron con el suyo, arrancándonos suspiros a ambos.

Me aferré a su cuello y tiré tanto de él que cayó sobre mí, sobre la lona, aunque enseguida pareció preocupado por hacerlo de forma correcta, sin lastimarme contra el suelo de tierra.

—Estoy bien —le aseguré, estirando la mano para tocarle la mejilla—. Podemos ir despacio.

Me devolvió el gesto, acariciándome el rostro con dulzura y una devoción que, al final, me dio más temblores que el que rozara mis pezones. Podía sentir lo importante que me había vuelto para él y me conmovió que quisiera cuidarme en todo momento.

También me conmovió que se animara a dar el siguiente paso y empezara a bajar mi ropa interior, deslizándola por mis muslos de forma lenta, admirándome en el proceso. Se me puso la piel de gallina como nunca antes en una relación íntima.

No me tocó, sin embargo, más que en donde ya me había tocado. Me forcé a no moverme, a dejar que él continuara con las iniciativas y me conociera, por más que yo me muriera de ganas por quitarle ese bóxer.

Susurró mi nombre un par de veces, besándome el cuello y de vuelta aferrado a mis senos, y no pude más que echar el cuello hacia atrás y abrir ligeramente las piernas. Fue una reacción no pensada, pero Daniel la interpretó bien y dejó mi pecho para bajar sus caricias por mi abdomen, hacia abajo, muy abajo.

Pasó sus dedos con timidez por entre medio de mis piernas, casi sin llegar a tocarme al principio. Pero como respondí enseguida, arqueándome hacia él, se sintió con más confianza para continuar, más hondo.

Me exploró suave, levantando la cabeza de mi cuello y observando atentamente lo que hacía.

—Dan —susurré, aferrándome a su brazo antes de que llegara a la parte crítica para el cuerpo de Daria. Yo estaba ya muy excitada, no creía necesitar más preparación, pero al ser virgen requería que él tuviera indicaciones—. Así...

Le indiqué cómo poner el dedo, buscando la curva natural que tenía el interior de cada mujer y aunque sentí un primer ardor, se pasó enseguida. A diferencia de mi primera vez, yo sabía muchísimo más sobre mi anatomía y la excitación y el deseo no se irían por un poquito de molestia. Estaba segura de eso, así que le permití continuar hasta que introdujo dos dedos sin el menor esfuerzo.

—Quiero más —le pedí, tirando de él para que se recostara sobre mí. Abrí más las piernas y Daniel se acomodó enseguida entre ellas, regalándome caricias hasta que no pude aguantarme más y le regalé las mías.

Pasé mis manos por todas partes, explorando todos sus músculos y quemándome con el calor de su piel, hasta que llegué a su bóxer y él mismo se tapó el bulto que estaba desesperado por salir.

—Ahora —insistí—, antes de que me muera de vergüenza —añadí, por seguir con la pantomima que ya ni me salía.

Daniel me dirigió una breve mirada incrédula y me dejó dudando, por un momento, si se la había estado creyendo o no. Pero como dirigió su atención a su bóxer, dispuesto a quitárselo al fin, a mí también se me olvidó la incógnita.

Terminó de desnudarse para mí y se sostuvo en el aire, para no tocarme, como si temiese todavía el contacto. Nos observó y me pareció ver una leve duda en su expresión, por lo que le agarré el rostro con las manos y lo acerqué al mío. Al ver que me mordía los labios, llena de un deseo que ya no podía controlar, se relajó y derramó todo su peso sobre mi cuerpo.

Ahí, cuando estuvimos completamente piel con piel, con nada que nos separaba, todos mis sentidos se dispararon. Lo quise entero y sin más preámbulos, así que enredé mis piernas en las suyas, empujándolo hacia mi cadera, dándole la orden implícita para que avanzara.

Daniel se acomodó y sus primeros intentos fueron en vano, aunque llenos de placer para ambos. Cada roce fue una prueba de lo que estábamos por obtener y si él hubiese tenido más dudas, estas desaparecieron. Al cuarto intentó, estuvo al fin, conociéndome de verdad.

Le rodeé la espalda con los brazos y le pedí que fuese despacio, porque al principio si sentí que era demasiado, que quizás me faltaba lubricación o jugar más con los dedos, pero no tardé en acostumbrarme y me dejé caer lánguida sobre la lona, muerta de placer con cada movimiento que él daba, por más torpe e inexperto que fuera.

Solo en ese momento, cuando volvió a acariciar mis pechos, a besarme la mandíbula y a decir el nombre de Daria, me lamenté que no supiera que yo era Brisa. 

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