Capítulo 10: La dulzura de un sueño
Capítulo 10: La dulzura de un sueño
No fue lo que yo esperaba.
En primer lugar, porque no lo esperaba. En segundo, porque él fue muy cuidadoso, como si besarnos fuera algo más que una imprudencia. Nos quedamos los dos conteniendo el aire, con los labios juntos y sin poder pensar en nada más.
Me sostuvo de los brazos, sin apartarme, y, por supuesto, yo busqué más. Me aferré primero a su nuca y tiré de él levemente hacia mí, ansiosa por probar de verdad el sabor de su boca, porque para mí algo tan casto solo me aceleraba el pulso sin satisfacerme.
Pasaron al menos tres segundos más hasta que él me devolvió el beso, llevando una de sus manos a mi cintura. Tal y como me pasó en el río la última vez que sus dedos se tensaron en mi vestido, sentí un hormigueo en el abdomen.
Tiré más de él, apretando sus labios contra los míos y disfrutando de su suavidad y su calor. Él me aferró de verdad, con ganas, agarrándose de mi vestido como si de la nada tuviese que contenerse. Deslicé mi mano por su cuello hacia su mandíbula y él entreabrió la boca, en medio de un suspiro que me dejó las piernas de gelatina. Sin embargo, cuando estuve a punto de intentar ponerme más atrevida, me separó y me miró directamente a la cara.
—Intentémoslo —dijo, agitado y tembloroso, como si nos hubiésemos chapado hasta casi ahogarnos. No había sido así, pero si para mí había sido dulce y sensual aún con lo corto, para él, que podría ser quizás su primer beso, tenía que ser intenso.
Me agarró la mano que había puesto en su mandíbula, como si quisiese detenerme antes de que la llevara al cuello de su camisa y me estrechó levemente contra su pecho. Tragué saliva, pero porque se me había acumulado en la boca del deseo.
—¿Qué cosa? —dije. Yo estaba pensando en beso con lengua, nada que ver.
Daniel me miró con tanta intensidad que mis piernitas ya de gelatina se iban a convertir en juguito. Si no me hubiese estado sosteniendo, estaría pasando vergüenza casi arrodillada delante de sus pantalones.
—Casarnos —soltó, llevándose mi mano a los labios.
—Ah —dije, dándome cuenta de lo idiota que yo era—. Casarnos —repetí, como una boba, mientras él me daba un beso cariñoso en los dedos.
—Yo sé lo que sentís sobre esto. Yo también te dije que no quería casarme. Pero... pero me gustas. Y de verdad siento que no me molestaría casarme con esta Daria, que es divertida, simpática e inteligente —añadió, con un tono efusivo. Sus halagos hicieron que tuviera que desviar la mirada, porque no pude seguir viendo sus ojos y no cometer algún acto impúdico. Me quedé callada, pensando que así podría contenerme más—. Siempre creí que eras linda, preciosa, pero no había... No podía conectar con vos de ninguna manera. Antes sí me daba miedo casarme, ahora no.
A mí también me gustaba. Pensé que era un chico lindísimo el primer momento en que lo vi incluso siendo fantasma. Pero la realidad para mí era mucho más compleja que solo decidir casarme con alguien porque me gustaba, porque entraban factores decisivos que tenían que ver con las actuales posibilidades de Daria, Klaus y el mismo Daniel y su futura muerte.
—Daniel, yo... —empecé, recuperando mi mano. Él la dejó ir, pero no retiró su brazo de mi cintura y también tardé en alejarme. Lo cierto es que apenas nos separamos, sentí la ausencia de su calor y el soporte seguro de su pecho y me sentí vacía. No supe por qué, pero enseguida me invadió una sensación de angustia—. Yo no sé. Sé que parece que no vamos a poder esquivarlo... Así que... ¿La diferencia ahora es que me lo estás pidiendo vos? ¿Crees que eso... va a ser suficiente para ser felices?
Él chasqueó la lengua y miró a su alrededor por un momento. Luego, se golpeó los pantalones con las manos, frustrado por demorarse en encontrar las palabras.
—Algo así —respondió—. Yo sé cuáles son tus preocupaciones, sé por qué no querés casarte conmigo. Por tu papá, por la imposición, porque llevamos semanas tratándonos de verdad, conociéndonos bien. Y es poco, ya sé. Lo sé muy bien. Pero sí. Creo que podríamos intentarlo de verdad y ser felices con eso.
—¿Y no te gustaría tener otra opción? —pregunté, levantando al fin la mirada—. ¿Conocer a otras personas además de mí?
—Vos me pareces una buena opción —afirmó—. Esta Daria sí me parece una buena opción.
Me di cuenta de que él tampoco podía ver más lejos que eso. Aunque me gustaba que considerara a Brisa mejor que Daria —es decir, a mí—, me preocupaba que ninguno de los dos sintiera que había una salida sana. Estábamos tan desesperados y apoyados tanto el uno en el otro que no podíamos ver más allá. Y, para colmo, todo eso me parecía aún más tierno de su parte, porque él intentaba reconfortarme y hacerme sentir que estaríamos bien juntos.
—No sé —contesté—. Es decir, sé que igual vamos a terminar casados y esto no significa que yo no quiera estar con vos de alguna manera. Me gustas también, mucho. Sos muy lindo, muy apuesto, como diría mi abuelita —admití, logrando que él se sonriera momentáneamente y mirada sus zapatos llenos de la tierra del bosque—, pero me preocupan muchas más cosas que la imposición. Me preocupa no poder decidir por mí misma, me preocupa estar condenada a ser la esposa de; a no tener ninguno futuro más que ser madre de nenes, tus nenes. Mi papá no me cree ni capaz de hacerme cargo de su empresa, cree que no puedo trabajar. ¿Entonces es eso todo lo que va a ser de mí? Tengo miedo porque, aunque vos me gustas, el matrimonio en sí significa todo eso para una mujer en estas condiciones. Aunque nos esforcemos en hacernos creer que es decisión nuestra, todo esto, es decisión de otros. —Me callé por un momento, Daniel levantó la cabeza y me miró a través de sus pestañas, ya sin sonreír—. Y entonces... ¿Dónde quedan mis aspiraciones? ¿A dónde van a ir a parar mis sueños? ¿No voy a tener oportunidades de salir de la casa para hacer lo que yo quiera hacer en este mundo porque estoy condenada a obedecerte como mi esposo? Me gustan los nenes, sí, pero también me gustaría hacer algo más. Algo que contribuya a este mundo, algo que sume a la existencia de este planeta, algo que no me haga pasar desapercibida. Quiero poder hacer miles de cosas a la vez y que todo eso no quede olvidado solo porque me obligaron a casarme con alguien y...
De pronto Daniel me estaba besando otra vez. Me quedé muda e inmóvil, pues esta vez fue intenso y de los buenos y no pude evitar que las piernitas de gelatina volvieran cuando, agarrándome la nuca, me atrajo para casi devorarme la boca.
Se me escapó un gemido y, muerta placer, repentinamente, me aferré al cuello de su camisa y pensé que la tenía demasiado abotonada. Quería volver a tocar su mandíbula, que tanto me había gustado, y de ahí deslizar mi mano hacia el interior de su ropa, pero algo en el fondo de mi consciencia me dijo que eso no sería posible y luego, cuando se apropió de mi labio inferior, casi como un chico del siglo XXI, me acordé que no me había dejado terminar.
Lo aparté, aprovechando que lo tenía sujetado, y lo observé enojada, mientras él se relamía con los ojos clavados en mi boca.
—¿Me estabas callando? —lo acusé, intentando sonar mala, pero después de eso la voz me salió ronca y casi sensual.
Él negó, se mordió el labio y sacudió la cabeza un segundo, como si así pudiese entrar en razón.
—No... es que creo que estoy enamorado —me soltó, dejándome pasmada. Le solté la camisa y retrocedí un paso, pensando que se había vuelto totalmente loco, porque eso no tenía sentido alguno.
Daniel vio mi intento y, antes de que pudiera procesarlo, me tomó la cara otra vez con las manos y me plantó otro beso. Esta vez, fue tierno, dulce y muy lento. Me besó continuamente con una tranquilidad y una premeditación que me hizo rendirme.
Ya no sabía si era su primera vez besado o no, pero me daba absolutamente igual. Lo hacía de maravilla. Su boca me encantaba, su aroma siempre limpio y elegante inflaba mis fantasías y su aliento me llenaba el alma que tenía lleno de dudas y miedos. Fue tranquilizante. Y esperanzador.
—Daniel —susurré, cuando creí que no podría aguantarlo más. Me iba a volver loca.
—Hablo en serio —dijo, dándome un último beso que se llevó todo el aire que tenía en los pulmones—. Casáte conmigo. Te lo ruego, porque creo que no voy a poder dejar de besarte —añadió, riéndose.
Todavía sin entender qué carajos pasaba por su cabeza, me esforcé por despejar mi mente y puse mi mejor cara seria.
—De verdad, ¿no me estás jodiendo?
Daniel no me soltó la cara.
—No, hablo en serio —repitió, solo alejándose unos centímetros de mí—. No sos lo que yo creí que eras. Sos lo que yo siempre pensé que quería. Y yo... pensaba que eras totalmente lo opuesto a mi ideal de mujer.
Fruncí el ceño.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es tu ideal de mujer? —Daniel no me conocía lo suficiente para afirmar aquello y por eso quería escucharlo. Estaba intentando entender cómo podía lograr que un hombre dijese que se estaba enamorando en solamente poco más de dos semanas.
—Una que tiene aspiraciones, con carácter, con buen humor, que quiera ser mi compañera —explicó, soltándome entonces y alejándose de mí con una expresión que rayaba en el dolor. Volvió a mirarme la boca una vez y entendí que realmente pensaba que no quería dejar de besarme—. No una mujer que espere sentada todos los lujos, que demande y solo opine de cosas superficiales. Que quiera todo servido. Daria, vos eras así.
Me quedé callada por un segundo. No sabía si Daria era realmente así o era la única faceta de ella que le había mostrado a Daniel. Quizás sí, quizás quería que la mantengan y solo preocuparse por la moda y las apariencias. Pero de nuevo, yo pensaba que si fuese el caso, hubiese aceptado casarse con Daniel sabiendo la plata que tenía.
Ella eligió terminar su vida. Tenía que haber más de la pobre que no conocíamos; ninguno de los dos.
—Si fuese el caso, ya no soy así —respondí—. No sé si era así como vos decís. Porque si intenté matarme, seguramente buscaba más de vida que sombreros, vestidos y bolsos nuevos, cosa que ya tengo y fácilmente podrías darme. No creo, Daniel... Y no, no quiero nada de eso. Quiero... ser una persona, no un florero.
Daniel exhaló con lentitud y tomó mi mano para llevársela a los labios, otra vez. Me miró con entendimiento y una nota de compasión.
—Probablemente... yo no haya podido entenderte. Y quizás no puse mucho empeño en hacerlo. No te conocí, tenés razón. Y por eso me disculpo, porque quizás si te hubiese escuchado, esta Daria hubiese salido antes. Quizás hubiésemos llegado a un acuerdo... O quizás nos hubiésemos dado cuenta de que nos gustamos. Y por eso te pido perdón.
Negué rápidamente.
—No tenés por qué. No fue tu culpa. No podés acceder a alguien si ese alguien no se quiere abrir. Y lo que pasó ya está y... el tema es el futuro.
Él asintió y me dio un beso en el dedo en que se ponía el anillo de casamiento.
—Si algo yo puedo prometerte, querida, es que mi esposa nunca va a ser un florero. Nunca. Porque lo que más me gusta de vos es que tengas tantos sueños. Porque eso es algo que me gustaría que mis hijos también tengan.
Lo observé en silencio. Lo dijo con tanta seguridad que fue difícil no conmoverme con sus palabras, por más que estas fueran sumamente desacordes con lo que un chico tendría que haberme dicho en mi época para conquistarme. En 2017, cualquier chico que me propusiera pasarle los sueños a nuestros hijos hubiese sido un Next gigantesco.
Pero ahí estábamos en 1944 y las necesidades y preceptos de las parejas en diferentes, incluso para tener solo veinte años de edad.
—¿Me lo juras? Que no vas a truncar mis deseos; que, si quiero trabajar, me vas a dejar. Que vas a escuchar y tener en cuenta todas mis opiniones. Que no soy tuya, somos un equipo —puntualicé—. Así y solo así, te voy a dejar que me des otro beso... Si querés —añadí, con un tono apenas un poco más juguetón y encogiendo un hombro.
Él se echó a reír y me relajé, porque entre toda lo serio de la situación, yo me sentía más cómoda con un poco de alegría la conversación. Entonces, me atrajo hacia él de nuevo, pero en vez de besarme me abrazó con fuerza.
—Si aceptas mi propuesta, te juro que voy a hacer todo lo que pueda para que seamos felices. Todo lo que te haga feliz lo voy a hacer. Y lo primero... Irnos de acá para siempre —me dijo, en el oído. Me quedé callada hasta que pude devolverle el abrazo, esa idea me encantaba—. Irnos lejos para que tu papá no siga diciéndonos qué hacer, para que nadie nos imponga más nada. Solo... solo seremos vos y yo decidiendo las cosas juntos. Como dijiste, como un equipo.
Lo pensé de verdad, haciendo hincapié de vuelta en todas mis posibilidades y oportunidades para sobrevivir. Yo estaba desesperada por alejarme de Klaus y aunque la idea de alejarme agarrándome de Daniel no me agradaba, no resultaba ser tan mala idea en ese momento. Me gustaba estar con él, me gustaba su forma de ser, me gustaba que me comprendiera aun cuando siempre parecía estar loca. Me gustaba mucho él físicamente, además, obvio, factor muy importante para Brisa.
Por otro lado, resistirme a ese matrimonio no iba a dar mejores opciones para continuar con mi vida de forma estable y segura en esa época, si es que ese era mi destino final. La Cumbrecita, en ese momento, era como una prisión, por muy bonita que fuese, y se debía al entorno y a la familia. Lejos de ahí, pero juntos, no tendríamos presiones y yo no estaría sola, a la fortuna de diosito. Daniel podría cuidar de mí y yo de él. Y, aunque me había quedado claro que huir del señor Hess no era una buena idea, con solo irnos del pueblo a otra parte muy lejana del país podría alcanzar.
Y, además, quizás podía evitar el futuro terrible de Daniel. Yo no quería dejar que muriera. Por su edad actual, por el tipo de peinado que usaba y por su fantasma en su casa de ese mismo pueblo, sabía que moriría pronto. Si nos casábamos antes y nos largábamos de allí, podría llegar a evitar su destino y tener una vida larga y sana.
—Está bien —contesté—. Vámonos lejos, lejos, lejos —añadí, cerrando los puños alrededor de su torso—. Donde no tengamos que verle la cara a Klaus, donde él no me joda más con que soy una inútil. Podemos irnos a Buenos Aires y ahí seguro hay muchísimas oportunidades. ¡Quizás pueda tener mi propio trabajo! —añadí, separándome de él para verlo a la cara.
Daniel me sonrió, pero de pronto la alegría no llegó a sus ojos.
—Sí, podés buscar el trabajo que vos quieras —me aseguró, aunque ya no me la tragaba—. Podés ser profesora de música y enseñar. Podrías inscribirte al conservatorio y yo trabajaría para pagarlo, ¡no hay problema con eso! Tendríamos que depender de mis papás igual, pero...
Le puse una mano en los labios y retuve todo lo que pude un suspiro.
—Está bien —le dije—. Paso a paso. Lo entiendo.
Él mantuvo la sonrisa tensa.
—¿Qué entendés?
—Que alejarnos de todos no significa, como me explicaste la otra vez, abandonar todas las cosas que nos dan nuestros papás. Que eso va a ser imposible; que, sin su apoyo y sostén, estamos en bolas —añadí, logrando que se le atorara una risa, a pesar de que yo estaba siendo bien seria ahora—. Lo entiendo.
—Daria yo...
Negué rápidamente, me sujeté de su camisa y le planté un beso rápido que lo dejó mudo y papando moscas por un segundo.
—No tenés que jurarme nada más. Lo vamos a resolver. Esto es lo que nos tocó y lo importante es que busquemos la forma de ser felices con eso. Empecemos por casarnos e irnos a Buenos Aires lo más pronto posible, ¿sí? Después, si tengo que abrir una escuela de música, administrarla y mantenerte yo a vos esa es otra historia.
Le di otro rápido beso, pero esta vez no se quedó mareado. Empezó a reírse y me agarró de la mano y tiró de mí, mientras empezaba a caminar por el bosque.
—Te tomo la palabra, eh. Con eso de que me vas a mantener. —Caminamos, riéndonos y de buenísimo humor, sendero abajo—. Podrías también comprar un teatro, si tanto te gusta la música. Tocarían ópera todas las noches y con el apellido Dorhn, todo el mundo tendría confianza.
Todas sus ideas no tenían nada que ver con mis sueños y aspiraciones, no de forma más directa. Pero sí tenían que ver con mi búsqueda de identidad como mujer laburante. Y que él lo propusiera me parecía sumamente valioso.
Después de que dio varias opciones más para mí, más razonables, me di cuenta de que no había propuesto nada para él. Nos sentamos en una roca, tomados de la mano, y cuando me apoyé en su brazo, le pregunté por sus propias aspiraciones.
—¿Yo?
—Ya que estamos fantaseando... —dije.
—No sé —admitió, como si nada—. Siempre supe que me haría cargo de las empresas de mi papá. Al menos hasta que mi hermano fuera grande para hacerse cargo de la parte que le corresponde. Al menos hasta que compres el teatro y nos mantengamos con eso...
Contuve la risa.
—Pero eso no responde la pregunta.
Lo pensó durante un rato, mientras el bosque se desarrollaba con naturalidad a nuestro alrededor, como si no estuviéramos ahí. Entonces, tomó aire y respondió.
—Me gustaría vender ese campo que compramos en Los Reartes, volver a Buenos Aires y elegir una carrera. Tengo dos opciones que me gustan —dijo, dispuesto a callarse ya, pero como continué mirándolo, a la espera—. Me gustaría estudiar periodismo y poner una empresa de comunicación, con una radio... O ser médico, me gustaría también eso.
—Me parece una idea genial. No tienen nada que ver una cosa con la otra, pero son geniales —contesté, apoyando el codo en mi rodilla y mi cara en la mano libre, la que no tenía aferrada a la suya—. Me gustan tus sueños. No son tan geniales como los míos de ser la jefa de todo, peeeero...
Él rio por lo bajo.
—No va a poder ser —contestó, con la voz contenida.
—¿Cómo que no? Si yo puedo tener mi propio teatro empresa y ser la administradora suprema, ¿cómo no vas a poder vos ser un periodista famoso? ¿O el mejor médico de la Argentina? ¡De eso se trata esto, Daniel! ¡De proyectar!
—Ajá —dijo, pero me pareció que solo me seguía la corriente.
—Lo digo en serio, eh. ¿Por qué no podrías estudiar?
—¿Cómo lo voy a hacer? —dijo él—. Vamos a casarnos en tres meses, vamos a vivir del trabajo que me dé mi papá y la dote del tuyo. ¿En qué momento podría estudiar? Si queremos comprar ese teatro o cualquier otro proyecto, necesito trabajar mucho antes para después no tener que depender tanto de eso. Y... cuando mis viejos no estén, cuando el tuyo no esté, todo lo vamos a heredar nosotros, y también hay que trabajar y administrar eso.
Sus ideas eran mucho más reservadas que las mías y las entendía. En su cerebro no había nada más que preocuparse por la estabilidad de su futura familia y me sorprendía que aun así le gustara mi forma de pensar.
—Entonces... hay sueños para mí, pero no para vos —comenté—. Y por eso voy a ser la encargada de pasárselo a nuestros hijos, ¿no?
Daniel hizo una mueca, contrariado.
—La idea sería que... nuestros hijos sí puedan elegir y no tengan que cargar sí o sí con las herencias, como nosotros.
—Las estarías cargando vos solo...
No me contestó nada y me dije que siendo la primera vez que charlábamos sobre eso, su negación no estaba tan desacertada. Le y le dije que todo iba a salir bien.
—Vamos a ver... Yo creo que al final vamos a poder. Paso a paso, como dije antes.
Me miró, poco convencido.
—No lo sé.
—Daniel, tenés veinte años. No vayas a perder oportunidades por no saber cómo vas a manejar las cosas. Somos dos y los dos podemos con esto. Yo podría ir a la Universidad de Buenos Aires y perfeccionarme en Ciencias económicas o en lo que sea que dicten ahora. Va a ser sacrificado durante el primer tiempo, pero podemos hacerlo —lo animé—. ¿No es mejor hacer todo lo posible para cumplir nuestros sueños? ¿Ambos?
No pude convencerlo en ese momento y la conversación murió ahí. No nos dimos más besos y me instó a regresar, alegando que mi papá estaba enojado y preocupado. Yo dudaba lo segundo, por lo que le dije que había estado a punto de golpearme esa mañana.
Si fuera por mí, jamás regresaría a esa casa, pero no tenía a dónde ir. Y Daniel no podía darme refugió a pasos de mi propio hogar.
—Capaz solo quiso asustarte —intentó Daniel, con una mala cara que evidenciaba lo mucho que eso le molestaba. Ni él logró convencerse de sus propias palabras.
Regresamos al pueblo, mientras yo me quejaba en voz baja por todo lo que podía y él continuó diciéndome que debía quedarme en el molde hasta que pudiésemos irnos.
—No vaya a ser que se arrepienta de casarnos antes —dijo, mirando a la distancia, a las callecitas zigzagueantes de La Cumbrecita.
Yo negué. Estaba muy segura de que Klaus no quería perder la fortuna de Daniel y su familia por nada.
—Él realmente no me quiere, ni un poquitito. No se conmueve con nada. ¿Cómo puede un padre no querer a su hija? ¿Fui culpable de la muerte de mi mamá o algo? ¿Murió al darme a luz? —añadí, pensando en las opciones de telenovela más probables.
—No, tu mamá murió cuando tenías como seis o siete años. Creo.
—¿Entonces qué?
No hubo respuesta para eso y tuve que endurecer el pecho a la hora de entrar en mi casa. Klaus nos esperaba hecho una fiera.
—Gracias, Daniel. Déjame a solas con mi hija.
Daniel no se movió, estaba pensando en lo que le había dicho antes y temía que él me diera un azote. En cambio, se adelantó.
—¿Puedo hablar con usted antes?
Lo miré, pensando en todo lo que me había escuchado decir en el acantilado. ¿Se lo diría...? No, después de semejantes confesiones que hicimos y lo mucho que nos besamos, no me traicionaría así.
Klaus me observó un segundo más antes de asentir y hacerlo pasar a su despacho. Me quedé sola en la sala hasta que Bonnie apareció y evito que pudiera marcharme fuera otra vez.
Me banqué las preguntas de la empleada y no me moví del living hasta que, quince minutos después, Daniel salió del despacho y me pidió que entrara. Una vez allí, Klaus me fulminó con la mirada. No me senté a pesar de que me invitó a hacerlo.
—Daniel me dijo que fuiste al médico otra vez, sin avisarme —gruñó.
—No pareces muy preocupado por mi salud, así que fui sola —dije, tajante, cruzándome de brazos.
—Porque pensé que estabas mintiendo —dijo él, centrándose en unos papeles para no verme a la cara. Otra vez, actuaba como si no estuviera ahí, como si no le importara—. Fue evidente que el médico no te encontró ninguna herida meritoria. Así, qué, ¿ahora vas a decir que realmente no estás mintiendo?
—No lo estoy —contesté entre dientes.
—¿Y aceptaste casarte con Daniel?
Fruncí el ceño.
—Sí, porque me muero de ganas de irme de esta casa.
Klaus gruñó de vuelta, como un perro.
—¿Te das cuenta de que todo lo que hago lo hago por tu estabilidad? Elegí a Daniel porque su familia tiene nuestras mismas costumbres, tienen capital económico, negocios y todo lo que pudiera darte una vida segura.
—¿Y a vos eso no te beneficia en nada, no? —mascullé.
Él volvió a gruñir. Pero no como un perro ya, porque los perros eran más civilizados que este tipo. Como la Bestia en La bella y la bestia, más o menos.
—Por supuesto que me beneficia. En grandes negocios compartidos y contactos. Pero principalmente es por vos, es por tu madre. Ella me rogó hasta el último día de su vida que eligiera a la persona indicada para vos y eso hice, Daria. Ni aunque pierdas la memoria vas a librarte de este matrimonio.
Negué con la cabeza, para nada sorprendida de la terquedad de ese hombre. Me estaba diciendo cosas que ya sabía. No me molesté discutirle.
—Lo que quieras.
—No me hables en ese tono.
—No hay otro tono en el que pueda hablarte cuando es evidente que no te preocupas por nada más que la plata —contesté, cruzándome de brazos—. No te recuerdo como mi padre, ¿sabes? Y cada día más que pasa me sorprende la poca capacidad que tenés para demostrar atención, cariño y piedad por tu propia hija. Estuviste a punto de golpearme y nunca estás a favor de escucharme. Sí, voy a casarme con Daniel, porque él me gusta y es un buen chico, pero más que nada, para largarme de esta casa y poner cientos de kilómetros vos y yo —finalicé, acentuando las palabras.
Me di la vuelta y salí del despacho. Por lo que pensaba, dudaba que a Klaus le molestara que me alejara de él. Él no quería a su hija, no tenía amor por ella, ni siquiera lo estaba haciendo de verdad por su seguridad.
En la sala, Daniel esperaba y se mostró sorprendido que hubiésemos hablado tan pero tan poco.
—¿Qué le dijiste?
—Que era un pelotudo que no amaba a su hija —contesté, ignorando a Bonnie, que dio un respingo.
—Señorita... —dijo.
Klaus salió en ese momento del despacho, sin ninguna señal de que mis palabras hubieran hecho algún tipo de mella en él. Nos miró a ambos y sentenció:
—Ustedes se casan en tres meses. Mañana, Daria, vas a ver a la modista, y de acá en más, no quiero a nadie discutiendo conmigo. Porque si no, si tan desesperada estás por irte, me voy a asegurar de buscarte a otro marido que no te apañe tanto y que haga lo que yo quiera, como corresponde.
Se marchó, dejándonos mudos. Daniel tembló, imperceptiblemente.
—¿Qué le dijiste? —gimió, mientras Bonnie salía de la sala detrás de su jefe.
—Qué iba a largarme para siempre —suspiré, arrepentida. Eso sí que él podía hacerlo. Podía disolver mi compromiso y buscarme a otro que seguramente sería un forro. Estaba jugando sucio conmigo y otra vez evidenciaba que no apreciaba la felicidad real de Daria.
Daniel se pasó las manos por la cara, alterado, preocupado y asustado.
—Buena letra, tenemos que hacer buena letra —repitió, pero más para él que para mí.
Estuve de acuerdo, por mucho que me disgustara, y me despedí de él con una sola idea en la cabeza, superficial y boba, pero lo que me quedaba: elegir el diseño más lindo de vestido jamás visto. Con suerte, Klaus lo tomaría como sumisión y me dejaría casarme con Daniel como si esa fuese mi propia decisión.
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