La melodía del perdón
La suave brisa veraniega de mediados de abril jugueteaba con la desordenada melena rizada de Alessia. El refulgir del astro rey acentuaba el anaranjado furioso de aquella cabellera rebelde que nunca había aceptado las restricciones de ninguna coleta, moño o trenza. Una parte del límpido azul del cielo parecía haberse quedado atrapada en sus enormes ojos, los cuales transmitían con asombrosa facilidad la energía inagotable que poseía su dueña. Cada vez que se iba a explorar los bosques aledaños, la risueña chiquilla adoraba ponerse sus prendas favoritas: un diminuto vestido verde sin mangas, un amplio sombrero de paja y unas zapatillas blancas.
Mariana, su bondadosa madre, a menudo le mencionaba que esa ropa la hacía parecerse mucho a Carmina. La susodicha dama no era más que una vieja muñeca de trapo de las tantas que la niña solía coleccionar cuando era muy pequeña. Una sonrisa de oreja a oreja se dibujaba en el rostro de la delgada pelirroja toda vez que se acordaba de eso, pues su mamá tenía toda la razón. A la jovencita le resultaba muy divertido mirarse al espejo y descubrir que tenía la capacidad de convertirse en una especie de juguete viviente con tan solo combinar su atuendo de la manera adecuada.
Lo que más amaba hacer en su tiempo libre era salir a corretear al aire libre junto a Luca, un cachorro de pastor alemán regordete y muy amistoso. Aquel animalito había sido uno de los obsequios de sus abuelos maternos hacía dos meses, con motivo de la celebración de su decimocuarto cumpleaños. Desde el punto de vista de la muchacha, ese era el mejor regalo que le habían hecho en toda su vida. Estaba segura de que le aguardaban incontables ratos amenos en compañía de aquella adorable criatura de cuatro patas. Aunque la niña no tenía problema alguno para hacer amigos, aún seguía sin encontrar a ese alguien a quien pudiese confiarle todos sus secretos sin miedo y con quien pudiese ser siempre ella misma. Encontrar a un acompañante tan fiel y amoroso como su perro entre los seres humanos le parecía una misión casi imposible. El can le brindaría ese cariño sincero e inquebrantable que tanto anhelaba y no le exigiría nada a cambio de ello.
Desde la segunda semana de lecciones en la escuela secundaria, la enana pecosa, como la apodaban sus compañeros, se sentaba siempre en los asientos de la última fila. Hacer eso le permitía ponerse a dibujar a sus anchas sin ser descubierta por ninguno de los profesores. Con frecuencia, ella completaba todas las actividades asignadas por los docentes muchísimo antes que el resto de la clase. Por dicha razón, utilizaba esos minutos libres para elaborar complejos bocetos de los paisajes que hallaba durante las excursiones diarias junto a su mascota. Frondosos pinos, coloridas flores, pastizales secos y algunas avecillas poco vistosas eran los protagonistas frecuentes de aquellas hermosas ilustraciones a lápiz.
Sus condiscípulos admiraban la habilidad innata que Alessia tenía para plasmar en papel cualquier cosa que se le antojase con increíble exactitud. De vez en cuando, la joven artista retrataba los rostros de algunos chiquillos que le insistían por días enteros para que lo hiciera. No le agradaba dibujar personas, pues ella consideraba que los humanos carecían del encanto y la pureza que fluía desde el alma de los demás seres vivos. Esa peculiaridad en la manera de pensar de la pelirroja era bien conocida por todos. Debido a ello, no hubo un solo niño que no se quedase boquiabierto el día en que ella decidió incluir la figura entera de un extraño muchachito en uno de sus famosos diseños.
—¿Quién es ese? —preguntó Andrés, uno de los estudiantes más parlanchines del grupo.
—Nunca me ha dicho cómo se llama. Lo he visto unas cuantas veces y nunca se ha detenido a hablar conmigo. Se queda viéndome unos segundos y, apenas hago intentos de acercármele, se marcha rápido. Debe ser muy tímido. Supongo que vive cerca de aquí, quizás en alguna cabaña o algo así —contestó ella, con el ceño fruncido y la mirada ausente.
—Es muy extraño que en un pueblo tan chico como este haya alguien a quien no hayamos visto nunca. ¿Estás segura de que él es de por acá?
—No puedo estar segura, pero eso es lo más lógico. El siguiente pueblo queda bastante lejos de este. No creo que ese chico camine tantos kilómetros todos los días solo para venir al bosque de esta zona.
Ante tal respuesta, el muchachito se quedó pensativo por un rato. Si ese personaje presente en la ilustración de Alessia realmente existía, debía tener algo muy especial para que ella decidiera dibujarlo. No se quedaría con la duda, por lo cual decidió hacerle un par de preguntas adicionales a su compañera.
—Todos sabemos que detestas hacer dibujos de personas. Entonces, ¿por qué a él sí lo dibujaste? ¡Y de cuerpo entero! ¿Acaso te gusta?
A la pelirroja se le subieron los colores al rostro. No había mucha diferencia entre el tono de su cabellera y el matiz que adquirieron sus mejillas. Con la voz temblorosa, se apresuró a responder.
—¡Por supuesto que no me gusta! ¿Cómo me va a gustar alguien que ni siquiera me habla? Además, no lo conozco de nada. ¡Deja de decir tonterías!
Acto seguido, la chica cerró su cuaderno de dibujo y lo abrazó con fuerza. Luego, se levantó del asiento y se dirigió hacia la salida del aula. Antes de salir, le mencionó a la profesora de música que necesitaba ir al baño. La mujer era amable y comprensiva con todo el mundo, así que se lo permitió sin pedirle mayores explicaciones. En cuanto la joven cerró la puerta del salón tras de sí, dio un largo suspiro y corrió en dirección a los baños, tal y como había dicho que haría. Una vez allí, se encerró en uno de los cubículos para dedicarse a mirar el dibujo del chaval misterioso. Al hacerlo, el arrebol de su semblante se renovó y se le escapó un largo suspiro.
—¿Cómo lo supo? ¿Cómo pudo saber Andrés que el muchacho del bosque me gusta? —susurró para sí, con un dejo de furia contenida en la voz.
Su admiración por aquel visitante desconocido era su secreto mejor guardado desde hacía un mes. "No debí haber dejado que vieran este dibujo", se reprendía mentalmente. Usando el dedo índice derecho, recorrió el contorno de la figura del muchacho con delicadeza y parsimonia, como si estuviese acariciando la piel de un bebé recién nacido. Desde la primera ocasión en que se encontró con aquel joven, algo dentro de ella había cambiado. No era un asunto de simple encaprichamiento adolescente. La inexplicable sensación de apego que albergaba en su corazón iba mucho más allá de la superficialidad. Alessia percibía un aura de tristeza y fatalidad cubriéndolo todo a su alrededor cuando contemplaba la fisonomía de él. La débil sonrisa melancólica que a menudo decoraba el anguloso rostro del chico destilaba sufrimiento. ¿Por qué lucía tan triste la mirada gris del forastero silencioso? La chiquilla cada vez sentía más deseos de ayudarlo a vencer su dolor. Poco a poco, aquella intención de hacerlo sonreír terminó por convertirse en afecto. La niña no lograba explicarse ni a sí misma por qué razón lo quería tanto, pero así era.
Luego de un rato, la muchacha salió de su encierro y se dirigió al lavabo para echarse agua fría en la cara. Necesitaba estar calmada cuando volviera a la clase de piano si no quería levantar sospechas en relación con la pregunta embarazosa de Andrés. Siempre se había caracterizado por su hermetismo con respecto a su vida privada. Y este asunto en particular necesitaba aún más discreción de su parte. Estaba convencida de que el chico del bosque no quería ponerse en contacto con nadie más. Anhelaba llegar a ser especial para él, convertirse en su mejor amiga. Eso no sería posible si todo el mundo sabía de su existencia e iba a curiosear por el bosque, su bosque. Por lo tanto, debía mantener aquel tema al margen de todas las conversaciones con sus compañeros de ahí en adelante. Rogaba en silencio para que ocurriera el milagro de que nadie mencionara al extraño del dibujo nunca más.
Cuando regresó al aula, una grata sorpresa la estaba esperando. Los jóvenes estaban concentrados practicando y su llegada no los perturbó en absoluto. Ninguno de ellos apartó la vista de las partituras. Al término de la lección, los estudiantes recogieron sus pertenencias y se marcharon en silencio. Nadie hizo alusión al dibujo, ni siquiera el chico hablantín que la había interrogado antes. El deseo de Alessia se había cumplido al pie de la letra. Sin embargo, lo más anómalo del asunto no fue la ausencia de preguntas, sino la completa indiferencia de todos. La pelirroja siempre recibía un par de palabras de despedida por parte de la mayoría de ellos e incluso la invitaban de vez en cuando para que fuera a cenar a la casa de alguna de las chicas. Pero ni uno solo de los chavales allí presentes le dirigió la palabra en esta ocasión. A pesar de ello, la inmensa alegría de ver su anhelo satisfecho a la perfección la hizo ignorar aquel peculiar comportamiento colectivo como si no hubiese acontecido nada fuera de lo ordinario. Se levantó, tomó su mochila y se marchó silbando hacia su vivienda.
Esa misma tarde, justo después de haber terminado de almorzar, la jovencita se marchó a dar una de sus frecuentes caminatas vespertinas entre los árboles. Llevaba puesto el famoso vestido verde que la hacía lucir como si fuese una agraciada muñeca, para no romper con esa vieja costumbre suya que tanto le gustaba mantener. De inmediato se fue en busca del sendero en donde solía aparecer el enigmático chico de lánguida sonrisa. Se había propuesto hacerlo hablar a como diera lugar. Y si no lo conseguía, tenía serias intenciones de seguirlo. Se moría por conocerlo, su corazón la impelía a acercársele. Debía rescatarlo, sentía que esa era su misión en la vida. Y aunque no hubiese una explicación racional para semejantes ideas tan disparatadas, ella no estaba dispuesta a cambiar de opinión. "Por lo menos me dirá su nombre hoy", murmuraba ella, con absoluta convicción.
Tras unos pocos minutos de permanecer en espera, un cúmulo de arbustos se sacudió con suavidad, cual si estuviesen danzando. La cabeza del chaval emergió justo en medio del matorral, tal como lo haría el brote de una flor en plena primavera, pero su cuerpo permaneció cubierto por completo. La expresión facial de él aún tenía el mismo dejo de tristeza ya tan conocido para Alessia. No obstante, la inusitada intensidad en su mirada invernal le produjo escalofríos a la chiquilla. Invisibles dardos glaciales emanaban de sus grandes ojos cansados al tiempo que de su garganta brotaba por primera vez una voz masculina. El timbre de esta era mucho más grave de lo que se había imaginado la jovencita. Un gritito ahogado se le escapó de manera involuntaria cuando lo escuchó hablarle.
—Todos se irán, en verdad lo siento —declaró el muchacho, tras lo cual cerró los ojos y se desvaneció entre el follaje de manera abrupta.
—¡Por favor, espera! ¿¡Qué quisiste decirme con eso!? —inquirió ella, mientras corría a hurgar entre los arbustos.
Revolvió todas las hojas y apartó cada una de las ramas, pero no había rastro alguno del chico. Por un momento, creyó haber sufrido de alucinaciones. El corazón le latía como desquiciado y sus manos sudaban a mares. Un detalle casi imperceptible fue la clave para convencerse de que aquella aparición no había sido una ilusión. Justo encima de una abultada pila de hojas secas, yacía una diminuta nota musical metálica. Un rayo de sol dio de lleno sobre esta, lo cual produjo un rebote luminoso gracias a la superficie pulida y eso captó la atención de la chiquilla enseguida. Dio unos cuantos pasos hacia allí y luego se agachó para recoger el objeto. Se trataba de una corchea hecha de plata. "¿Qué mensaje pretende darme ese chico con esto? Es obvio que su pista está relacionada con la música. Pero, ¿cómo sabe él que yo entiendo de música?" se preguntaba ella, mientras caminaba despacio hacia delante.
—¿Quiénes se van a ir? ¿Adónde se irán? —se preguntó la joven, en voz alta.
Una potente corriente de viento frío sopló justo en ese instante y la hizo perder el equilibrio. Cayó de rodillas sobre la tierra, al tiempo que un ensordecedor chirrido proveniente de la pieza argéntea acallaba todo otro sonido presente en aquel bosque. Alessia no supo más nada de lo que ocurrió durante las horas subsecuentes al incidente, dado que despertó en pijamas, recostada sobre su cama. El reloj en su mesita de noche marcaba las seis de la mañana. Esa era la hora usual para levantarse e ir al colegio. "Entonces, ¿fue un sueño todo lo que vi?" Se levantó de un salto y se apresuró a abrir el cajón en donde guardaba su cuaderno de dibujo. Con dedos torpes y temblorosos, buscó la página en la cual aparecía el retrato del muchacho triste. En cuanto halló el folio correspondiente, sus manos dejaron caer la libreta y se levantaron para cubrirle la boca, mientras sus ojos se abrían al máximo. En vez de la silueta del jovencito, en su lugar aparecía la corchea de plata, incrustada en el papel a manera de diseño en bajorrelieve.
—¿¡Qué está pasando!? —exclamó ella, a viva voz.
Estuvo a punto de soltarse a llorar, pero no quería llevar los párpados hinchados a la escuela. Si eso sucedía, la lluvia de preguntas incómodas no se haría esperar. Por lo tanto, respiró hondo varias veces y luego salió del cuarto. Fue hacia la habitación de sus padres, pues necesitaba un fuerte y prolongado abrazo para calmarse de verdad. La puerta del cuarto de ellos estaba abierta cuando llegó, así que entró sin anunciarse.
—¡Buenos días! ¿Cómo están? —declaró la chica, esbozando una amplia sonrisa forzada.
No hubo respuesta alguna, pues la habitación estaba vacía. Aquello le causó extrañeza de inmediato, dado que sus padres no se levantaban nunca antes de que ella lo hiciera. Era casi un ritual ir a despertarlos con un golpecito en la puerta. Antes de ponerse a pensar en cosas raras, la chiquilla corrió para llegar a la sala. Tampoco estaban allí. Revisó la cocina, el comedor e incluso el baño. Nada. La casa entera estaba desierta. Ni siquiera le habían dejado una nota en el refrigerador para avisarle que se irían tan temprano.
—Todo estará bien, seguro habrá una explicación después. Cálmate, vamos, tranquilízate —se decía en voz baja, intentando controlarse para no entrar en pánico.
Alessia decidió darse una ducha con agua fría para despejarse. "Será mejor que vaya a clases. Papá y mamá de seguro estarán de vuelta para la hora del almuerzo, no hay de qué preocuparse". Luego del baño, se colocó el uniforme, tomó un tazón de cereal con leche para desayunar y se marchó hacia el centro educativo a pie. El pueblo entero estaba muy silencioso, a juego con el cielo nublado y la ausencia de brisa. No había madres caminando deprisa para llevar a los niños más pequeños a la guardería. La panadería estaba cerrada. Tampoco se escuchaban conversaciones animadas entre los transeúntes, como era lo normal. Y es que no había absolutamente nadie más en el pueblo. La jovencita ya no pudo contener el colapso de sus emociones. Un río de lágrimas comenzó a bañarle las mejillas mientras las palabras del chaval resonaban dentro de su cabeza una y otra vez: "Todos se irán, en verdad lo siento". ¡Era verdad!
—¿¡Qué significa esto!? ¿¡Dónde están todos!? —clamó ella, con voz trémula.
El mismo chirrido del día anterior empezó a resonar por toda la villa, pero ahora era mucho más estridente. La muchachita se cubrió los oídos con ambas manos y presionó con gran fuerza. Sin embargo, eso no logró amortiguar la potencia del ruido exterior ni protegerla de los daños ocasionados por escucharlo. Un dolor de cabeza insoportable la invadió y, poco después, sintió una humedad pegajosa en las manos. Al llevárselas frente al rostro para mirárselas bien, se dio cuenta de que estaban ensangrentadas. El prolongado chillido le había hecho trizas los tímpanos. Gritó hasta quedar afónica, pero no podía oírse. Estaba totalmente sola, desorientada y sorda. La desesperación la tenía paralizada, casi catatónica. "¿¡Qué voy a hacer!? ¡No entiendo nada!", pensaba para sus adentros. Comenzó a caminar sin rumbo, con la mirada clavada en el suelo, llorando sin control. De repente, una ligera secuencia de temblores en el terreno llamó su atención. Seguían un ritmo definido, como si fuesen pisadas lentas. El epicentro de las sacudidas parecía provenir del bosque. La chica respiraba con dificultad debido a la congestión nasal y no podía ver bien a causa de la inflamación de sus párpados, pero sabía que esa era la única pista disponible para averiguar cuál era el origen de tantas desgracias. Estaba hecha una gelatina a base de pavor pero, aun así, se dirigió hacia la arboleda.
Tras unos interminables minutos de vagar de un lado a otro sin encontrar nada fuera de lo común, se encontró con un claro. Y justo allí, en mitad de la nada, reposaba un gigantesco piano de cola de tonalidad amarillenta muy pálida. A pesar de lo anormal en el tamaño del aparato, este no hubiera tenido nada de raro sino hubiese sido porque estaba fabricado casi en su totalidad con huesos humanos. La caja de resonancia, la tapa, las patas, los pedales, el teclado... ¡era un enorme depósito de esqueletos! Las cuerdas constituían la única parte del instrumento que era distinta del resto, pues estas eran de plata. Alessia se mareó y de inmediato experimentó unas terribles nauseas de solo imaginar que esas osamentas podrían ser las de los vecinos, los profesores, los compañeros... ¡sus propios padres! Estuvo a punto de caer inconsciente, pero un poderoso destello ya conocido la hizo permanecer despierta. Había una partitura en blanco sobre el atril, excepto por la pequeña corchea plateada. Seguía sin entender por qué aquella nota musical seguía persiguiéndola a donde quiera que se dirigiese.
—¿¡Qué es lo quieren de mí!? —voceó ella, a pesar de ser incapaz de escuchar el sonido de su propia voz.
Entonces, la figurilla argéntea titiló con mayor intensidad. La luz refractada en su superficie espejada dio de lleno en el pecho de la joven.
—Toca para mí —le ordenó una grave voz incorpórea en el interior de su cabeza.
Un hilo de sudor helado se deslizó por la sien derecha de la pelirroja y murió en la comisura de su boca. "¡Es su voz! ¡Es el chico triste!" La apremiante necesidad por alegrarlo que sentía antes regresó a ella de golpe. No fue capaz de desobedecer al imperioso llamado de ese misterioso chaval. Sin detenerse a pensar en lo tétrico del piano que tenía frente a sí, la chiquilla se aproximó al sitio en donde usualmente estaría colocado el taburete. Flexionó las piernas como si pretendiera sentarse en el aire y, para su asombro, un montón de ramas finas se amontonaron debajo de ella para sostenerla. En cuanto levantó las manos para posarlas sobre las teclas, el tamaño del piano comenzó a reducirse poco a poco. Unos instantes más tarde, las dimensiones del mismo ya eran las habituales. Alessia seguía sin escuchar, lo cual sin duda le dificultaría saber si estaba tocando de manera adecuada o no. Aunado a ello, no había un texto que le indicase cuál obra musical debía ejecutar. Sin embargo, el incontrolable anhelo de su alma por regalarle una sonrisa al visitante desconocido la hizo vencer todas las inseguridades y temores que sentía. Puso sus dedos en el teclado, cerró los ojos y dejó que su corazón la guiara.
Conforma la chica tocaba, las notas de la melodía interpretada iban apareciendo en las hojas en blanco que estaban frente a ella. Uno a uno, los símbolos se estampaban en el papel de manera progresiva, como un amanecer. Y en el campo aledaño al piano, iban brotando cientos de nuevas formas de vida. Parecían pequeños capullos de rosa al principio pero, a medida que crecían, era notorio que se trataba de decenas de cabezas humanas. Cuando Alessia terminó de tocar, abrió los ojos y miró hacia el cielo. Ahora estaba despejado y lo coronaba un refulgente sol veraniego. Eso la hizo sonreír, pero su gesto de alegría se transformó en uno de total desasosiego en un santiamén. De reojo, percibió la presencia de las cabezas y no pudo detener el impulso de vomitar. Vació todo el contenido de su estómago sobre la tierra y se puso a llorar.
—Aliméntalas a diario y crecerán —afirmó la aterciopelada voz del joven desconocido.
Esa extraña indicación también le llegó a través de una invasión a sus pensamientos, como antes, pues la muchachita no podía escucharlo. Pero su corazón entendió bien lo que él había querido transmitirle. Por consiguiente, día tras día durante todo un mes, la chica iba a tocar el piano en medio del claro. Aunque no oía las melodías, podía ver el efecto que su sonido causaba en los alrededores. De manera paulatina, los cuerpos inmóviles debajo de las cabezas empezaron a emerger desde las entrañas del suelo. Crecían cada mañana como si de un fértil cultivo se tratase. Una vez que los pies de todos los prisioneros estuvieron fuera del terreno, los lugareños despertaron del letargo y comenzaron a caminar hacia sus casas, sin recordar nada de lo ocurrido y Alessia nunca se los reveló. Después de que la última de las personas fuera liberada, el piano se desintegró y adquirió forma humana. La silueta del chico apareció allí, sin rastro alguno del aura de tristeza anterior.
—Gracias a ti, ¡somos libres! Ahora podremos regresar a nuestro hogar. Me salvaste a mí y a la humanidad —declaró él, para luego acercársele y besarla en los labios.
El simple roce de las bocas trajo de vuelta su audición y los cientos de memorias que habían estado reprimidas en lo más recóndito del alma de Alissa. La jovencita por fin pudo comprender el otrora inexplicable sentimiento de apego hacia aquel chico. Lo conocía desde hacía mucho tiempo, pero alguien los había separado. A ella le habían arrebatado todos los recuerdos de su existencia como ciudadana lunar y a él lo habían condenado a andar vagando solo por la Tierra, alimentándose de las almas de los humanos para que la suya no desapareciera. La alianza del Imperio Lunar con el Reino de Amaltea se había visto truncada porque el príncipe Naoku se había fijado en una simple plebeya, lo cual lo llevó a romper el compromiso que tenía desde su nacimiento con la princesa Tura. Al desafiar a sus ancestros y avergonzar a la nación entera, Mórez, la emperatriz de la Luna, lo castigó con una poderosa maldición.
—No volverás a poner un pie sobre este sagrado palacio hasta que tus oídos escuchen el himno del perdón. Deberá tocarlo alguien a quien le hayas arrebatado todo. ¿Quién mejor para ello que tu querida Alessia? Pero no podrás obligarla a perdonarte. Deberá hacerlo por voluntad propia, a raíz de un fuerte deseo que nazca desde su corazón. Mas no sabrá quién es ella ni quién eres tú. ¡No conseguirás su perdón jamás! —había declarado la dama, con solemnidad.
Ahora, al mirar a aquella chiquilla a los ojos, el muchacho sonreía con alegría por primera vez en años. Él había estado consciente de que ella era su amada desde el mismísimo instante de su renacimiento como humana, pero no podía decírselo. La maldición no le permitía revelarle nada acerca de su identidad o de su pasado. Además, ¿cómo iba a decirle que, por culpa de él, ella había perdido la vida en la Luna y la totalidad de sus memorias? Para colmo de males, él se llevaría a su familia y a sus amigos terrestres para alimentarse, no había remedio. ¡Y la chica debía perdonárselo todo! Era algo impensable, pero... ¡había sucedido! Cuando aceptó tocar la melodía del perdón, la pelirroja no solo liberó al príncipe y recuperó sus memorias reprimidas. Las almas humanas que habían sido tomadas para nutrir la de Naoku fueron devueltas a sus respectivos cuerpos. La jovencita había obrado un auténtico milagro.
—Aunque no entendía por qué, siempre sentía un vacío, como si me hubieran robado algo muy preciado. ¡Eras tú! ¡Cuánto te extrañé! —confesó ella, dejando escapar lágrimas de felicidad.
—Yo también te extrañé. No te imaginas lo mucho que he sufrido al estar lejos de ti... Pero esos días de dolor quedarán atrás muy pronto. Cuando me convierta en emperador, regresaré por ti de inmediato y tendrás un cuerpo lunar otra vez, ¡lo juro! Por favor, no me olvides —imploró él, al tiempo que le colocaba una gargantilla delgada alrededor del cuello.
—Jamás te olvidaría, Naoku. No te tardes mucho, ¿de acuerdo? —manifestó la chica, mientras apretaba con fuerza el dije de plata en forma de corchea que pendía de la gargantilla.
El príncipe la besó una vez más antes de emprender su retorno al palacio. Sería un viaje largo y solitario, pero ya no habría tristeza oprimiéndole el alma. Sabía que Alissa lo estaría esperando cuando volviera. Luego de su reencuentro, no volverían a alejarse nunca más. Ansiaba la pronta llegada de ese dichoso día. Por el momento, sus caminos debían separarse.
—Mientras esperas, sigue tocando para mí, ¿sí? Podré oírte desde la Luna y sabré que me recuerdas —solicitó él, con lágrimas en los ojos.
—Así será. Mi música siempre será tuya —aseguró ella, muy sonriente.
Acto seguido, el joven levantó la pierna derecha y la mantuvo así durante unos segundos. La presencia de una grada transparente le fue revelada. Una vez que colocó su pie sobre esta, repitió el movimiento con su otra pierna. Un segundo escalón apareció frente a él. De esa manera, la escalera secreta que conectaba a la Tierra con el espacio exterior era de nuevo visible para el príncipe. Conforme fuese avanzando, más escalones irían apareciendo para guiarlo durante su ascenso. Una vez que abandonase la atmósfera terrestre, su forma humana desaparecería y la puerta del palacio en la Luna se abriría para recibirlo de vuelta en su verdadero cuerpo. Naoku sabía que el proceso de regresar a su hogar y reclamar el trono lunar le tomaría varios años. Sería un largo periodo alejado de Alissa, pero ese sería un precio ínfimo comparado con la magnífica recompensa que vendría después. La existencia de los ciudadanos lunares resultaba ser muy longeva. Podían vivir varios siglos de acuerdo con los calendarios humanos. Por consiguiente, valía la pena hacer un sacrificio temporal a cambio del disfrute de un extenso periodo de gran felicidad compartida. La muchacha también estaba al tanto de todo aquello y lo aceptaba gustosa. La espera le serviría para disfrutar de la compañía de las personas que eran importantes en su vida humana. No desperdiciaría ni un minuto al lado de ellos, puesto que realmente los amaba...
*****
Era una noche cálida justo en mitad de la primavera. Alissa estaba lista para salir al escenario y deslumbrar a la audiencia con un recital para piano incomparable. Veinte años de empeño y total dedicación hacia la música no habían resultado ser en vano. Se había convertido en una pianista de renombre mundial. Esa velada en especial coronaba el esfuerzo de toda su vida, dado que se trataba de una presentación única ante una selecta audiencia en el célebre Teatro de La Scala, en Milán. Sus orgullosos padres habían recibido boletos que les permitían ocupar asientos privilegiados para presenciar el magno evento. Además, algunos amigos y excompañeros de la secundaria de la joven estaban allí presentes también. Todos ellos concordaban en que la enana pecosa tenía un impresionante talento para producir las más sublimes notas cada vez que sus dedos se posaban sobre las teclas blancas y negras.
En cuanto el concierto dio inicio, todos los presentes quedaron embobados ante la magnificencia de la interpretación. Más de uno se permitió llorar de la emoción en repetidas ocasiones a lo largo de toda la gala. Y cuando el concierto llegó a su fin, el auditorio entero prorrumpió en una sonora y prolongada ovación de pie. La chica les dedicó varias reverencias consecutivas para agradecerles el apoyo y el cariño que le brindaban. Tras obsequiarles varios minutos cargados de sonrisas y ademanes amistosos a los asistentes, Alissa por fin desapareció de la mirada pública. Mientras caminaba despacio hacia su camerino, una potente ola de calor proveniente de la corchea plateada que decoraba su cuello le dio una señal. El anhelado día de su regreso a la Luna había llegado. Naoku estaba cerca de allí y venía por ella. La joven estalló en carcajadas al enterarse de aquello. Acto seguido, corrió hacia su cuarto y tomó una hoja de su cuaderno de dibujo, el cual la acompañaba siempre, adonde quiera que fuera. Allí escribió una sentida carta de despedida dirigida a todos sus seres queridos. La concluyó diciéndoles que no se preocuparan por ella, pues estaría bien y sería sumamente feliz. Y quizás algún día volverían a verse. La firmó y le estampó un beso que impregnó el papel con su lápiz labial rosado. Luego de ello, cerró los ojos y colocó la mano derecha sobre el dije de su gargantilla, indicándole así al príncipe que ya estaba lista para partir. Unos breves instantes más tarde, la grácil figura de Alissa se desvanecía de la habitación, dejando tras de sí un autorretrato estampado en su viejo cuaderno. En él, se la veía radiante, mientras sostenía la mano de un gentil mancebo que la estaba guiando por en medio de un sendero lleno de titilantes estrellas en forma de notas musicales. Ese era su destino...
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