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Capítulo 5

James llegó a Essex un día antes de la subasta, con la intención de asegurarse de que la pintura en cuestión se encontraba entre las que iban a ser vendidas. The Post, había publicado que lo estaría, pero temía que quizás alguien se hubiese apropiado de ella. Tenía la esperanza de que, ofreciéndole una buena suma a la duquesa de Portland, pudiesen cerrar el negocio antes de la subasta. Él lo prefería así, se libraría de la puja, no se señalaría como el comprador y regresaría a Londres con la tranquilidad de haber cumplido con su objetivo.

El joven se detuvo en The Golden Rose, una posada que se hallaba cerca de Clifford Manor, la mansión que acogía el museo de la duquesa. Viajaba solo, sin ningún ayuda de cámara. Se apeó de su caballo y se lo dio al mozo de cuadra para que lo refrescara. Luego pidió una habitación, la mejor que tuviesen, y que le subieran algo de comida a su cuarto. Apenas se había repuesto, cuando un cuarto de hora más tarde, cabalgaba ya en la dirección de la imponente edificación de Clifford Manor, como le habían indicado.

Atravesó la verja que daba entrada y se encaminó por un largo sendero rodeado de flores, que conducía hasta la casa. La puerta se hallaba abierta, y pronto un señor de mediana edad y facciones que le parecieron escandinavas, se acercó a él. Se trataba del señor Carlson, la mano derecha de la duquesa, quien dirigía el museo. Por un momento pensó que el joven iría a visitar las colecciones de arte que se hallaban en la planta baja, pero el visitante le explicó el verdadero motivo que lo había llevado hasta allí: deseaba ver por sí mismo las piezas que serían subastadas la noche siguiente. El señor Carlson se extrañó mucho ante la petición, pero no quiso rehusarse.

—¿Cuál es el nombre del caballero? —preguntó, al mismo tiempo que le hacía pasar al espacioso salón principal de la casa.

—Me disculpo —contestó el joven—. Debí haberme presentado antes, soy el vizconde de Rockingham y como le dije, estoy interesado en ver las obras del señor Percy que serán subastadas.

James utilizaba, de cortesía, el título de vizconde. Al ser el hijo mayor, heredaría el título de conde de su padre en el futuro. Al señor Carlson el nombre de por sí no le dijo nada, pero se percató de que era una persona importante.

—La exposición del señor Percy se ha desmontado ya —le explicó—, puesto que se ha utilizado el espacio para montar una nueva, que se inaugurará dentro de poco. Las piezas del señor Percy se hallan en el piso superior, en una habitación. Esta misma tarde me disponía a bajarlas, ya que la duquesa ha destinado este salón para la subasta y hay mucho por hacer.

El señor Carlson, que de por sí era un hombre parco, le había brindado más información de la que James hubiese esperado. Se limitó a asentir y subió por la escalera de mármol, escoltando al señor hasta el piso superior. En cuanto se hallaron arriba, el lejano sonido de un piano, atrajo su atención de inmediato.

—¿La casa está habitada? —indagó con curiosidad—. ¿La duquesa de Portland se encuentra aquí?

El señor Carlson negó con la cabeza.

—Clifford Manor posee algunos salones destinados a ofrecer clases a niños y jóvenes de diversas materias relacionadas con el arte. Estas actividades han recesado por el verano, pero las clases de música se mantienen con regularidad. La señorita Georgiana ha acogido al grupo de niños del coro de la parroquia. En cuanto a la duquesa, ella no vive aquí, aunque su residencia se halla bastante cerca. Si hubiese seguido por el camino por el cual llegó, se hubiese topado con el hogar de su excelencia.

James se preguntó quién sería la señorita Georgiana, pero no quiso parecer impertinente con tantas preguntas. Los caballeros avanzaron por un pasillo, acercándose más al hermoso sonido del piano, hasta que llegaron a una inmensa puerta de color blanco. El señor Carlson entró e hizo pasar al vizconde, para luego descorrer las cortinas de las ventanas.

—Aquí hemos colocado las pinturas del señor Percy —comentó, señalándoles los bastidores recostados a las paredes de una habitación prácticamente vacía—. Son varias, como podrá apreciar. Además de ellas, están las de otros artistas contemporáneos —agregó mientras las diferenciaba—, pero me ha dicho que su principal interés es por la obra del señor Percy.

—Así es —contestó James reflexivo, caminando frente a los diversos cuadros.
Recorrió la habitación hasta que logró hallar la pintura que buscaba: un paisaje al aire libre; sobre la hierba la figura de un hombre semidesnudo, con flores en su cabeza rubia despeinada. Con una mano se protegía del sol, en la otra llevaba un ramo de uvas… Al observar el rostro del Baco retratado, no tuvo la menor duda de que era la pintura que estaba buscando. Sintió un sobresalto, una sensación extraña que le invadió al constatar lo que veían sus ojos. La pieza que se escuchaba al piano, había llegado a un punto grave, intenso, que a James le pareció sobrecogedor.

—¿Cómo podría hablar con la duquesa? —le preguntó al señor Carlson—. Estoy interesado en hacerle una propuesta, antes de la subasta de mañana.

—Tendría que ir a ver a su excelencia a su casa —contestó el señor—, pero no puedo asegurarle que lo reciba.

James sabía que la duquesa era una anciana, mas no quiso decirlo. Por lo que había visto en Clifford Manor, lady Lucille era una dama de gran ímpetu y con mucha visión del mundo, como si fuese más joven.

Una interrupción sacó a James de sus cavilaciones. Se trataba de una mujer, de mediana edad, que se había asomado por la puerta entreabierta.

—Es mi esposa —explicó el señor Carlson haciéndola pasar—. Adelante, querida.
La señora se colocó junto a su marido y saludó al desconocido.

—El caballero es el vizconde de Rockingham, ha venido desde Londres para hablar con su excelencia acerca de las pinturas.

—Ha tenido suerte —repuso ella—, la duquesa recién ha llegado y se encuentra aguardando en su despacho para precisar detalles acerca de la subasta de mañana. He venido a avisarte. 

El señor Carlson asintió y miró al vizconde a los ojos.

—Bajaré de inmediato para hablar con lady Lucille y le anunciaré su visita. Si aceptara recibirle, vendré en su busca. ¿Desea permanecer aquí? —le preguntó.

—Puede acompañarme al salón y le ofreceré con gusto una taza de té o lo que prefiera —se apresuró a decir su esposa, con amabilidad.

—Le agradezco señora Carlson, pero prefiero aguardar a su esposo aquí, si no resulta inconveniente.

El matrimonio se marchó, dándole cierta privacidad. El vizconde les parecía un caballero bastante enigmático, pero no tenían reparo alguno en complacerlo.
James se quedó en silencio, observando nuevamente las pinturas del señor Percy. En algún momento la música del piano cesó, pero él no se percató de ello hasta que volvió a sentir la melodía por segunda ocasión. En esta oportunidad se trataba de una música suave, melancólica, muy hermosa. No supo reconocer al autor de la pieza, pero se sintió cautivado por ella.

Sin pensarlo dos veces, salió al pasillo y se dejó conducir por lo que escuchaba. El sonido le fue llegando con más intensidad, hasta que se detuvo ante la puerta abierta de un salón. Al piano se hallaba una joven; podía ver el hermoso perfil inclinado sobre el instrumento, el pelo castaño recogido sobre la nuca y sus largos brazos moviéndose con agilidad sobre el teclado. James se estremeció al escucharle, hubiese podido permanecer allí horas enteras admirándole, pero la dama se sintió observada y se interrumpió abruptamente.

James entró al salón, sin esperar a ser invitado.

—Lo siento —se disculpó—, no fue mi intención asustarla. El emotivo sonido del piano me ha traído hasta aquí.

La joven se levantó de la banqueta, pero mantuvo la distancia respecto al desconocido.

—¿Quién le ha permitido llegar hasta aquí? ¡Estas son dependencias privadas! —Georgiana se sentía molesta por la interrupción y un poco intimidada, al verse importunada por un hombre que ni siquiera le había dicho su nombre—. Márchese o tendré que avisarle al señor Carlson de su atrevimiento.

James se rio en sus narices. No esperaba que, detrás de esa dulzura melódica, se escondiera alguien capaz de reprenderle.

—Georgiana, ¿cierto? —Disfrutó el desconcierto que vio en el rostro de ella, al constatar que conocía su identidad—. Ha sido el señor Carlson en persona quien me ha permitido subir al primer piso.

Las mejillas de Georgie, por alguna razón, se encendieron. Lo observó bien: era un caballero muy alto, fuerte, de pelo rubio algo rizado y unos profundos ojos grises. Echó una ojeada al traje arrugado de James que, en realidad, no estaba en su mejor momento tras el viaje.

—Ya veo que está al tanto de quién soy yo, pero no ha tenido la más mínima delicadeza de presentarse, como es debido —le reprochó ella.

—Permítame reparar esa falta —comenzó él, dando dos pasos hacia Georgie y tendiéndole la mano, para tomar la suya, pero ella no secundó el gesto de cortesía.

—¿Ha venido por la subasta? —le preguntó, en lugar de darle la mano.

—Así es —asintió James, bajando su diestra luego del desprecio de la joven—. He venido por la subasta, pero jamás pensé que la molestia de venir hasta acá a adquirir una simple pintura me traería la grata sorpresa de conocerla, señorita Georgiana.

James no tenía cómo saber que su vulgar halago hería el alto concepto que la joven tenía sobre las pinturas de su prometido.

—Comprendo que no tenga usted el menor sentido para apreciar el buen arte —le contestó con una sonrisa de suficiencia que a James exasperó— y que venir a Essex haya sido para usted un sacrificio. Eso es lo que se esperaría de un representante, para el cual el arte carece de absoluto sentido. Me sorprendería mucho que pudiese distinguir una pintura de otra, pero imagino que haya memorizado bien el objeto de su encomienda, para no fallar al momento de la subasta.

—¿Acaso piensa que eso soy? ¿Un representante? —le dijo molesto, escondiendo detrás de su aparente buen humor, la irritación que le había causado su comentario—. Si es así, señorita Georgiana, obviemos las presentaciones y haré de cuentas de que esta desdichada interrupción no ha sucedido. Espero que vuelva al piano y pueda continuar exactamente donde lo dejó hace un momento.

El vizconde le dio la espalda, sin más miramientos y salió al pasillo. Justo en ese instante divisó a la señora Carlson, quien se encaminaba en su dirección.

—Su excelencia aguarda por usted, señor vizconde —le explicó—. He venido a conducirlo hasta su despacho, donde tendrá a bien recibirle.

—¡Magnífico! —exclamó James, sacando de su bolsillo su reloj de oro. Aún era temprano y, si lograba su cometido, podría regresar esa misma tarde a Londres.

Pese a que James desplegó su encanto con la duquesa, pronto comprendió que toda negociación con la dama no iba a llevarle a ningún punto. Sin embargo, lady Lucille era una mujer fascinante, tan sagaz y encantadora, que en ocasiones olvidaba que se trataba de una anciana. Su excelencia le había recibido, en efecto, en el despacho que ocupaba cuando se hallaba en Clifford Manor, un sitio bastante espartano, a juzgar por la ausencia de decorados excesivos y de muebles superfluos. Allí, encima de su escritorio, tenía a mano lo que necesitaba: la documentación del museo, los libros de contabilidad, la correspondencia que le llegaba… En las paredes, algunas pinturas –pocas– pero al vizconde le pareció reconocer en ellas el estilo y la firma del señor Percy. ¿Sería la dama bastante allegada al artista?

—Excelencia, —intentó por última vez James—, si me complaciese, no solo haría un importante donativo a su colegio, sino que me estaría haciendo el favor de permitirme regresar a Londres esta noche sin cenar en The Golden Rose, —la expresión de James era dramática, al evocar el recuerdo de la posada—, algo que quisiese evitar.

La duquesa se echó a reír.

—Ya le he dicho que ni siquiera al señor Percy, el artista, le permití beneficio semejante, así que no me ponga en esta difícil situación. Los catálogos ya han sido impresos para mañana y no tendría como justificar que una de las piezas que aparece para subastarse, fue deliberadamente sacada de la puja. En cuanto al donativo para mi colegio, pienso que alguien tan encantador como usted, no deje de ofrecernos su ayuda, aun cuando no haya podido complacerle… —James sonreía también al escucharla, a pesar de que no había accedido a sus súplicas—. En cuanto a lo último que me ha dicho —prosiguió la duquesa—, reconozco que cenar en una posada es algo horroroso, y ya que tendrá que pasar la noche allí para aguardar a la subasta de mañana, me parece que lo más adecuado sería invitarle a cenar a mi casa.

Él se mostró muy sorprendido al escucharla.

—¡No quisiera causarle molestias, excelencia!

—¡Tonterías! —contestó ella levantándose de su asiento y dándole la mano—. Es lo menos que puedo hacer por usted, que me ha parecido un joven muy simpático. Además, no piense que mi hospitalidad es tan desinteresada, no olvido su ofrecimiento.

—Puede contar con él, lady Lucille. Nunca condicionaría ese donativo a ningún trato preferencial. He quedado muy impresionado con su museo y con su colegio.

—¡Perfecto entonces! Lo espero esta noche vizconde, mi familia es muy agradable y espero que pasemos juntos una hermosa velada. ¡Hasta pronto, muchacho!

James se marchó, luego de agradecer una vez más a la estimada duquesa de Portland. Había escuchado hablar muy bien de ella, pero ahora que la conocía, estaba seguro de que los comentarios no le hacían verdadera justicia.

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Aquella tarde, en el Salón Azul de la duquesa, la familia esperaba por su invitado. La dama había obviado las circunstancias en las que lo había conocido, solo dijo que recibiría al vizconde de Rockingham, que había viajado desde Londres para la subasta. Quizás por esta razón, Georgie se había imaginado a un caballero de mediana edad, barrigón y poco interesante… Fue por eso que la joven quedó atónita cuando un apuesto e impecable joven, llegó al hogar a la hora convenida. Costaba creer que el hombre que le interrumpió en el salón de música horas antes, era el mismo que se presentaba con su traje inmaculado, a tono con su rango.

A James no le extrañó encontrarse a Georgiana, puesto que sabía que tendría alguna relación familiar con la duquesa. Se sorprendió en cambio al constatar que no eran verdaderas parientes. Georgiana Hay, era la hermana del Conde de Erroll, el esposo de la nieta de lady Lucille. Había escuchado hablar de esa unión, conocía a Anne de sus tiempos de soprano en el Covent Garden, pero no había visto jamás a su cuñada Georgie antes de su encuentro en Clifford Manor. Cuando se la presentaron, instintivamente, ambos se saludaron como si fuese la primera vez.

James conoció también a los señores van Lehmann; la dama era hija de la duquesa, y según le hicieron saber, residía en Ámsterdam. Quiso decir que su hermana tal vez trasladaría su residencia a esa ciudad, pero como no tenía certeza de ello, se decidió por no comentarlo.

Luego de la cena, el grupo se sentó en el salón por segunda ocasión y lady Lucille se dirigió a su invitado con una sonrisa:

—Espero que no se haya sentido decepcionado con la cena, siempre habrá sido más de su agrado que la ofertada en la posada.

—Sin duda ha estado excelente, pero no solo por la comida que fue exquisita, sino también por la compañía, algo que disfruto mucho en una cena.

—¿Y en Londres le espera alguna compañía? —preguntó Elizabeth, con excesiva curiosidad.

El caballero sonrió. Hasta el momento no le habían preguntado si era soltero, aunque lo imaginaban.

—Debo reconocer que no —contestó—. Mi madre y hermanos se hallan de viaje en el continente. Han decidido ir a Viena.

—¡Una ciudad preciosa! —expresó la duquesa—. Hace años que no viajo hasta el Imperio, pero recuerdo con precisión la última vez que le visité. ¿Ha estado usted también, señor vizconde?

James asintió.

—Tengo varios amigos, y mi hermana reside allí con su esposo, un militar del Imperio.

—¡Qué espléndido! —prosiguió lady Lucille—. ¿No deseaba usted acompañarlos en este viaje? Seguro que le hubiese gustado saludar a esos amigos.

—Por supuesto —asintió James—, pero el trabajo y los negocios no me permiten ausentarme por tanto tiempo.

—¿A qué se dedica? —le preguntó lord Hay con interés, antes de sorber su copa de oporto—. Si no resulta una indiscreción la pregunta…

—En lo absoluto, lord Hay. Estudié ingeniería en la Sorbonne. Mis años en París fueron muy satisfactorios, pero deseaba regresar a Londres y eso hice. Quizás por ello es que no había tenido la oportunidad de conocerlos antes, he estado ausente por algún tiempo. En fin —dijo colocando su copa vacía en una mesa cercana—, sobre lo que me pregunta, es un placer para mí satisfacer su curiosidad. Como ingeniero, encuentro especial predilección por las máquinas de vapor. Me he asociado a un astillero en Escocia, John Brown and Company que hace poco terminó de construir un barco que diseñé para la Cunard Line. He invertido parte de mis acciones en el astillero, así que puede decirse que más que un trabajador asalariado, también soy dueño.

Una vez dicho esto miró a Georgiana, pero no la vio impresionada en lo más mínimo. Lo atendía con interés, pero en su expresión no había atisbo alguno de admiración por lo que había dicho.

—Me parece fascinante, señor vizconde —dijo Anne, quien reposaba en un diván al lado de su marido—. ¿Alguno de esos proyectos se ha concretado en algún barco que conozcamos?

El caballero asintió.

—He rediseñado par de motores de combustión, para mejorar la velocidad en el cruce del Atlántico. La Cunard ha obtenido durante años la Banda Azul, por la rapidez de sus barcos, disputada también por la White Star. En cambio, hace dos años tuve el reto de diseñar, por completo, una nueva nave: un trasatlántico de lujo, de tres chimeneas, que saldrá en algunas semanas en su viaje inaugural.

Anne no contestó más, no era amante de los barcos, ya que sus padres se habían ahogado al atravesar el Canal de la Mancha, cuando apenas era una niña. A pesar de ello, reconocía que el trabajo del vizconde era muy interesante.

—¡Enhorabuena! —exclamó el señor van Lehmann, esposo de Elizabeth, un señor alto, algo entrado en años—. Mi familia lleva años en el comercio y poseemos nuestros propios barcos, así que algo sé del asunto. Por supuesto, no pretendo comparar a un trasatlántico con un barco de transporte de carga. ¡Imagino que para su diseño haya tenido que pensar en muchas sutilezas!

—Así es —reconoció el aludido—, me hubiese gustado mostrarle los planos, siempre viajo con ellos, pero me temo que los he dejado en la posada. Como he dicho, es un barco de lujo. Se han diseñado varios salones: uno de baile, un gran comedor, varias terrazas de recreo… El barco fue botado a comienzos de año y pasó todas sus pruebas náuticas. Ahora mismo se está concluyendo la decoración interior. Pronto partiré hacia Escocia para comprobarlo por mí mismo.

—¿Y cuál sería la ruta del viaje inaugural? —preguntó con interés, lord Hay—. ¿Ya se ha decidido?

—Sí, ya se ha decidido. ¿No han escuchado hablar del Imperator? Es el nombre del navío, así que el viaje será de Liverpool a Nueva York, que es la línea que asume la Compañía.

—He escuchado hablar del Imperator —afirmó lady Lucille—, lo he leído en los diarios y es un gran privilegio tener en mi salón a su ingeniero. Los billetes para ese viaje inaugural incluso ya están a la venta.

—Pero si ustedes desearan viajar, no sería problema para mí reservarles unos camarotes de primera clase, su excelencia —dijo con amabilidad James—. Sería un placer para mí contar con ustedes en ese viaje y les aseguro que Nueva York vale la pena.

—¡Ciertamente! —exclamó la duquesa—. Jamás he puesto un pie en América, y no quisiese partir de este mundo sin hacerlo. Una dama como yo, tan precursora en las expediciones y que no haya cruzado el Atlántico… ¡Es inaudito!

—Abuela —repuso Anne alarmada—, piense que ni Edward ni yo podríamos acompañarle, teniendo en cuenta mi estado, y tía Beth tampoco podrá.

Elizabeth no había opinado, pero era cierto que no le interesaba en lo más mínimo embarcarse hacia América con su hija pequeña, por seguir los pasos de su imprudente madre.

—La compañía siempre se consigue de alguna manera —comentó lady Lucille despreocupada—. Ya decidiré en su momento quién se halla disponible.

—No se sienta presionada en aceptar —apuntó James con delicadeza—. Ya habrá otra oportunidad, quizás más adecuada, para que decida viajar en nuestra línea con su familia.

—¡Ya veremos! —profirió la anciana—. Lo cierto es que he recibido una amable carta del Director del Metropolitan Museum de Nueva York, invitándome a viajar. Proponen ofrecerme una cena en mi honor. Asimismo, se me solicita que lleve una muestra de algunas de mis piezas valiosas para una exposición temporal. Imaginen lo que significaría estrechar lazos entre mi pequeño museo y tan prestigiosa institución. No les aseguré mi asistencia, pero reconozco que es una idea que me agrada muchísimo y si para ello pudiera viajar en el Imperator, pues mucho mejor.

—¡No había dicho nada de esto, abuela! —articuló Anne sorprendida.

—No quería preocuparte. Todavía no está decidido, pero como les confesé, me agradaría mucho viajar a Nueva York en el otoño. Georgie, querida —prosiguió la duquesa luego de una pausa—, ¿por qué no tocas un poco para nosotros? ¡Has estado tan callada!

Georgiana no replicó y se sentó al piano, sus gráciles manos volvieron a tocar, mientras la duquesa, complacida, la elogiaba frente al visitante.

—¡Georgie tiene un talento innato para el piano, así como Anne para cantar!
La conversación siguió su curso de forma muy agradable, con el sonido del piano al fondo. A James, lord Hay le pareció un hombre muy inteligente, aunque severo. Su esposa, Anne, se veía muy enamorada de él, y estaban esperando su primer hijo. Los señores van Lehmann, tampoco dejaban decaer la conversación, así que James se sobresaltó al percatarse de que era bien tarde. El reloj del salón dio una décima campanada, justo al mismo tiempo en que el vizconde tuvo a bien levantarse de su asiento. Tras él, los demás le imitaron y el sonido del piano se interrumpió.

—No quisiera abusar de su compañía —se excusó—, ya es bastante tarde y debo regresar a la posada. Les agradezco mucho por la agradable velada.

La duquesa estaba cansada, pero escondió el bostezo que llegó a su boca lo mejor que pudo. Había disfrutado de la conversación.

—¡Iré a mandar a listar el coche! —le ofreció—. Estos caminos son seguros, pero no para que los transite a caballo a esta hora y mucho menos solo.

Por más que James quiso disuadirla de su pretensión, no le fue posible.

—Mandaré a que dejen su caballo en las caballerizas y mañana se lo enviaré a la posada a primera hora.

—Muchas gracias, excelencia —se limitó a decir el joven—. Ha pensado en todo.
Los señores van Lehmann y Anne, se despidieron de James, y únicamente lord Hay y Georgiana permanecieron en la estancia. Georgie se hallaba al lado del piano, le hubiese gustado dirigirle la palabra al vizconde, pero no había tenido ocasión de hacerlo. La duquesa regresó disgustada al salón, pues había mandado a Graham a llamar al cochero, pero aún no se había presentado ante ella.

—No se preocupe, lady Lucille —le tranquilizó Edward—, yo mismo iré a verle. Concuerdo con usted en que no es conveniente que el vizconde se marche a caballo tan tarde.

James volvió a agradecer las atenciones que estaban teniendo con él. Luego miró a Georgiana, quien lo observaba como si quisiese decirle alguna cosa. Se armó de valor y, aprovechando que la anfitriona no se hallaba cerca de ellos, eliminó la distancia que les separaba y se colocó frente a ella.

—Al fin sabe quién soy —le susurró con una sonrisa—, espero que haya mejorado en algo la imagen que tenía de mí.
Georgiana también sonrió.

—Siento mi malhumor de esta tarde. En cuanto a la imagen que tengo de usted, pienso que no ha variado mucho. El título no lo hace más agradable a mis ojos ni borra su irrupción en la sala de música, sin haber sido llamado —bromeó—. Una descortesía que ensombrece esa personalidad tan extraordinaria que quiere hacernos ver.

El rio nuevamente, desconcertado. Podía advertir cierta censura en sus palabras, a pesar de que estaba siendo más cordial con él.

—¿Tiene algo más que reprocharme? —le preguntó.

—Su falta de sensibilidad para con el arte —repuso más seria—. No me pareció demasiado conmovido por los cuadros a subastar, por lo que encuentro extraño que se haya tomado el trabajo de venir hasta acá por ese motivo.

James se encogió de hombros.

—Me gusta el arte en general, no carezco de sensibilidad, señorita Georgiana.

—¡Qué sorpresa! —le dijo ella con sarcasmo—. ¡Sensibilidad y arte en un ingeniero naval! Pensaba que el acero y la construcción de barcos, con la crudeza de los astilleros, dejaba poco espacio para la sensibilidad, el disfrute del arte y la introspección.

Él se quedó en silencio, aunque pudo haberse mostrado ofendido, le extendió la mano.

—Supongo que esta vez no la rechace. Esta noche, cuando nos presentaron, ni siquiera me atreví a dársela, por temor a que no me correspondiese el saludo por segunda ocasión.

Georgiana, aturdida, no replicó y le dio la mano. Se extrañó un poco al sentir la aspereza de la de James en la suya. Fue un simple roce, pero lo percibió.

—¿Ha notado la rugosidad de mis manos? —le preguntó.
Georgie asintió.

—Pues bien, cuando comencé a trabajar en el astillero, ya siendo ingeniero, tuve que ganarme el respeto de mis compañeros que, sin poseer un título, sabían más del oficio que yo —le explicó—. Durante medio año laboré como carpintero, luego como ebanista, la precisión y el detalle fueron elementos que jamás he olvidado, así como el cuidado para evitar perder una mano. No obstante, las obras de los carpinteros del astillero son verdaderas obras de arte, como las de un escultor cuando trabaja con bloques de mármol. No piense solo en las cubiertas, que la modernidad ha sustituido por sólidas piezas de acero, piense en las puertas y las columnas lustrosas de un barco de lujo, creadas por un par de manos, rugosas por el trabajo de cada día. Para ellos, su trabajo es arte. Luego, cuando terminé en la carpintería, me aceptaron en el Departamento de diseño hasta volverme su director. Con estas mismas manos he diseñado maquinarias complejas, hélices, camarotes, cubiertas, hasta los más exóticos salones que pueda imaginar…

Georgiana le miraba con atención, un tanto cohibida al comprender que había errado con su comentario. El vizconde era un hombre alto y corpulento, y estaba muy cerca suyo, quizás con el propósito de que su discurso solo fuese escuchado por ella. Su rostro era atractivo, con un mentón fuerte y unos hermosos ojos grises, que le miraban de una manera que no podía explicar.

—Dibujo mucho, constantemente —prosiguió él— y mis planos son verdaderas obras de arte, señorita Georgiana, como lo pueden ser para un arquitecto los suyos. ¿Sabe cuál es la diferencia entre un plano y las pinturas que tanto ha alabado? —Ella permaneció en silencio y no le contestó—. Se lo diré: las pinturas reflejan un universo imaginario o real, pero que no resulta tangible o posible. Incluso los cambios acontecidos en la naturaleza, hacen cambiar el paisaje que una vez las inspiró. Y cuando lo pintado es exclusivamente fruto de la imaginación, fuera del lienzo, lo plasmado no existe. En cambio, mis planos se convierten en toneladas de hierro forjado, carpintería de primer orden, lujo, belleza, color que, con mi intelecto y visión, logran convertirse en algo tan real como un barco con su quilla, perfecto desde la proa hasta su popa. Ese mismo navío después es capaz de surcar el Atlántico en menos de una semana. Le pido entonces que no vuelva a juzgar mi sensibilidad, señorita Georgiana. No me conoce en lo absoluto como para intentarlo si quiera.

Georgie se quedó sin palabras, cuando iba a contestar algo, apareció su hermano e interrumpió la conversación. La expresión de James era apacible, había hablado en voz baja y mesurada, a pesar de que la dama le hubiese sacado de sus casillas.

—El coche ya aguarda por usted, señor Wentworth —le comunicó Edward.

James le agradeció y se despidió de los presentes. Georgie se preguntó si en la noche siguiente tendría oportunidad de disculparse con él.

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