13- La bacanal.
«Las mujeres orinan de pie, los hombres de cuclillas...».
Palabras con relación a Egipto de Heródoto
(484-425 a. C)[1].
Desde el encuentro familiar en la cámara del faraón de la Gran Pirámide, el mafioso se sintió igual que el capitán de un barco que hacía aguas, pues las chicas se quedaron destrozadas.
Cleo permanecía encerrada en su habitación. Y, aunque Tutankamón se esforzaba por levantarle la moral al recordarle que debían reunirse para hacer planes porque aún le quedaban muchas ideas dentro de la cabeza fantasmal, no había forma de que superase la depresión. Por suerte el delincuente había conseguido que Danielle saliese del estado de angustia al visitar la isla de Faros. Había apostado que al contemplar que una de las siete maravillas del mundo se elevaba frente a ella —intacta y casi palpitando— era lo que su ex necesitaba para que comprendiera que ella siempre convertía lo imposible en posible. Y, por fortuna, lo consiguió.
Pero no contaba con que los sentimientos de ambos estuviesen tan a flor de piel. Al escucharla los meses o las semanas anteriores mientras lo tiraba en los brazos de cualquier mujer una y otra vez —impaciente por desembarazarse de él—había considerado que la relación había llegado al finiquito. Y que debería emplear su fuerza de voluntad para olvidarla, sin importarle que su alma se resistiera a soltarla.
Mientras se recreaban al contemplar Alejandría desde el espigón y contaban las embarcaciones que entraban y que salían de los puertos —eran tantas que parecían un cardumen de sardinas— percibió que los corazones latían al unísono. Y, al sentir la textura de los labios femeninos cuando se amoldaban a los suyos, al escuchar la respiración entrecortada, al perderse en el brillo de la mirada azul y al oler el perfume de su excitación comprendió que se encontraba a miles de años luz de olvidarlo. Entonces, ¿por qué fingía indiferencia? No dejaba de analizar sus reacciones de los últimos tiempos. ¿Actuaría así solo porque no confiaba en él?
Y cuando se hallaba más próximo en lo físico y en lo emocional a su ex, Cleopatra antigua le arruinó los planes. Al primer beso romántico su guardia se acercó a las corridas y envió a Danielle a recorrer la ciudad y a él a desfogar su pasión en el gimnasio. No lo entendía porque Cleo jamás le había demostrado el menor interés, solo tenía ojos para Christopher. Los separó durante el resto de la tarde mientras la distraía con una visita al Museion y a la famosa biblioteca que había dentro y luego a la tumba de Alejandro Magno. Encima, le hacía de guía para que no se le escapase. ¿Cómo, si era tan inteligente, no se percataba de la estrategia de la reina?
El mafioso creía que el problema radicaba en que su novia confundía a la amiga con esta Cleopatra más egoísta, que estaba acostumbrada a mandar y a hacer su voluntad. Se trataba de una mujer que todavía no había transitado por el cúmulo de penalidades que le deparaba el futuro. Pero, bien pensado, quizá los celos ayudaran a que se soltase más cuando se percatara de la doblez de la faraona. Y lo sabía de buena fuente porque sentía unos celos monstruosos de Nathan —iguales a los de las brujas malvadas de los cuentos infantiles— cuando pensaba que vivía con Danielle y que todos los días se acostaba con ella. La única diferencia radicaba en que había aprendido a apreciarlo y a confiar en él.
El marido de Danielle. Por un instante se había olvidado de que se había casado. Pero si todos terminaban varados en el Antiguo Egipto, ¿qué importancia tendrían los lazos del pasado? Ninguna. Él se pondría a su disposición. Y sabía a la perfección cómo era, qué le gustaba, en qué creía y con qué maravillosos poderes contaba. ¿Qué rival lo superaría? Ninguno. Y el dueño de The Voice of London se transformaría en un recuerdo borroso a medida que transcurriera el tiempo. Si no fuese por los trillizos y por lady Helen se sentiría tentado a quedarse en el pasado hasta su muerte.
Y después de pensarlo se sintió un cabrón. Porque él moriría, pero Danielle era inmortal y se quedaría atrapada —sola— en el pasado. Reflexionó que por este tipo de actitudes egoístas era por lo que había destruido el romance entre los dos. Así que, aunque le costara, dejaría abierta la jaula para que su grulla volase en libertad. Quería que regresara a él por propia voluntad y sin forzarla.
Pero Cleopatra también le arruinó estos planes. Porque su expareja regresó en medio de una nube de alegría al considerar que la respuesta al dilema los esperaba en el Oráculo de Siwa. Y que debían acudir allí enseguida. ¡¿Al Oráculo de Siwa?! ¡¿Ocho días de agotadora caminata por el desierto, mientras la arena se les introducía en las narices y en las bocas?! ¿Y qué persona del siglo XXI creía en los oráculos? Ninguna, por algo habían desaparecido.
—Es necesario. —Y lo apuntaba sin misericordia con el índice—. Tampoco nadie cree en los viajes en el tiempo y aquí estamos. Nadie cree en la magia y tanto nuestros hijos como yo somos mágicos. Sé que odias volver al desierto, cielo, pero no es necesario que vengas. Tutankamón nos acompañará en la travesía.
—¡Claro que no os dejaré ir solas! —se enfadaba él en cada ocasión en la que surgía el tema—. ¡¿Por quién me tomas?!
Y el desplazamiento quedó acordado. Como iba él también se sumaron Cleopatra y parte del ejército egipcio. La consecuencia positiva de esta extravagante idea fue que Cleo salió de la abstracción y volvió a ser la de antes, feliz de que existiese un plan para reencontrarse con su amado Christopher. El único que arruinó el programa establecido fue Marco Antonio al regresar. Para ser sincero, se encontraba encantado porque dilataba las jornadas de sufrimiento sobre la hirviente arena. Necesitaba explorar en la relación con Danielle antes de retornar a la realidad. Y quizá el oráculo sí funcionara y partiesen hacia el futuro de inmediato sin haberle dado tiempo para reconciliarse.
Tal vez por su don del sentido de la oportunidad el general le cayó genial. No se trataba de un oficial estirado como Lucio —el que lo había tomado prisionero—, sino que la fuerza y la alegría le salían por todos los poros. Se reía a carcajadas, vestía como un griego más y usaba las cómodas sandalias blancas de los sacerdotes egipcios. Le regaló un par porque decía que ningún calzado las superaba. Y tenía razón, eran más confortables que sus zapatos Aubercy, que le habían costado un ojo de la cara.
—¿Sabéis? —le comentaba con informalidad—. Yo no uso esos ropajes. —Y señalaba la toga romana y los accesorios de Willem—. Solo cuando estéis en Roma haz lo que hacen los romanos. Julio César, mi gran amigo, trajo varias legiones y se apersonó con la gravedad que siempre lo caracterizaba. ¡Y los egipcios le montaron una guerra civil! Cuando me reuní aquí con Cleopatra por primera vez vine de manera particular, sin legiones y con poca compañía. ¡Y me recibieron de maravilla porque los alejandrinos son todos unos juerguistas igual que yo! —al apreciar que su mujer se hallaba en la otra punta en una entretenida conversación con Danielle le gritó—: ¿Qué tal, mi amor, si convocamos a nuestros amigos de la sociedad La vida inimitable[2] y organizamos una fiesta en honor de nuestros viajeros del futuro? —Ella asintió con la cabeza y efectuó un gesto indolente, mientras se comía con los ojos al mafioso.
Marco Antonio efectuó una pausa y luego le susurró:
—También invitaré a algunos chicos y a algunas chicas guapos de Canopo, para que con su belleza animen la diversión. Por allí se reúnen en barcos y en posadas para bailar, para tocar la flauta y el sistro y para disfrutar de la juventud en todos los sentidos. No nos vendrá mal la compañía —y a continuación lo interrogó—: ¿La rubia del futuro y vos sois algo? Es muy hermosa, me apetecería pasar algunas horas a solas con ella.
Willem se contuvo con toda la fuerza de su voluntad para no coger a Danielle de la mano y correr con ella como si un demonio los persiguiese.
—Tenemos tres hijos en común y ahora está casada con otro hombre —respiró hondo y le confesó—: Aprovecharé que el marido se quedó anclado en nuestra época para reanudar nuestra relación.
En lugar de ofenderse el romano largó una carcajada tan pronunciada que todos en la sala le clavaron la vista.
—Pues entonces haremos que la fiesta de mañana sea de disfraces. —Marco Antonio se rio más fuerte aún—. Cuando las mujeres se vuelven otras se liberan y nuestros intentos resultan más sencillos. Tomad esta llave, es de mi refugio. Allí nadie os molestará.
—Me parece estupendo, pero solo con que distraigáis a Cleopatra sería suficiente. —Se la guardó y le propinó a Marco Antonio una palmadita agradecida en la espalda: era fuerte como un buey, musculoso y con el cuello ancho de los hombres acostumbrados a levantar peso y a hacer deporte—. Se ha hecho amiga de Danielle y no la suelta ni a sol ni a sombra. ¡Así es imposible que me le acerque! —Y la sugerencia del mafioso provocó que el general se desternillase de la risa.
—¡Prometido! —se carcajeó y luego su voz retumbó en toda la sala al anunciar—: ¡A ver, necesito entrenarme! ¿Quién se ofrece como voluntario para un duelo con espadas y con puños? Sin sangre. No temáis, seré suave. —Todos los legionarios dieron un paso al frente y con un sinfín de ejercicios violentos Marco Antonio se entretuvo el resto de la tarde.
Pese a haber estudiado Historia Antigua para el ejercicio de la profesión de marchante, el mafioso no se encontraba prevenido acerca de los preparativos de la fiesta que tendría lugar por la noche y que duraría un par de días. Sabía que los vidrieros egipcios eran famosos, no solo por la belleza de sus obras en cristal soplado, sino porque las remataban en oro, al igual que las fábricas textiles, sobre todo por las telas de lujo en seda china. También había aprendido que los joyeros eran reconocidos por los camafeos y por los adornos en amatistas, en topacios, en esmeraldas y en ónices. Y que eran muy valorados los artistas que se dedicaban a los productos que derivaban de la planta de papiro. Había leído que los antiguos egipcios los exportaban y que eran muy reclamados en el exterior. Y ahora lo testimoniaba, pues nunca imaginó que para una celebración de este tipo Cleopatra emplease a cientos de artesanos a tiempo completo en el palacio. Y menos que trabajaran por turnos durante las veinticuatro horas.
Por curiosidad fue hasta las cocinas y se asombró de que cientos de jabalíes se tostasen a fuego lento. Decenas de fuentes de oro y de plata esperaban con lechones asados apoyados sobre el lomo y rellenos de tordos, de ostras, de vieiras, de patos, de yemas de huevo y de otras delicias que no reconocía. La mezcla de aromas hacía que las tripas le crujieran. Sobre otras bandejas alguien había decorado de modo exquisito pavos, ocas, erizos de mar, salmonetes. Y había miles de ánforas de vinos dulces de Jonia y de Siria, los más reputados. Se bebió un vaso que un sirviente le sirvió al percatarse de que los observaba. Sabía a mezcla de granada y de miel.
—¿Cuántos invitados seremos? —le preguntó al escriba que controlaba la tarea y que anotaba todo con minuciosidad en un rollo de papiro—. ¿Mil?
El hombre soltó una carcajada antes de informarle:
—No, como mucho cien si contamos a los flautistas y a los bailarines.
—Es fundamental que cada uno de los alimentos se sirva en su punto justo[3] —intervino el cocinero—. Por eso se elaboran varias cenas iguales en distintos tiempos. Porque si los invitados conversan o dan algún discurso no podemos interrumpirlos.
El delincuente luego recorrió las gigantescas salas que se comunicaban entre sí y donde se celebraría el banquete. Cientos de triclinios de bronce decorados en cristales de colores, en marfil, en oro y en plata reposaban sobre alfombras naturales de alhelíes blancos, de lirios y de rosas. Y, lo más agradable a la vista, los habían trenzado para que formasen atractivas figuras.
—Creen que las rosas impiden que los invitados se emborrachen —le susurró Danielle en el oído—. Y el perfume es inigualable.
La piel se le puso de gallina al sentir su aliento en el cuello y en la oreja. No la vio venir porque la joven se le acercó por detrás y era tan sigilosa como todos los monjes shaolin. Por este motivo no pudo prepararse para su inmenso atractivo. La médium —descarada— le cogió la copa de la que él bebía y permitió que el esclavo que lo seguía por el palacio le escanciara más vino. Luego le dio un sorbo coqueto y se la devolvió.
—Cierra la boca, corazón, o te entrarán moscas.
Y Will le hizo caso. La había abierto por la impresión al observar tanto derroche. Y luego la mantuvo abierta por la actitud desenfadada de la chica hacia él. ¿Sería ilusionarse demasiado pensar que esa noche le permitiría que la llevara a su cama?
—¿Estás preparada para la fiesta? —Se conformó solo con cogerla del brazo—. ¿Ya sabes de qué te disfrazarás?
—Sí, pero es un secreto. —Danielle lanzó una carcajada.
Lo curioso era que lo miraba de un modo interrogativo. Parecía que lo retaba para que hablase del momento de pasión compartida en la isla de Faros. O quizá del volcán que habían generado juntos en la de Rodas. El mafioso cada vez recordaba más datos y no entendía por qué era un tema tabú entre los dos. Optó por hacerse el tonto. Temía que las palabras los alejaran igual que en los últimos meses. Y permitió que los acontecimientos rodasen hacia donde debían fluir y sin forzar nada.
—¿Qué hacen? —Señaló a unas mujeres que, en grupo, desarrollaban una actividad que él no comprendía.
En definitiva, utilizó la curiosidad como pretexto para no profundizar en los sentimientos compartidos.
—Ponen perfumes, ungüentos y aceites en todos los objetos para que la fragancia haga que los sentidos se liberen y que tapen cualquier olor desagradable. —Danielle le clavaba la vista y resultaba obvio que se callaba la palabra «cobarde», que le pugnaba por salir—. También los espolvorean con especias.
No se resistió al encanto de la chica, que significaba para él la mayor tentación. Le tomó la mano y se la dio vuelta. Sensual, le acarició la palma sin despegar la vista de sus ojos azules.
—Dime, Danielle, por favor, cuál será tu disfraz. —Le transmitió todo el amor con la mirada—. ¡Estoy intrigadísimo!
—No te lo diré, pero sí te daré una pista: cuando me llamaban así en su versión romana lo odiaba, pero hoy estoy feliz porque me transformaré en la griega —largó una risa musical y dudó un par de segundos para después añadir—: Muchas gracias, Will.
—¿Gracias? —Se desconcertó el malhechor—. ¿Por qué?
—Por llenarme de energía durante nuestra visita al faro. —Pegó el cuerpo al suyo; no reparaban en que el servicio doméstico trajinaba alrededor y que los contemplaba con curiosidad—. Y por lo demás...
—¿Lo demás? —le preguntó al instante.
—Sí, ya sabes. —No estaba acostumbrado a verla titubear—. Por recordarme que no estoy sola, que te encuentras aquí conmigo y me apoyas.
—Siempre tendré tiempo para dedicártelo a ti, Danielle. —La colocó frente por frente a él—. Y tú conoces al dedillo el porqué. He cambiado y no deseo ser invasivo contigo de nuevo. Solo por este motivo me callo. —La chica bajó los párpados.
—Lo sé. —Volvió a levantar la mirada—. Yo también te tengo cariño... A pesar de todo...
—¿Cariño? —Le chocó porque le daba la impresión de que hablaba de sir Alban, el gato fantasma que había adoptado y que se dedicaba a hacer travesuras—. ¡¿Solo cariño?!
Aproximó los labios a los de ella y le acarició la cara con la toga blanca. Y la besó. Primero con ternura y luego con todas las ansias reprimidas durante los meses de separación.
—¡Ah, estáis aquí! —La voz de Cleopatra antigua era tan chillona como el sonido de una corneta desafinada—. Os buscaba porque me gustaría comentaros algo. Un hermoso disfraz os espera a cada uno en vuestros respectivos aposentos. ¿Qué tal si os los probáis?... Pero antes debo participaros algo, Danielle. Vos, Willem, id a poneros el vuestro de Alejandro Magno. Estoy segura de que os quedará perfecto, tengo buen ojo para los hombres.
Él se limitó a observarla enfadado, pero la reina se hizo la distraída. Marco Antonio todavía entrenaba con los legionarios, así que no tenía oportunidad de cumplir su promesa. Necesitaba que alejara a esa mujer o sería capaz de acogotarla.
Pero al caer la noche y mientras se presentaban los invitados en el palacio, se percató de que el romano no olvidaba la palabra dada. Mantuvo a Cleopatra antigua pegada a él y cuidaba que no se le despegase ni a sol ni a sombra.
—¡Qué pesada! —Cleo les habló a Tutankamón y al mafioso desde el costado derecho, se encontraba muy guapa vestida de bailarina—. No acepta la realidad, y, de paso, me abochorna. Te pido disculpas en su nombre.
—Te entiendo. —El fantasma le pasó el brazo por los hombros a Cleo y el cabello se le puso de punta—. ¡Qué vergüenza!
—¡Me resulta increíble que seáis la misma persona! —El delincuente movió de arriba abajo la cabeza—. ¡Más diferentes no podríais ser, te juro que no lo entiendo!
—¡Ni yo, esta chica me avergüenza! —Su álter ego le efectuaba un gesto de disgusto y lucía enfurruñada, pues deseaba cambiar su lugar por el de ella—. ¡Danielle acaba de entrar, miradla! ¡Qué guapa está!
Willem giró en la dirección que su amiga le indicaba. Y se quedó sin respiración, lucía increíble. Los celos lo agobiarían durante la madrugada entera, pues todos los hombres le clavaban la vista como si en lugar de ojos tuviesen penes. Y no era para menos.
Se había vestido igual que las representaciones de la diosa Afrodita que decoraban las paredes. El vestido de seda blanca —casi transparente— tenía un escote pronunciado tanto en el frente como en la espalda. Y permitía que cualquier observador se deleitara con la belleza de las curvas. No revelaba del todo la silueta, sino que la insinuaba en un juego de sombras y de claros que dependían de cómo se colocase. Varias capas se superponían a partir de la cintura y moldeaban el cuerpo perfecto de la joven. Le dejaba los brazos al descubierto y en la parte trasera terminaba en forma de capa.
Un cinturón de oro reproducía decenas de hojas de loto superpuestas. El mismo diseño también le decoraba los hombros. Willem siempre la veía hermosa, pero ahora estaba despampanante. Se atrevía a asegurar —sin riesgo a equivocarse— que el disfraz que le había regalado Cleopatra continuaba encima del lecho. Una de dos. O se trataba de parte del ajuar y de las joyas que Tutankamón le había regalado. O, de lo contrario, se lo había comprado con el producto de la venta. La reina —que se sentaba en el trono y que vestía igual que Isis— jamás le hubiese proporcionado vestiduras que provocasen que la opacara.
La muchacha caminó hasta donde se hallaban, sin ser consciente de la expectación que despertaba en los presentes. Daba la impresión de que no escuchaba los murmullos que la seguían por donde circulaba, como si estuviese en la alfombra roja de la entrega de los Oscar.
Poco después el general Marco Antonio dio inicio al banquete al anunciar con informalidad:
—¡Amigos, poneos cómodos en vuestros triclinios y disfrutad de los manjares! ¡Ah, y no os olvidéis de llevároslos! Os los regalamos junto con dos esclavos.
Como si fuesen una bandada de gaviotas hambrientas, no bien terminó de hablar todos se dispusieron a comer con las manos. Al principio los viajeros se sentían muy incómodos y no dejaban de lamentarse entre ellos por la forma en la que se ensuciaban, pero a medida que transcurrían los minutos —y bajaban el contenido de las copas de vino dulce— las risas sustituían a las quejas.
El mafioso observaba alrededor con preocupación creciente. Al principio los invitados mantenían la educación y las buenas formas, pero a medida que el abundante alcohol hacía efecto veía que algunos hombres y algunas mujeres se escabullían hacia los sitios más oscuros con jóvenes efebos o con hermosas hetairas[4]. O con los músicos y con los bailarines de ambos sexos. Era obvio a qué se dedicaban, pues volvían despeinados y se acomodaban los disfraces mientras se reían a carcajadas. Y el resto los aplaudía y festejaba la hazaña erótica.
—Hasta aquí llego. —Cleo se levantó del asiento—. Me voy porque ya sé que esto termina en una orgía griega.
—Nosotros dos nos quedamos un rato más. —Danielle se reía, achispada por la bebida.
Pero el delincuente frunció el entrecejo. Rumiaba si era una decisión sabia continuar allí, porque al terminar de atiborrarse de comida nadie se escondía y las parejas retozaban sobre los triclinios y sobre las alfombras de rosas, de lirios y de alhelíes mientras se desnudaban unos a otros.
—¡Quita esa cara! —La médium se tambaleaba un poco—. ¡Tú también te dedicabas a la buena vida como ellos! —Él se hizo el sordo, no tenía sentido razonar con la joven si estaba borracha como una cuba.
En ese momento Marco Antonio observó a Danielle y gritó:
—¡A disfrutar con la hermosura que hay aquí!
Al mismo tiempo se quitó el disfraz de Dioniso y se quedó desnudo sin disimular la excitación. Cleopatra lo imitó mientras se comía a Willem con la vista. Pero el delincuente no esperó a que su vestido cayese al suelo.
Mientras flotaba en el aire se cargó a Danielle sobre el hombro, la apretó fuerte contra sí y pronunció:
—¡Nos vamos!
—¡¿Qué!? —Se llevó la copa de vino de Jonia hasta la boca, despatarrada como estaba sobre él—. ¿Por qué debemos irnos si esto se pone muy divertido?
—Porque no tengo la menor intención de compartirte con todos los tíos que hay aquí. —Y Willem, celoso, abandonó con ella la sala.
[1] Citadas en la página 42 del libro Cleopatra, de Stacy Schiff. Ediciones Destino, S.A, 2011, Barcelona. Con esto pretendía decir que las mujeres egipcias mandaban más que los hombres.
[2] Según Plutarco los integrantes de esta sociedad se turnaban para hacer banquetes con gastos increíbles y desmedidos. Leer la página 178 de su obra Vidas paralelas: Demetrio-Antonio, antes citada.
[3] Se me ocurrió al leer la anécdota que Lamprias —el abuelo de Plutarco, quien le comentó a su nieto cómo había sido un banquete en el que había estado y que él compartió en su libro. Leer las páginas 178 y 179 de Vidas paralelas: Demetrio-Antonio, antes referida.
[4] Eran mujeres bellas, cultas, liberales y refinadas que ejercían como cortesanas y animaban los banquetes y los encuentros masculinos. Estos estaban vedados para las esposas. Su función era similar —salvando las distancias culturales— a las geishas de Japón.
Durante la visita a la isla de Faros Danielle y el mafioso se besan.
Pero Cleopatra antigua los interrumpe cada vez que existe un acercamiento y Will tiene ganas de acogotarla.
Por suerte llega el general Marco Antonio y lo ayuda a reconquistarla.
Y mantiene a la reina ocupada...
Os dejo este gif de una reconstrucción de la cara de Marco Antonio, hecha a partir de las esculturas que hay de él.
En el vínculo externo y en comentarios os dejo el artículo completo del periódico ABC, es muy interesante para apreciar las diferencias sociales en la alimentación.
https://youtu.be/mh8MIp2FOhc
Vidas paralelas: Demetrio-Antonio, de Plutarco. Alianza Editorial, S.A, 2007, Madrid.
https://youtu.be/87f-xZVqMU4
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