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8- ¡Detente, aquí es el Imperio de la Muerte!


«Pero como en estos tiempos esta perfidia se encuentra con más frecuencia entre las mujeres que entre los hombres, como lo sabemos por experiencia, si alguien siente curiosidad en cuanto a la razón, podemos agregar, a lo ya dicho, lo siguiente: que como son más débiles de mente y de cuerpo, no es de extrañar que caigan en mayor medida bajo el hechizo de la brujería».

Malleus Maleficarum. El martillo de los brujos,

de Sprenger y Kramer

(1487) [1].

—¡Respira hondo, pequeña! —le pidió Anthony a lady Helen—. Y, por favor, no hiperventiles como tu nieta cuando la pilló Willem la otra madrugada.

     A la anciana le costó un triunfo calmar la respiración, pero gracias al comentario lo consiguió. Resultaba cómico que el espíritu la considerara su nena, aunque en la actualidad fuese octogenaria. Era comprensible porque había sido el mayordomo de la familia durante varias generaciones y había vivido con ellos en Pembroke Manor. Y se habían hecho una piña después de convertirse en fantasma.

     Al percatarse de que lucía tan nerviosa como una adolescente en su primera cita y de que se resistía a tocar el botón digital de la mansión de Van de Walle, la apremió:

—¡Púlsalo, no duele! ¡Hoy no te permito que te vuelvas a girar y que eludas la visita! Si te niegas a timbrar de nuevo te arrastro por los aires hasta la habitación de los bebés. ¡Quiero que los conozcas!

     La señora lo contempló con indulgencia y soltó un suspiro. Si su amigo se hallaba tan fascinado por los tres niños debía conocerlos —era la bisabuela—, aunque tuviese que soportar al infumable tramposo.

—Bien, Tony, te hago caso. —Todavía reticente, dejó caer la mano sobre el artefacto—. Pero que conste que mi acción no significa que apruebe las barbaridades que hizo el delincuente de su padre.

     No le preguntaron quién era. El portón se abrió solo y el ejército que custodiaba la fortaleza se apartó en dos filas para dejarla pasar, como si el rey de Inglaterra desfilase por las avenidas.

     Willem, que esperaba a la señora en la parte exterior para darle la bienvenida, la saludó:

—Me alegro de que nos visite. —Cortés, no mencionó que no le hubiese telefoneado, sino que señaló la puerta y la invitó a que entrase—. Por favor, siéntase en su casa.

—Antes que nada, joven —le replicó ella, contrariada, mientras traspasaba el acceso—, deseo que sepa que de ninguna manera aplaudo su conducta. ¡Me parece degradante, perversa y miserable hasta para usted! Pero los hijos no son responsables de los delitos de los progenitores y por este motivo estoy aquí para ayudarlo a cuidarlos.

     No se conmovió al verlo desfallecido y un poco desmejorado si lo comparaba con la vez anterior en la que ella y Tony cotillearon qué hacía. La última ocasión en que lo espiaron —gracias a los poderes sobrenaturales del fantasma— fue meses antes cuando su nieta y sus dos pretendientes regresaron de Japón. Aunque reconocía a regañadientes que sí se tranquilizó al comprobar que el hombre se tomaba la paternidad muy en serio.

—Sé, lady Helen, que usted jamás aprobó nuestra relación —admitió él con cortesía.

—Está en lo cierto, sabía que tarde o temprano se casaría con lord Nathan —reconoció la anciana, seria—. Y los acontecimientos demostraron que usted la amaba de una forma tóxica.

—¡Nena, olvídate de las rencillas y veamos a los bebés, estoy impaciente! —Pero antes de que pudiese pronunciar una palabra el espíritu desapareció.

     Segundos después volvía con los tres pequeños entre los brazos. Ellos —felices— lanzaban chillidos de alegría.

—¡Dios mío! —El mafioso se quedó pálido al verlos flotar solos en el aire—. ¡Soy incapaz de acostumbrarme a estas escenas! ¡Cada vez que los veo hacer esto pierdo años de vida!

—Debería saber, joven, que con Anthony no corren el menor peligro, sino todo lo contrario. Él los protege y os ayuda para que descanséis un poco por las noches —y luego, amable, lo tranquilizó—: Si pudiera ver el cuidado con el que los lleva en brazos dejaría de preocuparse.

—¡¿Usted también puede verlo?! —Se asombró el malhechor.

—Por supuesto, ¿de dónde cree que proviene el don de mi nieta? —y después le advirtió—: Y seguro que los trillizos también lo tienen, mire cómo observan la cara de Tony y copian su sonrisa.

—No sé, no pensé que fuese hereditario —refunfuñó el hombre un tanto desconcertado—. Danielle nunca me comentó que usted también pudiese hacerlo...

—Porque no lo sabía, se enteró al volver de Japón —se acercó a una de las niñas, la cogió y le preguntó al padre—: ¿Esta preciosidad es Helen?

     Willem le iba a preguntar cómo lo sabía, pero al contemplar la escena prefirió no pasar por tonto, pues era obvio que la abuela de su exnovia estaba al corriente de todo lo que sucedía allí.

—Sí —le comunicó, escueto, todavía sin saber si debía sentirse molesto por el espionaje o halagado: la visita de la anciana, aunque fuese intempestiva, era un nexo que lo ligaba a Danielle, otro punto de conexión, y debería esmerarse en hacer las paces con ella—. Por favor, siéntese. —Ella se acomodó en el sofá con la pequeña entre los brazos.

     Anthony aprovechó para hacer aterrizar a los otros dos niños en los de Will y para acercarse a lady Helen y preguntarle:

—¿Te puedo dejar sola con él, nena? Respira hondo y cuenta hasta cien. Y, por favor, no la líes. ¿Crees que serás capaz de no pegarle si os dejo juntos? Quiero ir a París, no deseo que nuestra pequeña esté sin vigilancia. La acompaña un espectro del que no me fío ni un pelo.

—Ve con Danielle, Tony, nos llevaremos bien —dirigió la vista hacia Van de Walle, que la contemplaba pasmado—. Te prometo que el padre de mis bisnietos y yo hoy haremos una tregua.

     Y, tranquilo porque sabía que la aristócrata jamás rompía una promesa, Anthony abandonó la mansión. Pensó en aparecerse para ver qué tal le iba a Nathan en la nueva misión que le había encomendado el MI6, pero lo descartó porque el fantasma de su hermana le custodiaba las espaldas.

     «¡Mentiroso!», se regañó, porque actuaba igual que el que jugaba al solitario y se hacía trampas. Pretendía hacerle compañía a su hija lo más rápido posible porque no soportaba al engreído de Oscar Wilde y odiaba que pasase tanto tiempo con él.

     Había conocido al escritor en sus mejores años. Y sabía que solo se miraba el ombligo y que era bastante misógino. ¡Había que verlo ahora! Se comportaba como un abanderado de la Liberación Femenina y del movimiento LGTBIQ+. O esto fingía para llamar la atención de Danielle y mezclarse en una importante investigación que movilizaba a fantasmas y a humanos. En su opinión, no había cambiado ni un ápice y buscaba ser el ajo de todas las salsas para figurar después de muerto. «No estoy celoso», se mintió y se creyó el embuste. «¡Solo deseo lo mejor para mi nena y ese individuo es un fastidio!»

     Cuando arribó a la habitación de L'Hotel  y no había nadie, fastidiado, frunció el entrecejo. Se suponía que lo esperarían, pero se habían ido sin más. No le dio buenas vibraciones. ¿Y si el escritor era cómplice del asesino? Tal vez se aprovechaba de que no pudiese indagar en el futuro y en estos instantes le tendía una emboscada a Danielle. Reflexionó que lo mejor era que los siguiese a una distancia prudencial y sin que se percataran de su presencia. Se mantendría alerta ante cualquier señal que indicase un peligro para su nena.

     El espíritu cerró los ojos y pidió:

—¡Llevadme con mi hija!

     Y a velocidad mental se encontró frente a un arco de piedra.

     En la parte superior del mismo lucía la siguiente advertencia:

Detente, aquí es el Imperio de la Muerte.

     Y el fantasma sintió que un latigazo lo recorría. En un espectro equivalía al escalofrío de los vivos.

     Pero pese a las aprensiones de su padre adoptivo, Danielle disfrutaba cada minuto en compañía de Wilde. Y disponía de un permiso especial por escrito de las autoridades para acceder donde creyesen oportuno investigar, incluso a zonas que como historiadora le estaban vedadas. ¿Se podía pedir más? Empezaron antes de la hora pactada a sugerencia del escritor, que se hallaba más contento que un par de castañuelas.

—Deberíamos esperar a mi padre, Oscar, tal como le prometimos —refunfuñó ella, sin demasiada reticencia.

—¡Tonterías, no fue una promesa! —Movió el dedo índice de modo negativo—. ¡Y él sabe que estás conmigo, Danielle, lo entenderá a la perfección! No correrás ningún peligro y de este modo ganamos tiempo. ¡Tu padre se unirá a nosotros después!

—Tienes razón, querido amigo. —La chica se acomodó la cabellera—. ¡Vamos allá!

     El primer sitio por visitar fue l'Île de l'Cité porque allí se encontraba la catedral de Notre Dame. Debido a la hora ya no había turistas. La muchacha contempló los arbotantes que sostenían la construcción y que, en medio del río Sena, le daban una apariencia de aliscafo al surcar las aguas. Aprovechó que les habían dado vía libre para entrar por la puerta de Santa Ana. Y para recorrer de una punta a otra los cuatro mil ochocientos metros cuadrados de superficie... Y allí perdieron la noción del tiempo.

     Danielle, desencantada por no hallar ninguna pista, mucho más tarde se quejó:

—¡Aquí no hay nada! ¡Vámonos!

—No desesperes, mi estimada amiga. —La frenó Oscar, ponía la mano en alto—. ¡Aún nos queda la sacristía!

—¿Y piensas que nos han dado permiso también para entrar en ella? —Era consciente de que en el lugar guardaban los tesoros de la catedral, la mayoría del siglo diecinueve, pero también varias reliquias.

—¿Necesitamos permiso, acaso? —le replicó él, esbozaba una sonrisa irónica.

     Con un simple movimiento de la mano abrió la puerta.

—¡Mira ahí! —exclamó ella sorprendida.

     A simple vista se percibía que, al lado de donde se guardaban los huesos de San Luis, había una hoja con una sopa de letras igual a las que Danielle había recibido. 



—¡Aleluya! —gritó el escritor, contento—. ¡Yo tenía razón con lo de Ingres! ¡Sabía que no me equivocaba!

     Se acercaron a las corridas, y, con las cabezas muy juntas, intentaron descifrar el mensaje oculto.

—Aquí dice «cripta». —La chica señaló la palabra.

—Pues no perdamos más el tiempo en desentrañar el acertijo, Danielle —la apuró Oscar, más impaciente que si fuese a una cita con un novio guapísimo—. Acudamos ahora mismo y sin más dilación a la cripta arqueológica de Notre Dame, en la Place du Parvis.

—¡Tienes razón, compañero! —Parecían dos niños mientras jugaban a los detectives.

     La médium daba grandes zancadas mientras el escritor flotaba al lado y la apresuraba. Pronto llegaron a la entrada por la que se descendía a la cripta. Se hallaba pegada a la prefectura de policía.

     Wilde la detuvo:

—Espera un segundo que me encargo de esto, el horario de visita también ha finalizado aquí.

     Movió de nuevo el brazo y al instante pudieron acceder. Repitió la operación después de que entraron y se cerró con un ruido seco detrás de ellos, como si fuese el portalón de una cárcel de máxima seguridad.

—¡Es un placer tener estas maravillas solo para nosotros! —La muchacha se hallaba feliz, aunque se suponía que se encontraban en medio de una investigación por un par de asesinatos, y el olor a humo no opacaba su dicha.

     La fascinación respondía a que ya en el arranque Danielle se topó con los restos de la Lutetia romana y con los distintos estratos de las ciudades medievales que se construyeron una encima de la otra.

—París tiene más agujeros que un queso emmental.[2] —Oscar abrió los brazos y abarcó el recinto—. Por debajo están las minas de piedra caliza que se explotaban desde la época de los romanos. Más tarde se construyeron con ellas gran parte de los edificios de la ciudad, incluso Notre Dame. Tuvieron que reforzar con pilares a lo largo de los siglos porque hay zonas que se vienen abajo.

     Recorrieron la cripta de una punta a la otra. Cuando llevaban una hora allí dentro, la médium soltó un suspiro y admitió:

—¡No hay ningún mensaje aquí!

     Se sentaron sobre uno de los escalones y enfocaron la vista, ensimismados, en la sopa de letras para analizarla.

     La chica cogió un lápiz del bolso e indicó:

—Mira, Oscar, aquí dice «nadie».

—Sí, Danielle, y aquí «imperio».

—Y acá «muertos» —continuó la médium.

     El escritor, triunfante, leyó:

En la cripta no hay nada. Id al imperio de los muertos.

     Los dos se miraron y exclamaron al unísono:

L'ossuaire municipal![3]

     Luego Wilde agregó:

—Se me han adelantado, pensaba llevarte allí... Y siento haberte hecho precipitar antes, discúlpame. Me he dejado llevar por el entusiasmo... Pero nos sirvió para comprobar que el asesino ve el futuro y que sabía que cometeríamos este error.

     No todas las personas que visitaban París sabían que entre los trescientos kilómetros de catacumbas que había debajo de la ciudad, una parte de ellos —la zona llamada Puerta del Infierno— se hallaba destinada al depósito de huesos. Louis Thiroux de Cronse —Teniente General de la Policía— había materializado esta idea en mil setecientos ochenta y seis. Los había hecho trasladar desde los cementerios parroquiales que habían sido suprimidos —incluso desde el Cementerio de Saint Nicolas de Champs y del de los Saints-Innocents— y durante quince meses los carruajes habían cruzado por la noche París con su macabra carga.

     Habían depositado allí a los fallecidos en el año mil setecientos ochenta y ocho durante los desórdenes de la pre-revolución. Y a los caídos en la Place de Gréve, en el Hotel de Brienne y en la Rue Muslée. Danielle sabía que a partir de mil ochocientos diez se le había conferido la apariencia de mausoleo que tenía ahora y que la habían adornado con las tibias y con los cráneos. Por fortuna, también habían conservado las piedras grabadas de los antiguos cementerios.

     Un rato más tarde la muchacha y el fantasma de Oscar Wilde se hallaban frente a la entrada de las catacumbas de la Place de Denfert-Rochereau, libre de turistas también. Expectantes los dos e intrigados con lo que podrían encontrar debajo.

     El escritor volvió a cortar el aire con la mano y el acceso se abrió como si fuese las fauces de un tiranosaurio rex listo para engullirlos. Cuando lo traspasaron volvió a cerrarlo con un movimiento y el chirriante golpe sonó como una amenaza.

     Antes de continuar le preguntó a la joven:

—¿Estás segura, Danielle, de que quieres entrar a estas horas de la noche? Debo prevenirte primero, aquí mora el triple de personas que en la superficie de la ciudad. Tú puedes verlas y ellas a ti también, no es algo a lo que estén acostumbradas. El mensaje que han dejado quizá encierre una seria amenaza para tu seguridad.

     Era cierto, pues entre los fallecidos había seis millones de almas mientras que entre los vivos solo dos. Pero como siempre decía la joven «peligro era su segundo nombre» y no se acobardaría ahora.

     Oscar se anticipó a los pensamientos de la médium:

—¿Te imaginas, Danielle, cuántas historias olvidadas hay de siglos atrás? Ni siquiera se sabe los nombres de todas las personas que están aquí.

     Ella soltó el aire y le respondió con tristeza:

—Sí, me da mucha pena. Y resulta irónico porque aquí abajo se amontonan los ricos y los pobres, sus huesos se entrelazan. ¡Con lo separados que estaban mientras vivían!

—¿Seguimos entonces? —insistió Oscar—. ¿Estás segura, Danielle?

—¡Por supuesto! —le contestó veloz.

     El espectro materializó un farol de mano Rolson de los que cualquiera podía comprar en Ebay  y lo hizo flotar delante de ellos. Daba una luz blanca y tan intensa como la de la Parca cuando arribaba y anunciaba la muerte de algún desdichado.

     Comenzaron a bajar los ciento treinta peldaños de la escalera de caracol que los conducía veinte metros dentro de las entrañas de la tierra. La humedad le impregnaba la piel a Danielle, al igual que las fosas nasales. Este hedor y el de los huesos limpios resultaba inconfundible.

     Descendieron y descendieron hasta llegar a una especie de mazmorra de pasillos estrechos, que los ceñía como si fuese un cinturón bien ajustado.

—¡Menos mal que soy delgada! De lo contrario me costaría acceder. —Se asombró la joven—. Los cráneos y los fémures parecen manos que intentan sujetarme.

—¡Y menos mal que yo soy un espectro! —El escritor lucía impresionado y lo recorría un estremecimiento—. De lo contrario me quedaba aquí atascado y sin salir a la superficie por toda la eternidad.

—Resulta extraño —murmuró la chica con tono reverencial—. Desde que empezamos hoy nuestro recorrido no hemos visto ni un solo fantasma. Ni siquiera en la catedral ni en la cripta, que siempre en mis otras visitas estaban repletas de espíritus. ¿Se esconden de mí? Tal vez no desean mezclarse en esta investigación.

—No te preocupes, Danielle, ya aparecerán —la consoló el escritor—. ¿Sabes? Escuché decir a muchos fantasmas de las catacumbas que al rey Luis XVI le cortaron la cabeza por haber tirado sus huesos aquí y por condenarlos al anonimato. Que utilizaron sus habilidades para influir en los vivos y acabar con el antiguo régimen. ¡Vaya venganza!

—Es muy probable. —Enseguida empatizó con los muertos—. Causa tristeza pasar por la vida sin pena ni gloria y sin que quede nada de ti. Que te consideren basura a recolocar o una mera atracción turística.

—O, peor aún, un simple ingrediente para hacer misas negras. —Wilde se sacudió como si hubiese temblado la tierra a causa de un seísmo—. Se prohibió acceder a las catacumbas porque sacrificaban a personas y las dejaban aquí. Nadie volvía a saber de ellas, era como si se hubiesen desvanecido en el aire.

—¡Me da tanta pena! —La médium, conmovida, rozó la piedra con la mano—. En este lugar hay desesperanza, se percibe con facilidad. ¿Sabrán estos fantasmas que pueden salir de aquí o piensan que están condenados a vagar por este sitio hasta el fin de los días?

     En el momento en el que la joven pronunció estas palabras se materializaron cientos, miles o quizá millones de espíritus. Como el espacio —pese a ser amplio— resultaba reducido para contenerlos a todos, solo hacían visibles las cabezas. Un detalle que Danielle les agradecía, de lo contrario tal vez le hubiese dado claustrofobia.

     Una de las testas —tan transparente como la bruma que envuelve los ríos— se le acercó y tímida le preguntó:

—¿Qué es lo que decís? ¡No os entiendo! ¿Acaso no estamos atados a la Entrada al Infierno?

     La joven, en tono muy alto para que todos la escuchasen, anunció:

—No, amigos, no estáis atados a este lugar, podéis ir adonde queráis. Es más, os invito a uniros a mi ejército espectral. ¡Allí seréis bienvenidos!

     De improviso, la totalidad de las cabezas sin cuerpo se deshicieron como si fuesen humo al que arrastraba el viento. No abandonaron la sala, pues se escuchaban los murmullos de millones de gargantas sobrenaturales.

—Deciden si pueden confiar en ti —le aclaró Oscar Wilde—. Imagino que la respuesta será afirmativa. Ya eras muy conocida por aquí, pero desde tu hazaña en Japón ahora eres una estrella.

—No me extrañaría que supieran más de mí que yo misma. —Danielle se enfadó con su padre adoptivo porque no le había mencionado nada en absoluto.

     Se negaba de plano a responderle las preguntas. Debía reflexionar mucho y hacer trabajar la mente.

El cerebro es similar a un músculo, debes entrenarlo —añadía Anthony, con una sonrisa ante cada uno de sus interrogantes—. ¡Cuanto más trabaja, más se desarrolla!

     Con Da Mo —su maestro shaolin— sucedía más de lo mismo, pero cada vez que se hallaba en peligro o que necesitaba su ayuda aparecía para brindársela. Excepto en Japón cuando estuvo a un tris de morir, pero esta era otra historia...

     Las cabezas volvieron a materializarse e interrumpieron la conversación, colmaban la sala:

—Muy bien, hablaremos con vos y os daremos respuestas. —El fantasma que se había comunicado antes avanzó y se le colocó frente por frente—. Si nos decís, primero, por qué estáis aquí.

     No tenía sentido engañar a los muertos —ellos leían los pensamientos—, así que Danielle sabía que la única opción era la sinceridad.

     Paseó la vista por los espectros en una mirada panorámica y les explicó:

—Alguien asesinó a dos hombres y nos ha dejado una nota para que bajásemos aquí. —Se la quitó del bolsillo y se las mostró mientras estudiaba la reacción—. El primero fue Raymond Hopkins, un inglés con antecedentes penales por robo y por estafa a nivel internacional. Era descendiente del cazador de brujas Mathew Hopkins. A él lo asesinaron lejos de aquí, en Madrid, pero en el Museo del Louvre ajusticiaron a Lotario Aubigne. Era un asesino a sueldo que se vanagloriaba de ser descendiente de Carlomagno.

—Sería de una línea bastarda. —Y su interlocutor movió con desprecio la cabeza.

—Decidme —prosiguió Danielle, insistente—, ¿vosotros sabéis algo?

     Las cabezas rebotaron desde el suelo hasta el techo como si fuesen balones, cada una en dirección a las otras mientras intercambiaban información. Luego la de un anciano —lucía un tricornio[4]— se aproximó a Danielle y se separó del resto.

—Hemos escuchado hablar mucho de vos. —Y se inclinó con respeto, tanto como la pequeña porción de cuello se lo permitía.

     El primer hombre que le había hablado también se acercó y añadió:

—Podemos confiaros un hecho relevante, ¿sabéis? Todas las mujeres han desaparecido de aquí.

—¿¡Desaparecido!? —Se asombró la joven—. ¡¿Cómo que han desaparecido?!

     Las cabezas que se encontraban alrededor de las dos que hablaban volvieron a rebotar y susurraban una con otras.

—¿Acaso veis el espíritu de alguna mujer por aquí? ¡Claro que no! ¡Y os diré quién se las llevó: fueron las brujas! —gritó la de un hombre joven que portaba un capotain[5] y que se hallaba situado al fondo.

—¿Las brujas? —vociferó Danielle para que la escuchase por encima de los murmullos.

—¡Sí! —La testa del aludido se abría paso entre las demás para llegar ante ella y al golpearlas sin querer daba la impresión de que jugaban al billar, pues las impulsaba contra las paredes de los costados—. ¡Vinieron aquí y obligaron a las mujeres a firmar un contrato con el Diablo! ¡Había sangre por todos lados y hasta hicieron un sacrificio!

—¡Sí, un sacrificio! —Los gritos desgarrados recorrieron la estancia y provocaron que Oscar Wilde se estremeciese.

     La cabeza desapareció y cuando volvió a materializarse rozaba la nariz de la médium.

—¿Sabéis? —Clavó los ojos en los celestes de la chica, de modo tal que por momentos ella aspiraba parte de su bruma—. Después de eso apareció un hombre con cuerpo de cabra[6]. ¡Era el Diablo!

     El eco de la voz rebotaba en las paredes y tenía su réplica en los labios de los muertos quienes, como si estuviesen hipnotizados, repetían una y otra vez:

—¡Era el Diablo! ¡Era el Diablo! ¡Era el Diablo!

     Alentada por el coro macabro, la testa prosiguió:

—Después de firmar las obligaron a obedecerlo y a renunciar a Dios para siempre. ¡Satanás exigía sumisión completa! ¡Y más tarde las marcó con su señal en el lado izquierdo del cuerpo!

     El muchacho que había hablado desde el principio se acercó a Danielle y en el oído le susurró con voz titubeante:

—A partir de ahí todas las mujeres podían hacer maleficios. Debían hacerlos, además, de lo contrario Satanás las castigaba. ¡Y los castigos eran horrendos!

     Se aproximó un fantasma que hasta el momento no había hablado y en el otro oído le murmuró:

—Y obligaron a las mujeres a comer carne de bebés recién nacidos, también. Y a preparar brebajes y ungüentos para que las brujas vivas volaran. ¡Y cuando nacían les quitaban los niños a los padres antes de que los bautizasen!

     Efectuó una pausa prolongada, escrutó a la muchacha y le advirtió:

—Vos sois madre de varios pequeños, ¡tened mucho cuidado! Sois muy poderosa y vuestros hijos lo serán también. ¡Querrán obsequiárselos al Diablo! ¡Satanás los querrá para sí! —A la médium se le puso la piel de gallina.

     El anciano se acercó a ella, y, aterrorizado, le musitó:

—Y lo peor, ¡las mujeres de aquí debían concurrir a todos los sabbats[7]! Las obligaba a asistir a los ordinarios y a los ecuménicos. ¡Y Satanás también estaba allí! Y después de la ceremonia danzaban hasta caer agotadas. Bailaban en círculos mirando hacia afuera, alrededor de una bruja que llevaba una vela encendida en el ano para que todos pudieran ver en la oscuridad[8].

—Y cuando la danza culminaba —continuó el hombre joven del principio, todos hablaban como si fuesen una sola voz— comenzaba la orgía. Y el Diablo yacía con todos los presentes, sin que importara la edad o si eran hombres o mujeres.

     Danielle frunció el entrecejo e inquirió:

—¿Vosotros visteis lo que me estáis contando?

     Las cabezas rebotaron con más rapidez que antes. Susurraban y efectuaban un sonido similar al de la serpiente de cascabel a punto de atacar.

     Luego el anciano se le acercó y le contestó:

—No, no lo vimos nosotros, pero si Étienne y el otro hombre.

      Realizó una pausa para que procesara los datos y continuó:

—Y ahora Étienne ha desaparecido y el otro hombre ha sido sacrificado. ¡Sacrificado por esa sociedad secreta! ¡La sociedad de las brujas! Solo pueden entrar los que tienen poderes o aquellos a los que el Diablo se los regala. ¡Sin duda esta catástrofe ha sido obra de Satanás y de ellas!

—¡Las mujeres! —gritó un hombre joven que hasta el momento no había dicho ni una sola palabra—. ¡Las mujeres son todas unas brujas!

—¡Y nos han dejado aquí! —Los alaridos de millones de voces masculinas rasgaron el aire—. ¡Encerrados y sin poder salir, condenados en la Entrada al Infierno! Para que luego venga el Diablo y nos lleve también. ¡Estamos todos malditos!

     Danielle se puso en el medio de los fantasmas, para que se calmaran y que saliesen del terror colectivo que los embargaba.

—¡Escuchadme! ¡No estáis presos aquí, sí que podéis salir! —desmintió la información—. ¿Por qué no venís conmigo y os unís a los míos?

—¿Irnos de aquí? Ahora no me fío tampoco de vos, algo nos querréis hacer. ¿Y si también sois una bruja que deseáis nuestras almas para ofrendárselas a Satanás y todas vuestras bonitas palabras resultan un vil engaño? —Crearon un viento implacable que olía a muerte, a humo y a azufre; la ropa de la muchacha volaba y el pelo se le enredaba—. Lo habéis dicho al principio, pero no sabemos si creeros. Llevamos siglos aquí y nadie se ha molestado en ayudarnos. ¡Y encima vos sois mujer! ¡Y una bruja como todas!

     Danielle se rodeaba el cuerpo con los brazos para evitar que la vestimenta se le escapase por los aires. Oscar Wilde, en cambio, tenía cara de pánico y retrocedía hacia la entrada mientras le hacía gestos para que lo siguiera.

—¡Sí que podéis abandonar este lugar! —insistió la muchacha con energía—. ¿No habéis escuchado hablar de mí, acaso? ¡Reflexionad! ¿Cuándo he osado mentirle a algún fantasma? ¡Jamás lo he hecho! ¡¿Ignoráis que mi maestro es el propio Da Mo, uno de los espíritus superiores?! ¡Escuchadme, entonces! Ahora formaréis una fila y saldréis de aquí todos juntos. Y mi maestro se ocupará de vosotros. ¡No es un pedido, es una orden! ¡Elegid! ¡Os vais conmigo o con el Diablo! ¡Y dejad ya mismo de producir este viento! No permitiré que os quedéis en la Entrada al Infierno como almas en pena.

     La calma volvió a reinar como por arte de magia. Los espectros rebotaron unos contra los otros y movían las cabezas de arriba abajo para asentir.

     El anciano se acercó a Danielle y le pidió consejo:

—Os obedeceremos, preferimos ir con vos y alejarnos del demonio. ¿Pero qué hacemos con el hombre que ha sido sacrificado? Su espíritu no está aquí. Ni tampoco el de Étienne...

—¡¿Hay un muerto?! —Oscar Wilde flotó hasta él—. ¿Es que han matado a alguien en esta caverna?

—Sí, en el último ritual, ya os lo he comentado —susurró el viejo, atemorizado.

—¿Y dónde está? —le preguntó Danielle—. ¿Me podrías llevar hasta él?

—Id vos. —Indicó hacia la derecha, el pánico lo embargaba—. Está allí... Detrás de ellos.

     Y le mostró la zona en la que se hallaban apilados una gran cantidad de fémures, detrás de un cartel que decía:

Ils furent ce que nous sommes.

Poussière, jouet du vent;

Fragiles comme des hommes.

Faibles comme le néant!

Lamartine[9].

     Pegado contra el techo y encima de las hileras de una pared de huesos, se camuflaba el cadáver de otro hombre al que le habían cercenado el cuello. El corte era limpio e idéntico al de la gallina del Museo del Louvre.

—¡Mira, Danielle! —exclamó Oscar, aterrado.

     Aunque se notaba que habían regado los fémures con su sangre, habían tenido mucho cuidado para no tapar una sopa de letras.



     Anthony, que había sido testigo de los acontecimientos, se aproximó a su hija muy preocupado. La imagen de un reguero de sangre que se derramaba sobre un libro antiguo le aparecía con fuerza en la mente... Y cada vez desconfiaba más del escritor.

[1] Ediciones Orión, Madrid, 1975, página 50. Sprenger y Kramer fueron designados Inquisidores con poderes especiales por el papa Inocencio VIII, con la finalidad de que investigasen los delitos de brujería de las provincias del norte de lo que hoy es Alemania. Malleus Maleficarum  es el resultado final de las investigaciones y de los estudios. Y un compendio de todos sus prejuicios y de su estupidez.

[2] Os recomiendo especialmente que veáis el documental del Canal Historia París, las catacumbas de la muerte.

[3] El osario municipal: sitio donde están los huesos de los muertos.

[4] Sombrero que se utilizó durante el siglo XVIII.

[5] Sombrero que se utilizó en los siglos XVI y XVII, con forma de cono y un cinturón en la base.

[6] Leed las páginas 138 a 141 y la 193 del libro de Norman Cohn. En ellas se recoge cómo se añadieron componentes al estereotipo que más adelante justificaría la Gran Caza de Brujas.

[7] Fue el primer nombre que tuvieron los aquelarres.

[8] No penséis que me invento lo de la vela en el ano, solo recojo la información de las actas. Los inquisidores no solo tenían mucha imaginación, sino que también estaban obsesionados con el sexo.

[9] Ellos fueron aquello que nosotros somos./ Polvo, juguete del viento;/Frágiles como los hombres. /¡Débiles como la nada!



Aclaración: la pintura que aparece en el título es de Delacroix.


https://youtu.be/WZB6a6HI_LU



El mafioso recibe a lady Helen en casa y es cortés con ella. 


La abuela de Danielle, en cambio, le canta a Willem las cuarenta, aunque se contiene a duras penas de hacerle una peineta como esta:


Notre Dame vista desde el Sena. El vídeo es de antes del incendio del 2019.


Y desde un drone.


La cripta que hay debajo de la catedral y donde se pueden ver los estratos de la ciudad a través de la historia.


Este es uno de los mapas subterráneos de París.


Las cabezas de los fantasmas no se quedaban quietas.


¿Verdad que la advertencia de las catacumbas impresiona a cualquiera? A cualquiera menos a Danielle.


A nuestra protagonista le entristece pensar que hay más personas debajo de París que arriba.


Leer allí el poema de Lamartine hace que se te quede la piel de gallina.


Y Anthony los sigue sin que lo vean porque desconfía de Oscar Wilde...

La cripta de Notre Dame.

https://youtu.be/3PY5aelcsZs


París, las catacumbas de la muerte (documental de CBT).

https://youtu.be/GVOXhUrkJdk


https://youtu.be/lY2yjAdbvdQ

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