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7- El fantasma de París.


«Nadie puede volcar sobre otro su responsabilidad. Esta acaba por volver siempre a quien le corresponde».

De profundis,

Oscar Wilde [1].

Al entrar en la habitación número dieciséis de L'Hotel —justo en la que murió Oscar Wilde en mil novecientos— me desmorono sobre la cama con los zapatos puestos.

     El aroma a lavanda me da más sueño, pues me agota que mi mente maquine sin descanso en el monotema que ahora me desvela. También me harta esquivar las insinuaciones sexuales de Noah —se empeña en reanudar nuestra relación en el punto donde la dejamos— y que a mí no me interesan porque en estos instantes con mi marido me alcanza. Cuando vivía con el mafioso no era tan insistente porque le tenía pánico.

—¿Y? —me pregunta Wilde—. ¿Te ha ido bien?

     Apenas levanto la cabeza para responderle. Tenemos confianza, de lo contrario sería una descortesía.

—Sí, por fortuna. —Agradecida, clavo la vista en el escritor—. ¡Pero estoy cansadísima!

     Al tiempo que he empleado en trabajar con los investigadores de París, se le suma que me he desvelado gran parte de la noche por hablar con Oscar de nuestros temas preferidos. Dialogar con él es adictivo, tanto que papá tuvo que arrastrarme para ir al primer encuentro con el inspector Fontaine.

—¡Menos mal! —Se sienta en mi cama—. ¿Sabes algo, Danielle? He preguntado por ahí y hay ciertos movimientos extraños. Pero nadie sabe nada en concreto... O no me lo quieren decir.

—Anthony me ha comentado lo mismo —murmuro, extenuada.

     Él me da unas palmaditas cariñosas en el hombro y luego me abraza. Los cabellos se me ponen en punta y me inunda la energía ante el abrazo fantasmal.

—¡Gracias! —Por suerte ahora me hallo renovada—. Es la ley del silencio, como si los espectros se hubiesen unido para proteger al asesino. Reunimos información, pero siempre vamos a la zaga. Mira, este mensaje me lo han dejado hoy.

     Y le paso la sopa de letras que me ha dado el inspector. Oscar la mantiene en el aire a la altura de los ojos.

     Lee en voz alta:

A ti también te hubiesen quemado, Danielle. —Realiza una pausa—. No sé por qué, pero me recuerda alguna frase que le escribí en mi De Profundis a Bosie. Aquello de «haber consentido que me envilecieses tan absolutamente». ¿Tiene sentido?

—Te puedo asegurar, querido amigo, que el fuego al que se refiere el acertijo es literal y no tiene nada de figurado. —Lanzo un suspiro—. Me dejaron esto debajo de la pintura de Ingres sobre Juana de Arco. Y ya sabes que Juana murió en la hoguera...

—Más acusaciones de brujería y más brujas quemadas —con la mente puesta en los recuerdos, agrega—: Ingres también vivió en Italia como yo. En Roma y en Florencia. ¿Sabes? En París decoró las vidrieras de la capilla de Notre Dame. Y no te olvides de que la catedral a punto estuvo de consumirse hasta los cimientos por el fuego. ¿Te habrán dejado algo allí?

     Es un dato interesante que he olvidado, aunque también reconozco que Oscar no es objetivo y sigue anclado en su conversión religiosa. Pasó de decir aquello de que la Iglesia Católica «solo es para santos y para pecadores» y que para la gente normal bastaba la Iglesia Anglicana, a bautizarse un día antes de morir con la finalidad de que le diera la extremaunción el sacerdote que fue a buscar Robert, el amigo y amante en aquella época. En definitiva, muy objetivo no es y tal vez en Notre Dame no me esperen las respuestas a las incógnitas. Sin embargo, deberé comprobarlo porque no resulta admisible quedarme con la duda.

—Podría ser. —Me apoyo más sobre el cabecero del lecho—. Pensaba que esta especie de juego se relacionaba con las brujas y conmigo, pero nada se pierde con mirar.

—Y están las catacumbas de París —me recuerda Oscar—. Las cerraron porque allí hacían misas negras. Si las brujas servían al Diablo, ¿no es lógico recorrerlas también?

—Tienes razón, hay que tenerlo en cuenta. —Muevo de arriba abajo la cabeza—. Utilizaron a Goya para enviarme mensajes, podrían hacer lo mismo con Ingres.

—La vida de Ingres, a diferencia de la mía, es bastante lineal. —El escritor da palmaditas en la madera de la cama y provoca que haga un ruido seco—. Lo único relevante es lo de Notre Dame.

     ¡Qué bien me viene su compañía! Y más en esta oportunidad. En cada uno de mis viajes a París me alojo en la habitación dieciséis. Sea lo que sea que se me pase por la cabeza, Oscar Wilde me ayuda a ponerlo en perspectiva. Siempre me apena que haya nacido en la época equivocada.

—Si hubiese esperado —replica después de leerme los pensamientos—, no me hubieran convertido en un icono gay.

     Aun así me entristece que lo hubiesen separado de sus hijos y de que les hubieran cambiado el apellido. Y de que pusieran en su lugar el de la madre —Holland— como estrategia para sortear el escándalo.

—¡Sí, muy triste! —El tono es el de alguien a quien lo embarga una profunda emoción—. Pero quizá lo que sucedió fue el resultado de mis acciones al haber elegido mal. Bosie y yo no teníamos nada en común, más allá del sexo. ¿Recuerdas la nota que dejó el marqués de Queensberry, su padre, a la vista de todos en el club de caballeros? —sí que me acuerdo, pero él no espera mi respuesta y repite de memoria—: Para Oscar Wilde, que alardea de sodomita[2].

—¡Vaya imbécil! —me enfado porque a partir de ese instante se acumularon las injusticias.

—Tanto el padre como el hijo eran un par de redomados idiotas. —Mueve la cabeza para reafirmar el insulto—. Primero Bosie me espoleó para que demandase a su progenitor por difamación, pero me dejó tirado después de que perdí los tres juicios y de que me condenaran a efectuar trabajos forzados en la cárcel. Escribí en Una mujer sin importancia que un beso puede arruinar una vida humana, pero nunca imaginé hasta qué punto sería profético para mí. Porque se truncó mi futuro cuándo besé por primera vez a la persona del género equivocado.

—Pero piensa en todos los que recibes en tu tumba del Cementerio Pére Lachaise de París. —Lo consuelo, cariñosa—. ¡Allí te han dejado millones de besos!

—Era un detalle muy bonito, pero que incomodaba a los burócratas. Pusieron un muro de cristal para evitar que me los dejen y que deterioren el triste y gélido sepulcro. —Se muerde los labios, molesto—. Ahora besan el árbol que está al lado. ¿Qué más daba que el material se estropeara si yo era feliz con las muestras de cariño? ¡Amo los besos!

—Estoy de acuerdo contigo, corazón —y para cambiar de tema y evitar que se entristezca, añado—: Y te agradezco, además, que me hayas dado una nueva perspectiva con el caso y con mis problemas personales. A veces me siento igual que un hámster cuando corre dentro de la rueda porque nunca llego a ningún sitio.

—¡Ya lo harás, pequeña, te lo prometo! —y con voz grave me alienta—: Y sabrás compaginar tu matrimonio con Nathan y lo tuyo con el mafioso y con los bebés.

     Mucho hemos hablado la noche anterior sobre nuestro último encuentro. Sobre todo porque extraño a mi media naranja. Solemos conversar en libertad y llevo sin verlo desde que salí de Londres vía Dover. Pensaba reunirse conmigo al apreciar que mi misión se dilataba, pero el MI6 le encargó un servicio del cual no me dijo ni una palabra. Estaremos separados algunas semanas y esta será la primera prueba a nuestro matrimonio.

     Temía aburrir a Oscar con mis historias, pero ha sucedido lo contrario, parecía fascinado con mi cúmulo de drama moderno. Levantaba los párpados a medida que le contaba nuestros rifirrafes —igual que el delincuente cuando me pilló en su casa— y qué aconteció al colarme en la mansión de mi ex vestida de ninja. No quería que parase, el fantasma deseaba conocer cada detalle, por mínimo que fuera.

      Bajo los párpados. Detesto que el padre de los monstruitos conquiste de nuevo mis pensamientos porque suele producir un terremoto similar al de un misil cuando cae a tierra y explota. «El padre de mis hijos», me corrijo. Es una afirmación que aún no asimilo. «Antes olía a mar y a algas y ahora huele a vómito infantil. ¡Vaya cambio!» No me quejo. Menos atractivo, menos problemas para mí.

—¡¿Qué cojones está pasando aquí?! —me interrogó Will, asombrado por el atuendo que lucía, el mismo que suele utilizar su gente en algunas ocasiones.

—Antes de decir nada contéstame una pregunta —le pedí y aproveché para ponerme de pie—. ¿Brad Hopkins desciende de Mathew Hopkins, el cazador de brujas?

     El mafioso me analizó durante algunos segundos y después pronunció:

—Sí, ¿por qué me lo preguntas? No es algo de lo que Brad se sienta orgulloso. ¿Cómo te has enterado?... Pero antes dime, Danielle: ¿por qué vienes aquí de madrugada y no a plena luz del día? Sabes que yo te recibiría encantado. ¿Por qué necesitas visitarnos así, como si fueses un fantasma? ¡Es inaudito! ¿Por qué no admites de una buena vez que me quieres?

     ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Demasiadas preguntas aquella madrugada, poneos en mi lugar. La expresión del mafioso me recordaba a la de los cruzados cuando llegaban a Tierra Santa, y, fanáticos, mataban a los cristianos que iban a proteger porque vestían los ropajes de la zona y los confundían. Y también a judíos, a musulmanes y a todos los que se les pusiesen delante.

      Él no esperó a que le respondiera, sino que efectuó una larga pausa y luego prosiguió:

—¡Quédate a vivir aquí con nosotros! Con tus hijos y conmigo. Yo te amo, muchísimo más de lo que alguna vez te querrá Nathan. ¿Por qué no eres capaz de entenderlo?

     En esos momentos papá permanecía en la habitación y se ocupaba de hacer flotar a los bebés. Nos dio la espalda para que nos la apañásemos solos, pero seguro que no se perdía ni una sílaba de la conversación.

—Demasiado fanatismo, coincido contigo. —Oscar me trae de regreso a L'Hotel—. Es un amor insano y absorbente, que a ti no te beneficia en nada.

—Me alegro de que lo veas tan claro, querido amigo —concuerdo con él—. Insano, absorbente y adictivo, me costó desengancharme. ¡Era peor que cualquier droga de las duras!

     Por esto paso las noches en vela cuando coincido con el escritor, porque él sí me comprende. Es el polo opuesto del delincuente, que jamás empatiza conmigo. No entiende que mi vida es perfecta tal como está y que sería incapaz de convivir con tantos niños. Y, menos todavía, comprende que ame a Nathan. Cree que el amor es lineal y que amamos a una única persona. ¿Por qué siempre pretende convertirme en alguien que no soy? Él es un padre excelente, yo sería una madre pésima si me viese obligada a quedarme en casa. Es más, jamás me plantearía la idea.

—Desconoce la importancia de la profecía, Danielle, ahí está el quid del problema. —Oscar, halagado por mis pensamientos, me da una pequeña palmadita en el brazo y se me vuelven a poner los pelos de punta—. Nosotros sabemos que la profecía se refiere a ti. ¡Y está claro que no debes desperdiciar tu don por un simple hombre!

—Todavía no sé qué quiere decir la profecía —me lamento.

—Ya lo sabrás con exactitud, al menos ahora adviertes que serás muy importante para nosotros. —Me tranquiliza y sonríe—. Van de Walle, en cambio, es igual a Bosie. Me arrastraba de una reunión a otra, me llevaba a comer de aquí para allá. Y todo lo pagaba yo. Era tan volátil que me resultaba imposible concentrarme lo suficiente como para escribir. Cuando estaba él yo era un desierto. Créeme cuando te digo que te entiendo a la perfección. ¡Pero dejemos de hablar de ese hombre! ¡Tu investigación nos espera! Hace mucho que no me entretenía tanto.

—Por falta de «cazas de brujas» no será —y con ironía resumo—: Los millones de judíos que mataron los nazis, los millones de soviéticos a los que purgó Stalin, los cristianos asesinados en África, los miles de musulmanes ejecutados en la ex Yugoslavia. Es un suma y sigue hasta el día de hoy.

     Al efectuar esta reflexión recuerdo las palabras de Goya: «El sueño de la razón produce monstruos». Y el sueño del fanatismo, ¿qué produce? Guerras inútiles que todos pierden, pues no hay ganadores. Y tantas contradicciones como las del pintor español, pues el cerebro lo alejaba de las supersticiones, pero muy dentro de sí le obsesionaban y las reflejaba en sus cuadros.

—Volvamos a las brujas de tus mensajes, Danielle —y luego me pregunta—: ¿Qué has averiguado hoy?

—Que quizá debería ir a Chenonceau —reflexiono en voz alta—. La reina Catalina de Médicis es muy amiga mía y fue la que hizo el proyecto del palacio del Louvre. Seguro que ella y Nostradamus me ayudan, la magia no tenía secretos para ambos.

—Otra vez Notre Dame. Sí, es una buena idea. —Mueve la cabeza con energía—. Tal vez los que susurran se vean impelidos a decir qué saben, por respeto o por miedo a ellos dos. No sé qué, pero mi instinto me indica que algo importante saldrá de esa visita.

—Además, ¿quién mejor que Catalina para proporcionarme datos que yo no sepa sobre el nieto y el bisnieto de Carlomagno? Me refiero a Lotario I y a su hijo del mismo nombre. —Me siento contenta, adoro recorrer el Valle del Loire.

—¿La descendencia de Carlomagno? —se extraña el escritor—. ¿Por qué crees que los han señalado?

—La idea me venía una y otra vez —le explico, concisa—. Y el cadáver tenía marcado en la espalda el nombre de Carlomagno.

—Pues no hay duda de que vas en la dirección correcta, Danielle. ¡Enhorabuena! —exclama, contento, y me repite la pregunta—: ¿Por qué crees que los han señalado?

—No lo sé con certeza, quizá intentan decirme quién está detrás. —El contar con meras conjeturas me molesta—. El escenario del crimen me guiaba hacia la magia ritual y a los reyes de Francia. Y mi instinto hacia los descendientes de Carlomagno. Porque Luis I el Piadoso, su hijo y único heredero[3], dividió los dominios entre los tres varones que tuvo con Ermengarda de Hesbaye. Pero en el año ochocientos veintinueve quiso hacer un nuevo reparto para incluir al que engendró con Judith, su segunda esposa.

—Carlos el Calvo, ¿verdad? —acota el escritor y mueve la cabeza como los adornos que se colocan en los coches.

—Exacto. —Me alegro de que alguien más comparta mi entusiasmo por la Historia—. Como te imaginarás, Oscar, los tres mayores se rebelaron contra el padre. La excusa fue que su segunda esposa utilizaba el maleficio contra ellos. Ordenaron, además, que abandonasen el palacio todos los que practicaban magia ritual.

—El asesino podría ser una de estas personas, Danielle —me interrumpe, reflexivo—. Que se ha vengado en alguien que lleva la sangre de ellos.

—Detalle que todavía ignoramos, pero que si mis sospechas son ciertas pronto saldrá a la luz —le aclaro y me peino con la mano—. Todavía no sabemos el nombre del muerto.

—Pero hay más, ¿no es cierto? —Hace gala de su gran perspicacia.

—Sí, ¡hay bastante más! —el tono de mi voz suena como un lamento, por lo que agrego—: Lotario I, el hijo mayor de Luis el Piadoso, conquistó Châlon-sur-Saône y encontró allí a la hermana del favorito de su madrastra Judith. Se llamaba Gerberga. Y la ahogó en el río[4].

—¡Qué interesante! —Mueve la mano para indicar que continúe.

—Hay más, todavía —suspiro, cansada—. El hijo de Lotario I, que tenía su mismo nombre, estuvo relacionado con la magia ritual. Hizo todo lo posible para divorciarse de su mujer y casarse con la amante, Waldrada. En el año ochocientos sesenta el obispo consultó a un experto en el tema de los maleficios para saber si era posible que a Lotario su amante le hubiera provocado impotencia cuando se acostaba con su mujer y que la odiase. La respuesta del sabio fue que sí, que ello era posible.

—Imagino que no lo ayudó con lo del divorcio —apuntó el escritor.

—No, no ayudó en nada. —Efectúo un gesto irónico—. Pero la esposa se hartó y decidió divorciarse de él. Lotario fue a visitar al nuevo papa para tantearlo en lo referente a la nulidad del matrimonio y murió en el viaje de regreso. Quizá Waldrada está despechada porque él falleció antes de cumplir su promesa de casarse. ¿O la asesina podría ser Gerberga? O las personas a las que obligaron a abandonar el palacio por acusarlas de practicar magia. ¡Quién sabe cuántos nombres hay que desconocemos!

     Y me apoyo, cansada, contra el cabecero del lecho. Wilde me da un abrazo que me despeja enseguida y que me vuelve a cambiar el peinado.

—¡Gracias! —Ahora me siento eufórica.

—De nada, Danielle. —No se puede negar que es un gentleman—. Todavía hay mucha tarea por delante. Pero para empezar me gustaría saber: ¿qué diferencia hay entre una maga y una bruja si las dos hacen maleficio?

—¡Muy simple! —Como compañero de misión prefiero a Oscar, Stone es demasiado lerdo—. La bruja podía actuar como el mago a través de oraciones o de objetos, pero también causaba maleficio gracias al poder que residía dentro de ella. Además, la bruja era esclava de los demonios, mientras que la maga utilizaba el nombre de Dios y se servía de ellos.

—Entiendo —reflexiona con rostro grave.

—Es muy curioso porque siempre hubo leyes contra el uso de la magia ritual que causaba maleficio. —Le clavo la vista—. Me refiero a mucho tiempo antes de la Gran Caza de Brujas. En la época de los visigodos, allá por el siglo VI, había gente que iba por las aldeas y que amenazaba a los vecinos con arrasar sus campos por medio de tormentas si no les pagaban. Para provocarlas golpeaban agua u orina. Los llamaban tempestarii  y creían que volaban en medio de las tormentas. Había normas contra ellos con penas muy severas. Les daban doscientos latigazos o les cortaban las cabezas y las ponían en las aldeas a la vista de todos.

     Al ver que bostezo Oscar exclama:

—¡A dormir, Danielle! Mañana tengo planes para nosotros dos.

—¿Qué planes? —Bostezo de nuevo.

—Te llevaré de visita a un sitio en el que hay un cartel que sé que a ti no te asustará. —Y, misterioso, sonríe.

—¿Qué cartel? —le pregunto con curiosidad.

—Un cartel, Danielle, ante el que la mayoría de las personas se paralizaría: Detente, aquí es el Imperio de la Muerte.

[1] Página 160, Edicomunicación, Barcelona, 1999. Es una carta extensa que le dedicó a lord Alfred Douglas, su amante, y en la que entre muchos pensamientos le recriminaba su superficialidad y su egoísmo.

[2] Palabra que se utilizaba en la Inglaterra victoriana para los hombres gay.

[3] Ver obra citada de Norman Cohn, páginas 197 y 198.

[4] La historia es cierta. Además, cuando relatan la muerte por ahogamiento de Gerberga escriben: «como se hacía con todas las hechiceras». Cohn la cita en la página 197 de su obra.


https://youtu.be/QZW-xoACrYk


Un recorrido por L'Hotel.


La habitación de Oscar.


Oscar Wilde toca a Danielle y le proporciona energía, pero le deja este extraño peinado.


Cómo se podía besar antes la tumba del escritor.


Y todo recuerda a las miles de mujeres que alimentaron las hogueras.


  L'Hotel  y el Museo del Louvre (Alan en el mundo).

https://youtu.be/YZzydHgojMc


https://youtu.be/XgJFqVvb2Ws

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