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4- El Gran Cabrón.


«He logrado retener observaciones que, en general, no se pueden expresar en los trabajos por encargo, ya que estos no permiten que las ideas fluyan libremente».

Carta de Goya (1746-1828) a los miembros de la Academia [1].

Anthony observaba a Danielle mientras rumiaba «¿Cómo te lo digo, nena?» Se consolaba al reflexionar que no era el único que tenía el mismo problema. Había sido testigo de cómo Operaciones, Noah, Nathan y Cleo intentaban alertarla para que lo dedujese, pero no se atrevían a confesárselo con todas las letras. ¿¡Cuál era la mejor forma de decirle a la chica que era madre de tres bebés idénticos a ella!? ¡No la había! Por eso sus allegados se enrocaban en una espiral de palabras que no conducía a la verdad.

     Reconocía que era el más cobarde de los cinco. Los demás daban la cara mientras él se escondía, pese a que la añoraba muchísimo. En esos instantes admiraba su inteligencia al deducir el enigma, pues se adentraba en los pensamientos de la joven gracias a las facultades que poseía, propia de los espíritus bien entrenados. Danielle no se percataba de su presencia porque utilizaba algunas triquiñuelas para burlar su don de médium. ¿Cómo explicarle que no había advertido la triple maternidad porque le habían fallado sus dotes para ver el futuro? Dudaba que le creyese, sabía cuánto deseaba ser abuelo.

     Por fortuna, la espera pronto terminaría. La chica mataba el tiempo en la biblioteca de la casa y planeaba dirigirse hacia lo de Van de Walle en plena madrugada. Cada tanto y para distraerse iba al dormitorio y contemplaba los sueños de Nathan, que como si fuesen hologramas abarcaban la totalidad de la habitación. Se sentaba sobre el sillón que se hallaba al lado del mueble de tocador y se reía un rato.

     Era evidente que el pobre hombre había quedado en shock después de la visita de la tarde. Sus pesadillas tenían un monotema: los pequeños. Aunque en el sueño no eran tres, sino una docena de niños que formaban un círculo.

     El racimo de pequeños corría hacia él y lo increpaba:

¡Hombre malo que acaparas a nuestra madre! ¡Gases, gases, gases!



     Se multiplicaban a medida que transcurrían los segundos, primero por dos y luego por tres. Y a cada uno de ellos le crecían cuatro brazos en los costados, con sus respectivas manos.

     Le gritaban furiosos:

¡Biberón, biberón, biberón! ¡Traer ya, hombre malo!



  Y, encima, el mafioso largaba una carcajada siniestra, le clavaba una mirada malévola y le advertía:

¡Danielle se viene a vivir conmigo y tú te quedas aquí a cuidar a los bebés! ¡Les darás de comer, les cambiarás los pañales y les quitarás los gases durante el resto de tu vida!

     Los bebés, al escucharlo, se le tiraban a Nathan encima y a punto se hallaban de ahogarlo.

     Rugían, desesperados, con voces que se asemejaban a los aullidos de los lobos:

¡Caca, caca, caca! —Y llegado a este punto a Anthony se le escapaban fuertes risotadas.

     Mientras, Danielle se entretenía en sus pesquisas. El inspector Romero la había llamado desde Madrid con la finalidad de confirmarle que habían hecho el árbol genealógico de Raymond Hopkins, tal como ella había solicitado. Y que, en efecto, descendía del célebre —y aborrecido— cazador de brujas que se había autoproclamado Witchfinder General  de 1644 a 1646, años de la guerra civil inglesa que habían culminado en el Protectorado de Oliver Cromwell. Al parecer el muerto acumulaba múltiples antecedentes por diversos delitos, era un pájaro de cuidado y nadie lamentaría su asesinato.

     Ahora la médium meditaba con los ojos abiertos. Las paredes lucían tapizadas de copias de las obras del pintor Francisco de Goya.

     Contemplaba las láminas e intentaba adentrarse en ellas, mientras en voz alta les rogaba:

—Decidme, pinturitas, ¿por qué Goya? Y, lo más importante: ¿por qué yo?

     Como resultaba obvio no le contestaban, aunque una parte de ella sí que lo esperaba. Tampoco le respondía ningún fantasma.

     Danielle, terca como de ordinario, no se daba por vencida. Enfocaba la mirada en el primer aquelarre —el que el pintor había plasmado en la época de Los caprichos— después de su primera crisis de salud. Más que concentrarse en él se puso en la piel de Goya.

     Lo imaginó cuando cabalgaba a lomos de su caballo en mil setecientos noventa y dos y llegaba desde Madrid a Sevilla. Percibía el agotamiento por el viaje y lo harto que se hallaba de cumplir con las órdenes del rey Carlos IV de que pintase los bocetos que luego se convertirían en tapices de la fábrica de Santa Bárbara. Estaba aburrido, también, de retratar a las altas personalidades de la época y a los nobles en similares posturas y con los mismos gestos que se hallaban de moda[2]. Y detestaba que le impidiesen hacer un cuadro original.

     Pese a encontrarse tan cansado, al llegar se vio obligado a mantener las conversaciones intrascendentes de rigor sin saber que eran las últimas que escucharía. Lo único que le apetecía era recorrer la ciudad y empaparse con las obras de Velázquez, su referente pictórico. Pero —pensó Danielle con tristeza— el destino le escamoteaba sus proyectos y le escondía otros planes. Cayó desmayado y fue necesario que adelantase la visita a su amigo Sebastián Martínez. En lugar de emplear el tiempo en actividades divertidas lo ocuparon en la recuperación de su enfermedad.

—¡Cuánto te entiendo, querido amigo! —Reflexiva, la muchacha pasó la mano por la imagen—. Tuviste que adaptarte a tu sordera, no te quedaba más remedio. Te sentías deprimido, hastiado, confuso... ¿Por qué no vienes y me explicas cuál es el motivo de que te hayan elegido para darme un mensaje?

     Danielle esperó un rato a que se materializara frente a ella. Pero como ningún fantasma aparecía prosiguió con el análisis. Clavó la vista en las láminas de Los Caprichos, responsables de que lo denunciasen ante la Inquisición Española. Luego escrutó más allá, hacia las pinturas negras que nacieron después del segundo aviso de su enfermedad.

     La muchacha cerró los ojos. Visualizó a Goya mientras compraba —el veintisiete de febrero de mil ochocientos diecinueve— una casa cerca del río Manzanares y de Madrid. El nombre —La Quinta del Sordo— determinó que se sintiese impelido a convertirla en su propiedad.

     Recorrió las dos plantas al vuelo de su fantasía. Lo vio —igual que los niños traviesos al efectuar garabatos sobre los muros— cuando pintaba al óleo sobre la superficie de yeso de las paredes. Pero a diferencia de los alegres dibujos de los infantes, de los trazos vigorosos del torturado pintor solo surgían los fantasmas y los demonios que le desgarraban el alma. Tan vívida era la imagen que hasta podía oler el plomo contenido en el color blanco y en el óxido de hierro.

     Acto seguido la médium estudió las dos obras del aquelarre. Entre ambas había una diferencia de alrededor de veinticuatro años... Y el abismo en el que había caído el pintor era de tal magnitud que parecían elaboradas por dos personas distintas. En El Gran Cabrón las imágenes de las brujas —cuyas siluetas antes aparecían individualizadas— ahora formaban una masa abigarrada y gesticulante, cuyos rostros horrendos se inmortalizaban en pleno grito de espanto. El demonio solo era una silueta negra con hábito de fraile. Allí no había duda de que el Mal vencía al Bien.


     La chica tenía la certeza de que para Goya la ignorancia, las creencias irracionales y el seguidismo vencieron a la razón de nuevo y de manera más dramática. El auto de fe de la Inquisición de Logroño volvía a reflejarse ahí y le recordaba que debía viajar a Navarra sin más dilación.



     Le llamó la atención la mujer vestida de negro del extremo izquierdo, que se abrigaba las manos con unos manguitos. Permanecía al margen de la escena y la observaba sin hacer nada, con un rostro que no reflejaba emoción alguna.

     ¿Por qué la dama la inquietaba tanto? Resultaba curioso. ¿Por qué la vista de Danielle se fijaba allí una y otra vez? Se sentía fascinada, no conseguía apartarla. ¿Sería porque le recordaba a su actitud pasiva ante el nacimiento del niño? O tal vez le decían que se sentase a mirar, que el asesinato de Hopkins solo era el primero. O le recordaban cómo todos habían hecho la vista a un lado mientras Joseph Black —su némesis— la había torturado. Los fantasmas habían sido los únicos que la habían apoyado.

     Casi como un acto reflejo los ojos se le clavaron en otra pintura negra de Goya. Se trataba de Saturno devorando a un hijo. De nuevo el Mal engullía al Bien, la muerte a la vida, la vejez a la juventud. Todos los apetitos malsanos y aberrantes del ser humano se encontraban allí, en el ser grotesco de larga barba que, no contento con comerse la cabeza de la figura que sostenía con fuerza entre las manos, desgarraba el cuerpo.



     La angustia inundó a Danielle, como si la ciñese entre los brazos. Soltó la lámina y se acercó con pasos rápidos al dormitorio. Nathan dormía agotado. No sabía si por el trabajo de ese día o porque habían hecho el amor al llegar del periódico, pero seguro que no notaría su ausencia. Se distrajo al recordar cómo se habían desnudado —poco a poco— y cómo luego se habían introducido en el jacuzzi  para relajarse de la jornada agotadora que ambos habían padecido. Pero ningún relax había conseguido cuando Nathan se le había arrodillado a los pies y le había puesto la cara contra el pubis. Y, dentro del agua, la había recorrido con la lengua en la zona en la que ella siempre tanto lo anhelaba. Mientras, con las manos le había delineado el trasero y los muslos. Y acto seguido le había acariciado desde atrás la porción más sensible y le había separado las nalgas para darle placer. No sabía bien cómo, en un santiamén, había terminado fuera de la pequeña piscina con las piernas alrededor de la cintura de su esposo. Él había apoyado la espalda contra la columna que sostenía el mueble tocador y la había poseído con tanto ardor que le había dado la impresión de que en cualquier momento consumirían a simples cenizas la mansión.

     Sintió que volvía a incendiarse y la embargó el deseo de regresar con su marido a la cama, pero se centró en la tarea y se vistió con un traje de ninja que le cubría el cuerpo y el rostro... Y se dirigió hacia el refugio del mafioso. Ponía cuidado en mimetizarse con la oscuridad, con la vegetación y con las construcciones. Por fortuna, las calles se hallaban desiertas.

     Llegó enseguida a la parte trasera de la casa del delincuente, vivían muy cerca uno del otro. Confiaba en que sus amigos fantasmas anulasen las cámaras de vigilancia y las alarmas como lo habían efectuado en el pasado, pues no era la primera ocasión en la que se colaba. A decir verdad, tampoco le importaba demasiado que la pillaran.

     Atisbó a derecha y a izquierda. Se acercó al muro y dio un gran salto de leona que la impulsó dentro. Buscó resguardo detrás del arce frondoso. Esperó a que Brad —el jefe de seguridad— efectuase su ronda de las dos de la mañana. Los minutos pasaban, pero nada, no aparecía.

     La imagen de Saturno devorando a un hijo  le surcó la mente igual que un satélite artificial el cielo. Y la hizo estremecer. Ahí sucedía algo extraño, la guardia pretoriana del mafioso era de costumbres fijas. Aunque hubiera muchas personas pegadas a las cámaras las rondas eran habituales, conocía los horarios de cuando lo había espiado para que el Secret Intelligence Service  lo encarcelase.

     Algo tremendo había pasado. Se dirigió hacia la ventana de la sala pequeña y la forzó sin hacer ruido. Entró silenciosa, su entrenamiento shaolin  la convertía en una simple sombra.

     Caminó hasta la estancia principal de la mansión. Aun a oscuras podía ver que se hallaba repleta de juguetes, de artefactos y de ropas infantiles. Y olía a perfume para críos, una mezcla de jazmín y de mangos. Contuvo el deseo de coger entre las manos los diminutos trajecitos y de olfatearlos como si fuese Ofelia. En cambio, se dirigió preocupada hacia la escalera. No era normal tanto silencio y menos con un bebé en casa.

     Saltó por encima de los escalones —casi sin apoyar los pies— hasta llegar a la tercera planta donde se hallaba el dormitorio del malhechor. Iba con el corazón en la garganta. En el acceso se detuvo y soltó un suspiro.

     El mafioso dormía —tan exhausto como su esposo— boca arriba. Danielle se tranquilizó de inmediato. La sábana le cubría hasta la cintura y permitía apreciar el musculoso y sensual cuerpo. Paseó la mirada por la habitación y se impregnó con los recuerdos. Desde el día de su viaje a Japón no la pisaba.

     La esfera de cristal transparente —con los extremos estilizados y repleta de agua marina— seguía allí. Resguardaba en el interior una fotografía de ellos dos mientras acariciaban a las ballenas jorobadas. Cientos de peces payasos vivos nadaban alrededor. Al verla todos se acercaron al cristal, como si la hubiesen añorado. Ella puso la mano, acarició la superficie y sintió el frío del material.

—Yo también os he extrañado, pececitos —susurró y controló la emoción.

     Sabía que no debía hacerlo, pero se acercó a la cama de su ex. Contempló uno a uno los rasgos. La piel que siempre lucía bronceada por su afición a los deportes marinos ahora era un poco más clara. Estudió las pestañas largas, los párpados que escondían los ojos azules. El pelo rubio oscuro estaba desteñido por el sol y por el salitre. Le analizó los músculos de los brazos, que en tantas ocasiones había acariciado mientras entraba en ella hasta el fondo y la embestía con apasionadas arremetidas. El pecho en el que había reposado demasiadas veces la cabeza mientras buscaba la calma y encontraba la traición. Los labios llenos, que había besado con frenesí. Comprendió por qué su belleza y su atractivo en el pasado le habían hecho cometer tantas tonterías... Y se alegró de haber recobrado el sentido común justo a tiempo. Ahora se hallaba inmunizada contra esta enfermedad.

     Sabía que él la amaba, pero de un modo tóxico. Su forma de querer era cercana a la locura. Deseaba apropiarse de ella —más que compartir la vida— y esto era lo que los había separado. Se concentró en lo negativo y borró de la cabeza los momentos felices.

     Recordó la conversación en la que cortaron, se habían enfrentado con estas o con palabras parecidas:

Dime, Willem, ¿cómo has podido ser tan falso conmigo? —Enfurecida, se había aproximado a él—. ¿Cómo has sido capaz de hacerme esto?

¿Después de todo lo que me has hecho tú me reclamas algo? —se había enfadado el capo de la mafia y le había clavado la vista como si en lugar de ojos tuviera puñales—. Me dejaste tirado para que la policía me detuviera. Luego te enrollaste con ese japonés y con tu jefe. No puedes hacerme una escena solo porque me haya acostado con las dos modelos.

     Él había hecho un alto y luego había continuado:

Imagino que te lo ha dicho Rockwell. —Había gruñido—. Prometió que me daría tiempo para que yo te contase lo de las modelos, pero no se ha podido contener y te ha ido corriendo con el cuento. Intenta quedar bien ante ti. ¡Yo a ese lo mato!

No me refería a este tema, pero gracias por confesármelo, así me entero de todo de un tirón —le había replicado la chica, gélida—. Te preguntaba cómo has sido capaz de ordenar que robaran mis óvulos y de matar a Joseph Black en la cárcel, si sabías que yo lo quería con vida y sufriendo. Pero es positivo asumir que cualquier mujer te da igual. No me toma por sorpresa, ya me lo imaginaba. —El mafioso no le había respondido, se hallaba paralizado por la impresión.

     Ella, inclemente, prosiguió:

—¿Recuerdas lo que me decías, Willem? Me querías convencer para que congelase los óvulos sabiendo que yo ya lo había hecho. «Quizá odies ser madre ahora, Danielle. Pero puede que dentro de unos años quieras y no puedas».

     Se había acercado más al hombre, lo había mirado fijo y le había reprochado:

Eso me decías, Willem, ¿lo recuerdas? Porque yo sí lo recuerdo muy bien. Solo deseabas tirarme de la lengua para que me confesara mientras tú hacías planes por tu cuenta.

¿Crees que soy falso, Danielle? —le gritó el malhechor—. ¿Cuando siendo mi pareja has ido a hacerte el tratamiento sin decirme nada, sabiendo cuántos deseos tengo de ser padre? Tú nunca has sido sincera conmigo. Solo deseabas atraparme en tus redes para quedar bien con el MI6. Nunca hemos tenido una relación en serio.

Ahí te equivocas, Willem, sí que te he tomado en serio —lo había contradicho Danielle—. Pero a ti como soy no te basta, quieres convertirme en una mujer tradicional. Necesitas cambiarme, encerrarme en tu mansión. Igual que tus cuadros robados de pintores famosos, esos que tienes en Seychelles y que solo puedes ver tú.

¡No es así! —Y la había pillado por los brazos como para retenerla—. Yo deseo comprometerme al máximo contigo mientras que lo único que haces tú es poner obstáculos. Deseo que nos casemos, ser tu esposo, el padre de tus hijos. Te necesito a mi lado, mi vida sin ti es vacía. Pero tú no tienes esta necesidad. Cuando surge algún problema siempre está Rockwell o cualquier otro hombre para calentarte la cama y con eso te basta.

¿Por qué me alejas, entonces, y me engañas? —lo había interrogado ella y se había soltado—. Lo siento, Will, pero hemos terminado. Esto es algo que jamás te perdonaré. ¿Sabes por qué? Porque mientras luchaba contra los Taira no me podía concentrar, angustiada por la desaparición de mis óvulos. Al enemigo lo tenía muy cerca: eras tú. Y los que yo pensaba que eran mis enemigos me han salvado la vida. ¿Qué serías capaz de hacer en el futuro? De ti me espero cualquier traición.

Piénsalo bien, Danielle, antes de tomar una decisión semejante —la había amenazado mientras la señalaba con el dedo índice—. Porque no estoy dispuesto a volver a suplicarte. ¡Si dices que se acabó, se acabó!

—¿En serio no lo comprendes? —lo había interrogado Danielle—. Te lo resumo: porque no me creo que solo lo hayas hecho para retenerme. Estoy segura de que, igual que Joseph Black, pretendías utilizar al niño que pudiese nacer.

—¿Esto piensas de mí, Danielle? —le había preguntado, frío como un iceberg.

¡No solo creo esto de ti, sino que lo afirmo categóricamente! —había exclamado ella rotunda—. Siempre sabes sacarle provecho a cualquier situación. Pero ¿por qué no pudiste esperar?, ¿por qué ahora? Dímelo, no tiene demasiado sentido.

     Una conversación que había culminado cuando Danielle había descubierto a la madre de alquiler que se escondía en la estancia de al lado. Y cuyo enorme vientre la había dejado al borde del desmayo por la impresión.

—¡El niño! —murmuró la muchacha—. ¡Debo ir a verlo ya mismo!

     Se dirigió hacia la habitación de enfrente. Por debajo de la puerta llegaba una luz tenue. Cogió el pestillo con fuerza. Tenía las emociones a flor de piel. Abrió con lentitud...Y se quedó helada.

     No supo qué la horrorizó más. Si ver a tres bebés o que ellos flotaran en el aire a la altura del techo.

[1]Luego de terminar su convalecencia y grabar los Caprichos. Está citada en la página 10 de la obra La influencia de la enfermedad de Goya en su pintura  antes mencionada.

[3] Leed la obra La influencia de la enfermedad de Goya en su pintura, antes citada, páginas 9 a 21, 31 a 59, 69 a 107.


https://youtu.be/Vn-RyZv-_uQ



Danielle, reflexiva, analiza las imágenes.




El padre adoptivo de Danielle se oculta para no contarle que es madre de tres bebés.



No se atreve a acercarse y por eso la espía.



La muchacha visualiza momentos de la vida de Goya para sentirse en sus zapatos.



La Quinta del Sordo, la propiedad que Goya compró.



Danielle al analizar Saturno devorando a un hijo  sale corriendo hacia lo del mafioso.



https://youtu.be/DMg8LwfXdyc


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