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3- El Aquelarre.


«...¡cómo abrasar, a devastar se incita!

Y en tremendo ruido

corre vibrando la sonante llama,

y al Dios de paz en sus horrores llama».

El fanatismo

Meléndez Valdés (1794) [1].

—¡Nunca me canso de la vista! —exclama Cleo, fascinada.

     La City  de Londres —majestuosa— yace a los pies, pues se halla frente al amplio ventanal de suelo a techo y contempla cómo cae la lluvia. El perfume de la tierra mojada nos envuelve como si fuese la niebla ligera que precede a una gran concentración fantasmal. Y cuando estallan los truenos se estremece de deleite, del mismo modo que Isis cuando Osiris regresó de la muerte.

     El pelo suelto se le mueve con la brisa, al igual que el vestido ligero de seda esmeralda que le hace juego con los ojos. Debería estar aquí mi padre adoptivo también, pero se me escabulle. Tendría que preocuparme porque lo conozco y sé que suele hacerlo cuando me esconde un secreto gordo que sabe que me hará enfadar con él. Siempre espera a que lo descubra y a que se me pase el enojo.

     Mis pensamientos ahora se concentran en Francisco de Goya. Tengo enfrente —justo debajo de Bailarina con un arreglo de flores[2], el cuadro de Edgar Degas que me regaló mi abuela— una reproducción de El Aquelarre.



     No dejo de darle vueltas en la cabeza a los sucesos acaecidos en el museo de Madrid y hasta que analicen con rigor el pasado de Raymond Hopkins —el hombre asesinado— un impulso interior me exige reflexionar a fondo sobre la vida de Goya. Podrían haber elegido otras obras, ¿por qué enfocan la atención en las de él? Y la pregunta que me tenía en vilo, pero sobre la que meditaría más tarde: ¿para qué me dejaron el pergamino con la profecía?

     Vine directo a mi oficina en The Voice of London  desde el aeropuerto de Heathrow para darle una sorpresa a Nat, pero él hacía unos recados. Es extraño. Ha dejado colgados a un par de directivos de una multinacional con los que se citó, lo que es contrario a sus costumbres. Sospecho que realiza alguna investigación de suma importancia por encargo del MI6, pues no ha llamado para avisar que llegaba tarde. Y, aunque la diplomacia no es lo mío —soy como un elefante en una cacharrería—, he hablado con ellos y no han notado su ausencia porque se entretenían al mirarme los pechos por el escote de la blusa.

     Al finalizar la reunión le he telefoneado a Cleo sin más dilación y ella ha llegado enseguida para ponerse al corriente de mi última aventura. Seguro que vosotros habéis oído hablar mucho de mi amiga. Es Cleopatra VII, la última reina de Egipto y que ahora ocupa el cuerpo de una mortal. Solemos reflexionar en voz alta y toma notas en inglés o en jeroglíficos. Hemos comprobado —después de compartir varias misiones juntas— que así somos muy efectivas. Al igual que su esposo, Christopher, es miembro de mi misma unidad en el Secret Intelligence Service.

—Estoy de acuerdo contigo, Dany. —Mueve la cabeza de arriba abajo mientras se me aproxima y se acomoda en el sofá al lado de mí—. El pintor es la clave, solo hace falta que quitemos el humo primero. Dime, ¿qué datos debería conocer? Porque presupongo que sabrán que al final descubrirás el mensaje gracias a tus conocimientos de historia y no por haber salido a dar una vuelta en tu escoba. ¡Eso sí, reconoce que un poco bruja sí que eres cuando te enfadas!

—Todavía no he ido a ningún aquelarre, Cleo, pero gracias por el voto de confianza —y medio en broma y medio en serio agrego—: Cuando vuelo a la altura de los aviones es porque me arrastran los fantasmas. Pero todo se andará, chica, ya lo haré por mis propios medios.

—¡Ay, mi querida Dany! —Suelta una carcajada—. ¡Contigo la vida nunca es aburrida!

—Lo mismo digo, reina. —Le efectúo una reverencia sentada como estoy.

     Cleopatra se pone seria y reflexiona:

—Si te dejaron el mensaje es porque estaban seguros de que lo entenderías.

—Y no se equivocan porque algo recuerdo de Goya, investigué su obra cuando estaba en la Universidad de Oxford. Seguro que no ignoran que estudié allí y qué materias. —Me rasco la frente, pensativa—. En la época en la que hizo las dos pinturas que desaparecieron, entre mil setecientos noventa y siete y mil setecientos noventa y ocho, él era el pintor oficial del reino y recibía los encargos más relevantes. El Aquelarre  y Las Brujas  son dos de los seis cuadros sobre brujería que creó para la Alameda de los duques de Osuna.[3]

—Esto no me dice nada, Dany, no le veo ninguna relación contigo —argumenta Cleo, mueve las manos con exageración—. Si fuese de la nobleza inglesa... Aunque reconozco que nos confirma lo que ya sabemos, que la brujería y la caza de brujas están en nuestra diana.

—No sé. —Concentrada, me muerdo el labio inferior—. Goya se encontraba en medio de una crisis existencial, después de que una enfermedad muy grave lo dejara sordo. Sentía que, con excepción de algunos amigos fieles, lo rodeaba la falsedad. No te olvides, además, de que fueron los peores años de la Revolución Francesa, muchos de los que la habían apoyado se sentían desengañados.

—¿Qué tuvo? —me interroga, curiosa.

—No se sabe bien, aunque mucho se ha escrito sobre ella. —Pongo gesto de duda—. Algunos dicen que fue a consecuencia de la sífilis o de la quinina o del mercurio con los que se trataba esta enfermedad. Otros se lo achacan a una esquizofrenia y a un brote psicótico o a la depresión.

—¿Todo eso? —Se asombra Cleo.

—Y hay bastante más. —La enfoco con la mirada—. Hay médicos que creen que el síndrome de Vogt-Koyanagi-Harada, una enfermedad autoinmunológica, explicaría todos los síntomas de Goya [4]. La sordera, el cambio en su visión, en la forma de percibir los colores y en el carácter. Sería la única con estas características que le dejaría vivir hasta los ochenta y dos años, que fue cuando murió. A partir del primer achaque grave cambió por completo la imagen que tenía de sí y del mundo que lo rodeaba. No te olvides de que al mismo tiempo se juzgaba en Francia al rey Luis XVI y de que este proceso culminó con su ejecución y fue el pistoletazo de salida a la época del Terror. La guillotina siempre estaba afilada y cortaba cabezas. Piensa, Cleo: Goya era un partidario de la Ilustración, que se codeaba con la realeza española a la que pintaba. Ponte en su lugar e imagina cómo se debió de sentir.

—Quizá consideraba el fracaso general como un fallo propio —apunta Cleopatra—. Al menos esto fue lo que yo sentí cuando Octaviano invadió Egipto y las legiones de Marco Antonio desertaron —y, con un estremecimiento, agrega—: ¡El mundo se había puesto de cabeza y no tenía arreglo! ¡No me dejaban ninguna salida!

—¡Exacto! —Le doy una palmadita en la mano; resulta curioso que nunca le haya preguntado cómo se suicidó, me da corte hacerlo—. Goya consiguió todo lo que anhelaba y por lo que luchó, fue un triunfador. Por desgracia muchos pintores mueren sin haber conseguido el éxito en vida. Pero se dio cuenta de que este incluía un coste elevado, pues ya no tenía tiempo para sí mismo, para estar con los amigos, para divertirse. Ni siquiera para pintar las pinturas que de verdad quería hacer, en lugar de los tediosos encargos. Me da la sensación de que a raíz de la enfermedad tomó conciencia de su propia mortalidad y alcanzó otra dimensión. Solo deseaba pintar cuadros negativos, que mostrasen el universo monstruoso en el que vivía y en el que reinaba el caos... El polo opuesto de lo que requería el gusto cortesano de la época y que le exigía acatar unas normas que no se adaptaban a sus preferencias actuales.

—Y yo lo entiendo —me interrumpe Cleo con un estremecimiento—. Recuerdo cuando tuve que vivir en Roma y contentar a los romanos. ¡Por Osiris que me sentía así!

—¡Deja a Osiris en paz, Cleo! —Es imposible quitarle esta costumbre desde que llegamos de Japón, ella y Chris lo pasaron tan mal que se le volvió a pegar—. Imagina cómo se sentía Goya al haber puesto sus esperanzas en el triunfo de la razón, y, por esas contradicciones de la vida, que la razón solo produjese muerte y caos en Francia. Y una quiebra total del orden. Por esto empezó a pintar lo que le gustaba, sus caprichos, que a veces fueron el resultado de algún sueño. —Y le extiendo a mi amiga una de las láminas que se hallan encima de mi escritorio.



     Ella lee en voz alta:

El sueño de la razón produce monstruos... Es espeluznante.

—Sí, ahí tienes a Goya mientras duerme y lo rodean monstruos que parecen ensañarse con él —y le aclaro—: Es una alusión personal, pero también una metáfora de lo que significó la Revolución Francesa. El ser humano es imperfecto, capaz de las bajezas más grandes y de alguna que otra grandeza.

—¡Si lo sabré yo, Dany! —Y, con dramatismo, se desparrama sobre el sofá como si estuviese muerta.

     Me interrumpo porque por la mente me pasan las imágenes de Joseph Black —mi peor enemigo— cuando hacía que me torturasen a distancia mediante una tecnología con geolocalización a través de satélite y de la que resultaba imposible escapar. Era inútil intentar ubicar la fuente del dolor mientras me destrozaba las entrañas y se me retorcía hasta el último músculo. No me permitía dormir durante semanas. Pero esa es otra historia...

     Para quitarme los malos recuerdos continúo:

—¿Sabes, Cleo? Esta era de la razón tenía muchas más contradicciones, ya que a nivel popular florecían los ritos mágicos y la creencia en las brujas. Además, en España, a raíz de los sucesos en Francia hubo un acercamiento a la Inquisición. Estos procesos horrorizaban a Goya porque hacían que surgieran las más bajas pasiones y que la masa asistiese a ellos como si fueran fiestas.

—Lo apunto. —Y Cleopatra escribía estos datos en su libreta—. En la razón no hay orden, solo caos. El absurdo es lo auténticamente humano.

—Sí, no lo podías haber dicho mejor, y esto lo refleja a la perfección Goya en sus caprichos —y añado, convencida—: Cuando dormimos la razón está dormida y soñamos. Y también se sueña cuando se inventan doctrinas irrealizables como las que llevaron a la Revolución Francesa, porque el hombre siempre será así, imperfecto, no puede ir contra su propia naturaleza.

—¿Y adónde nos lleva todo esto, Dany? —me pregunta mi amiga.

—No lo sé, Cleo, quizá a que nos acerquemos al asesino y a saber por qué me eligió —reconozco, con un suspiro—. Recuerda el mensaje: Danielle, a ti también te hubiera ahorcado por bruja en mi época... Nos interesa, en principio, todo lo relacionado con la brujería y con la caza de brujas. Quizá esto nos lleve a una contradicción, también, porque no sé si me amenazan o solo me piden que me una a ellos a causa de mi don.

—Yo me lo tomaría como una amenaza, Dany. —Se estremece igual que si una mano helada la acariciara por entero—. Acaba de nacer el niño y mira cómo están los de estos dibujos de Goya, esqueléticos o convertidos en las ofrendas al Diablo. Deberías ir a lo de Willem de inmediato. Si no deseas visitarlo sola yo te acompaño.

—¡Gracias, amiga! —Emocionada, la cojo de la mano y se la aprieto entre las mías—. Pero ahora no puedo pensar en ello, tengo que analizar el caso. —No me digáis nada, lo sé, vuelvo a esconder la cabeza en la arena—. Veamos el mensaje de los caprichos: lo nuevo genera horror, pero también las viejas costumbres que se niegan a irse a pesar del cambio. Me refiero a todas las viejas ideas, a la vieja política y a la Inquisición Española, pues esta última aprovechó el caos para fortalecerse de nuevo. Una contradicción también en Goya, que intentó hacer una sátira con los caprichos, tal vez, pero lo que consiguió fue darles vida a sus propios demonios y a los de la sociedad.

     Me detengo y enfoco la vista en la copia de El Aquelarre. La pintura original todavía permanece en el Museo del Louvre, hasta que la devuelvan al Lázaro Galdiano por medios tradicionales junto a la otra.

     ¿Pensáis igual que yo? Creo que a los cuadros de Goya les gusta hacer turismo por Francia. En el año dos mil once Las Brujas formó parte de la exposición temporal L'Europe des Esprits[5], en el Museo de Arte Moderno de Estrasburgo. ¿Soy exagerada al atribuirles el don de la vida? Quizá no porque sentía que respiraban, que los personajes se movían. ¿O acaso al robar el lienzo delante de mis narices me llaman la atención sobre los espíritus de Europa que desean vengarse o hacer justicia porque no descansan en paz? Es una reflexión interesante, me enorgullezco de que sea mía. ¿Y si me indican que esto es solo el principio? No lo puedo evitar, un escalofrío me recorre la columna vertebral.

     Dejo los datos y me concentro en la imagen de El Aquelarre. Quizá consiga que ella también se comunique conmigo, como la experiencia casi mística que tuve con el original de Las Brujas. Me centro en los trazos de Goya, en el contraste entre la noche que no se quiere ir y el amanecer que comienza a vislumbrarse en el fondo encima de las montañas. La luna menguante se pierde en medio de la oscuridad.



     En el centro de la escena el demonio —representado por el macho cabrío de enormes cuernos decorados con hojas— bendice con la mano izquierda a una madre que le ofrenda a su bebé. Con la derecha hace lo mismo con otra que, a los pies, también le entrega a su hijo. Lo rodean brujas mayores y de rostros horribles que le regalan fetos y pequeños que se asemejan a esqueletos. Otro espasmo me recorre la espalda. Deberé ir a lo del mafioso pronto. No puedo dilatarlo más, Cleo tiene razón.

     Analizo la pintura sin perder detalle. Así, inmersa en la escena, se me hace la luz y recuerdo en qué se basó Goya para pintarla: en el Auto de Fe de la Inquisición de Logroño de mil seiscientos diez. Lo publicó Moratín —uno de sus mejores amigos— para denunciar estas prácticas que aún se efectuaban. En especial, las largas procesiones de personas castigadas por la Inquisición Española, que lucían capirotes en la cabeza.

     Me acuerdo de que en el auto se acusaba a dos hermanas que habían confesado haber envenenado a sus hijos pequeños para ofrendárselos al Diablo. Ahí estaban, frente a mí, pues Goya inmortalizó la escena.

—¡Cleo, quizá nos pidan que analicemos los procesos a las brujas de Zugarramurdi! —ella me mira sin comprender así que agrego—: Las brujas de un municipio de Navarra, este cuadro se relaciona con ellas.

—¡Ah, entiendo! —exclama y luego me interroga—: ¿Y qué conexión tienen esas brujas con el Museo del Louvre de París?

—Pues aún no lo sé, en principio ninguna —le confieso y frunzo el ceño—. Habrá que seguir con los análisis.

     Vuelvo a pensar en las palabras de Goya del capricho  cuarenta y tres. Si la razón —al igual que la realidad— produce monstruos, ¿no es mejor darle entrada a la imaginación y a la locura? Sería el paso siguiente, el más lógico. ¿Era esto lo que hizo el pintor? Negar la magia, ¿no significa, también, rechazar a Dios y la posibilidad de los milagros? ¡Otra contradicción! Tal vez me pedían que tuviese amplitud de miras para resolver el acertijo. ¡Muchas conjeturas y pocas respuestas, resulta desesperante!

     Pero la puerta de la oficina se abre y me distrae. Entra mi guapísimo maridito y se sorprende al encontrarme en el periódico. Se nota que sí ha estado en una misión. La ropa le luce arrugada y el pelo despeinado como si hubiera combatido contra un salvaje enemigo. Deduzco que debió de pelearse con alguien.

     Nathan se nos acerca y se agacha sonriente. Me da un beso sobre los labios —me deja con ganas de más— para luego sentarse a mi lado. Quedo en el medio, entre él y Cleopatra.

—Hola, Cleo —la saluda—. Estoy encantado de encontrarte aquí. ¿Qué tal?

     Pero antes de que ella tenga tiempo de contestarle le explico:

—En el Museo Lázaro Galdiano había algo para mí, además de lo que os he comentado por teléfono.

—¿Algo más? —me preguntan al mismo tiempo.

—Sí. —Y pongo cara misteriosa.

     Me pongo de pie y les doy la espalda. Camino para coger el pergamino que se halla arriba de mi escritorio, dentro de una carpeta. Escucho que mi esposo le susurra unas palabras rápidas a Cleo.

—¡¿Tres?! —grita ella, aterrorizada.

—¿Tres qué? —inquiero, curiosa.

—Hace tres horas que estoy aquí, debo volver a casa. —Pero no entiendo por qué me observa con cara de conmiseración.

—Quédate un rato más —le pido con tono apremiante.

     Vuelvo al sofá y le entrego a mi amiga el pergamino. Lo pone en el medio para que Nat también lo pueda analizar, yo permanezco de pie.

—¿La profecía de las brujas? —Se asombra Cleo—. ¡¿Esta es la profecía que has buscado, la que se refiere a ti?!

—Sí, y el que asesinó a Raymond Hopkins me la ha obsequiado en el museo.

—No entiendo nada. —Atónito, mi esposo la lee y la toca casi con reverencia.

—¡Ni yo! —coincide mi amiga.

—¡Por eso los tres nos reunimos aquí! —les anuncio, entusiasmada—. ¡Para descifrar el mensaje!

—Pero primero tengo algo importantísimo que decirte, mi amor. —Nathan, muy cortado, se pierde en mi mirada—. Es crucial que sepas de dónde vengo ahora y con qué caos me he encontrado.

—Me parece genial, vida mía —y le ruego, coqueta—: Dímelo después de que analicemos la profecía. ¡Desde hace meses deseaba tenerla entre las manos!

     Y él me acaricia la cara y asiente. Comprende mi ansiedad, son muchas las preguntas que flotan en el aire. Porque, ¿qué relación existe entre el muerto, Goya, las brujas de Zugarramurdi y mi profecía?

     Lo único que no me animo a comunicarle a mi media naranja es que esta misma madrugada me colaré en la mansión del mafioso para conocer al bebé. No me siento madre, pero debo protegerlo de la amenaza que lo acecha por mi culpa... ¿Qué me querrá contar mi maridito?

[1] Se refiere a la contradicción de la Iglesia, que debería ser de paz y amor y es también la de la Inquisición. Citado en la página 190 de la biografía Francisco de Goya de Jeannine Baticle, Ediciones Folio, S.A, Barcelona, 2004.

[2] Me tomo esta licencia literaria, pues el cuadro se encuentra en el museo de Orsay de París.

[3] Para profundizar en la vida de Goya en estos años leed las páginas 160 a 216 de la obra de Baticle citada antes. También Los "caprichos" de Goya, de Edith Helman, Alianza Editorial, S.A, Navarra, 1971, páginas 11 a 35 y 89 a 150. Además, Goya. La década de los caprichos. Retratos de 1792-1804, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, 1992: tenéis hechos relevantes de su vida y los retratos con una excelente calidad. Por último, Las brujas y su mundo, Alianza Editorial, Julio Caro Baroja, S.A, Madrid, 1993, páginas 273 a 276.

[4] Leed las páginas 71 a 107 de La influencia de la enfermedad de Goya en su pintura, de Aurelia María Romero Coloma y Francisco José Soto Fabrer, EH Editores, Cádiz, 2011.

[5] La Europa de los Espíritus.


https://youtu.be/-kZRGkfFG_4

La City  de Londres vista desde lo alto. ¡Majestuosa!



Cleo y Danielle analizan la vida de Goya para comprender los sucesos del Museo Lázaro Galdiano.



Nathan llega a la oficina nervioso y despeinado, después de haber estado con el mafioso y los bebés.




Pero Danielle no tiene idea de lo que él necesita decirle porque quiere que primero analicen juntos la profecía.








https://youtu.be/4DBERGxNjuM



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