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23- El viento del Infierno.


  «... sobrevino una mortífera peste. La cual, bien por la obra de los cuerpos superiores o por nuestros inicuos actos, fue en virtud de la justa ira de Dios, enviada a los mortales para corregirnos...».

El Decamerón,

Giovanni Boccaccio[1],

(1313-1375).

—¿Qué diantres pasa? —le preguntó Nathan al mafioso.

     Subían la pendiente a lomos de un par de burros y apenas habían dejado atrás las construcciones encaladas de la ciudad de Lindos.

—¡No tengo ni idea! —El delincuente, molesto, chasqueó la lengua—. ¡Pero sea lo que sea no augura nada bueno para nosotros! —El otro hombre asintió con la cabeza, pues pronunciaba una verdad incuestionable.

     Se dirigían hacia las ruinas de los templos de Atenea Lindia y de Zeus Polieo —coronaban la cima— y lo que les causaba estupor era que cientos de turistas bajaran a las corridas en sentido contrario. En primer lugar, porque les sorprendía que todavía quedase gente en el exterior después de la balacera. Y en segundo término, porque sospechaban que Satanás se encontraba allí con Danielle y que era el causante de la estampida para quedarse a solas con ella, no en vano hacía días que la vigilaba desde la acrópolis.

     Cuando el engendro había desaparecido con la chica —pasados los primeros minutos de confusión— lady Helen los había organizado:

—Vosotros dos, su esposo y su exnovio, sois los más indicados para ir a buscarla en compañía de Christopher y de los miembros del ejército de Willem. Los demás volveremos al yate y protegeremos a los niños con nuestras vidas.

     Y habían obedecido en el acto a su voz de mando. Había sido en ese momento exacto cuando había surgido el primer problema: un viento caliente había surgido de la nada y les había cortado las caras, las manos y las partes del cuerpo que quedaban expuestas. Se habían protegido los rostros entre los brazos y habían apretado los dientes para controlar el dolor.

     Pero la peor parte fue —sin duda— cuando minutos antes arribaron a las caballerizas, pues la fuerza del viento se incrementó y provocó que los techos y las puertas volasen por los aires. Este desastre causó un gran estrépito y asustó a los animales que se resguardaban en el sitio. Las bestias corrieron en estampida, con los hombres a la zaga, y entre todos solo consiguieron atrapar dos burros.

—¿Y qué hacemos ahora? —Christopher los contempló interrogante—. Porque este fenómeno no obedece a razones de origen natural.

—Willem y yo los montaremos. —Nathan saltó con agilidad sobre el jumento más próximo y se calló lo que más temía: que aislarlos y separarlos del resto era el deseo de Satanás—. Vosotros subid a pie.

—¡Excelente idea! —El mafioso asintió en dirección al rival y sus pensamientos eran muy parecidos.

     Ambos aceptaban el peligro. Serían los primeros en llegar a la cima, y, por tanto, los que más riesgo correrían. Por el momento apenas acababan de dejar atrás las construcciones del centro poblado.

—Es extraño. —El periodista, confuso, escrutó alrededor—. Tendríamos que haber llegado.

—Tienes razón —coincidió Van de Walle—. Además, hemos empezado en el camino por el que suben los burros a diario. Y ahora nos llevan entre estos peñascos, carece de lógica.

     Era cierto. Dejaban atrás los pequeños arbustos retorcidos y los rodeaban las piedras. Se suponía que a estas alturas estarían cerca del famoso trirreme cincelado en el promontorio. Pero allí solo había minerales, olor a azufre y cabras salvajes.

—¡Se nos acercan! —Y Nathan las señaló.

—¡Más que acercar parece que nos rodean! —Se asombró el mafioso.

     No se equivocaba. Los rumiantes saltaban entre las puntas afiladas y los montículos y después efectuaban un círculo que los encerraba.

—Son animales que destacan por la curiosidad. —La voz de lord Nathan no sonaba demasiado convencida—. Los turistas les dan galletas y creen que nosotros se las proporcionaremos. —Y, al mismo tiempo que hablaba, les mostraba las manos vacías.

—¡Los has cabreado! —El delincuente se asustó al ver que se les venían encima.

—¡Cabras cabreadas, qué divertido! —Nathan no dejó pasar la ironía—. ¡Larguémonos rápido de aquí, tío, o estas cabras locas nos clavarán los cuernos! —Corrían hacia ellos a gran velocidad y apenas tocaban la superficie pedregosa, daban la impresión de que flotaban.

—¡Más rápido no podemos ir! —El malhechor ojeó por encima del hombro—. ¡Estos burros son muy lentos!

     Por más que azuzaban a las cabalgaduras no había forma de que acelerasen el paso. Y cuando las cabras llegaron a la altura de los jumentos bajaron las cabezas y los apuntaron con los cuernos, como si fueran a embestirlos. Estos se pararon en dos patas, sin darles tiempo a los jinetes a reaccionar. Al caer con fuerza sobre las piedras ellos se rasgaron las ropas y soltaron gemidos de dolor. Y los equinos se alejaron —ahora sí a las prisas— en dirección al centro de la ciudad y como si el demonio los persiguiera.

—¡Estos bichos son antinaturalesl! ¡De cabras no tienen nada! —El periodista se levantó y estiró el brazo para ayudar a Willem—. ¡Y el hedor del azufre, la seña de identidad del Diablo, es insoportable!

—Es normal si no tenemos galletas. —El mafioso conservaba una ligera esperanza—. Son unos bichos glotones... Y el arco del mar Egeo es un arco volcánico, es normal que haya olor a azufre.

—Pero la isla de Rodas no es una isla de origen volcánico —lo corrigió lord Nathan.

—Eso no lo sabes con certeza. —El delincuente se aferraba a la normalidad a como diese lugar y descartaba la lógica—. No eres una enciclopedia ambulante, aunque lo parezcas.

Beee, hazle caso a tu amigo. ¡La experiencia que vivís es sobrenatural! —La cabra más próxima a él le clavó al mismo tiempo los ojillos marrones, parecían mucho más inteligentes de lo habitual—. ¡Alejaos de aquí! Satanás desea estar a solas con Danielle.

—¡Los animales de Dan no suelen hablar como este! —le susurró Nathan, se hallaba a punto de entrar en estado de pánico—. Ni los fantasmas pueden hacer esto.

—Igual sí pueden hablar y Danielle se ha guardado el secreto. —El delincuente respiró hondo.

—¡No pueden beeee, so tonto! —se burló el cabrón—. ¡Solo el Rey del Infierno es capaz de conseguirlo! —Ambos se miraron horrorizados y Willem le señaló con la cabeza las manos y luego las piedras sueltas del camino.

     Cogieron todas las que podían y Nathan gritó:

—¡Ahora!

     Y de un salto subieron una pequeña colina y se dirigieron hacia la zona por la que solían transitar los burros.

—¡Cuidado! —El mafioso le atinó en la cabeza al macho que había hablado y que se hallaba a punto de ensartar al periodista con la cornamenta.

¡Auch! —se lamentó el bichejo, dolorido, y rodó hacia abajo.

     Lord Nathan corría y giraba cada tanto para darle una pedrada a la cabra más próxima. Y así como aparecieron se perdieron de vista. Willem aspiró profundo y retuvo el aire. El corazón comenzó a latirle con más lentitud.

—¡Gracias! —Nathan le dio una palmada en la espalda—. Si no le hubieses acertado a la cabra loca, no sé si ahora estaría vivo.

—De nada —aceptó su adversario con sencillez—. Pero no sé yo si esto ha terminado...

—El camino hacia la cima ahora se encuentra despejado —lo tranquilizó el periodista—. ¡Yo diría que sí!

—¡No sé! —Volvió a dudar el delincuente—. El instinto me dice que lo peor está por llegar.

—¡Espero que te equivoques! —Rockwell arrugó el ceño—. Porque debemos llegar junto a Dan lo antes posible. Ella se engaña al considerar que lucha contra un fantasma y hay que advertirla. ¡Su enemigo es mucho más que eso! —Y no se animó a pronunciar la verdadera naturaleza ni el nombre en voz alta por temor a convocarlo.

—¡Estoy de acuerdo contigo! —Reanudaron codo con codo el ascenso hasta la acrópolis—. Lo reconozco, aunque parezca una locura nos enfrentamos al auténtico Diablo. Danielle en ocasiones hace gala de un optimismo exacerbado y poco realista... E, igual que con los bebés, a ella le parece que negar o camuflar la realidad provoca que esta cambie.

—Gracias a este optimismo patológico de Dan fue que vosotros pudisteis ser pareja y convivir —le recordó el periodista—. De lo contrario ni te hubiese dado la hora. —No intentaba hacer leña del árbol caído, sino que lo enunciaba como planteamiento objetivo.

—Quizá visto desde fuera —pronunció el otro hombre, le costaba expulsar las palabras de entre los labios—. Yo, en cambio, considero que estamos hechos el uno para el otro porque tenemos el mismo afán de aventuras.

—Comprenderás, amigo mío, que estoy en total desacuerdo con tal afirmación —lo contradijo el rival—. Será de otro tipo de aventuras porque en el tema sexual la limitas y conmigo sí puede ser libre.

—Entiendo tu posición y no esperaba menos, te has casado con ella. Y también recuerdo la promesa que hice antes de que reviviera y estoy dispuesto a cumplirla. No la acosaré más y respetaré vuestra unión, su vida está por delante de mis necesidades —de improviso, asustado, inquirió—: ¡¿Qué diantres es eso?!

     Y señaló hacia la cima. Desde la distancia solo se veían patas que se movían con extrema rapidez. A medida que se aproximaban identificaron los cuerpos de millones de ratas enormes. Olían a azufre. Y poseían la tonalidad y las cualidades del humo.

—¡Satanás quiere acabar con nosotros! —Willem, enfurecido, no consiguió controlar el estremecimiento de asco que le produjeron.

—¡Desea a Dan tanto o más que nosotros dos juntos! —Nathan movió la cabeza para abarcarlas con la mirada—. Porque pretende utilizar sus poderes en beneficio propio.

     Mientras él hablaba los roedores abrían las bocas y los amenazaban con dientes afilados y de color amarillento.

—¡Odio las ratas! —le confesó el mafioso—. ¡Les tengo fobia! —Se agachó y se llenó los bolsillos con piedras, las manos le temblaban.

—Me temo, entonces, que es probable que ese ser conozca nuestros más profundos temores... Y que los utilice en nuestra contra. —El periodista se colocó en posición de defensa, tenía preparada la navaja suiza para clavársela a las alimañas que se le acercaran—. De ser así estamos en mucha más desventaja de lo que sospechábamos. Creo que...

     Pero no terminó la frase. El cielo se puso negro de una manera antinatural, que les recordó a las sombras del Infierno, en las que torturaban a las almas de los pecadores por toda la eternidad.

—¡Dios mío! —Ahora sí el delincuente lucía aterrorizado—. ¡Ni siquiera las vemos! Dicen que tienen un anestésico en la saliva y que mientras te comen vivo no te enteras. ¡Se alimentarán de nosotros, Nathan, qué horror!

—¡Sé fuerte, no permitas que el Maligno nos venza! —le imploró el otro hombre y lo sujetó por el brazo—. ¡Lucha contra tu fobia, que no te domine! ¡Debemos subir, no hay que parar! ¡Dan está en grave peligro, lo presiento!

—¡¿Estás loco?! —se escandalizó el malhechor—. ¡¿Cómo vamos a ir en dirección a ellas?!

—No pienses en las ratas, ¡gánale a ese engendro! —lo apremió, desesperado—. ¡Piensa en Dan y solo en Dan!

—¡Lo intentaré! —El mafioso se volvió a estremecer al contemplar alrededor de él y no ver nada.

—¡Hazlo ya, con intentarlo no basta! —lo regañó el otro hombre—. Cuando sientas el ruido más cerca les tiras piedras, las pateas y utilizas los trucos que Dan te ha enseñado.

—¡Claro que lo haré! —Recordó los meses de felicidad que compartió con su exnovia para sacar fuerzas de la flaqueza—. ¡Vamos ya!

     Pero no continuó, pues la oscuridad dio paso a un amanecer irreal. Había niebla, pero no era tan espesa como para impedirles la visión. No se hallaban en el peñasco, sino en una encrucijada en la que morían cinco callecitas estrechas, de aspecto sinuoso y medieval. El hedor del azufre había sido sustituido por el de la putrefacción.

—¡Por favor, Dios Todopoderoso, apiádate de nosotros! ¡Solo somos unos simples pecadores! —gritaba un hombre con el torso desnudo, en tanto se autoflagelaba la espalda.

     La sangre saltaba hasta rociar al resto, pues era el primero de una larga fila de penitentes. Varias mujeres envueltas en capas oscuras recogían las gotas y se la pasaban por los ojos.

     Mientras, con gestos exagerados, gemían:

—¡Por favor, Dios, protégenos de Satanás!

—¡¿Qué cojones es todo esto?! —le susurró Willem, anonadado, al compañero.

—Me temo que mi peor pesadilla. —Lord Nathan señaló a la derecha—. Mira.

     Los cadáveres se apiñaban en varias filas —algunos vestidos, otros desnudos— y se pegaban los unos contra los otros. La mayoría lucía en los cuellos, en los pechos y en los brazos pústulas negras del tamaño de limas. Y se hallaban rellenas de un líquido pestilente.

—¡Este debe de ser el olor del Infierno, que asco! Son las bubas[2] —le explicó el periodista con pesar—. Por la forma de hablar y por el paisaje creo que estamos en alguna zona de Inglaterra durante el año mil trescientos cuarenta y ocho.

—¿¡Mil trescientos cuarenta y ocho!? —gritó el belga, frenético—. ¿Cómo diantres puedes saberlo con certeza?

—Te repito, por la ropa y por la geografía es obvio que nos hallamos en la Inglaterra del siglo catorce. —El periodista se tapó la boca y la nariz con las manos, pues el hedor era insoportable y el sabor ácido, amargo y dulzón le entraba hacia la lengua y hacía estremecer a sus papilas gustativas—. Y el año en concreto lo sé porque la zona fue devastada por la Peste Negra[3]. Al principio la transmitían las pulgas de las ratas, que fueron las que trajeron la epidemia desde oriente en los barcos. Luego la bacteria mutó y se pasaba de persona en persona como el virus de la gripe.

—¿Y esto qué coño tiene que ver con nosotros? —lo interrogó el mafioso, incrédulo.

—¡Ya te lo he dicho, tío, pero no me escuchas! Que así como tu mayor temor son las ratas el mío es este. —Se alzó de hombros—. Me agobia pensar que una bacteria o un virus provoque una pandemia como esta en el presente. Y que se extienda y que estemos indefensos por carecer de inmunidad.

—¡¿Y no podías tener un miedo más normal en lugar de uno tan rebuscado?! —se enfadó Will—. ¿A las avispas, a las cucarachas o también a las ratas? ¡Por favor, eres complicado hasta en esto! ¡¿Era necesario que nos trajeses a este sitio en el año de la pera y alejado de la mano de Dios?!

—También le temo a los tiburones —le replicó Nathan con gesto irónico—, pero imagino que a Satanás le pareció demasiado fantasioso hacerlos saltar por encima de los riscos. Además, desde que Dan les ordena y le obedecen les pierdo el miedo y me zambullo en el agua para jugar con ellos.

     Y se calló cuando una de las mujeres se les acercó y les gritó:

—¡Silencio o estaréis malditos!

     Otra corrió hacia donde se encontraban ambos hombres y les preguntó:

—¿Estáis de parte de Satanás, es eso? Seguro que sí, pues habéis dicho el nombre del Enemigo de Dios. ¿Por este motivo irrumpís en este lugar, para llevarnos con él?

     Se miraron sin saber qué responder y al final Will le aclaró:

—Buscamos a Danielle, estamos aquí solo por eso. ¿La habéis visto?

—¿A Danielle? Supongo que os referís a la bruja Danielle que hoy será juzgada. —La mujer se tiró de los pelos en un ataque de histeria—. ¡Ella ha sido la causante de este mal! ¡¿Cómo podéis, siquiera, pronunciar su nombre?!

—Danielle es una buena persona. —Intentó ayudar el periodista—. Las acusaciones son falsas.

—¡La única bruja buena es la que está muerta! —Y escupió el suelo con asco.

     Algunos hombres deshicieron la procesión, y, sin mediar palabra, se les echaron encima. Tenían las mismas pústulas rebosantes de líquido que lucían los muertos y parecían a punto de explotar. Un gesto de repugnancia apareció en el rostro de Nathan, pues la fetidez de estas personas se mezclaba con la putrefacción de los cadáveres y le llenaba las fosas nasales. Se hallaba a punto de vomitar.

—¡Alto! —gritó, al mismo tiempo que cortaba el aire con la navaja en un alarde de destreza—. ¡No deseo haceros daño, no me obliguéis!

—¡Ni yo! —El delincuente se colocó en posición de ataque, pensaba acometerlos mediante el asalto Lilibeth—. ¡Pero si es necesario os mataré!

—¡A por ellos! —Aulló el hombre que parecía estar al mando de la multitud, alargaba las palabras igual que los cruzados antes de entrar en batalla—. ¡Atrapadlos, son los acólitos de la bruja!

     Los dos viajeros del tiempo emplearon las técnicas que dominaban —algunas las habían aprendido de la médium— para hacerles frente. Pero era imposible repelerlos, parecía que con cada golpe que acertaban los enemigos se multiplicaban.

     Nathan le propinó un puñetazo a uno de los atacantes. El individuo adivinó la trayectoria y se puso de lado para que le diese directo en un par de bubas negras del cuello, grandes como naranjas. Al impactar contra ellas explotaron y le llenaron el rostro con el repugnante líquido.

—¡Dios mío, qué asco! —Lord Nathan se sacudía igual que los perros cuando salen del agua—. ¡Estos hijos de puta me han contagiado! —Al apreciar que su compañero de desventuras se le acercaba para ayudarlo, exclamó—: ¡Will, por favor, no vengas aquí! ¡Alguien tiene que quedar vivo para salvar a Dan!

     El mafioso se lanzó por encima de un par de adversarios. Los rozó —apenas— como si fuera una brisa primaveral. Cayó del otro lado por sorpresa y los noqueó. Luego ignoró las palabras de Nathan, caminó hasta él y le dio un pañuelo para que se limpiase.

     Él lo cogió enseguida, se lo pasó por la cara, frenético, y lo alertó:

—¡Aléjate, esta enfermedad es mortal!

—¡Cálmate, usa la lógica! Las personas del presente tenemos defensas y estamos inmunizadas. —Mientras, repelía a los hombres y a las mujeres que se les tiraban encima—. ¡Y recuerda que nada de esto es real!

—¡No te equivoques, Will! —El periodista movía la cabeza de arriba abajo, presa del pánico—. ¡Sí que estamos en Inglaterra en la peor fase de la Peste Negra! ¡Lo sé, es real!

     Sudaba a borbotones, temblaba y el corazón le galopaba en el pecho. Encima, lo recorrían los escalofríos y el aire no le alcanzaba para respirar porque despedía olor pútrido.

—Satanás juega con nosotros, Nathan, ten presente que esta es tu fobia. —El delincuente intentaba racionalizar—. ¡Es imposible que nos haya transportado al pasado, nadie puede hacerlo! ¡Por eso nada de esto es auténtico!

—¡Sí que es posible viajar al pasado! —Los temblores se hicieron más intensos—. Da Mo y Dan fueron a ayudar a Juana de Arco y entorpecieron los planes del demonio. ¡Y ahora él se venga de esta manera! —Los escalofríos se multiplicaron.

     El malhechor esperaba con los puños levantados a que los atacaran, pero los enemigos se quedaron paralizados como si el tiempo se hubiese detenido.

—¡¿Qué está pasando?! —chilló Nathan, histérico.

     Un niño y una niña los distrajeron de las preocupaciones, pues caminaban hacia el borde de la tumba comunitaria. Una cabra negra de ojos inteligentes los acompañaba.

—¡No miréis! —les gritó, pero los pequeños no le hicieron caso y se inclinaron para contemplar los cuerpos.

—Nuestra madre está ahí. —Y la cría la señaló dentro de la fosa.

     Los dos hombres corrieron en la dirección indicada. Encima de la montaña de cadáveres la mujer tosía y escupía sangre.

—¡Tenemos que sacarla! —exclamó Willem, chocado.

—No es posible, está muerta. —El chico se le colocó delante y le impidió el paso—. ¿No veis, acaso, que está infectada? Nadie se salva, ya somos huérfanos.

     Cuando el mafioso iba a apartar al pequeño para tirarse a sacar a la infeliz, la cabra negra se paró sobre las patas traseras y le advirtió:

¡Bee dejadla ahí, no podéis hacer nada por ella, ya es mía! ¡Idos y volved al yate! ¡Alejaos de aquí beee! —Willem, por respuesta, le tiró las piedras que aún conservaba en los bolsillos.

—¡Vete de aquí, bestia! ¡Nosotros no te tenemos miedo y seguiremos buscando a Danielle! —Aulló, desesperado.

     Nathan, ¡al fin!, salió del estado de abstracción y le pidió:

—¡Vámonos, Will!

     Avanzaron a las corridas por una de las callecitas estrechas. Evitaban mirar hacia atrás. Y trataban de no enfocar la vista en dirección a los cadáveres con tumefacciones y repletos de pústulas negras que se amontonaban a los costados. Zigzagueaban para eludir a los muertos y los charcos de agua fétida. Se tapaban la boca y la nariz, pero el hedor de la muerte se colaba igual. Y por hallarse distraídos un carro que transportaba cuerpos a punto estuvo de atropellarlos.

     Uno de los individuos que tiraba del vehículo, voceó:

—¿Tenéis algún familiar para entregarme?

     Una mujer abrió la puerta de la casa más cercana y le contestó:

—Hoy no, pero mañana venid a buscar a mi marido. ¡Y el fin de semana quizá tengáis que venir por mí! —Se tapó la nariz y cerró la puerta como si se protegiera, un gesto incongruente porque el mal se alojaba dentro.

     Los viajeros no se detuvieron y siguieron a trote. Llegaron a la muralla que rodeaba la ciudad y cruzaron el puente de piedra sobre el río, que la separaba de la campiña. A lo lejos destacaba una construcción de madera con un establo al costado.

—¡Puede que Danielle se refugie allí! —El mafioso la señaló.

—¡Vamos rápido! —Lord Nathan lo apremió—. ¡Tienes razón, puede que Dan se encuentre ahí!

     Tardaron cinco minutos en arribar. Dentro, el aroma a muerte era inconfundible. Recorrieron las estancias. Las mesas y las sillas se hallaban tiradas, no había víveres y los cazos de hierro se desparramaban por el suelo. El hedor a quemado y a carne en descomposición no se soportaba.

—¡Algo terrible ha ocurrido en este sitio! —susurró Nathan, asustado.

     Llegaron a la habitación que se hallaba al final del pasillo. Era el dormitorio principal. La puerta estaba semiabierta, así que entraron. Tres médicos de la peste —eran inconfundibles porque portaban máscaras que terminaban en picos afilados y despedían aroma a alcanfor, a menta, a clavo de olor— se dieron la vuelta en el acto. Sobre la cama reposaba una adolescente de pelo castaño, que tenía los ojos cerrados.

—Es una bruja. —El sacerdote se alzó de hombros como si no se requiriera mayor explicación.

     Sostenía entre las manos una biblia del revés. Cogió un par de brasas que había en la estufa próxima a él y las arrojó encima del lecho donde se situaba la muchacha.

—¿¡Qué haces!? —le gritó Van de Walle, consternado, en tanto Nathan se hallaba paralizado—. ¡La matarás!

—El fuego purifica el mal. —El cura contemplaba el movimiento hipnótico de las llamas que saltaban de la cama y que después se extendían por la habitación—. ¡Si muere que así sea! ¡La próxima en ser curada será vuestra Danielle, alabado sea Dios!

—¡Salgamos! —El delincuente tiró de Nathan para sacarlo de allí.

     Una vez fuera vieron cómo la casa de madera se consumía hasta los cimientos por el fuego.

—¡Contrólate, tenemos que encontrar a Danielle! —Y sacudió al periodista—. ¡Despierta, ella está en peligro!

—Tienes razón, Will, lo siento. —Y, a fuerza de voluntad, salió de su parálisis—. ¿A dónde vamos?

—Me temo que debemos volver a la ciudad. —Giró sobre sí mismo y analizó la zona—. Es la única construcción, más allá solo hay campiña.

     Reacios, emprendieron el regreso por el mismo sitio. Cuando se hallaban cerca del puente escucharon unos gritos que provenían del bosquecillo cercano.

—¡Morid, bruja, morid! —Un centenar de voces chillaban como si fuesen una sola.

—¡Tienen a Dan! —Nathan corrió hacia allí; Willem le iba a la zaga e intentaba alcanzarlo.

     Al arribar se percataron de que la acusada era otra mujer y dejaron escapar un suspiro de alivio.

—¡Muerte a la bruja! —Uno de los hombres señaló a la desdichada.

—¡Soy inocente, por favor, no me hagáis daño! —suplicó ella, desesperada—. ¡Os lo pido en nombre de Dios Todopoderoso!

—¡Calla, alimaña, no pronunciéis con vuestra maligna boca el nombre de nuestro Creador! —Le dio un latigazo en el rostro y dibujó en él un surco de sangre.

—¡Apartaos de esta mujer! —El periodista corrió hacia la tarima y se interpuso para protegerla—. ¿No veis que es inocente, que una bruja jamás pronunciaría el nombre de Dios?

     Dos individuos se acercaron a él y lo arrastraron hacia el otro extremo.

—¡Sois muy ingenuo! —se burló el que parecía ser el jefe de los fanáticos—. Estas bestias son capaces de decir o de hacer cualquier cosa con tal de salir indemnes. ¡Colgadla ahora, antes de que nos vuelvan a interrumpir! ¡La bruja debe morir!

     Van de Walle pateó a los que sostenían a su rival, pero no pudo continuar porque la multitud se arrojó sobre él y se lo impidió.

—¡Idos de nuestra aldea! —rugió el jefecillo a todo pulmón—. ¡Volved a vuestro sitio, aquí no sois bienvenidos!

     Ellos se resistieron. Golpeaban con los puños y con las piernas a la turba. Pero, aun así, los arrastraron fuera del bosque.

     El que llevaba la voz cantante les advirtió:

—Por esta vez os dejamos ir. ¡Pero si volvéis os juro por Dios Todopoderoso que os colgaremos junto al resto de las brujas! O, peor todavía, haremos que os enferméis.

     Y se apartó la camisa y les mostró el cuerpo repleto de bubas negras como el carbón. La pestilencia era inaguantable. Luego los empujaron hacia el claro y los tiraron sobre la hierba.

—¿Y ahora qué hacemos? —Nathan parecía indeciso.

—Volver a la ciudad, es nuestra única opción. —El mafioso se frotó la frente—. ¡Es obvio que Danielle está en un grave peligro!

—¿Sabes algo, Will? —le preguntó el periodista, reflexivo—. Tenías razón, esto no es real.

—¡Al fin despiertas! —y con curiosidad añadió—: ¿Por qué lo dices?

     Se rascó la frente y le explicó:

—Por los médicos de la peste. Tenían túnicas de tela gruesa y las máscaras con las puntas en forma de pico.

—¿Y? —lo apuró Van de Walle.

—Esa indumentaria la utilizaron los médicos de la peste siglos después —le indicó como si fuese obvio—. La creó Charles de L'Orme en mil seiscientos diecinueve. Y en París, además. Rellenaban las máscaras con sustancias aromáticas y con paja, se suponía que esto los protegía porque actuaba como una especie de barrera.

     El delincuente pensó cuán parecido se veía Nathan en esos momentos a su exnovia, eran tal para cual. La amargura le hizo un nudo en la garganta: por primera vez sentía que él sobraba. Ellos se conocían de antes y siempre habían sido cercanos, se entendían a la perfección... Y habían contraído matrimonio. Le costaría como si le desgarrasen el corazón, pero cumpliría su promesa de no volver a interponerse. Temía que si no lo hacía la Muerte volviera a por la chica. Movió la cabeza para borrar esta introspección y se concentró en la tarea que les esperaba.

     De repente la cabra negra apareció de la nada y se burló:

—¡Beee, la máscara estaba hecha con mi piel, al igual que los guantes y que las botas! ¿Qué hacéis todavía en mis dominios par de idiotas? ¡Idos! ¿No os advertí que no os quería aquí, beee?

—En los dominios de tu jefe, dirás. —Van de Walle cogió varias piedras que había en la senda.

—¡No, en mis dominios! —Y empezó a crecer y a crecer—. ¡Yo soy Satanás, el Rey del Infierno, y estoy en todas partes!

     Cada vez temían más por la seguridad de Danielle, pero no lo compartían en voz alta para no restarse fuerzas. Corrieron en dirección al puente, pero el Enemigo de Dios no los persiguió. No pudieron cruzar hacia el otro lado porque se había formado un tapón de gente.

—¿Qué pasa ahora? —El belga se hallaba muy preocupado.

—Creo que juzgan a más mujeres. —El periodista se sentía impotente—. Alguien tiene que cargar con las culpas por el brote de Peste Negra. ¿Y qué mejor opción que culparlas a ellas? ¡Rápido, Dan debe de estar ahí!

     Cuando arribaron se percataron de que otro clérigo se hallaba frente a las tres brujas acusadas y que las estudiaba en actitud amenazante. Cada una tenía alrededor del cuello una cuerda. Por fortuna, ninguna de ellas era la médium. La multitud, en lugar de desaprobar este ensañamiento público, lo observaban con rostros esperanzados, pues creían que después de ajusticiarlas regresarían a la normalidad.

     El cura les gritó a las detenidas:

—¡Confesad, viles engendros! ¡Sabemos que sois las responsables de que esta plaga nos asole! ¡Aceptadlo de una vez, no les deis la espalda a Dios!

     La más anciana de las inculpadas tenía una joroba que le partía la espalda en dos. Unos cabellos blancos grasosos le coronaban la cabeza y le caían desordenados sobre las mejillas. Y fue la más osada, pues escupió al religioso en el rostro.

     Con odio, exclamó:

—¡No tenemos nada que confesar! ¡Somos inocentes, nosotras no hemos traído la peste!

—¡Bruja, como siempre, mentís e intentáis confundirnos! —El sacerdote la apuntó con el dedo índice—. ¿Y vos, diréis la verdad?

     Enfocó la mirada en la que se hallaba en el medio de las tres. Se trataba de una joven muy guapa, de largos cabellos rubios y ojos azules parecidos a los de Danielle.

—Escuchasteis a mi abuela. —Parecía agotada, llevaban varias jornadas de intensos y largos interrogatorios—. Ni mi hermana ni yo tenemos nada que agregar.

     La respuesta sacó de quicio al clérigo:

—¡Brujas, mentís, pretendéis engañar a esta pobre gente! —y les ordenó a los guardias—: ¡Colgadlas!

     Ellos obedecieron en el acto y las empujaron desde el puente hacia el vacío. Lord Nathan y Willem intentaron acercarse para salvarlas, pero enseguida los inmovilizaron. Y escucharon, impotentes, el sonido seco de los cuellos de las pobres infelices al quebrarse.

     La turba observaba —fascinada— que las piernas se movían. Y cómo se balanceaban por encima del río. No contenta con esto, gritaba instrucciones para alentar a los verdugos.

—¡Aseguraos de que se les hayan roto los cuellos! —Las voces se asemejaban a los silbidos de cientos de serpientes de cascabel a punto de atacar—. ¡La mejor bruja es la bruja muerta!

—¡Bajadlas dentro del agua para que si alguna vive se ahogue! —pedían otros.

—¡Pero si son brujas no se ahogan! ¡Quemadlas para que no puedan regresar! —Los conminaban los más «entendidos».

     Cuando los dos hombres estuvieron en la primera línea de observación, el periodista le susurró al compañero:

—¡No es Dan, pero debemos mostrar un poco de respeto, esto es una injusticia enorme! En cuanto se vaya esta gentuza las descolgamos y les damos cristiana sepultura.

—Es lo mejor, te apoyo. Creo que estaremos aquí durante largo rato, no nos dejan pasar —aceptó el mafioso.

     Willem se estremeció al contemplar cómo los cuerpos de las infelices bailaban con la brisa. La muchacha rubia era tan parecida a su exnovia que temía que en otro punto de la ciudad se ensañaran con ella del mismo modo. Los guardias todavía sostenían las cuerdas, esperaban las indicaciones del cura.

—¡Sumergidlas ahora en el río! —Aulló el sacerdote con tono de mando.

     Los guardias obedecieron. Bajaron los cadáveres poco a poco y estos danzaron, furiosos, con el viento que había sustituido a la ligera brisa. Cuando los introdujeron en el agua el líquido burbujeó como si hirviese.

—¡Mira! —El delincuente señaló lo que Nathan y todos veían.

     Las tres ajusticiadas salían del río y se elevaban por sí solas. Los ejecutores entraron en pánico y soltaron las cuerdas como si estuvieran electrificadas. Se tomaron de la mano y giraron en el aire. Bailaban al son de una canción que entonaban y cuyo canto resultaba incomprensible para el resto. Resultaba grotesco porque las cabezas ocupaban una posición antinatural.

     Se enderezaron al mismo tiempo y se produjo un sonido similar al de varios troncos de pino al romperse... Y los cuellos volvieron a ocupar el sitio habitual encima del tronco. Ahora la gente lloraba, pues anticipaba lo que sucedería a continuación.

     Con una alegría que se contraponía a la desesperación del resto, cantaron:

No eran esclavas, los demonios las servían. No eran esclavas, los demonios las servían. ¡Vivamos, vivamos, vivamos, que el mundo continuará girando y nosotras con él iremos rodando!

—¡Dios Todopoderoso, nos han condenado! —El religioso cayó de rodillas y se puso a rezar—. ¡Estas brujas son igual de inmortales que Danielle, es imposible matarlas!

     La multitud lo imitó. También los verdugos.

     Todos —histéricos y con los ojos colmados de lágrimas— gritaban:

—¡Padre Celestial, ayúdanos! ¡Nuestras acciones nos han condenado!

     Las brujas volaron por arriba del puente y se situaron a tan solo medio metro por encima de ellos. El olor del azufre les llegó y tapó al de la putrefacción. Gruesas cadenas les colgaban de los brazos y de las piernas, pero no parecían pesarles.

—¡Ahora imploráis! ¡Ahora lloráis! ¡Y hace apenas unos minutos os burlabais de nosotras y pedíais que acabasen con nuestras vidas! Solo dos personas intentaron ayudarnos, pero no se lo permitisteis.

—¡Lo sentimos! —chillaban, desesperados—. ¡Perdonadnos!

     Y las maléficas flotaron de un extremo a otro con la finalidad de escuchar cada ruego. La que era parecida a Danielle descendió y caminó alrededor de los presentes.

—¡Decid que lo sentís! Y yo os creo. ¡Pedidles a mi abuela y a mi hermana que os perdonen! Si ellas aceptan yo también os perdonaré. De lo contrario moriréis tan rápido como lo que cuesta pronunciar la palabra Dios.

—¡Por favor, perdonadnos! —imploró el cura en nombre de todos—. ¡Permitidnos vivir y os aceptaremos en esta ciudad!

—¿Aunque nuestro jefe sea Satanás? —Se rio la bruja, los ojos celestes daban la sensación de lanzar llamas.

—¡Sí, perdonadnos! —gritaron los guardias—. ¡Solo obedecíamos las órdenes del religioso! Si debéis matar a alguien que sea a él, fue el que tuvo la idea de perseguiros.

     Les pedían perdón —uno a uno— por su cuenta y al mismo tiempo, con lo que las palabras resultaban confusas. Lo único que sí se entendía era que culpaban al sacerdote de haberlas matado.

—¡Estáis perdonados! —gritó la bruja más anciana.

     Y las tres se tiraron sobre la multitud y les rasgaron las ropas y las carnes con las uñas. La turba, indefensa, gritaba sin poder apartarlas, pues los atacaban desde el aire y se multiplicaban por los costados. Nathan y Willem permanecían clavados en el sitio y contemplaban la escena sin siquiera pestañear.

     Cuando terminaron de cebarse con los asistentes —sin matarlos— los tiraron al río desde el puente para que se ahogasen. Los apuntaban con las manos y la magia hacía que se hundieran. Poco a poco dejaron de patalear y de manotear y se sumergieron en las fétidas aguas como si fuesen anclas.

—¡Nada de esto es real! —gritó el periodista mientras Willem, aturdido, lo observaba en silencio—. ¡Nada de esto es real!

     La bruja parecida a Danielle se acercó a él y le pasó el índice por los labios en un gesto sensual. Los ojos formaban círculos que cada vez giraban más rápido. Y luego la hermana la imitó.

—¿Os lo quedáis vos o me lo quedo yo? —le preguntó la mayor—. Es muy guapo. ¡Y está tan limpio y huele tan bien!

—¡Dejadlo en paz! —El mafioso las empujó.

—Creo que este se ha puesto celoso. —La chica rubia le pasó la mano a Van de Walle por la cara y lo enfocó con la vista—. Mejor me quedo con vos, tenéis el alma negra como el carbón.

—¡Niñas, dejad a estos hombres en paz! —las regañó la abuela—. Satanás tiene otros planes para ellos. Y no os olvidéis de que ambos le pertenecen a una de las nuestras.

     Cuando las brujas jóvenes se dieron la vuelta, Nathan volvió en sí y comenzó a repetir:

—¡Nada de esto es real! ¡Nada de esto es real!

      La cabra negra se materializó al lado de él y le murmuró en el oído:

—¡Todo esto es real! ¡Todo esto es real! ¡Habéis viajado al pasado! ¡Y también es real que todas las brujas son mías! ¡Me quedaré con Danielle! Beeee...

     El mafioso cogió al periodista por el brazo y pronunció:

—¡Nada de esto es real! ¡Nada de esto es real!

     Ambos hombres lo gritaban cada vez más alto.

—¡Miradme! —se enfureció la cabra—. ¡Os ordeno que me miréis! ¿A que soy muy real! ¡Soy más real que el Dios al que jamás habéis visto y que siempre os da la espalda! ¡Soy Satanás y he venido por vosotros dos para llevaros al Infierno!

     Ellos cerraron los ojos y se negaron a obedecer.

—¡Esto no es real! ¡Esto no es real! —pronunciaban sin descanso.

     Nathan suplicó:

—¡Dios Todopoderoso, por favor, permite que ayudemos a Dan!

     Y Él pareció escucharlos porque un viento fresco los levantó por el aire. Se sujetaron uno a otro con fuerza. Luego escucharon un zumbido alrededor de ellos y abrieron los ojos. El periodista se percató de que se hallaba suspendido de la torre del Castillo de los Caballeros de San Juan, cerca de la acrópolis de Lindos.

     El mafioso —de pie en la cima— observaba atónito cómo Nathan se sujetaba del borde y se hallaba a punto de caer al precipicio.

—¡Por favor, Will, ayúdame! —le suplicó con los ojos desorbitados por el miedo.

     El delincuente lo escuchó. Y también oyó los gritos de Danielle a lo lejos.

[1] Plaza &Janés, S.A, Editores, Barcelona, 1963, página 14.

[2] De ahí que la Peste Negra también se llamase Peste Bubónica.

[3] Leer al respecto las páginas 139, 140, 406 y 407 de Historia de las Mujeres. Una historia propia, de Bonnie S. Anderson y Judith P. Zinsser, Editorial Crítica, Barcelona, 1991.



https://youtu.be/7XYqlx8hatM



La ciudad de Lindos vista desde arriba.


Las caballerizas donde están los burros.


Este es el camino habitual para subir.


Y he aquí el trirreme...


Este es el mayor miedo de Nathan.


Nathan duda de que estén en el pasado porque estas vestimentas eran de otro siglo.


Los dos viajeros odiaban lo que sucedía alrededor de ellos. En especial, cuando ahorcaron a las brujas.

La peste negra (History Channel).

https://youtu.be/3XgWFXizvr4


La peste negra en Europa (Documentalia).

https://youtu.be/jvkSkfVjedk

https://youtu.be/AY9blLYMKnI

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