14- A la caza de Juana de Arco[1].
«Multitud de inquisidores asisten a él rodeados de esbirros. Esos santos doctores que están sentados para dictar su fallo visten un traje de plumas de lechuza. Su augusta cabeza está adornada con orejas de asno y tienen en las manos una balanza para pesar lo justo con lo injusto y lo verdadero con lo falso. Esa balanza posee dos inmensos platillos; uno contiene el oro que arrancan a la fuerza, el bienestar que roban a los penitentes y la sangre que les hacen derramar; el otro se llena de bulas, de breves, de Oremus, de rosarios, de escapularios y de Agnus. A los pies benditos de esta docta asamblea se halla el pobre Galileo contrito y pidiendo que le perdone de haberlo condenado por tener razón».
La doncella, Voltaire [2]
(1694-1778).
—¿Ahora, maestro? —le preguntó, impaciente, la médium a Da Mo.
—Aún no, Danielle —y le advierte con seguridad—: Es mejor que él ignore nuestra presencia el mayor tiempo posible. Mientras estamos aquí no nos detecta. —Ambos se encontraban en la cima del monte Songshan, en la provincia china de Henan, y aguardaban sentados en posición de loto al borde del precipicio.
El sitio era mágico. Fusionaba la energía de la montaña, la del cielo, la del aire y les permitía ser partícipes en la distancia de las escenas del juicio contra Juana de Arco del año mil cuatrocientos treinta y uno. ¿Con qué intención? La idea consistía en colarse a esta fecha e impedir que el perverso ser ganara el espíritu de la santa para sumarla a sus filas.
—¿Qué se siente al viajar en el tiempo? —La chica sentía curiosidad.
—Nada extraordinario —le respondió él con paciencia—, la sensación es la misma que al materializarse en otro punto geográfico. El espacio y el tiempo son relativos, todo depende del punto desde el que se mire. Y, por supuesto, a velocidad mental es como se viaja más rápido... Estoy muy orgulloso de ti, Danielle, deseo que lo sepas. Gracias a tu ayuda es la primera vez que nos adelantamos a nuestros adversarios.
—Pues deberías agradecérselo a las abejas. —Movió la cabeza de izquierda a derecha, se sentía muy culpable—. ¡Si no fuese por su afortunada intervención otro gallo cantaría!
Da Mo la había encontrado desnuda, envuelta en una colcha y después de haber mantenido sexo oral con el engendro. No quería meditar en las posibles repercusiones si hubiese llegado a completar el acto sexual, pues tal vez su intención había sido embarazarla para que diera a luz un hijo del mal.
—Infravaloras tu papel, Danielle. —El mentor le sonrió con dulzura—. Los insectos acudieron al llamado de tu voz interior. Muy dentro de tu alma sabías que algo extraño ocurría y que forzaba tu voluntad con sus poderes hipnóticos.
—Sí, es probable —admitió más contenta—. Dime, Da Mo, hay algo que quiero saber y que me preocupa: ¿han muerto muchas abejitas? Les pedí con la mente que lo rodeasen, pero que no lo aguijonearan. No sé si me hicieron caso.
—Aunque te parezca increíble no falleció ni una sola abeja, todas te obedecieron —le explicó para sosegarla—. Además, cuando se le echaron encima crearon una barrera entre él y tú, de manera que pudiste recuperar el control y acceder a mí. ¿Cómo no estar satisfecho contigo y con ellas?
—Gracias, Gran Maestro, me tranquilizas. —Aliviada, se pasó la mano por el pelo—. Me preocupaba la supervivencia de las colmenas. No solo por la labor de las abejas como enviadas de los dioses, sino porque sin ellas la humanidad desaparecería en pocos años. ¿Quién polinizaría los cultivos, como hacen de modo infatigable? Por culpa de los pesticidas, de los fertilizantes, de los ácaros que se alimentan de su sangre, y, por supuesto, del cambio climático y de la contaminación, se han reducido las poblaciones de modo alarmante.
—¡El ser humano es así! —El monje shaolin se alzó de hombros y acompañó este movimiento con una expresión de tristeza—. Solo advierten los peligros cuando se convierten en inevitables y ya no hay solución.
Y contempló las escenas del holograma que, como si fuese una pantalla de cine gigantesca, flotaba delante de ellos en la montaña.
—Me gusta. —Se rozó el mentón con la mano—. Interesante respuesta la de Juana.
Los dos llevaban varias jornadas inmersos en esta tarea. La primera sesión pública del juicio había sido el día veintiuno de febrero en la Capilla Real del Castillo de Ruán, a la que había asistido Juana rodeada de sus enemigos y sin ni un solo partidario. Ni siquiera le nombraron defensor porque no era un proceso auténtico, sino un mero teatro del que los ingleses manejaban los hilos por detrás. Luego las sesiones se desarrollaron en la chambre de parement e hicieron un alto durante varios días porque La Pucelle se encontraba muy enferma y no deseaban que muriese de muerte natural, pues como destino le reservaban la hoguera.
Una vez recuperada, la primera parte del interrogatorio terminó el tres de marzo. Durante los seis días siguientes los jueces estudiaron acerca de qué interrogantes debían ahondar para condenarla. A partir del diez de marzo reiniciaron los interrogatorios —una o dos veces al día en la prisión— mientras la santa se hallaba encadenada.
—¿Qué habéis hecho con vuestra mandrágora de Domremy, vuestro pueblo? —Pierre Cauchon, obispo de Beauvais, era el más implacable de sus torturadores: odiaba a Juana porque gracias a ella el espíritu francés revivía en La Guerra de los Cien Años y él había optado por el bando de los ingleses, quienes le pagaban muy bien por sus servicios.
—No tenía ninguna mandrágora, no sé de qué me habláis, nunca la he tenido. —Ella mantenía la calma y hablaba pausada y con firmeza—. Sí he oído que en el pueblo encima de un nogal había una, pero nunca supe dónde. Me habían dicho que poseer una mandrágora era algo muy malo y peligroso, pero no sé por qué. Los ancianos decían que traía dinero, pero mis voces jamás me hablaron de ella.
—¿Qué relación teníais con el Arbre des Dames, también llamado árbol de las hadas o Le Beau May? —la interrogaba a continuación con voz estentórea y mirada acusadora.
—Ninguna relación en especial, era un gran árbol, un haya que se encontraba cerca de la fuente —le explicaba la chica, tranquila—. Lo había oído contar y también había visto con mis propios ojos que las personas con fiebres iban a beber de las aguas de esa fuente, pero no sabría deciros si hubo alguna curación. También oí que los enfermos cuando recobraban la salud se levantaban e iban al árbol en cuestión. Contaban los ancianos, aunque no los más jóvenes, que las hadas se reunían allí para conversar. Mi propia madrina, la mujer del alcalde, era una mujer modesta que nada tenía de adivina ni de bruja y me había contado que había visto hadas allí, pero yo no sé si eso era o no verdad. Que yo supiese, nunca había visto hadas alrededor del árbol, aunque no sabría si las había visto en otra parte. Lo que sí sé es que las chicas le colgaban guirnaldas en las ramas y yo misma las he colgado con mis amigas y algunas veces las dejábamos colgando y otras las volvíamos a llevar. Desde que las voces me dijeron que tendría que ir a luchar por Francia, participé lo menos posible en todos esos juegos y entretenimientos y desde los trece años no recuerdo haber bailado cerca del árbol. Podía ser que antes hubiese bailado con otros niños, pero incluso entonces más bien cantaba que bailar.
El obispo la escrutaba con la sentencia condenatoria en el rostro y volvía a preguntarle:
—¿Cómo fue la primera vez que escuchasteis las voces?
—Estaba en mi décimo tercer año cuando Dios envió una voz para guiarme. Al principio me asusté mucho. La voz vino hacia la hora del mediodía, en verano, en el huerto de mi padre. Yo había ayunado el día anterior. Oí la voz a mi derecha en dirección a la iglesia. Rara vez la oigo sin ver una luz. Esa luz siempre aparece en el lado del que viene la voz.
—¿Cómo reconocisteis finalmente la identidad del que os hablaba?
—Cuando vi al primer extraño visitante varias veces me di cuenta de que no podía ser otro que San Miguel.
—¿Cómo decidisteis finalmente su identidad? —El obispo le exigía la respuesta con una obvia actitud de superioridad.
—Al fin lo reconocí porque hablaba el lenguaje de los ángeles.
—¿Cómo sabía que era el lenguaje de los ángeles? —El religioso esbozaba una sonrisilla cínica.
—Es algo que había pensado desde muy al principio de los acontecimientos y que siempre me sentía inclinada a pensarlo. Acabé estando del todo convencida. Si no lo estuve al principio es porque no era más que una niña y estaba alarmada, pero después él, San Miguel, me enseñó y me mostró tantas cosas que estuve segura de que no era el Enemigo disfrazado de ángel... El Demonio... Hubiese sabido enseguida si era San Miguel o algo hecho a semejanza suya... Al principio el arcángel no era demasiado preciso en sus indicaciones. Me decía que tenía que ser buena chica y que Dios me ayudaría. Luego me dijo que tenía que ir a ayudar al Rey de Francia, diciéndome que Santa Catalina y Santa Margarita se me presentarían más adelante y que tenía que obedecer sus instrucciones, puesto que serían enviadas por orden de Nuestro Señor. Al principio nunca le dije una palabra de esto a nadie...
—¿Los abrazaba por el cuello o por las partes inferiores? —le preguntaba Cauchon con una mirada irónica.
—Los veía con sus ojos corporales y lloraba cuando se iban porque deseaba que me llevasen con ellos. Llegaban siempre acompañados por la nube de luz celestial. Podía tocarlos y abrazarlos. Los abrazaba por las rodillas, porque estaba arrodillada delante de ellos.
—¿Al abrazarlos sentíais el calor? —Se notaba que el obispo se hallaba intrigado.
—No habría sido posible abrazarlos sin tocarlos y sin sentirlos. Me hablaban en francés, me llamaban Jehanne la Pucelle, fille de Dieu. Olían bien, llevaban unas coronas muy bonitas. —Tanto el tono como los gestos eran tan espirituales que cualquiera, excepto Cauchon, considerarían que decía la pura verdad.
—¿San Miguel estaba desnudo? —El obispo, incisivo, pretendía que cometiese un error.
—¿Creéis que Nuestro Señor no tiene con qué vestirle? —le replicaba la joven con inteligencia.
Cauchon refunfuñaba, molesto, y continuaba con las preguntas:
—¿Cuándo oísteis la voz hablándoos por última vez?
—Ayer y hoy. —La santa suspiró.
—¿A qué hora la oísteis ayer?
—La oí tres veces: una vez por la mañana, otra a la hora de las vísperas y la tercera vez al atardecer, a la hora del Ángelus. Muy a menudo la oigo con más frecuencia de lo que os digo.
—¿Qué hacíais cuando la oísteis ayer por la mañana? —Se notaba que Cauchon pretendía pillarla en una contradicción a como diera lugar.
—Dormía y la voz me despertó. —Juana esbozó una sonrisa calmada.
—¿Os despertó tocándoos el brazo?
—Me despertó sin tocarme.
—¿Estaba la voz en tu habitación?
—No lo sé, estaba en el castillo.
—¿No le disteis las gracias y os arrodillasteis?
—Sí, ¿cómo lo sabéis?, ¿me hacéis vigilar en prisión? —repuso la joven, indignada—. Le di las gracias, pero estaba sentada en la cama, os han informado mal. Junté las manos y recé para pedirle consejo. La voz me dijo que contestase a vuestras preguntas con valentía.
—¿No os dijo la voz ciertas cosas antes de que rezaras?
—Sí, pero no las entendí todas. Mas cuando me desperté me dijo que contestase con valentía. —La mirada era clara, y, pese al agotamiento, no dudaba al responder.
—¿Os ha pedido la voz que contestéis íntegramente sobre todo lo que os podamos preguntar?
—No contestaré a eso. Y he tenido grandes revelaciones respecto al rey Carlos que no os voy a contar jamás.
—¿Os ha prohibido la voz contar esas revelaciones?
—No he tenido instrucciones. Dadme quince días y os responderé.
—¿Veis algo acompañando a las voces?
—No os lo contaré todo; no me está permitido y mi juramento no se refiere a eso.
—¿Van dichas santas, Santa Catalina y Santa Margarita, vestidas igual?
—No os diré nada más sobre ellas ahora; no me está permitido. Si no me creéis id a Poitiers. —La santa movía la cabeza de derecha a izquierda.
—¿Son de la misma edad?
—No me está permitido decirlo —negó otra vez, fruncía el entrecejo.
—¿Cuál de las dos se os apareció primero?
—Yo no las reconocí al momento; antes sabía cuál se me había aparecido primero, pero se me ha olvidado. Si me estuviese permitido decíroslo lo haría con gusto. Está anotado en el registro de Poitiers, leedlo allí.
—¿Qué aspecto tenía San Miguel?
—No hay respuesta para vosotros sobre esto todavía; aún no me está permitido decirlo. Quisiera que tuvieseis copia de ese libro de Poitiers, estoy cansada de tantas preguntas. Me siento mal, acabo de salir de una enfermedad que me tuvo al borde de la muerte, tengo estos grilletes, no me dejáis un poco de paz. Las respuestas están allí, en Poitiers, leedlas.
—¿Cómo sabéis que son Santa Margarita y Santa Catalina las que os hablan? —Cauchon se mostraba implacable y le daba igual el malestar de su víctima.
—Ya os he dicho repetidas veces que son Santa Catalina y Santa Margarita, creedme si queréis.
—¿Las veis siempre con la misma ropa?
—Siempre las veo de la misma forma, con ricas coronas en la cabeza. Me está permitido por mi Señor contar esto. No sé nada de sus vestidos.
—¿En qué formas las veis?
—Les veo las caras.
—¿Tienen pelo?
—Esto es bueno de saber.
—¿Tienen el cabello largo y suelto?
—No lo sé. No sé si tienen brazos u otros miembros.
—Si no tuvieran miembros, ¿cómo podrían hablaros?
—Remito eso a Dios.
—¿Habla inglés Santa Margarita?
—¿Por qué habría de hablar inglés si no está del lado inglés? —La chica puso cara de desconcierto.
—¿Qué aspecto tenía San Miguel cuando se os apareció?
—No vi ninguna corona y no sé nada de su vestimenta.
—¿Estaba desnudo?
—Os lo repito: ¡¿creéis que Nuestro Señor no tiene con qué vestirlo?! —Pese al cansancio la voz le salió enérgica.
—¿Tenía pelo?
—¿Por qué debería de habérselo cortado?
El obispo analizaba a Juana, se santiguaba y efectuaba la siguiente pregunta:
—¿Me podéis hablar del incidente con vuestra espada?
—Sí, puedo. Todos me llamaban Jehanne la Pucelle, la salvadora de Francia y el azote de los ingleses. Me regalaron una armadura y estandartes, pero me negué a aceptar la espada porque las voces ya me habían dicho cuál sería la mía. Tenía que ser esa espada y no otra y por tanto debían buscármela. Las voces me dijeron que la encontrarían enterrada en el suelo detrás del altar en la Iglesia de Santa Catalina de Fierbois. Todo el mundo se sorprendió, pero yo no, estaba acostumbrada a este tipo de vaticinios. Envié a un armero con una carta mía al clero de Santa Catalina pidiéndole que tuviesen la amabilidad de buscar la espada y enviármela. La espada con cinco cruces grabadas se hallaba donde las voces me habían dicho. Estaba muy oxidada, pero cuando los clérigos empezaron a limpiarla el orín salió y se veía como nueva. Para todos era un milagro y el clero quedó tan impresionado que me regaló una vaina de terciopelo carmesí para la espada. Los habitantes de Tours me regalaron otra vaina de tela dorada. Mandé que me hicieran una tercera de cuero.
—¿Y cómo supisteis dónde estaba la espada?
—Ya os lo he explicado, me lo dijeron las voces.
—¿Os lo dijeron porque sois una bruja?
—No soy una bruja, solo sigo siempre las instrucciones de Nuestro Señor.
—No siempre, los que siguen las instrucciones de Nuestro Señor no intentan suicidarse. ¿Por qué os tirasteis desde lo alto de la Torre del Castillo de Beaurevoir cuando erais prisionera de Jean de Luxemburg. ¿No sabíais que suicidaros era pecado?
—No intenté suicidarme, solo escapar, no quería caer en manos de los ingleses. Soy muy buena católica, ¡jamás me suicidaría! Una buena católica a la que le impedís rezar en el altar o en la capilla. O a la que le enviáis gente a la prisión para confundir, se hacen pasar por amigos o por partidarios para hundirla. Para hundirme... Sé que estoy entre enemigos, no necesitáis engañarme: hacedme las preguntas y yo os contestaré, siempre soy sincera. Las voces desean que os cuente la verdad.
—¿Os consideráis en estado de gracia? — Cauchon enfocaba la vista en el resto de los clérigos de la sala para recalcar cuán sacrílega sonaba.
—Si no estoy en estado de gracia que Dios me ponga en él; si lo estoy que Él me conserve en él.
—Os recuerdo que aquí os juzgamos por herejía, por blasfemia, por idolatría y por brujería. ¡Son cargos muy serios y vos, en cambio, os dedicáis a jugar con las palabras!
—Decís que sois mi juez, obispo, no sé si lo sois o no, pero tened mucho cuidado de no juzgarme por equivocación, pues eso sería poneros en gran peligro. Yo os lo advierto ahora, por lo que si Nuestro Señor os castiga por ello yo habré cumplido con mi deber de advertíroslo.
—¿Qué revelaciones hicisteis al rey que se hace llamar Carlos VII para que os creyese enseguida?
—Lo que le conté al rey no se lo revelaré jamás a otra persona, ¡aunque me corten la cabeza!
—La primera vez que visteis al que llamáis vuestro rey, ¿os preguntó si era por revelación que habíais cambiado vuestra ropa de mujer y ahora os vestíais de hombre?
—Ya os he contestado a eso. En cualquier caso no me acuerdo, está escrito en Poitiers.
—¿Recordáis si los examinadores del otro partido, el de Carlos, os preguntaron sobre ello?
—No me acuerdo. Me preguntaron dónde había conseguido el traje de hombre y se los dije, en Vaucoleurs.
—¿No os pidieron alguna vez el rey o la reina o alguien del otro partido que abandonases la ropa de hombre?
—Eso no tiene nada que ver con vuestro caso.
—¿Las voces os han ordenado que os vistáis de hombre?
—La ropa es la más nimia de las nimiedades, pues resulta obvio que corro menos riesgo de que me violen que si visto de mujer.
El obispo de Beauvais le gritaba a continuación, furioso:
—¿Una nimiedad? Os recuerdo el Deuteronomio, capítulo XXII: «La mujer no se vista de hombre ni el hombre se vista de mujer, por ser abominable a Dios quien lo hace». —Efectuaba una pausa teatral—. Y os recuerdo, también, el Nuevo Testamento según San Pablo: «Mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta deshonra su cabeza: siendo lo mismo que si se rapase... ¿No es así como la naturaleza misma os dicta que no es decente al hombre dejarse crecer el pelo porque los cabellos le son dados a manera de velo para cubrirse?» Y vos os habéis desecho de vuestra cabellera como jamás lo haría una buena cristiana, pero sí una bruja o una hereje...
—No soy una hereje ni una bruja. Dios y los ángeles son los únicos responsables y a ellos me ciño. —La voz de Juana ahora era más suave, pues se encontraba agotada tras las interminables horas de interrogatorio.
—Puesto que ruegas por ir a misa, ¿no sería más honesto que la oyeseis vestida de mujer? Es lo más indicado. ¿Preferiríais poneros un traje de mujer y oír misa o conservar la ropa de hombre y no oír misa?
—Garantizadme que oiré misa si me visto de mujer y entonces os contestaré. Dejar sin misa a una buena católica como yo es uno de los peores castigos que podéis imponer. —Pero el religioso se creía dueño de la verdad y se notaba que no lo abrumaba ningún remordimiento.
—¿Y si el Papa os lo pidiese?
—Es muy grande la veneración que siento por Su Santidad el Papa y por su función apostólica, pero en el último extremo solo Dios tendría autoridad para mí si el Papa me solicitase algo opuesto a mis voces.
—¿Estáis dispuesta a someteros en todas vuestras palabras y en vuestros hechos, tanto buenos como malos, a la decisión de nuestra Santa Madre Iglesia?
—Yo amo a la Iglesia y la defendería con todas mis fuerzas para la fe cristiana. ¡No es a mí a quien habría que impedir ir a la iglesia u oír misa!
—¿No os consideraríais obligada a responder al Papa, Vicario de Dios, toda la verdad sobre cualquier cosa que os preguntara en cuestiones de fe o que conciernen a vuestra conciencia?
—Llevadme ante él y contestaré todo lo que tenga que contestar. —Juana se mantenía firme en sus convicciones.
—¡Lo que decís es herejía! —y Cauchon le advertía—: Y si vos persistís en vuestra herejía seréis quemada. ¡Sois demoníaca, la servidora del Diablo!
—No os diré más sobre eso. Hago lo que me piden mis voces, y, aunque viese el fuego de mi hoguera, mantendría todo lo que os he dicho y no actuaría de otra manera.
—¿Obedeceréis los dictados de la Iglesia en la tierra o seguiréis siendo la servidora del Diablo?
—Obedecería a la Iglesia siempre y cuando no me ordenase lo imposible. Por nada del mundo revocaría las declaraciones que os hice durante el juicio sobre mis visiones y mis revelaciones. No obedeceré nunca, por nada del mundo, a la Iglesia en el caso de que me ordenara hacer algo contrario a los mandamientos que Dios me ha dado. Apelaré siempre a Dios si la Iglesia considerase mis revelaciones ilusorias, diabólicas, supersticiosas o malignas. Me sometería a la Iglesia Militante, es decir, al Papa, a los cardenales, a los arzobispos, a los obispos y al resto del clero, pero Dios siempre está antes que todos ellos. En Tours la reina de Sicilia, suegra del rey Carlos, me hizo un reconocimiento que fue incuestionable en cuanto a mi virginidad. Aquí también me lo habéis hecho. ¿Desde cuándo el demonio tiene tratos con una virgen? Lo que decís no tiene sentido, es de todo punto imposible que sea demoníaca.
Da Mo y Danielle sufrían con ella. Siguieron atentos al juicio a lo largo de los días, mientras los acusadores repetían hasta el hartazgo las mismas preguntas u otras distintas e intentaban que Juana cayese en cada zancadilla.
Hubo alguna jornada de descanso para que los clérigos deliberaran acerca de las actas y qué tipo de presiones ejercerían con la finalidad de que la chica volviese al redil y que reconociera que estaba equivocada. Según la Universidad de París —que se hallaba del lado de los ingleses— La Pucelle había extendido su veneno y había contaminado por completo al rebaño cristiano. Sus conclusiones —a las que se sumó el tribunal— eran claras: si no se retractaba en prisión había que considerarla hereje, hechicera, cismática, apóstata y condenarla a la muerte en la hoguera.
Cauchon y algunos de los suyos la visitaron en prisión para darle una nueva oportunidad de que abjurase.
—¿No veis que estoy enferma y que me muero? —le replicaba ella, con el rostro verde y una mueca de dolor—. Estoy en peligro de muerte y preciso que me dejéis confesar y comulgar. Necesito que me prometáis que después de que la enfermedad me quite la vida me enterraréis en terreno consagrado. Aunque, si no lo hacéis, pondré toda mi confianza en Dios.
—Creo que no entendéis cuál es vuestra posición. —Y el obispo, amenazante, la señalaba con el dedo índice—. Si no obedecéis a la Iglesia os abandonaremos como a un sarraceno.
—Soy una buena cristiana que ha sido debidamente bautizada y como cristiana moriré.
Pero pasadas dos semanas Juana se curó de la enfermedad. El ocho de mayo Cauchon y otros jueces la condujeron a la grosse tour del castillo y le enseñaron la cámara de torturas y a los verdugos mientras preparaban los instrumentos para proceder contra ella a la primera orden.
—¿Sabéis que vuestras acusaciones hacen aplicable las leyes y las normas de la Inquisición en cuanto a tortura? —El obispo apuntaba con la mano los artefactos uno a uno ante la mirada atenta de Da Mo y de Danielle, quien se hallaba a punto de perder los estribos—. Hay muchas discrepancias en vuestras respuestas y muchas de ellas difieren de las que obran ante el tribunal. Podemos aplicaros la prueba del agua o estiraros los miembros por medio de cuerdas. ¿Sabéis qué doloroso es eso? Seguro que después de la tortura estaríais dispuesta a hacer todo lo que el tribunal estime oportuno.
—Es verdad, sería tan doloroso que seguramente me vería obligada a confesar mentiras —y, con valentía, le advertía al obispo—: Pero, aunque me arrancarais los miembros y me sacaseis el alma del cuerpo, no podría hablaros de otra guisa sin faltar a la verdad. Si me hicierais decir algo que no deseo siempre me retractaría después y alegaría que me habéis forzado por medio de la tortura. Y rezaría y le pediría disculpas a Dios y a mis voces por haber sido débil durante ese momento.
El monje y Danielle sintieron admiración por ella. Y Juana tuvo suerte, pues no la torturaron. Llegaron a la conclusión de que no era necesaria ni conveniente con una prisionera de estas características.
El veinticuatro de mayo levantaron dos estrados en el cementerio amurallado que se hallaba pegado a la abadía de Saint-Ouen. Uno era para que se instalasen allí los dignatarios, entre ellos el Cardenal-Obispo de Winchester, los obispos de Beauvais, Thérouenne, Noyon y Norwich, abades, priores, doctores. El otro estrado era para maître Guillaume Erard y para Juana de Arco, todavía vestida de hombre.
—Es la hora, discípula —alertó Da Mo a la médium y la sujetó al mismo tiempo del brazo—. Debemos ir al pasado, ¿estás preparada?
—Sí, Gran Maestro —le respondió ella enseguida—. ¡Estoy preparadísima!
Tal como le indicó el shaolin con anterioridad, el procedimiento de viajar hacia atrás en la línea temporal fue sencillo e instantáneo. En apenas un par de segundos ambos se sentaban en el estrado de los jueces, disfrazados de clérigos. Pasaban desapercibidos entre tanto leguleyo.
—Olvidé el tema de la vestimenta —le susurró Danielle a su mentor—. Gracias por estar pendiente de lo importante.
Da Mo bajó la cabeza en señal de reconocimiento y luego le murmuró:
—Nuestro enemigo está aquí. ¿Puedes verlo?
La chica observó a cada uno de los asistentes, pues el cementerio se hallaba lleno de gente a rebosar. Todos hablaban al mismo tiempo, emocionados, esperaban que el acto terminase con Juana dentro de la hoguera, pues esta era la principal atracción. Los soldados ingleses comentaban a vivas voces que, como no fuese este su destino, se encargarían de montar un buen jaleo.
Danielle frunció el ceño, le costaba a duras penas contener las ganas de tirarse encima de ellos con un salto de leona para darles un buen puñetazo o para desmayarlos. Da Mo le recordó con la mirada las instrucciones, que era imprescindible pasar desapercibidos. Y que no podían modificar el pasado o el caos que generarían sería aún mayor que la acción del engendro, pues crearían otra línea temporal paralela.
—«El aleteo de las alas de una mariposa puede provocar un tsunami al otro lado del mundo» —le había repetido cientos de veces—. No debemos alterar nada. El efecto mariposa es impredecible.
Maître de Erard —acomodado al lado de Juana— era el encargado de declamar el discurso y de leer las acusaciones. Antes de empezar se aclaró la garganta y paseó la vista por sus iguales. E incluyó al monje y a Danielle en el repaso. Ambos permanecían sentados en el estrado y se concentraban en los acontecimientos. Sabían cuál había sido el desarrollo de los hechos históricos, pero no tenían idea de si el enemigo los alteraría. Y por esta razón con un ojo vivían el ceremonial y con el otro se hallaban pendientes del rival por el alma de Juana.
—Como el sarmiento no puede llevar fruto de sí mismo si no permaneciere en la cepa —comparó Erard con voz grave, citaba a San Juan—, todo católico tiene que morar en la viña de la Iglesia plantada por Cristo a su derecha. ¡Ah, Francia, se te ha injuriado mucho! Y Carlos, que se considera erróneamente tu rey y tu jefe, ha apoyado las palabras y los hechos de esta mujer inepta, infame y deshonrada, como hereje cismática que es. Y no solo él, sino todo su clero por el que ella ha sido examinada y no reprobada —con el dedo apuntó a la joven, y, ante la euforia de los asistentes, le gritó—: ¡Os hablo a vos, Juana, y os digo que al que llamáis vuestro rey también es un hereje y un cismático igual que vos!
La Pucelle voceó como él para defender al monarca:
—¡Por mi fe me atrevo a decir y a jurar que el rey Carlos es el más noble de todos los cristianos, el que más ama la fe y a la Iglesia y no es como decís!
Maître Guillaume Erard se dirigió hacia otro hombre, Massieu, y le ordenó:
—¡Decidle que se calle!
Danielle se sintió un poco molesta con Juana al escuchar sus últimas palabras. No entendía el motivo de tanta fidelidad hacia el rey Carlos. El monarca era una persona despreciable y la había dejado en la estacada. Lo único que le interesaba era vivir una vida cómoda y disfrutar del lecho de su amante. Que gran parte de Francia cesase de pertenecer a los ingleses y que volviera a manos de los franceses o que estos últimos dejasen de dividirse en dos grupos que se mataban unos a los otros —borgoñones y armañacs— poco le importaba con tal de que tuviera un mínimo de posesiones, algunos castillos donde descansar y satisfacer sus necesidades y que no pasase demasiadas privaciones. La Guerra de los Cien Años le importaba un pimiento, salvo que lo afectara en lo personal.
Carlos se había comportado mezquino con Juana desde el momento en el que la había conocido. Había tratado de confundirla al poner a otro en su lugar, pero ella había ido directa hacia él sin dudar. Incluso lo había tranquilizado acerca de su única obsesión —no ser hijo legítimo del anterior rey—cuando hasta su propia madre había dejado constancia de su bastardía en el Tratado de Troyes y lo había convertido en el hazmerreír de Europa.
Danielle recordaba esta escena de los libros de historia y cómo Juana le había proporcionado paz.
—Sire —lo había contemplado con tranquilidad y había utilizado un tono convincente—, si os cuento ciertas cosas tan secretas que solo Dios y vos estáis enterados de ellas, ¿creeréis que vengo enviada por Dios?
—Por favor, continuad. —La había apresurado Carlos.
—Sire, ¿recordáis el último día de Todos los Santos, cuando estando solo en vuestro oratorio de la capilla del castillo de Loches, pedisteis a Dios tres cosas?
—Sí, lo recuerdo muy bien —le había respondido él enseguida.
—¿Hablasteis con alguien acerca de ello, con vuestro confesor o con otra persona?
—No, jamás he hablado con alguien de esto —había reflexionado con gesto concentrado.
—La primera petición era que Dios tuviese a bien quitaros el valor en la cuestión de recobrar Francia si no erais el verdadero heredero, de manera que dejaseis de ser la causa de la prolongación de una guerra que trae como consecuencia tanto sufrimiento. La segunda petición era que solamente vos fueseis castigado o bien con la muerte o bien con cualquier otra pena si las adversidades y las tribulaciones que las pobres gentes de Francia llevan soportando desde hace tanto tiempo son debidas a vuestros propios pecados. La tercera petición era que el pueblo fuese perdonado y la ira de Dios aplacada si los pecados del pueblo eran la causa de sus males. ¿Es todo esto cierto, Sire?
—Sí, todo esto es verdad —había admitido él, maravillado.
Pero, a pesar de cómo se había comportado Juana con él, Carlos había destruido el puente para evitar que la chica y sus soldados conquistasen París, pues el duque de Borgoña le había pagado una buena suma por hacer una tregua. Se trataba de una traición en toda regla, tal como le habían enseñado a Danielle sus profesores de la Universidad de Oxford.
Y Carlos no había dudado, tampoco, en dejar a Juana tirada a su suerte cuando la habían capturado un año antes en Compiègne. No había propuesto pagar un rescate ni se había ofrecido a intercambiar a Talbot y a otros prisioneros ingleses importantes a cambio de ella. Tampoco le había ordenado al arzobispo de Reims —máxima autoridad de la cual dependía Pierre Cauchon— que lo inhabilitara por traidor bajo el argumento de que se había unido a los ingleses. Por el contrario, había aprovechado la oportunidad para librarse de la chica.
Danielle se dio cuenta de que cometió un error al dejar volar los pensamientos, pues el fantasma que se creía el Diablo le echaba una mirada maliciosa. Se hallaba dentro del cuerpo del obispo Cauchon, que era quien leía los cargos ahora.
—¡Por todas estas razones os declaramos excomulgada y herética y manifestamos que seréis entregada a la justicia secular como miembro de Satanás separado de la Iglesia! —proclamó el pérfido ser con satisfacción, mientras un suspiro colectivo dejaba en tensión a la concurrencia.
El malvado ser giró con brusquedad y se encaminó hacia el otro lado de la tribuna. Una hoja flotó en el aire y cayó sobre el hábito de monje de la médium, que a punto estuvo de salir disparada detrás del enemigo. Si no lo hizo fue porque su mentor la contuvo al cogerla del brazo.
Era otra sopa de letras.
[1] He intentado ser lo más fiel posible a las actas del proceso a Juana para que os hagáis una idea del horror que vivió y para permitir que ella os hable con sus propias palabras. Por supuesto que, al tratarse de una novela, he tenido que adaptarme al argumento. Leed las páginas 45, 57 a 62, 128 y 129, 204, 231, 238, 246 y 249 a 297 del libro Juana de Arco, de Vita Sackville-West, Salvat Editores, S.A, España, 1995.
[2] Ediciones Mundilibro, S.A, Barcelona, 1977. Desde 1730 esta obra de Voltaire se leyó clandestinamente, puesto que parodiaba la virginidad de Juana de Arco sobre la que todos habían hecho depender la suerte de Francia. Según el autor era imposible ser virgen en la corte francesa. Me he partido de risa al releerla. No solo con Juana, sino con las historias del rey Carlos y de su amante y de otros personajes que por allí aparecen. ¡No tiene desperdicio!
https://youtu.be/0oGpnHvt8Us
No es la primera vez que Da Mo y Danielle meditan en en la cima del Monte Songshan. Otras veces lo han hecho acompañados de los fantasmas de las discípulas de su maestro...
Juana empezó a escuchar a las voces cuando tenía trece años.
Una mujer no podía tener el cabello corto ni podía vestir de hombre, pero Juana tenía muy claro qué debía hacer.
Danielle detesta al rey Carlos por cómo se comportó desde el principio con Juana.
La santa consigue numerosas victorias para los franceses... Pero al final la hacen prisionera.
Responde las preguntas con tranquilidad.
Los interrogatorios duran hora tras hora, día tras día. Y el obispo Cauchon es implacable con ella.
Los demás solo ven a Cauchon, pero Danielle es capaz de distinguir a Satanás dentro de él.
Entre lo divino y lo mágico (5ª parte del documental).
https://youtu.be/5NSEMUlT9wQ
https://youtu.be/CLg8YbITeC4
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