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12- La secta de los hechiceros de la Isla Esmeralda.


«Llevo a casa de mi hijo William

toda la riqueza de la ciudad de Kilkenny».

Folklore irlandés [1].

—Esta es la misión más extraña de las que hemos estado hasta ahora —murmuró Danielle, se sentía descolocada.

     Aspiró el aire con fuerza. Olía a cítricos, igual que el exclusivo barrio londinense en el que vivía.

—¡Dímelo a mí! —coincidió Stone y efectuó un gesto divertido con los labios—. Me rechazas una y otra vez como si fuera un pervertido. Y luego me arrastras hasta tu cama como si estuvieses loca por mis huesos. ¡Encima, en el apuro me has destrozado mi camisa nueva de Armani! No es que me queje, me lo he pasado de maravilla. Una noche como la que hemos compartido vale millones de camisas Armani.

     La muchacha le sonrió, apenada.

—¡Lo siento, Noah! —Le dio una palmadita comprensiva en el brazo; el roce renovó en ellos el deseo, pese a que habían hecho el amor cuatro o seis veces durante la madrugada—. ¡Son gajes del oficio de médium!

     Después de la noche de sexo salvaje habían recorrido Dubh Linn Gardens —el sitio en el que se habían asentado los primeros pobladores de la ciudad irlandesa de Dublín— hasta llegar al castillo del mismo nombre. La mayor parte del edificio era dieciochesco, pero aún perduraba la torre del siglo XII de la época del Señorío de Irlanda.

     Los había citado a hurtadillas —a través de Anthony— el fantasma del senescal de Kilkenny, lord Arnold Le Poer, quien había vivido sus últimos días en los calabozos del castillo, excomulgado y acusado de herejía.

—¿Ves, Danielle, cómo tenía razón? —Stone puso una sonrisa sexy—. Ahora estamos más relajados y nos centramos solo en el trabajo. Y tú, por supuesto, continúas casada y sin malos rollos. Tienes que reconocer que así es más sencillo, no todos somos Van de Walle.

—¡Claro! —La muchacha evitó reflexionar en el frenesí que le había provocado el fantasma que se creía el Diablo y que la había llevado a arrojarse en los brazos de su compañero del MI6—. Creo que...

     Pero no continuó porque medio cuerpo de un hombre mayor atravesó el muro de cuatro metros de ancho, y, con un susurro nervioso, le preguntó:

—Decidme, duquesa, ¿hay alguien a la vista?

     El fantasma no esperó a que ella le respondiese, sino que se introdujo con rapidez dentro de la torre.

     La joven analizó la zona en todas las direcciones. Se hallaban en la parte de atrás de la construcción y no veía a nadie, su padre adoptivo se había encargado de soplar a los turistas para que se fueran de allí.

     Danielle se acercó a la pared y musitó:

—A simple vista estamos solos, pero puede que se hayan ocultado. Si quiere llamo a las abejas para que los espanten.

     El senescal sacó a través de la piedra solo la boca y pronunció:

—No os haré derrochar tanta energía. Esperadme dentro de la Capilla Real, ahí estaremos protegidos.

—Perfecto, lord Arnold, vamos hacia allí. —Y comenzaron a alejarse con pasos rápidos.

     En otro momento quizá le hubiese resultado graciosa la forma de proceder del espíritu, que se mimetizaba con el muro del castillo medieval. Pero, después de tomar conciencia de que se enfrentaban a un enemigo en extremo peligroso, toda precaución le parecía insuficiente.

     Cuando guiaba a Noah hasta la capilla —que se hallaba pegada a la torre— la muchacha meditaba en cómo el espectro que se autoproclamaba Rey del Infierno había logrado romper sus barreras y empujarla en una dirección que no le apetecía. «¿Habrá influido en mí que Nathan se haya acostado con otra mujer?», reflexionó con la mirada perdida. «Porque me atrevo a asegurar, sin temor a equivocarme, que lo que me mostraba en sueños era la pura realidad».

     Y recordó cómo la protegió de las palabras condenatorias:

¡Vos, señora, habláis con los fantasmas desde que contabais con cuatro años. Y, encima, os habéis dedicado a servirlos sin cuestionar lo que os piden. No es necesario seguir adelante con este proceso. ¡Sois culpable! ¡Iréis a la hoguera con la bruja Dunlop, no necesitamos perder nuestro tiempo juzgándoos! ¡Quemadla ahora mismo!

     Le seguían en la cabeza en forma de susurros acusatorios. E irradiaban un calor semejante al de las piras en las que consumieron a las brujas por las que el supuesto demonio abogaba. Meditado con calma, su actitud escondía una contradicción. Si era el auténtico Diablo, ¿por qué no libró a sus siervas del martirio, igual que lo había hecho con ella?

     Mientras esperaban a lord Arnold —sentados ambos frente al altar— Danielle pensó: «Por favor, mi querido maestro Da Mo, ¡ayúdame! Creo que ahora te necesito más que nunca, no deseo caer en la absurda tentación de ese fantasma».

     Aspiró y expiró en completa calma. Intentó conectar con su mentor —como había hecho en tantas oportunidades— por medio de la meditación... Pero nada, una barrera se interponía entre ambos. ¿Probaría su resistencia al influjo del mal? Quizá quería constatar qué tan fuerte era. La muchacha había creído que la peor experiencia había sido enfrentarse al samurái Taira no Masakado y a los suyos, pero en Japón tenía muy claro en qué bando se posicionaba. Ahora no, la línea entre sus enemigos y ella le resultaba muy escurridiza.

     Y ahí radicaba la paradoja. En esta misión empatizaba más con las brujas y con las hechiceras que con los descendientes de los que las persiguieron, individuos deleznables y que portaban la misma mala sangre. Si era sincera consigo misma, debía reconocer que se alegraba de la muerte de esos criminales. Ni siquiera le importaba el crimen de Giovanni Ledrede, el hombre albino al que había visto morir en San Calixto.

     Más que el asesinato en sí lo que la desconcertaba era que hubiesen despachado a dos personas con el mismo apellido, el único punto de conexión entre ambas... Al menos de momento. Danielle sospechaba que al indagar en la genealogía —tarea que insumiría un tiempo prudencial— determinarían que existía un antepasado común. Y esto, quizá, develaría el motivo que originó el enconado odio que los envió de modo prematuro a un par de fríos sepulcros.

—Exacto, duquesa, por eso ahora estoy aquí con vos, para iluminaros en vuestras acertadas deducciones. —El senescal se apareció sobre el asiento del lado derecho, con lo que Danielle se situaba en el medio entre él y Stone—. Es la causa por la cual he solicitado audiencia con vos, noble dama. —La chica lo escrutó, minuciosa, y la mirada de ojos azules parecía sincera.

     Así que, agradecida, pronunció:

—Y yo aprecio mucho el detalle, lord Arnold, este caso se nos complica sobre la marcha. Es como si con cada paso que avanzamos, en lugar de esclarecerlo se enredase más. —Stone la observó, pero, como de ordinario, no se inmutaba mientras conversaba con seres invisibles.

—¡Podéis estar segura de que así es! —El fantasma observó, furtivo, hacia la entrada de la capilla y se tranquilizó al percatarse de que la puerta se encontraba cerrada a cal y canto—. ¡Se trata de una rebelión planificada durante siglos!

—¿De una rebelión? —La médium contemplaba esta posibilidad y no la cogía por sorpresa—. ¿Esto significa que el resto de los fantasmas no solo protege a Gerberga, sino que también están en contra de nosotros?

—En efecto, duquesa. Sin duda habéis advertido que cuando vais a algún sitio se esfuman. —Y volvió a analizar el acceso a la capilla—. Todas las mujeres que fueron acusadas con los cargos de herejía, hechicería y de brujería se han unido para obligar a los ciudadanos del mundo a que escuchen sus nombres, sus condenas, y, en especial, para que ahora les teman —más bajito, agregó—: ¡Y no las censuro! ¡Yo mismo estuve encarcelado aquí al lado, en el castillo, por culpa de Richard de Ledrede!

—No entiendo. —La joven, desconcertada, frunció el entrecejo—. Entonces, ¿por qué nos ayuda?

—Porque ellas ponen en peligro sus almas inmortales, lady Pembroke, al hacer tratos oscuros y siniestros con un engendro cuyo nombre ni siquiera me atrevo a pronunciar. Y por eso Dios jamás podrá perdonarlas —le confesó él, la tristeza que reflejaba la voz era infinita—. Pensad, dedicarán su eternidad a convertirse en aquello que los enemigos más temían, en sus peores pesadillas. En lo que sus cuerpos frustrados anhelaban. ¿Sabéis lo que significa? Milenios desperdiciados en seguir los pasos de la sangre de sus torturadores y de sus asesinos. ¡Tan cegadas están que no les pesa el tiempo transcurrido! ¡¿Se os ocurre una condena más terrible que esta?!

     La muchacha se estremeció como si la hubiesen pinchado con millones de agujas. Trató de ponerse en los zapatos de las maléficas, de visualizarse mientras perseguía a Joseph Black por los siglos de los siglos. El olor espeso de la raíz de mandrágora, de la belladona y del azufre le llegó hasta las fosas nasales. Lo que anhelaban las brujas tenía lógica, no las podía culpar porque sentía la necesidad de imitarlas.

     La parte de Danielle que empatizaba con ellas y que sintonizaba con sus penas le susurró:

—Tú las entiendes mejor que nadie porque son tus iguales. Si no les hubieses ganado a tus enemigos harías lo mismo que ellas. Te les aparecerías en sus sueños y los seguirías para infundirles vida a sus peores pesadillas. Los horrorizarías hasta que te pidieran disculpas y hasta que reparasen el daño que te causaron.

     La oscuridad que anidaba en Danielle intuía que hubiese obrado así. Porque siempre había pensado que era imposible mirar directo hacia el abismo sin que una porción del espíritu permaneciese dentro de las sombras. Cuando alguien padecía sobre sí mismo —como le había sucedido a ella por culpa de Joseph Black— el lado más abominable del ser humano, el que convertía la vida de otros en un infierno por los motivos más banales —poder, dinero, vicios— ya no era factible volver atrás. Hasta las personas más espirituales clamaban el ojo por ojo y diente por diente.

     La médium sabía que, después de perdida, la inocencia nunca se recuperaba. Podía fingir normalidad, pero con gusto vendería su alma por obtener Justicia del otro lado. Solo al dedicar la vida a sus fantasmas, a Da Mo y al MI6  recuperaba el equilibrio que le habían robado.

     Lord Arnold clavaba la vista en Danielle y se apreciaba que le costaba digerir sus pensamiento, pues diagnosticó:

—¡Sí, lo sabéis demasiado bien, también habéis padecido la crueldad humana! —Con ojos brillantes le sujetó la mano y la cabellera de la joven rompió la ley de la gravedad—. ¡Qué torturas horribles os hicieron! ¡Siento en el alma que vuestro horror haya sido semejante al mío!

—El hombre sigue empeñado en satisfacer su ambición y no avanza a un peldaño superior, lord Arnold, ¡ese es el problema! —recordó la frase de Goya y añadió—: Cuando la razón despiadada e intolerante, sin pizca de empatía, se une al interés provoca que de la nada emerjan un enjambre de monstruos humanos, que reptan desde debajo de las piedras a la menor oportunidad para cobrarse su cuota de carne y de sangre.

—Gerberga no era un monstruo. Era una mujer piadosa, pero la convirtieron en uno. No os forméis una idea equivocada, por favor. —Él, cauteloso, cambió de tema y echó un vistazo hacia la entrada—. Antes, cuando todavía era religiosa, su vida era ejemplar. Después de que Lotario la acusó y la ahogó en el río todo cambió.

—Lo imagino, senescal. —La chica, nerviosa, se pasó la mano por la melena rubia—. Supongo que Gerberga vivió una situación límite y resurgió distinta. —Noah Stone afirmaba con la cabeza, y, aunque no escuchaba las palabras del espíritu, leía entre líneas.

     El fantasma continuó:

—Ni tampoco lady Alice era un monstruo. Gerberga les pidió a todas que se le uniesen y mi cuñada fue de las primeras en aceptar. Convenció a otras que caían en desgracia a lo largo de los años. Y luego apareció él... ¡Pero de ese depredador no deseo hablar! —Se detuvo, horrorizado.

     Para tranquilizarlo le aseguró:

—No le tema, es solo un espectro. He conocido a muchos que creían ser Napoleón, Julio César y un par, inclusive, que pensaban que eran Dios. No le dé poder al suponer, siquiera, que es el Diablo, pues esta creencia incrementa su fuerza. ¡Un fantasma es solo un fantasma! —y después de dudar un par de segundos, agregó—: Igual que usted, senescal, tiene su misma naturaleza. Lo único que lo diferencia de usted es su alma malvada.

—¿De verdad creéis esto, duquesa? —El tono aunaba la sorpresa y la admiración—. ¿Que es solo un fantasma? ¡Resulta inaudito! ¿No pensáis, ni siquiera por un segundo, de que se trata del Enemigo de Dios?

—Ni por un instante. —La muchacha se hallaba convencida—. Es solo otro muerto que se niega a admitir la realidad de la muerte. Y que ha aprendido mejor que muchos a dominar la materia.

—Pues bien, lady Pembroke, os dejo con vuestras creencias, ¿quién soy yo para contradeciros si ellas os proporcionan una fuerza extraordinaria? —admitió el espíritu—. Solo me limitaré a hablaros de Alice. ¿Qué sabéis de ella?

—Lo que he leído en la transcripción de las actas del juicio. —Permitió que saliese a flote la investigadora que llevaba dentro—. ¡Porque fue un hito histórico! Pese a que la acusación era por magia ritual y no por brujería utilizaron el procedimiento inquisitorial contra lady Alice y otras personas como si formaran parte de una secta. ¡Y esto último sí que es una de las características de la Gran Caza de Brujas! De hecho, este caso sirvió de base a los que vinieron después y trajo como consecuencia miles y miles de muertes en años y en siglos posteriores.

     Noah la analizó con emoción contenida. Danielle le parecía la mujer más atractiva que conocía y las hormonas se le revolucionaban cuando trabajaba con ella. Solían aburrirle los datos que le proporcionaba, pero la mirada le cambiaba y se veía más hermosa. Pensó en la lujuria de la noche anterior y deseó repetirla enseguida. No sabía qué le había pasado, pero fuera lo que fuese anidaba todavía en ella, pues la veía distinta.

     El espíritu le echó un vistazo comprensivo al espía y luego habló:

—Estáis muy bien informada. —Movió de arriba abajo la cabeza—. Por este motivo Alice Kyteler aceptó enseguida unirse a Gerberga, porque dañaron a los suyos con acusaciones infundadas. ¡Y nos persiguieron sin darnos tregua!

—¿Infundadas? —lo interrogó la chica, curiosa.

—¡Por supuesto! —afirmó él, contundente—. El único pecado de Alice fue ser hija de Robert le Kyteler, un rico comerciante. Y el de vivir en Kilkenny, una ciudad episcopal de la diócesis irlandesa de Ossory, con el obispo Richard de Ledrede a la cabeza. ¡Estos fueron sus únicos pecados, duquesa, os lo juro por Dios!

     Y efectuó la señal de la cruz. Ahí se encontraba Danielle, una vez más, en medio de fuerzas que tiraban de ella desde extremos opuestos.

—Y yo la ampararé en lo que pueda, senescal, téngalo por seguro. Todo lo que usted me diga o me aclare me ayudará a protegerla. ¿Por qué cree que el odio del obispo hacia lady Alice y hacia vosotros era tan enconado?

     El espectro se levantó del asiento y le pidió:

—Dadme un segundo, lady Pembroke. —Se encaminó hasta el altar, y, silencioso, oró de rodillas.

     Danielle aguardó, paciente; quince minutos después lord Arnold se volvió a sentar, y, como si no hubiese abandonado la charla, la ilustró:

—Richard de Ledrede era franciscano y vivió en Francia poco después de algunos juicios de herejía muy sonados[2]. Al retornar a Irlanda pretendió seguir aquí el ejemplo del continente. Era un individuo soberbio, intolerante y autoritario. Cuando alguien le llevaba la contraria, fuese superior o inferior a él en jerarquía, religioso o seglar, lo denunciaba por hereje.

     Efectuó una pausa. Danielle se mantuvo en silencio por respeto, notaba que el dolor del espectro era inconmensurable.

—En mil trescientos veinticuatro el obispo empezó a acosar a Alice. Porque había cometido un segundo pecado, además de ser hija de quien era: haberse casado cuatro veces con hombres muy ricos. Esto tenía una única explicación «lógica» para Richard de Ledrede: que ella practicaba la magia. Solo si se entregaba en cuerpo y en alma a un demonio habría conseguido los suficientes poderes como hechicera para atrapar a cuatro maridos acaudalados y poderosos. Y cuando sus hijastros la denunciaron ante el obispo por el tema de la herencia se la pusieron en bandeja. Alegaron que lady Alice había empleado sus conocimientos mágicos para despojarlos de la riqueza que les correspondía y él estuvo presto a tragarse los embustes. Incluso se creyó el peor de todos, que había asesinado a sus cuatro esposos, William Outlaw, Adam le Blund, Richard de Valle y mi familiar, sir John Le Poer. ¡Os juro por mi alma inmortal que solo eran embustes! ¿La defendería ahora que soy un fantasma y que conozco el pasado y el futuro si estas afirmaciones fuesen ciertas?

     Se detuvo por un par de segundos y luego continuó:

—Su hijo se llamaba William Outlaw igual que el padre. Y era banquero y prestamista como él. Muchos habitantes de Kilkenny le debían dinero y lo odiaban por este motivo, así que no era de extrañar que el obispo contase con la colaboración de ellos junto con la de los hijastros para ir contra lady Alice, contra el hijo y contra los aliados. Los acusados eran diez personas de las familias más importantes. ¿Entendéis? De un lado se juntaron un fanático, Richard de Ledrede, y un atado de ambiciosos, aunque puede que la ambición y el fanatismo se mezclasen en cada uno de esos impresentables.

     La joven de verdad lo entendía, pues había leído las actas del juicio y repetían los mismos estereotipos de las del resto de acusaciones por magia ritual. Sostenían que Alice Kyteler había envenenado a sus esposos con polvos y con píldoras, que los había dejado sin pelos y sin uñas, que preparaba velas con grasa humana, que hacía pociones con pañales sucios de pequeños muertos sin bautizar, que causaba maleficio a las personas, que abandonaba el cristianismo durante un tiempo mientras recibía el servicio de los demonios para volver a ir a misa y a comulgar después de obtenidos los resultados.

—¡Mentiras, son todas mentiras, os lo juro! —Lord Arnold, frenético, le leyó la mente y generó una brisa que provocó que los cirios de la capilla oscilaran.

—¡Lo sé, senescal, estoy segura de la veracidad de sus afirmaciones! —Danielle sentía pena por él—. ¡Todas las acusaciones eran similares! A esos hombres frustrados por la castidad que los obligaban a mantener les obsesionaba el sexo y de tanto repetir sus cuentos se los creían y los ponían en la boca de los demás por medio de la tortura.

—¡Sí, torturaron a Petronila de Meath, la más débil, una y otra vez! —La voz del fantasma era lacrimosa, como si reviviese la injusticia—. Era una persona muy cercana a Alice e inocente también. ¡Y, al final, la quemaron! Fue la primera en ir a la hoguera. Le hicieron decir a la pobre todo lo que ellos querían. ¡No soportó la tortura! ¿Sabéis qué fue lo que dijo? Delante de toda la ciudad de Kilkenny y del obispo confesó que lady Alice era amante de un demonio y que ella misma les arreglaba los encuentros. Que lo vio aparecer de día bajo la forma de tres negros con barras de hierros entre las manos y que, así, yacieron en la cama con ella. ¡Pero Alice y los demás eran tan inocentes como yo, duquesa! ¡Richard de Ledrede y los acusadores, disfrazados de gente pía, eran los demonios!

     Danielle también conocía el resto. El obispo, con todas estas «pruebas», había acudido al lord Canciller a solicitar que detuviesen a los acusados. Era Roger Outlaw, hermano del primer esposo de lady Alice y prior de Kilmainham. Y, por supuesto, él lo había descartado sin más trámite.

     De Ledrede había seguido a la carga por su cuenta. Convocó a lady Alice, primero, y, cuando ella abandonó la ciudad, al hijo, y lo acusó de hereje y de protector de herejes. Aquí había aparecido en escena el senescal.

—Sí, fui con William a la cita —prosiguió el relato lord Arnold—. Le rogamos al obispo una y otra vez, de manera respetuosa, que retirara las infames acusaciones. Pero el camino del infierno está pavimentado de buenas intenciones. Porque le advertimos que si continuaba adelante con el proceso utilizaríamos nuestro poder para hacer que él cayese.

—No funcionó, ¿verdad? —lo interrumpió la chica, triste.

—No, tal como decís, no funcionó. ¡Todo lo contrario! —El senescal se pasó la mano por la frente, el horror perduraba a pesar del tiempo transcurrido—. Al otro día envié a mi guardia para que llevaran al obispo a la cárcel de Kilkenny hasta después de la cita que él había fijado. Quería demostrarle quién mandaba en la ciudad y que comprendiese que todos deseábamos vivir en paz. Lo liberaron en su momento, pero no surtió efecto. Insistía en lo mismo y como no obtuvo lo que pretendía excomulgó a lady Alice... Un momento, ya vuelvo.

     Y fue de nuevo hacia el altar para coger fuerzas y se arrodilló frente a la imagen. Danielle era consciente de que para el fantasma revivir estas atrocidades significaba un esfuerzo titánico. Una vez más, al cabo de un cuarto de hora regresó.

—Lo siento, necesito sentirme cerca de Dios. —La miraba directo a los ojos—. Él me da energías. Vos me comprendéis, ¿verdad? Noto que os ha tocado el Espíritu Santo.

—Lo entiendo, lord Arnold. —La médium empatizaba con él mucho más que al principio—. No se preocupe, lo que me cuenta nos ayuda a comprender mejor la situación. Usted siga a su ritmo.

     Stone asintió con la cabeza, solo para indicar que compartía lo manifestado por la muchacha.

     El senescal de inmediato pronunció:

—Alice acusó al obispo por difamación y logramos que el Parlamento de Dublín lo citara. Pensamos que con esta acción pondríamos un freno a su malvado poder —y, después de una breve pausa, con rostro horrorizado añadió—: Pero, no sabemos cómo, ese fanático consiguió que el parlamento lo apoyara y que detuviesen a los aliados de lady Alice en la prisión de Kilkenny. Leyeron los cargos delante del oficial de justicia del rey, del tesorero, del consejo del reino y también del lord canciller, Roger Outlaw, que se vio obligado a estar presente mientras difamaban a su familia. ¡Las injusticias campaban a sus anchas! ¡Todos fueron declarados culpables y los condenaron a la hoguera! Los azotaron en plena calle, los expulsaron y los excomulgaron. Y, para mayor vergüenza, les colocaron cruces cosidas en las vestimentas. Lady Alice escapó a Inglaterra, contaba con protectores poderosos. Pero detuvieron a William. Al salir lo obligaron a pagar el techo de plomo de la catedral del obispo Richard de Ledrede... Y cuando acabó con ellos ese miserable fue a por mí.

—¡Lo siento! —A la chica se le hizo un nudo en la garganta.

—¡Y yo también lo siento, mi querida duquesa! —El fantasma lucía conmovido—. Ese individuo era un ser rastrero y vengativo. No me perdonó la ofensa. Solo satisfizo su crueldad cuando morí en el calabozo sin la extremaunción. Por fortuna la entrada al Reino de los Cielos no dependía de ese pérfido obispo, quien ahora ejerce como Cancerbero del Infierno, al igual que otros como él. Si estoy aquí es porque intento salvar el alma de lady Alice. Es parte de mi familia y tanto a ella como a su hijo les tengo mucho cariño.

—Por fortuna algo de Justicia sí que se hizo con Richard de Ledrede. —Danielle deseaba evitar que el senescal siguiese tan apenado—. El arzobispo de Dublín y diversos tribunales seculares lo citaron para que respondiera por instigar a otros a cometer asesinatos.

—Sí, pero es uno de los máximos responsables de la rebelión de brujas actual y por esto último no ha respondido. —Lord Arnold movió de izquierda a derecha la cabeza—. Además, lo exiliaron en Avignon y le llenó los oídos al papa Benedicto XII con sus mentiras. Les decía que era el nuevo paladín en Irlanda en la lucha contra los herejes. Que estos le habían vendido sus almas al Diablo y que por eso le habían cortado las alas y lo habían expulsado. Solo nueve años duró su destierro. Volvió a la carga con la misma fuerza, no había cambiado. Llevaba el dolor y las acusaciones de herejía dondequiera que fuese.

     Pero el senescal no pudo continuar porque la puerta de la capilla se abrió con gran estrépito. Un viento cálido —que parecía proceder del Infierno— arrasó la estancia y apagó los cirios. Elevó a Danielle y a Noah por el aire, donde quedaron suspendidos a varios metros de altura. Y cuando esta especie de siroco rozó a lord Arnold las partículas fantasmales empezaron a disolverse.

—¡Lo siento, duquesa! —La observó atormentado—. ¡Me temo que ahora deberéis combatir sola! ¡Sed precavida, pues estáis frente al mismísimo Diablo! ¡Quitaos de la cabeza la equivocada idea de que es un espectro!

—¡No te quedas sola, belleza, te quedas conmigo! —La silueta de Satanás se esbozaba en medio de un humo similar a las tormentas de arena del desierto e impedía la visión más allá de algunos pocos metros.

     A la médium la desquiciaba la insistencia del engendro, aunque recién se preocupó cuando este movió los brazos hacia el pecho de manera circular y el viento empezó a transportarla hasta él.

—¡Resiste, Danielle! —Noah agitaba los pies con desesperación, pero no avanzaba ni un milímetro.

     Poco a poco la muchacha se acercaba al malévolo ser, quien la esperaba con una sonrisa enigmática en el rostro. Se comportaba sin apuro y como si retrasase el momento de la captura para disfrutar más.

     En el instante en el que la tuvo a su alcance le anunció:

—Nos vamos juntos, guapa, no te preocupes. ¿Verdad que extrañabas mi compañía? Creo que sí. Percibo que todavía necesitas que te calmen el hambre devoradora que te corroe por dentro. Y yo te prometo que dedicaré el día de hoy a satisfacerte.

     Se desmaterializaron y se volvieron a materializar en apenas segundos. La condujo a la misma habitación con sábanas de satén rojo de la noche anterior. El ambiente olía a azufre y a rosas color té. Ahora, para su infortunio, era real.

—Terminaremos lo que hemos comenzado. —Sensual, le pasó a Danielle la lengua por el cuello y luego enfocó en ella los ojos esmeralda.

     A la médium se le cayó el alma al suelo al comprobar cuánto lo deseaba. Él le había dicho que se había acostado con muchísimos hombres y que uno más no significaba nada. «¡Es una verdad como un templo! ¿Qué más da que me deje llevar por la pasión? Al fin y al cabo, Nathan hizo lo mismo». Y luego de esta reflexión no se resistió más y acarició con el pulgar los carnosos labios masculinos.

[1] La historia de lady Alice Kyteler y su hijo William que aparece en este capítulo es real y podéis leer sobre ella en las páginas 252 a 260 del libro de Cohn. La frase que lo encabeza es parte del folklore relacionado con ellos.

[2] Se refiere a los juicios contra la Orden del Temple, que culminó con la muerte de muchos templarios en la hoguera, el realizado contra el Papa Bonifacio después de muerto, y, en tercer lugar, el efectuado contra Guichard, Obispo de Troyes. Ver páginas 109 a 136, 232 a 238 y 238 a 246, respectivamente, del libro de Cohn. 



https://youtu.be/i0Gs8iNms3A



Noah todavía seguía en las nubes con la noche que él y Danielle compartieron.



El senescal convocó a muchacha para ponerla en conocimiento de la situación.



Y de nada sirvieron las precauciones porque Satanás hizo acto de presencia.



El viento cálido desmaterializó al senescal.



Y el Diablo se llevó a la médium con él. ¿Crees que estará a salvo?



El Castillo de Dublín, donde comienza el capítulo.



La antigua torre.



La capilla donde ocurrieron los acontecimientos.



Un recorrido por la Kylkenny actual.



Se dice que este pub en su origen fue propiedad de lady Alice y esto hace que sea un atractivo más para quienes lo visitan. 



https://youtu.be/YD1vlhzvJJA


https://youtu.be/34Na4j8AVgA

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