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4. El maestro de ikebana.



«Un beso es como el agua salada: bebes y aumenta tu sed».

Proverbio japonés.

 No sé quién se sorprende más, si mi enlace del Secret Intelligence Service en Kyoto —después de que le digo mi nombre— o yo al observarlo, sereno, mientras completa su composición de ikebana[1].

—¡¿Una mujer?! —pronuncia más para sí mismo que para mí; luego extiende la mano y responde a la pregunta que le he hecho poco antes—: Sí, soy Axel Tokugawa Fitzroy. Lo siento, disculpe mi descortesía.

     Os preguntaréis el porqué de mi sorpresa. O quizá no, me conocéis demasiado. Y no os equivocáis, porque el motivo radica en que es muy guapo y en que le encuentro un acusado parecido a Daniel Henney cuando era joven. ¿Por qué tendré la manía de buscar el clon de cada actor en los hombres que conozco? A veces la semejanza es sutil, otras tan estridente como un elefante en una cacharrería.

     Hoy me hallo bastante receptiva a cualquier atractivo masculino. Después del escándalo en el que me he visto inmersa por culpa de Willem, enrollarme con otro hombre que me guste me sabe a poco.

     Axel tiene el pelo azabache y unos expresivos ojos marrón claro. Se nota que además de la sangre japonesa y de la británica que indican sus apellidos también cuenta con genes coreanos. Es alto y fuerte. Soy experta en cuerpos masculinos y me animo a afirmar con rotundidad que debajo de esta camisa de diseñador hay unas suculentas tabletas de chocolate. Imagino que ronda la treintena puesto que no tiene los rasgos femeninos de los nipones menores de esta edad. Aunque me veo en la obligación de reconocer que me resulta difícil adivinar los años de las personas asiáticas, suelo equivocarme. Demoran mucho más en marchitarse que nosotros, los ingleses. ¡Qué haríamos si no existiese la cirugía estética!

—Me ha dicho el embajador de Tokyo que usted me pondría al día con todo lo que debo saber de Kyoto y del resto de Japón, que es un experto. —Soy lo bastante educada como para obviar el comentario sexista—. ¿Hace mucho que vive aquí?

—Bastante, pero por favor, no hablemos de pie, Danielle, ¿puedo llamarla así?

—Claro, Axel. —Me guía fuera de esta especie de invernadero colmado de bonsáis y de ikebanas.

     Al traspasar descalza la puerta de pantallas shoji —elaborada con papel de arroz y celosías de madera— me encuentro en una sala enorme con cortinas de bambú, mullidos sofás en tonos neutros, una mesa ratona típica japonesa y almohadones en tono azul brillante. Todo esto está colocado encima de un tatami de este color, que abarca la totalidad de la estancia. Huelo el aroma de las flores de cerezo y de las hierbas salvajes y me siento como en casa.

—Siéntese, ¿le apetece una infusión? —me pregunta con una sonrisa encantadora—. Me temo que hoy deberemos prescindir de la ceremonia del té, pero le prometo que aprovecharé su estancia en mi casa para que conozca al máximo nuestra cultura.

—¡¿En su casa?! —Siempre me quedo en hoteles y luego le paso la factura a Nathan porque entrevisto a algún fantasma importante para The Voice of London, su periódico—. El embajador no me ha dicho nada.

     Su propuesta solo significa que tendré la tentación cerca. Demasiado cerca. Podría ser preocupante dado el enfado con el que partí de Londres.

     La organización de mi viaje fue tan apresurada que lo único que me dijo Smith —mi jefe de Operaciones del MI6— fue que me presentara ante el embajador británico en Tokyo, un hombre de su confianza. Él me pondría en contacto con mi enlace de Kyoto, un funcionario de la embajada que en realidad era tan agente de campo como yo. Ni tiempo tuve de ir a Legoland, nombre coloquial de la sede del servicio en Vauxhall Cross, sino que nos encontramos de noche en un piso franco[2] cercano a casa.

—¿Algún problema con de Walle? —me preguntó enseguida, desconcertado—. Me extraña porque colabora plenamente con el servicio.

—No, no guarda relación con él —y le expliqué lo que me había dicho el maestro shaolin.

—Todo lo que me comenta es preocupante, lady Pembroke. —Y, nervioso, Operaciones se atusó el bigote: tiene con su mostacho una relación de amor/odio, se lo quita para luego dejárselo crecer enseguida porque lo extraña—. Sonaría a delirio si no supiera lo efectiva que es usted en su trabajo. Sin embargo, basta con mirar las noticias en la televisión o en internet o con leer los periódicos para darse cuenta de que está sucediendo algo muy inquietante.

—¿Se refiere al rearme de Japón? —le pregunté enseguida y me acomodé el pelo.

—Sí, por supuesto, de eso hablo. —Alterado, se tiró del bigote con fuerza, se hallaba a punto de arrancárselo de raíz—. Es muy extraño que hace unos años construyeran un nuevo portahelicópteros después de la política antibelicista de décadas. Pero, más extraño aún, que le pusieran de nombre Kaga, como el que participó en el ataque a Pearl Harbor durante la Segunda Guerra Mundial. Ese que se hundió en la batalla de Midway. Desde ese momento han ido a más y más.

—Sí, es muy raro —coincidí con él, todas las piezas del puzzle encajaban—. Mis amigos fantasmas no me han dicho nada aún. Solo sé que un samurái pone en peligro la seguridad y la paz mundiales porque porta una espada con poderes mágicos. Como siempre, conoceré los detalles sobre la marcha. Tengo que hacer las maletas e ir al País del Sol Naciente de inmediato.

     El maestro me dijo que disponía de veintiocho días para resolver el problema. Lo mismo que dura el ciclo lunar o el menstrual de la mujer. Esto me llevó a pensar —una vez más— en los óvulos que había congelado meses antes. En las últimas fechas se convertían en una idea fija.

—Se pondrá en contacto con Edward Somerset. Sir Edward es el embajador británico de Tokyo y persona de mi confianza. Es uno de los nuestros y sabrá el nombre más indicado para ayudarla a cumplir su cometido. ¿Ha pensado a quién entrevistar mientras esté allí? Como siempre es muy importante trabajar encubierta, su fama siempre la precede.

     Se refería a mi fama como médium y modelo de exposiciones peculiares, actividades con las que me he hecho rica.

—Aún no, no he tenido tiempo —reconocí, apenada—. Tengo que ir a ver a Nathan y seguro que él me aportará varias ideas.

     Había quedado con mi jefe del periódico para cenar. Me encontraría con él en The Grill, el restaurante del Hotel Dorchester. No imaginé que debería haber elegido otro lugar si teníamos en cuenta el incidente que protagonicé allí cuando iba desnuda debajo del abrigo de piel.

     Pensándolo bien, ¿qué culpa tenía ese sitio exclusivo de la estupidez de mi novio o de la mía? Porque la tonta era yo al decirle que comería con sir Nathan. Ojos que no ven y oídos que no escuchan corazón que no siente, es mi lema, ¡no debo olvidarlo nunca!

—¿Y si yo me sumo a vuestra cena? —me preguntó Will, muy tranquilo—. Piensa: te llevo con el coche y luego te alcanzo hasta el aeropuerto. Coges el vuelo a Tokyo  y te ahorras el estrés.

     También podía haber llamado un taxi, pero su oferta me pareció razonable, un signo de madurez. Willem sabía el motivo de la reunión a grandes rasgos y se había tomado a las mil maravillas que tuviese que partir enseguida, en esta ocasión sola. Le expliqué que Da Mo me había prevenido del enemigo y que no me pareció prudente presentarme ante él con mis seres queridos cerca.

—Sí, me parece genial, cariño. —Y pequé de inocente.

     Porque ni bien llegué acompañada y a pesar de que Nathan, cortés, le dio la mano sin poner caras raras, su primera pregunta mientras lo señalaba con el dedo índice fue:

—¿Te parece prudente que él oiga esta conversación?

     Will se erizó igual que los gatos cuando les pisan una pata o les tocan las colas. Pero no le contestó y me cedió la palabra, lo que califiqué como otro síntoma de equilibrio y de sentido común. ¡Ilusa de mí, se trataba de la calma antes de la tormenta! Me había colocado en el ojo del huracán sin percatarme de ello.

—Estaba presente cuando Da Mo contactó conmigo —le expliqué y le di una palmadita en la mano—. Por cierto, te manda saludos. Dice que le gustaría volver a verte en otras circunstancias.

     Willem levantó una ceja. Resultaba evidente que lo asombraba la mención del maestro y su relación con mi jefe. Nos encontrábamos sentados, yo disfrutaba de mi cena vegetariana con mi chico a la derecha y Nathan a la izquierda. Nos habíamos instalado alrededor de una de las mesas redondas cubiertas con su mantel blanco. Los asientos en madera de caoba tenían mullidos cojines en tono salmón y eran muy cómodos.

—En pocas horas cojo el avión y todavía no tengo la menor idea de a quién entrevistar, cielo —proseguí, con cara reflexiva—. ¿Se te ocurre algún nombre?

     Percibí que a Willem le molestó que utilizara con mi jefe el apelativo cariñoso al ver cómo arrugaba el entrecejo.

—Me extraña, Dan, porque estoy frente a una de las mejores historiadoras mundiales —exageró con desparpajo y me guiñó el ojo, en tanto mi novio fruncía la nariz como si oliese excrementos—. Creo que sabes muchísimo de historia y de cultura japonesa. En los museos me enseñas más que los guías.

—Sospecho que la emoción por esta aventura en el Lejano Oriente es lo que me ha dejado en blanco. —Y moví la cabeza de forma negativa.

     Él me rozó la muñeca antes de tranquilizarme:

—Se me ocurre la excusa perfecta, pero tengo que telefonear a un contacto primero.

     Sir Nathan se levantó y se encaminó hasta la salida del restaurante para hablar por el móvil. Mi mafioso volvió a hacer una mueca, supongo que porque Nat fue mucho más despierto que nosotros. Durante el trayecto en su Maserati Alfieri a ninguno de los dos se nos ocurrió un personaje histórico importante que no tuviese ninguna relación con los samuráis.

—¡Capullo! —murmuró Willem, molesto.

—¿Y eso? —Me sorprendo, demasiado correcto se comportaba mi jefe teniendo presente que mi novio, hacía algún tiempo, lo había mandado secuestrar y a punto estuvo de matarlo—. Creo que eres injusto, Nat solo desea ayudarme.

     Mi pareja ignora que Nathan, además de ser el dueño y el director de The Voice of London, también trabaja para el Secret Intelligence Service. Su tarea consiste en recabar información, si bien en una célula distinta a la mía.

—Eres ingenua, ¿no te has dado cuenta de cómo te observa y de cómo me observa? —Apenas controlaba el enojo—. Está ahí, tan vigilante como un águila a punto de cazar a la paloma. Espera a que nos enfademos para así caerte en picado y atraparte con sus garras. Rockwell cree que vuestra relación aún no ha acabado.

—¡Santo Dios! —exclamé, enérgica, y negué con la cabeza—. Nuestro vínculo actual es solo profesional y Nat bien lo sabe. ¡Eres injusto!

     Poneos en mi lugar, mi mafioso acusaba sin fundamento al pobrecillo de mi jefe cuando era yo la que llegaba a la oficina y sin querer cometía la equivocación de sentármele encima. Por fortuna, después de la primera ocasión se repitió nada más que un par de veces y ahora le cogía el tranquillo a lo de mantener un espacio de seguridad. Solo le daba un pequeño pico sobre los labios que no incluía rodillas ni lengua, beso que esa noche omití porque no deseaba alterar a Will.

—Todo arreglado, Dan. —Nat se sentó a nuestro lado sin sospechar que era el causante de una discusión de pareja—. Tienes una cita con el primer ministro japonés para dentro de cuatro días, enseguida me la concedió. Los fantasmas de la residencia oficial le están dando la lata.

—¡¿Con el Primer Ministro de Japón?! —Willem señaló al otro hombre—. ¡Yo también podría haberle conseguido esa cita si se me hubiese ocurrido!

—¡Pero no se te ha ocurrido, amigo! —le recalcó Nathan y lo señaló también, perdía su barniz amable a pasos agigantados—. Y no es lo único que no se te ocurre.

—¿Sí, a mí? —Mi mafioso levantó la voz como si estuviese a punto de ordenar la ejecución de un miembro de la banda rival; menos mal que solo pedí algas y ensalada mediterránea porque de lo contrario la cena me volvía a la garganta y me atragantaba—. ¿No será a ti, que no te enteras de que lo tuyo con Danielle, mi novia, ha terminado?

—No, eres tú el que no se da cuenta de que Dan necesita vivir y de que es muy joven. —Y sir Nathan lo señaló con el índice—. Tú ya has vivido bastante más que nosotros dos y por eso no te enteras.

—¿Y tú qué edad crees que tengo, bufón engominado? —Por supuesto que no estoy de acuerdo con Will, me gusta cómo mi jefe a veces se acomoda hacia arriba algunos cabellos, le da un toque sexy.

—Bastante más de cuarenta. —Y puso los ojos en blanco—. Debe de ser por esta diferencia generacional que no entiendes cómo los jóvenes vivimos en pareja hoy en día. Juntos, pero nos reservamos cada uno un espacio. En libertad y no dentro de una jaula de oro, que es donde tú pretendes colocar a mi Dan.

—¡Pues quítale diez años a tu suposición, payaso! ¡Y espacio es lo que tú quieres, Rockwell, para meterte en su cama de nuevo! —gritó Will, en tanto el resto de los comensales dirigían las miradas en nuestra dirección.

—Esta es una discusión estúpida y sin sentido, creo que os olvidáis de dónde nos encontramos y de que mi vida me la organizo yo. —Y puse las manos en alto para frenarlos—. ¿Qué más me da quién habló con el primer ministro japonés o cuál de los dos la tiene más grande? En unas horas me voy de Londres.

     Pero poco efecto tuvo mi interrogante porque, mientras Nathan le hacía un gesto al belga para cederle la palabra, Will se levantó y lo cogió por el cuello. Sospecho que mi frase acerca de los atributos masculinos de ambos lo encolerizó más. ¿Quizá porque entendió que mi jefe también le ganaba en el tamaño del pene? Lo que no es cierto, en este aspecto están empatados.

—¿Qué harás, intentar matarme otra vez? —le soltó Nathan con odio—. ¿Mandar asesinarme igual que a Joseph Black en la cárcel?

     Una pregunta que yo misma me hacía. A veces creía que mi novio había ejecutado a mi peor enemigo, pero lo descartaba porque en este caso algún fantasma me lo habría comunicado y ninguno lo había hecho.

     Mi mafioso lo miró con furia y le dio un puñetazo en el rostro. Al principio el resto de la gente permaneció sentada en sus respectivos lugares, pero cuando el belga comenzó a utilizar a mi jefe como saco de entrenamiento y lo tiró de mesa en mesa —el muy bestia practicaba con él los movimientos de la grulla y del dragón que yo le había enseñado— se levantaron de las sillas. Los platos con comida volaban por el aire. Las copas estallaban y los manteles y el suelo se llenaban de agua, de vino, de refrescos. El aroma a langosta, a caviar y a tinto me llegaba hasta el cerebro. Algunas señoras chillaban con voces que cortaban la atmósfera y que me hacían estallar los tímpanos. A muchas las conocía, se relacionaban con lady Helen y con una de mis mejores amigas, lady Henrietta.

—¡Esto no me lo pierdo por nada del mundo! —Anthony apareció y en lugar de intervenir los contemplaba fascinadoᅳ. Nena, acabas de recrear la película This means war  y en esta ocasión sin mi ayuda. ¡Enhorabuena!

—¡Diantres! Lo único que me faltaba, papi, que tú estuvieras aquí para ser testigo de este fiasco y para alentarlo. —Me llevé las manos a la cabeza; nadie reparaba en mí, todos estaban pendientes de los luchadores, así que podía hablar «sola» a mis anchas.

—Diez, nueve, ocho, siete...

—¿Me explicas por qué cuentas? —lo interrumpí, desconcertada.

—Cuento el tiempo que falta para que Nathan deje de ser un caballero y le devuelva los golpes como él sabe —me aclaró mi padre adoptivo con una sonrisa de oreja a oreja—. Esto ahora se pondrá de lo más interesante. ¿Ves? —Y señaló a mi jefe—. ¡Ahí lo tienes! ¡Esa patada le ha salido genial! Y el derechazo fue inigualable. ¡Ya sabía yo que el MI6  lo entrenó bien!

     Supongo que me lo decía porque yo estaba acostumbrada a ver a Nat siempre comportándose como un gentleman.

—Tápate los oídos, babe —me pidió daddy  y se llevó las manos a las orejas.

     ¡Menos mal que le hice caso! Rockwell hizo volar a Will por encima de las mesas y de la barra. Mi novio se estrelló contra la estantería/exhibidor donde acomodaban la cristalería y las botellas de champagne de marcas costosas, muchas por encima de los mil euros. Todo se hizo añicos. Los trozos de vidrio saltaron por los aires. La gente gritaba o llamaba a Scotland Yard por los móviles.

     Y yo, al apreciar que mi mafioso se reincorporaba con rapidez para volver a la lucha, aullé:

—¡Basta!

      Él no me escuchó o se hizo el tonto. Por fortuna, me había puesto un conjunto con pantalón para que me resultase cómodo el vuelo.

     Sin importarme el público —que inmortalizaba el momento con las cámaras de los teléfonos o las de los relojes— me lancé sobre mi chico con un salto de grulla bien realizado. Los suyos, si los comparaba con el mío, daban pena. Eso sí, tuve cuidado de que cayera lejos de los cristales.

     Él se desmoronó sobre el suelo, de espaldas, y exclamó:

—¡Qué cojon...

     Pero no pudo terminar la frase porque le pulsé en el cuello como me había enseñado Da Mo y se desmayó en el acto. Era la segunda vez que empleaba esta táctica contra él.

     Me acerqué a Nathan en tanto este me alababa:

—¡Bien hecho, Dan! Este tío está como una puta cabra y creo que...

     Tampoco le permití continuar la oración: lo dejé know out.

—Siento mucho el desastre y los perjuicios que estos dos os han causado. —Me excusé con los asistentes, que me aplaudían agradecidos de que hubiese acabado con la pelea—. ¡Estoy muy apenada! Me voy, pero ellos se quedan aquí hasta que llegue la policía. No os preocupéis porque repararán económicamente todos los daños y vuestras molestias.

     ¡Y así abandoné Londres! Me escapé como una delincuente para no salir de testigo ante las fuerzas de seguridad. Fui sola en un taxi hasta Heathrow, enfadada a más no poder. Cuando encendí el móvil en Tokyo tenía decenas de whatsapps de Nathan y de Willem en los que me pedían disculpas. Decían que lo sentían y me prometían que cogerían un vuelo hasta Japón para arreglar la situación conmigo.

     Les envié un e-mail conjunto en el que los ponía a los dos como destinatarios:

Al que se aparezca por aquí prometo coger una katana y cortarle la cabeza. No bromeo. ¡Menudo espectáculo hemos dado en el Dorchester! Os vais a poner de acuerdo en indemnizar a todos.

     ¡Ah!, y no me llaméis, tampoco. ¡Sois unos críos!

—¿Te espera alguien en casa, Danielle? —Axel me devuelve al presente mientras me mira las manos, que están libres de anillos.

—Nadie de momento. —Y, coqueta, aleteo las pestañas.

     ¡Mi mafioso y mi jefe se pueden ir al infierno! Además, la fidelidad no está hecha para mí. Ni ellos se la merecen.

[1] Ikebana es el arte de acomodar las flores de forma decorativa, en grupos de arreglos con tres clases distintas y que incluyen tallos y semillas, según una antigua tradición japonesa. Tiene una finalidad filosófica y religiosa de perfección y de simplicidad.

[2] Los organismos de seguridad y de inteligencia llaman así a una ubicación segura y secreta para mantener protegidos a testigos, agentes u otras personas que se encuentran en peligro.


No hay duda de que Axel Tokugawa Fitzroy es guapo.


¿Crees que entre Axel y Danielle hay atracción?


La cara de Danielle mientras los dos hombres se peleaban.


Anthony estaba encantado de que sir Nathan y el mafioso recrearan estas escenas de la película This means war:




https://youtu.be/LiaYDPRedWQ
















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