8- Veneno, incesto y sexo: Lucrecia Borgia.
Me recreo en la incomparable sensación de sentarme en pleno Trastévere romano —sola— en la terraza de mi ristorante preferido. He conseguido —después de un largo esfuerzo— escaparme de Ryan, pues necesito un tiempo para mí. Así, me permito disfrutar con los aromas de la salsa de tomate, de la pimienta, del aceite de oliva. El menú consiste en pasta de primero, pasta de segundo y fruta de postre; si dejo al camarero hacer la elección también tengo pasta para rematar en lugar de algo dulce.
Adoro comer aquí los ravioli a la Ve l'Avevo Detto, con este pan hueco con el que suelen acompañarlo. Suspiro, ¡qué deleite! ¡Cómo será que no me molestan los vehículos que pasan por la estrecha calle!
Roma es sinónimo de jaleo total. Se trata de una urbe estremecida por los gritos, por las bocinas, por las manos que te acarician al robarte, por los colores musgosos, por los acelerones contaminantes de los vehículos, por la gente que se ríe a carcajadas, por la pestilencia del smog, y, también, por los espectros vociferantes y amargados.
—¡Sal de aquí, mujer! —me ha chillado uno de los fornidos gladiadores fantasma mientras combatía contra otros dos dentro del Coliseo—. ¡Ahí están los túneles y las jaulas de los leones! ¡¡Te comerán, están hambrientos!!
No hay nada que me fastidie más que un muerto que no sabe que ha estirado la pata. Peor, aún, cuando viene de una época tan machista como la romana. Casi me he arrepentido de mi deseo de pasear por los principales monumentos antes de ir a comer.
—¡¡Te he dicho que salgas de aquí, mujer!! —ha vuelto a bramar al apreciar que lo ignoraba—. ¡¡Sal de aquííí!!
—¡Cómo osas, esclavo, darle órdenes a una patricia romana! ¡En este sitio solo mando yo! ¡¡Azotadlo!!
He reconocido enseguida al dueño de la voz que me ha defendido: Nerón. Nos conocíamos de mis visitas anteriores, cuando intentó impresionarme con sus hazañas como Dios-Emperador.
—Se ha ido. —Y se me ha acercado mientras inflaba el pecho de puro orgullo—. ¿Has podido hablar con las nuevas autoridades acerca de mi problema?
Se ha parado frente a mí y casi me ha rozado los pechos con la frente. No lo he tomado como un intento de aproximación sexual porque conocía su afición por los efebos. Era un poco más bajo que yo y tenía la cara reluciente de pecas. El pelo rubio y los ojos celestes le destellaban. He pensado en decirle una mentira cochina. Poneos en mi lugar: para él mil años, cinco años o tres días es lo mismo.
—Es muy importante que me devuelvan mi lago y que tiren toda esta mole. —Ha abarcado con los brazos el Coliseo—. Sobre una embarcación aquí organizaba mis mejores banquetes.
—Te he explicado en mi anterior visita que el lago hoy no existe, hay una ciudad moderna encima. —He emitido un suspiro de agotamiento—. Han pasado muchos siglos, el Coliseo también es una ruina. Hace un tiempo se posó una paloma y se cayó un pedazo.
—Bueno, algo se podrá hacer. —Ha sacudido la mano como si espantase una mosca—. Sé que Vespasiano lo mandó construir después de mi época, ya me lo has dicho, pero quiero que lo tiren abajo. Repite mis palabras a las autoridades nuevas y verás que enseguida lo quitan de la faz de la tierra. ¡Soy el Emperador de Roma!... ¡Vosotros, cristianos, fuera de aquí!
Se ha alejado a las corridas para hostigar a unos turistas que lucían unas cruces gigantes en los cuellos. La tripa le ha rebotado al hacerlo, y, encima de unas piernas tan delgadas, ha dado la sensación de ser un palo de golf gigante. Ha sido gracioso porque por más que se ha empeñado en repelerlos ha resultado imposible que repararan en él. Además, estaba vestido con ropa interior, con un pañuelo alrededor del cuello, y, encima, descalzo.
Los fantasmas del sexo masculino no son mis preferidos. Y menos Nerón, El veneno del mundo según el escritor Plinio. Porque había matado a las dos esposas, a su madre, a los apóstoles Pedro y Pablo. Y, mientras Roma se incendiaba porque quería levantar un palacio y seguir el procedimiento demoraba demasiado —más efectivas eran las llamas que él había provocado—, se dedicaba a tocar la cítara. El fuego había durado nueve días. Vespasiano había mandado hacer el Coliseo justo allí, en su lago, con la finalidad de congraciarse con el pueblo romano al devolverle lo que era suyo. He aprovechado que se ha enzarzado en un monólogo con el grupo de cristianos —que no podía escucharlo— para abandonar el sitio sin que me viera. Casi en puntillas de pie.
Dejo de pensar en fantasmas cuando veo al primer ministro británico hablar por la televisión que hay en la terraza del restaurante.
—Como veis, os devuelvo sanos y salvos a estos dos ciudadanos británicos secuestrados en Mauritania. No nos rendiremos jamás ante las exigencias de los grupos terroristas fanáticos que pretenden amedrentarnos. Los extranjeros que...
—¿Escuchas a nuestro primer ministro? —me susurra una voz en el oído y me distrae del televisor.
Me giro al instante. Stone juega con un par de mis ravioles en la boca. No he pensado mucho en él desde mi regreso de África, pues los ejercicios eróticos que hemos practicado Nathan y yo han sido como píldoras para el olvido. Hay momentos, incluso, en los que creo que aquella corriente eléctrica con el espía me la he imaginado... Pero no, al verlo compruebo que es real.
—Sí, Noah. —Lo observo a los ojos—. Pensaba que fuimos tú y yo a liberar a los periodistas en Mauritania, pero parece que el primer ministro nos acompañaba.
—Ya. —Se alza de hombros.
ᅳDebe de fastidiarte bastante hacer el trabajo y que otro se lleve el mérito. —Le analizo el rostro—. Y, encima, que mienta sin ningún escrúpulo. Te aseguro que de no ser por el dineral que me pagaron me molestaría muchísimo. —No replica nada y se sienta en una silla.
—¿Estás aquí por trabajo? —Pretendo acabar con su mutismo contemplativo, creo que me contagio del bullicio de Roma y que por eso se me hace insoportable el silencio que antes tanto me agradaba—. ¿Otra misión?
—Más o menos, lo habitual... Quería saludarte. —Me clava la vista—. ¿Y tú?
—Creo que sabes a la perfección que he venido a entrevistar a Lucrecia Borgia —le contesto con una sonrisa—. Es imposible que me encuentres aquí y no sepas lo que he hecho antes.
—¿Y? —Intuyo que pretende cambiar de tema, Stone siempre se comporta de manera misteriosa—. ¿Qué tal Lucrecia?
—Lo habitual. —Lo imito para que se fastidie.
¡Mentira cochina! Nada de normal tuvo mi entrevista. Para empezar, que el Vaticano diera el permiso para hacerla allí requirió de muchas negociaciones previas y a gran escala. Aún no sé cómo me lo permitieron porque, ¿para qué traer al presente el recuerdo del papa Borgia? Un pontífice que tuvo ocho hijos durante el ejercicio de su vida religiosa. Cuatro de ellos fueron «los legítimos» que engendró con Vannozza Cattanei, entre los que estaban Lucrecia y César Il Valentino. Para peor, me resultó imposible hablar con Lucrecia sin la presencia de su hermano. Se pegaba a ella como una lapa, no la soltaba ni a sol ni a sombra.
—Sin mí no hay entrevista, bella. —Me recibió en plan libertino y se sujetaba de La Piedad—. Tú me dices que sí y yo la hago venir.
A diferencia de Nerón, César sí que coqueteaba conmigo. Tened en cuenta que la «enfermedad francesa» —la sífilis— le había desfigurado el rostro y el cuerpo, al punto de obligarlo a usar una máscara y ropas negras. Muy apetecible no me resultaba. Y si a esto le sumaba que era un fantasma el lote se completaba.
—Puedo entrevistarte también. —Yo aplicaba la política de hechos consumados—. Sabes que no suelo publicar reportajes de hombres así que sería todo un privilegio. Nostradamus y tú sois los únicos.
—Claro que sí, bella. —Se acercó más y me efectuó una caída de ojos—. Puedes preguntarme lo que quieras. Estoy soltero ahora, ¿sabes?
¡Pobre Lucrecia! No se salvaba del control de este personaje ni después de muerta. Antes de los catorce años su padre la había prometido en matrimonio dos veces, y, a esa tierna edad, la casó con Giovanni Sforza, uno de los sobrinos del duque de Milán. Al constatar la actitud de César yo no tenía ni la más mínima duda de que los rumores de incesto eran ciertos.
—El amor es así, ignora las barreras. —Leyó mis pensamientos—. No nos juzgues con precipitación.
—No lo hago, pero no digas que estás soltero porque no es cierto. —Sonreí sin ganas—. No me extraña que Giovanni Sforza se declarase impotente para anular la boda. ¡Debes de haberlo amedrentado bastante!
—¿Esto piensas, bella? —Se aproximó tanto que el aire que yo expulsaba pasaba a través de él y se convertía en niebla—. ¿Quieres saber algo? Pregunta lo que desees.
ᅳSí que tengo mucha curiosidad. —Moví la cabeza de arriba abajo—. Entre la primera y la segunda boda de tu hermana ella se quedó embarazada mientras se hallaba encerrada en un convento por orden de tu padre. Siempre se dijo que el niño era hijo tuyo y de Lucrecia, pero el papa redactó dos bulas: en una reconocía tu paternidad y en otra decía que era hijo suyo.
—¡Giovanni era mío! —Alzó la voz y se alejó dos pasos—. Por eso le otorgué un ducado. ¡El amor es así!
No suelo discutir con fantasmas, significa una pérdida de tiempo. Y, menos, les explico cuáles son nuestras costumbres actuales, pues tienen una visión sesgada de la realidad. Cuando se atan a los sitios, resulta imposible hacerles compartir un enfoque global. Si detentaron un poder extremo es peor todavía. Mi percepción quizá no fuese objetiva porque como historiadora opinaba que a Lucrecia la habían convertido en un peón de ajedrez para unificar Italia bajo el linaje de los Borgia.
ᅳMe empleé a fondo para conseguirlo, por las buenas y por las malas. —Lucrecia apareció con la suavidad de una brisa de verano y me habló con dulzura—. Yo asesiné con veneno a algunos, no negaré mi responsabilidad, pero también le avisé a Giovanni Sforza para que se fuese antes de que lo mataran. No fue por aprecio, no lo soportaba. Le dije que si no se iba mi padre y mi hermano César acabarían con él. Habíamos hecho correr mucha sangre, no quería tener más en mi conciencia... Pero la sangre fluyó imparable.
—Y yo ya te perdoné por eso, cara. —César le pasó la mano por la mejilla—. No tenías que haberlo alertado.
—Pero yo aun no te he perdonado que asesinases a Alfonso. —La joven puso cara de reproche—. Era como un niño inocente, aunque reconozco que te sigo amando.
Alfonso de Aragón —el hijo del rey de Nápoles— fue su segundo marido.
—Debí matar, también, a Giovanni Sforza. —Esbozó un gesto despiadado—. No sé cómo se me escapó. Así te hubiera ahorrado que esparciese tantos rumores y que te llamasen La puta del Papa. ¡Fue un grave error no haber acabado con él mientras pude!
—Siempre dijeron que mataste a Alfonso en un ataque de celos —puntualicé yo para aprovechar que Il Valentino se hallaba muy receptivo—, pero creo que lo hiciste por eso y porque, además, la unión no reportaba ningún beneficio.
—¡Più Bella y sabe de política! —Me analizó con deseo, lo que en un fantasma de sus características era macabro y risible—. En la corte francesa me otorgaron el título de Duc de Valentinois. Me casé con Carlota de Albret y el rey francés, Luis XII, ambicionaba el Nápoles de la familia Aragón... Es muy obvio, ¿no?, la política ante todo.
—¡Mentiroso! Lo mataste también por mí, no soportabas que me tocara. Además, Alfonso era muy guapo y te recordaba la belleza que la «enfermedad francesa» te había hecho perder —le recriminó Lucrecia con el entrecejo fruncido—. Por eso le tendiste una emboscada.
ᅳY él, en respuesta, me tendió otra —la acusó César y la señaló con el dedo índice—. Le avisaste y no me advertiste del complot.
—Y lo cuidé. —Puso un gesto de pesar—. Junto con la hermana de él no nos despegábamos de su lado, pero no pudimos salvarlo de ti.
—Entonces es cierto que solo fuiste feliz en Ferrara con tu tercer marido, Alfonso de Este —miré en dirección a Il Valentino, añadí—: En especial porque después de esa unión nunca volviste a ver a tu padre ni a tu hermano.
—¡Ay, me duele! —César Borgia hizo como que se quitaba del pecho una flecha que yo le había clavado—. ¡Qué comentario tan injusto! ¡Mi padre y yo amamos a mi hermana!
ᅳNo fui feliz del todo. Amaba a mi padre y a mi hermano, lo que dice César es cierto, pero mi padre murió, a mi hermano lo perseguían, intercedí por él y fue inútil, lo mataron. Además, está lo de mi hijo. —Lágrimas de dolor se deslizaban por sus mejillas fantasmales—. Alfonso permitió que mi hijo Giovanni viviera conmigo, pues figuraba como medio hermano mío. Pero nunca dejó que trajese al hijo que tuve con el otro Alfonso. Murió a los trece años, ¡sentí tanta tristeza!
—Sabes que todas las casas reales actuales descienden de ti, ¿verdad? —No pude evitar sentir empatía por ella.
ᅳSí, lo sé, me proporciona alegría. —Suspira y sonríe—. Y quitando lo de mi hijo fui muy feliz en Ferrara. Decidía sobre la vida de la ciudad, protegía a los artistas.
ᅳTú sí fuiste feliz en Ferrara, sigues enterrada allí —se lamentó César y la cogió del brazo—. Me ha costado mucho traerte aquí. No me gusta lo que han dispuesto para mí en Navarra después de mi muerte. Me han hecho dar tumbos de un lado a otro. Por eso prefiero vivir aquí, en el Vaticano, me recuerda el poder que tuve. Y me divierto al espiar las traiciones que los cardenales planean contra cada nuevo Papa. ¡No veas las que le organizan a este, il argentino Bergoglio!
—¿Tuvo oportunidad de leer El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo? —le pregunté al hombre para cambiar de tema—. Después de muerto, claro. Lo escribió en mil quinientos trece y lo publicó en mil quinientos treinta y uno. Lo puso a usted como ejemplo de buen gobernante. Solo le reprochaba que apoyase la elección de Julio II como nuevo Papa después de la muerte de su padre. Decía que debía haber patrocinado la candidatura de un Papa español.
—Sí que lo leí. —Sacó la espada y la levantó, se veía muy siniestro—. ¡Acabé con todos los nobles a los que les había quitado las tierras y sus descendientes! Así el nuevo Papa no tenía excusa para robarme lo que me había dado mi padre. Me hice amigo de todos los nobles de Roma, para impedirle hacer lo que le viniera en gana.
Blandió el arma de derecha a izquierda. Me imaginé lo que debieron de sentir sus enemigos, pero yo no me inmuto ante los aires de grandeza que suelen darse los hombres y los espíritus masculinos. No me impresionan, pues lucen muy ridículos.
—En el Sacro Colegio puse a muchos de los míos para asegurarme la elección del nuevo Papa. Y conquisté todos los territorios que pude y más. Los franceses habían sido expulsados por los españoles, ya no temía que me pudiesen hacer sombra. Maquiavelo tuvo razón, me falló la suerte. Mi padre, el Papa Alejandro VI, murió antes de tiempo y yo mismo estuve muy enfermo. Pensé que Julio II, al apoyarlo, me sería un poco leal, pero me equivoqué al creer que se olvidaría de los rencores del pasado. Llegó al poder y fue mi peor enemigo.
Menos mal que la suya era una espada fantasma, porque si fuera de las que hacen daño la pobre estatua de Miguel Ángel estaría destrozada. ¡No sé por qué tantos se ensañan con La Piedad!
Siento que Stone me coge de la mano y me distraigo de tantos pensamientos.
—No deseo inquietarte. —Noah me participa con tacto—. Pero nos han llegado informaciones preocupantes acerca de alguien que tú conoces muy bien.
Y se detiene. Me da la sensación de que elige con un cuidado extremo las palabras que utiliza.
—¿Que yo conozco muy bien? —Nerviosa, me echo el pelo hacia atrás—. ¿De quién se trata?
—No te alarmes. —Parece incómodo—. ¿Has visto a Nathan Rockwell estos últimos días?
—Lo he visto, hemos pasado muchísimo tiempo juntos. ¿Por qué me lo preguntas?
—Piden un rescate por él al Gobierno Británico —me confiesa, conciso—. Por razones obvias no permitimos que la noticia trascienda... ¿Lo has visto ayer?
—Ayer... Pues no. Anteayer sí, antes de venir a Italia. —Me alarmo.
—Entonces me temo que tenemos que tomarnos la amenaza muy en serio —afirma, grave—. Tú eras nuestra última posibilidad...
—Espera un momento —le pido, alarmada—. Tú disimula, Noah, haz como que estamos hablando... Anthony, te necesito.
—Sí, nena, aquí estoy. —Mi padre adoptivo aparece detrás de Stone.
—Gracias, daddy. ¿Sabes algo de Nat? —le pregunto, ansiosa—. Dicen que lo han secuestrado.
—Espera un momento, no te preocupes. —Me tranquiliza—. Voy a averiguar.
Todo el encanto del Trastévere desaparece para mí. Algo me dice que el secuestro de mi amante es culpa nuestra, que está relacionado con mi participación en la liberación de los periodistas de The Times.
—Mucho me temo que es cierto. —Anthony se materializa un minuto más tarde con la cara desencajada—. Pero no te preocupes, te ayudaremos. ¡Debes ir con Stone!
—Noah —le ordeno a mi acompañante—, dile al MI6 que es verdad que han secuestrado a Nathan. Y a tu jefe que tú y yo lo liberaremos. ¡Esta vez trabajo gratis!
Los fantasmas de los gladiadores del Coliseo resultan bastante molestos.
Noah le roba comida a Danielle.
Lucrecia Borgia fue un hermoso peón que tanto el padre como el hermano utilizaban.
El sitio donde comió Danielle.
Noah buscaba a nuestra protagonista.
La mera idea de que Nathan esté en peligro atormenta a Danielle...
¿Qué te parece si vemos el Coliseo de Roma con un drone?
El amor incestuoso de Lucrecia y César.
https://youtu.be/sCz5y84dwuA
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