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4- ¡Sexo, mentiras y Nostradamus!

Estoy con Nathan en el château de Chenonceau y no dejo de preguntarme por qué ha venido. A veces este hombre me desconcierta. También me acompañan Catalina y Nostradamus, no debo olvidarme de ellos.

     Es de noche y pronto comenzaré la entrevista en la sala de François I, el lugar elegido por los espíritus. «¡Vaya lío!» No entiendo por qué los humanos somos capaces de enredarnos en situaciones surrealistas.

     Sin embargo, la mañana comenzó de la forma habitual y no me hizo sospechar que el final del día se torcería tanto.

—Te queda muy bien esa sábana —bromeé mientras me desperezaba—. Pareces escocés.

     Pillé a Ryan desprevenido —y desnudo— mientras apoyaba la espalda sobre la ventana y me observaba. Es agradable abrir los ojos y recrearse en un cuerpo musculoso.

—¡Santo Dios! —gritó, se sentía insultado—. ¡Nunca puedes comparar a un irlandés con un escocés!

—Lo siento. —Lo señalé y me reí—. Es por la sábana de diseños escoceses con la que estás envuelto.

—Te ves contenta. —Y se frotó la barba incipiente.

—¡Estoy muy contenta! —Mi voz retumbó contra las paredes y provocó un estallido—. Nunca creí que el propietario me dejase dormir en la habitación de Catalina de Médicis. ¡Y menos en su cama!

—Poco dormiste en su lecho. —Ryan largó una carcajada—. Los cinco minutos de ahora.

—Tú sabes por qué...

—Sí. —Se desacomodó el pelo con la mano: le quedó más puntiagudo que de ordinario—. Resulta comprensible que el dueño te dejara, es una buena publicidad. Las palabras y las imágenes venden muy bien la visita. No sé si ellos nos hacen el favor o el favor se lo hacemos nosotros. Es lo bueno de conocer a mucha gente. Y las fotos quedaron increíbles...

—Ya, te quedaron geniales. Sigo impactada. —Me reí—. Espero que las fotografías previas a la entrevista salgan igual de bien. Nunca imaginé que conocías a los hijos de los dueños y menos que a ellos se les diese por ser moteros.

—A mí lo que me hizo gracia no fue verlos a ellos, sino verte por el retrovisor subida detrás de mí en la Harley Davidson. —Se aproximó y me revolvió la cabellera—. ¡La de veces que te invité y que me dijiste que no!

—Las motos son incómodas, chico, prefiero los coches —afirmé, convencida—. Pero para hacer una entrevista de las mías soy capaz de tirarme desde un avión sin paracaídas.

—Lo sé.

—Supongo que me veía rara en la quedada de moteros. —Solté una carcajada—. Es una pena que no me pudiera ver lady Pembroke. Si hubiese estado cerca me ponía una chupa de cuero de Los Ángeles del Infierno.

—Tengo una, te la presto —repuso, sonriente.

—Cualquier día te la pido. —Y lo decía en serio, sacar de quicio a mi altiva progenitora es mi actividad preferida—. Además, estoy feliz porque a pesar de que Anthony me había dicho que Catalina y Nostradamus  esperaban mi llegada no pensé que me darían esta bienvenida con los brazos abiertos. Están impacientes por participar en nuestra entrevista de hoy.

—¡Y me recuerdas que hay fantasmas cuando estoy desnudo! —Se envolvió en la colcha y lanzó un suspiro—. A veces me olvido de que estoy rodeado de tanta gente...

—No te tapes, chico, no hay nadie ahora —me quejé—. La vista se agradece.

—No sé cómo te puede poner a mil conversar con fantasmas. —Ryan se estremeció—. ¿No te da cosa de que estén ahí, mirándote, mientras haces el amor?

—No te pensarás que están de espectadores cuando tengo sexo, ¿no? —Efectué una mueca de incredulidad—. Son muy educados, siempre se van. ¡Pero tienes razón!, ¡qué excitación tengo! ¿Se nota? ¡Siento como si me hubiera bebido un río de café! ¿Sabes lo que significa tener frente a mí a Nostradamus? Ponte en mi lugar e imagínate que puedes hacerle fotos.

—¡Excelente! —Aplaudió contento.

—Pues eso, chico. Me encanta ir de un país a otro para visitar a los fantasmas que suelen anclarse a un sitio. Lo hacen porque quieren, pueden ir a cualquier lado... Ven aquí. Tengo ganas de estrenar la cama de Catalina...

—Disculpa, babe, pero ahí no me meto ni loco. —Se alarmó, aunque no perdió la mirada de deseo—. Me negué al principio y me niego ahora. Parece de lo más incómoda y me da mal rollo. ¿O pasaste espantosamente dentro del saco de dormir?

     Sabía que si insistía un poco él dormía arriba de un cactus, y, encima, no lo molestaban las espinas. Siempre le daban mal rollo las camas de los distintos fantasmas e igual las estrenábamos juntos. ¿Tanto me afectaba la conversación con Anne que hasta me comportaba de una manera atenta? Bajé del lecho, desnuda yo también, y me metí dentro del saco. Ryan lanzó un silbido de admiración.

—Me gustaría sacarte unas fotos artísticas así, babe...

—¿Para exponerlas en una galería y venderlas o para consumo propio?

—Para exponerlas...

—¡Entonces sí, cuando quieras! Y vamos a medias con las ganancias. —Lancé una carcajada—. Lord Pembroke estará orgulloso de su hija.

—Lo supongo —Arrugó la nariz y la levantó para imitar a mi padre.

—¿Y? —le pregunté—. ¿Vienes?

     No me lo hizo pedir dos veces y recorrió los cinco pasos que había desde la ventana, pues volvió allí en medio de la charla. Antes de terminar la pregunta se metía a mi lado. Y hubiésemos empezado, otra vez, a quitarme el subidón —léase: a tener sexo— si no nos hubiera interrumpido el teléfono. Ryan, que estaba más cerca, me lo alcanzó. La llamada era de Nathan.

¡Hola, Dan! —me saludó—. ¿Qué estás haciendo?

     Descartaba decir la verdad y procedía utilizar una mentira cochina. No es que fuera una mentirosa compulsiva, pero poneos en mi lugar: el jefe llamaba y nosotros, sus empleados, nos revolcábamos en el suelo en horas laborables.

—Ryan y yo elegimos las fotos que se publicarán con la entrevista. —En la voz no se me notaba el embuste.

Perfecto, Dan, así me uno a vosotros. —El tono era enérgico—. En quince o veinte minutos estaré allí.

—¡¿Quééééé?! —le pregunté pasmada.

     Porque no se ofrecía para un trío, como es obvio. Así que salté de la bolsa de dormir y le chasqueé los dedos al fotógrafo con la finalidad de que se apurase. Al verme vestir a toda prisa, mientras sujetaba con el hombro mi móvil, comenzó a imitarme.

¡Nos vemos! —Y Nathan colgó.

—¡Rápido! —apuré a Ryan y señalé hasta el extremo derecho de la habitación, donde habíamos improvisado una especie de escritorio con un par de sillas—. Vamos a poner las fotografías allí. Deshazte inmediatamente del saco mientras yo hago la cama de Catalina. El jefe viene para aquí.

—¿Por qué tanto apuro, babe? —preguntó Ryan, tranquilo—. No tiene nada de raro que nos liemos, pasamos juntos mucho tiempo.

—Ya, chico, te entiendo. —Apresurada, acomodé el lecho—. Pero entiéndeme tú a mí, yo también me lío con el jefe. ¡Y hace horas que deberíamos estar trabajando! Así que mejor nos apuramos y dejamos todo ordenado.

—¡¿Te acuestas con sir Nathan también?! —Efectuó un mohín celoso—. ¡¿Otro más, babe?!, ¡¿cómo puede ser si no hay fantasmas de por medio?!

—¿Qué? ¡No te entiendo! ¿Me llevas la cuenta?... Y con Nat también empezó con un fantasma, por si te olvidas, pero no solo hago el amor por eso —lo corregí y chasqueé la lengua—. Me haces parecer una pervertida. Deja de mirarme y apúrate, que perdemos el tiempo. Está por llegar. Bajemos, mejor, lo esperamos en la entrada.

     Así que, cuando mi jefe y amante llegó, Ryan y yo aguardábamos su arribo en el acceso y éramos la imagen de la profesionalidad. ¡Y eso que no nos habíamos dado ni una ducha rápida siquiera!

     Me retracto. Quizá hablar de profesionalidad sea un tanto exagerado. Porque Ryan se comportaba cortante con Nathan, al punto de que el otro hombre en cualquier momento le preguntaba qué mosca lo había picado. Para evitar que lo interpelara yo hablaba sin ton ni son. Llenaba todos los huecos de la conversación como si estuviese recitando un monólogo en una obra de teatro.

—Nat, ¿qué opinas? No sé si empezar la entrevista por Catalina o por Michel de Nôtre-Dame o por los dos juntos. Podría comenzar, si te parece bien, con el matrimonio de Catalina y Henri II y preguntarle si son ciertas todas las historias que se cuentan acerca de los celos que tenía por la amante de su marido, Diane de Poitiers. Cuentan las malas lenguas que había hecho un agujero en la habitación de ellos para espiarlos mientras estaban juntos. O también puedo comentar sobre cuál fue su participación en la Matanza de San Bartolomé, cuando los católicos mataron a miles de hugonotes en Francia. Hugonotes se les llamaba a los luteranos. También podría sacar el tema de cómo gobernó a través de sus tres hijos reyes al punto de que su biógrafo, Mark Strage, dijera que fue la mujer más poderosa del siglo XVI en Europa.

—Dan, pareces un loro. —Nathan me llamó la atención en la pausa para respirar, cuando estaba a punto de atragantarme con las palabras—. ¿Desde cuándo me preguntas acerca del contenido?

—Nunca, pero ¿desde cuándo vienes tú a participar en una entrevista?

     Ryan miraba a Nathan, luego me observaba a mí y después a Nat de nuevo, con una cara de irritación que hacía que me dieran ganas de darle una patada para que se quejase de dolor físico. Conseguía sacarme de quicio con tanto análisis. Ya sabéis cómo son los hombres, si los tratas mal más te quieren y más están detrás de ti. Porque lo mío no es una pose. La sensibilidad masculina, si es que existe, me la suda. Que se laman las heridas ellos solos y que no me molesten, como hago yo con las mías por culpa de Joseph Black.

—Es la primera vez que vengo a una entrevista, lo sé. —Me pasa el brazo por los hombros—. ¿Acaso no puedo visitar a mi periodista favorita?

     Por un momento creí que Ryan se le tiraría encima para evitarme el manoseo. ¡Menos mal que se contuvo! Odio este tipo de escenas. Antes —cuando era una buena persona— me enternecían. Pero desde que descubrí que estoy sola y que no puedo confiar en nadie le rehúyo a cualquier tipo de sentimentalismo. Es más, me molesta. Creo que estas emociones nos hacen perder mucho tiempo.

—Claro que sí, cielo. —Le di una palmadita en el hombro y luego volví a arremeter con el trabajo—. De cualquier forma, me interesa tu opinión. Hasta ahora solo tuve un entrevistado y aquí son dos y cada uno de enorme calibre. Es que no sé si empezar por el cotilleo, lo de la infidelidad, o por la Historia. Ya sabes que Henri II conoció a Diane cuando tenía diecinueve años y ella treinta y ocho y estuvieron juntos hasta la muerte de él. Los datos históricos dan mucho juego porque lo primero que hizo Catalina cuando él murió fue quitarle este castillo de Chenonceau, que el rey le había regalado a la otra, y deshacer todas las reformas que Diane hizo. También podría enlazar esta entrevista con la que viene después, la de Mary de Escocia, que fue nuera de Catalina, la esposa de su hijo François II. Quizá podría invitarla a que se nos una allí. También quiero destacar que Chenonceau es el castillo de las mujeres, pues desde que dirigió las obras Catherine Briçonnet, la esposa del propietario del siglo XVI, siempre vivieron reinas y tuvo varias propietarias.

—Lo dejo a tu criterio, Dan, me estresas y vine para relajarme. —Enlazó la mano libre con la mía: me tenía ceñida por todos lados—. Saldrá perfecta, no te agobies. ¡Maravillosa como todas las anteriores!

—Ya, ¿pero te parece bien? —insistí sin soltarlo—. ¿No crees que debería empezar por Nostradamus? Hablé con ellos al llegar y no hay problema. Se conocen muy bien y están juntos. Él le hacía los horóscopos.

—No te agotes, está perfecto. —Me acercó más, me sonrió y me dio un pico sobre los labios.

     Pude apreciar que Ryan se ponía colorado como si se hubiera atragantado con el chile más fuerte. Apretó los puños y parecía a punto de explotar.

—Ya. —Reconozco que mi incomodidad se incrementó.

—Tranquila —musitó mi jefe con una entonación muy sexy y me dio otro pico, este un poco más prolongado.

     Ryan dejó sus equipos fotográficos en el suelo. Sin dar ninguna explicación se subió a la Harley Davidson que le habían prestado los hijos del propietario y salió a toda velocidad dando estruendosas aceleradas.

—Ahí va el número cinco. —Nathan largó una carcajada—. Quería comprobar cuánto aguantaba.

—¿Desde cuándo te gusta provocar a tus empleados? —Me reí también.

—Ha sido muy divertido. —Me dio un beso increíble de los suyos—. Provoco igual que tú, Dan, siempre estás provocando.

—¿Yo? ¡No me lo creo! ¿Provocar? —Puse cara de incredulidad—. Lo siento, corazón, pero jamás perdería el tiempo con provocaciones. Si piensas esto no me conoces en absoluto.

—¡Cierto! —y se corrigió—: Eres tentadora por naturaleza, te sale sin proponértelo.

—¿Te parece? —Le aflojé un poco la corbata y le pasé la mano por el cuello; Nathan suspiró—. ¿Ves? Esto es una provocación. Espero que no me hayas fastidiado la entrevista espantando al mejor fotógrafo del Reino Unido.

—El mejor de Europa. —Me rectificó—. Pero no hay peligro, ese vuelve.

     Y así estamos ahora: Ryan ha sacado a regañadientes las fotos de rigor antes de la cita en la Sala de François I. El viento fresco, al conducir la moto, le ha bajado los humos. Mientras, Nathan no ha dejado de hacer bromas de doble sentido acerca de mis atributos, algo inusual con público delante.

     Al estilo de:

—¡Qué graaaaandes aptitudes tienes para el trabajo, Dan!

     Y completaba la exclamación con una mirada libidinosa hacia mis pechos, que intentaban salirse de la camisa ajustada. De una forma muy metafórica, pero que irritaba a Ryan, quien ha abandonado la sala antes de que se lo solicite. Con cara enfadada y actitud de estarse preguntando por qué dejaba quedarse a Nathan.

     Yo, para no hablar a borbotones como antes y hacer brotar las palabras igual que el agua de un manantial, me he tomado una taza de Prince of Wales  tan caliente, que casi es necesario que vaya a la planta de quemados del hospital más cercano. Solo Catalina y Nostradamus  aguardan tranquilos.

—Deberíamos empezar, Nat. —Tengo los nervios un tanto descontrolados—. Es una descortesía que hagamos esperar a nuestros entrevistados.

—¿Qué? ¿Están aquí? —pregunta sir Nathan, sorprendido—. ¿Y por qué no puedo verlos como a mi hermana?

—Me imagino que no tienes el don. —Le quito una pelusa del traje inmaculado—. O tienes el don o existe una conexión espiritual tan grande con la persona que está en la otra vida que puedes comunicarte con ella.

—Creo que me da pena no tenerlo. —La entonación es alegre como siempre—. Entonces tengo que contar contigo, Dan.

—Has esperado bastante para comprobarlo, eres una persona muy ocupada. —Pongo mi cabellera rubia hacia atrás en un gesto coqueto—. No tendrías tiempo de hacer estas entrevistas. Mejor así, cariño, adoro mi trabajo.

—Lo mismo digo, me agrada tenerte cerca. —Su tono cautivador me seduce.

—Bien amigos, empezamos ya. —Intento sonar profesional.

     Bastante enredado está el día como para que, encima, me tire a los brazos de Nathan y le haga el amor en este momento.

—¿Me podéis dar una prueba tangible para que mis lectores comprueben que esta entrevista ha tenido lugar? —Trato de quitarme la excitación.

Nostradamus  toma la voz cantante y me responde en verso:

Muchas pruebas podría darte a ti, querida mía,

más de una prueba tangible, empero no lo haría.

Ya que en unos minutos comprobarás

y la ayuda de todos nosotros pedirás.

—Recuerda que nuestra respuesta es: ¡sí! —me promete Catalina y junta las manos como si rezara.

—Lo siento, amigos. —Me sorprendo—. Pero no me entero de nada.

—¿Qué pasa, Dan? —me pregunta Nathan sin poder contenerse—. ¿Hay algún problema?

—Ninguno. —Le tiro un beso—. Es mejor que no nos interrumpas, corazón.

Lo siento —se disculpa.

—No te preocupes. —Me tranquiliza Nostradamus—. Lo importante es que sepas de antemano nuestra respuesta. ¡Y es sí!

—Bien, muchas gracias anticipadas por lo que sea... Pues entonces continuemos... ¿Podéis darme una prueba para los lectores?

—Sí. —Y Catalina señala una zona de la sala—. Detrás de ese cuadro de Las tres gracias  hay un compartimiento que tiene una daga con diamantes y rubíes. Buscad bien, no se aprecia a simple vista. Yo misma lo mandé hacer.

—Correcto, creo que es el cuadro del pintor Jean Baptiste van Loo, de mil setecientos veinte. ¿Hay algo que deseéis que nuestros lectores sepan?

—Bueno, yo sí. —Catalina se acomoda el vestido de seda y de brocado en color negro—. Se dijo que el conde Gabriel de Montgomery era mi amante. Sabes quién es, ¿verdad?

—Sí —le respondo enseguida—. El que se batió con tu marido en la justa y lo hirió.

—Exacto. —Catalina asiente y mueve el cuello de forma exagerada—. En el matrimonio de la hermana de mi esposo y de mi hija Isabel con el rey Felipe II de España... Gabriel lo desmontó, pero Henri, sin aceptar su edad, volvió a subirse al caballo e insistió en seguir... Luego el conde le rompió la lanza en la cara... Le quedaron astillas clavadas en el rostro y en la cabeza y murió a los diez días...

—Sí, lo sé. —Extiendo la mano para consolarla; a mitad de camino recuerdo que eso no es posible—. Por este motivo vistes de negro y en tu emblema hay una lanza rota y las palabras: «De esto vienen mis lágrimas»... Me imagino que deseas que los lectores sepan que Gabriel y tú no erais amantes.

—No, au contraire, sí que lo éramos. —Me rectifica—. Eso de pasar a la historia como la cornuda de Francia no deja de darme vueltas en la cabeza. Deseo que sepan que él también tenía una buena cornamenta.

—¡Ah, perfecto, si así lo quieres!... No puedo negar que tu pedido me extraña. Siempre me solicitan lo contrario.

—Lo supongo. —Mueve la cabeza de arriba abajo—. Pero pocos han tenido que cargar con la cruz que a mí me ha tocado. ¡Ver los propios cuernos!

—Yo vaticiné la muerte de Henri II cuatro años antes. ¡Se lo tenía merecido! Fue a la justa con los colores de Diane de Poitiers —nos interrumpe Nostradamus y luego recita—:

El león joven someterá,

en el campo bélico por singular duelo,

en jaula de oro los ojos atravesarán,

dos heridas en una, después de morir, muerte cruel.

—¡Fascinante! Creo que a nuestros lectores les interesará saber cómo lo hiciste, cuál era el procedimiento que utilizabas para predecir el futuro.

—Usaba el trípode de bronce. Un bol de ese material con agua, aceites y especias dentro. —Hace como que gira el brazo alrededor de un cuenco—. Primero tenía que vaciar el alma, el cerebro y el corazón de todo desasosiego. Llegar a un estado de tranquilidad y de total quietud de la mente. De lo contrario es imposible adivinar nada.

—Entiendo. Debe de ser como estar en alfa, ni despierto ni dormido...

—Algo así. —Está de acuerdo conmigo—. Es el momento. Dile a tu jefe que vamos a caminar, que yo te lo he pedido. Recuerda, nuestra respuesta es: ¡sí!

—De acuerdo. —Estoy desorientada, pero confío en los dos—. Nat, Nostradamus  me pide que vaya con él. Yo sola. ¿Te puedes quedar aquí y nos esperas?

—¿Te parece que es adecuado? —No se halla demasiado convencido—. ¿Y si mejor voy contigo?

—No pasa nada, es un pedido muy común. —Lo tranquilizo y le doy un beso en la mejilla—. Es importante.

—Aquí te espero.

—Yo también voy. —Catalina sonríe—. No me lo perdería por nada del mundo. No te dejes llevar por la apostura y recuerda que nuestra respuesta es ¡sí!

—Muchas gracias por vuestra amabilidad e insistencia. —Les mando un beso, ¡adoro a mis amigos fantasmas!

Caminamos hacia la entrada principal y cuando llegamos Nostradamus  susurra con voz misteriosa:

—¡Pronto, muy pronto! Ahora vamos al jardín de Catalina... Nos sigue, no te asustes. Estamos contigo.

—No estoy asustada —le aclaro—. Más bien excitada...

—Lo sabemos. —Se carcajean.

—¿Por qué me sucederá? —les pregunto, intrigada.

—Es normal —me responde el adivino—. La Muerte reafirma la Vida. Y el sexo da vida... ¡Ya está aquí! Prepárate.

     Nos hallamos en el lugar como si formáramos parte del decorado de una función. En el medio hay un estanque con forma circular y los laterales están repletos de rosales. El aroma de las petunias, de las begonias y de las dalias me inunda. Este perfume entremezclado me proporciona la energía de una pócima mágica. Me pongo en posición de espera, igual que en las películas de artes marciales. Adelanto la pierna izquierda, dejo las manos abiertas, levanto más el brazo izquierdo que el derecho. No sé qué sería lo siguiente, pues solo tengo el cinturón amarillo en judo, supongo que me las apañaría como siempre. Le haría alguna llave. Seoi nage, mi favorita. Ō-soto-gari, quizá, otra de mis predilectas.

     El consejo que nos daban en las clases de defensa personal era salir corriendo y buscar ayuda, pero me parece poco apropiado teniendo en cuenta las circunstancias y mi condición de aristócrata inglesa. Siempre soy ecuánime ante el riesgo —como lo era Elizabeth II— incluso en las peores situaciones. Por otra parte, no me imagino a Nathan —enfundado en su traje— a los puñetazos limpios batiéndose por mí. Y menos a Ryan, parece del tipo «sálvese quien pueda». Creo que el fotógrafo es de los que se tiran a los botes salvavidas y que se olvidan de que las mujeres y los niños van primero. Lo veo solo, en mi imaginación, huyendo con la moto en caso de peligro. Tampoco considero buscar el amparo de los dueños de Chenonceau y de sus hijos, no los concibo echándome un cable. Sí soy capaz de verlos perderse en la noche a toda velocidad con sus Harley Davidson. Estoy acostumbrada a librar mis propias batallas y por eso sé que los hombres son muy débiles, es imposible contar con ellos.

     Detrás del espeso follaje que enmarca el jardín surge una enorme sombra. ¡Menos mal que mis amigos me advirtieron! Dejo de estar en posición de alerta: tiene toda la pinta de que el hombre —o el camión, por su tamaño—, puede cogerme y llevarme sobre los hombros, pataleando, sin que le haga mella. Es más, de aplicarle las llaves que consideraba seguro que terminaba sin espalda o sin piernas. La única alternativa es el ingenio.

—Perdone que la siga —se disculpa el hombretón—. Pero es muy importante que hable con usted. Me llamo Noah Stone.

     El apellido le sienta muy bien. Demasiado bien para ser real, no creo que sea el verdadero. Me extiende la mano para saludarme, pero yo me hago la distraída.

—Presumo, mr. Stone, que usted no está aquí para socializar. —Pongo cara de enfado—. Interrumpe mi paseo. ¿Qué quiere?

     Mientras hablo camino hacia la zona más iluminada y el individuo me sigue. A pesar del nombre su aspecto es más ruso que británico. Me recuerda al dhampir Dimitri Belikov. ¡¿Por qué siempre tengo esta manía de comparar a las personas con personajes o con actores conocidos?!

—Me envía el MI6. —La voz es decidida—. Necesitamos su ayuda.

—¿Mi ayuda? —le pregunto con tono burlón—. Supongo que bromea, ¿verdad?

—No, es muy en serio. —Me recuerda a los bufidos de los gatos cuando se enfadan—. Sabe del secuestro de los periodistas de The Times, ¿cierto?

—Sí, pero no entiendo en qué se relaciona conmigo.

—Tiene mucho que ver —me contradice—. Estamos desconcertados y ninguna de las vías por las que seguimos lleva a ninguna parte. Nos encontramos en un callejón sin salida. No hay ningún rastro y por eso recurrimos a usted para que nos ayude. La única certeza con la que contamos es que no están en Gran Bretaña.

     Stone se apoya contra uno de los avellanos. Temo que parta el arbusto. Por los ruidos que hace el pobre parece implorar que lo deje en paz, como si sus ramas cediesen. De improviso, reparo en que su postura —muy sexy— se asemeja a la de las revistas de moda. Además, es moreno, muy guapo y con un cuerpo increíble. Me da la sensación de que, conociendo mi debilidad por los morochos apuestos, lo han elegido para que me seduzca en caso de negativa.

—Deje de estar en pose —le pido y suelto la risa—. Va a partir el avellano, ¿qué culpa tiene este arbolito? Imagino por qué actúa así. ¿Le dijeron que me acuesto con todos los hombres guapos con los que me cruzo? Debería haber mirado la lista. Si lo hubiera hecho repararía en que soy una esnob, el cien por ciento pertenecen a la nobleza británica. No lo tome como algo personal. Seguro que su encanto varonil conquistará a muchas chicas en otras misiones. No pierda el tiempo ni me haga perder el mío. La respuesta sigue siendo no. No me creo que lo mande el MI6, ese cuento ya me lo han hecho y usted llega tarde.

—Me temo que no volveré con una respuesta negativa. —Los rasgos se aprecian más duros aún—. Le debe este servicio a la Patria. Antes ya trabajó con nosotros, ¿cómo nos va a dejar tirados ahora cuando dos colegas suyos la necesitan?

—¿Disculpe?, ¡¿he escuchado bien?! —La bilis me sube hasta la garganta—. Por la Patria trabajé más que usted y que todo el MI6  juntos. Solo para que los honores se los llevara Black. Ahora solo trabajo para mí. Mi tiempo se cotiza muy caro, Stone. Vale mucho dinero, mucho más del que vosotros me podríais pagar. Le recuerdo, por si lo ha olvidado, que hablé con Smith y con Hamilton, los subalternos del director sir John Sawers, y les conté todo. Cómo Joseph Black me había utilizado. Y lo único que hicieron fue reírse de mí y recomendarme que fuera al psicólogo porque buscaba llamar la atención. Si no fuera por Anthony, que me dio la idea e hizo el trabajo, Black seguiría libre.

—No conozco a Anthony. —Intenta controlarse—. Pero entiendo perfectamente a Smith y a Hamilton. ¿A quién se le ocurre que en la era de la tecnología manden Roll Royces a traer y a llevar información?

—A mí, Stone —me enfado más, si cabe—. Estoy acostumbrada al lujo. Iba a los sitios que me decían y siempre había alguien que recibía mi trabajo y que me daba el siguiente. Por eso odio a la gente como Black y como usted. Los fantasmas se muestran tal como son, los tomas o los dejas. Pero vosotros enseñáis los dientes y nosotros, ¡pobre gente incrédula!, nos creemos que son sonrisas. Son los colmillos del vampiro, antes de tirarse sobre nuestras yugulares. ¿Dónde estabais cuando Black me perseguía o me amenazaba en las fiestas de mis padres?

—Me temo que no puedo volver con una respuesta negativa, le repito. —El espía mueve la cabeza de izquierda a derecha—. Mis compañeros y mis jefes esperan que vuelva con usted o con una respuesta positiva. No me obligue a amenazarla.

—Y usted no me obligue a hacer algo que lleve a que todos vosotros os arrepintáis de haberme amenazado —y a Catalina y a Nostradamus  les pido—: ¡Haced lo que tengáis que hacer!

—Sabíamos que lo pillarías enseguida. —Se ríe Nostradamus.

     Stone estira la mano y me coge del brazo.

—Dígame que sí o la llevo a la fuerza —me advierte, amenazador.

—¿Seguro? —le pregunto con tono de superioridad—. Mire que le doy una última oportunidad. Recuerde, luego, que lo que ocurra ha sido culpa suya.

—Seguro. No acepto una negativa. —Y los ojos le brillan con rabia.

—Usted lo ha pedido. —Subo los hombros—. ¡Amigos, a por los compañeros, el jefe y toda la organización de Noah Stone! ¡Hacedlos temblar!

—¡¡Sííííí!! —gritan Catalina y Nostradamus  al mismo tiempo.

     Veo que Anthony se les une. Y, luego, los tres desaparecen.

—¡Vaya día he tenido hoy, necesito la ayuda de todos vosotros, queridos amigos! —exclamo a todo pulmón.

     La niebla que nos rodea se hace tan espesa que casi impide que vea al agente.

     Movilizo a cientos de espíritus al gritar:

—¡¡Todos a por ellos!!

     Stone me contempla perplejo, sin comprender nada. «En pocos segundos se va a enterar», pienso y pongo cara malévola.


El dormitorio donde tuvo lugar la «acción».


La sala de Francisco I.



El jardín de Catalina de Médicis.



Noah... Sexy, ¿verdad?



¿Te gustaría observar Chenonceu desde el aire gracias a un drone?



Catalina y Nostradamus unidos en un gift.



https://youtu.be/To4SWGZkEPk







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