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16-Vivir peligrosamente.

Con la mano de mi enemigo alrededor de la cintura, estudio cómo se esconde el sol en el océano jaspeado. Nos hallamos en la cima del acantilado de Kealakekua —en Big Island—, una amalgama de millones de rocas volcánicas de tamaños variados y selladas una contra la otra.

     El yate nos espera anclado allí abajo, pues a esta zona solo puede accederse si caminas a través de la montaña o llegas por el agua. Estamos aquí porque mi acompañante ha insistido en que debía conocer el monumento a mi compatriota —el capitán James Cook— quien murió en la zona en mil setecientos setenta y nueve durante la refriega con los nativos que le habían sustraído una embarcación.

     No me llama la atención, si os soy sincera. Es un pequeño obelisco en tono blanco sucio y con letras negras muy simples. Sin embargo, el paisaje que lo rodea es indescriptible. ¡Impresiona y esto que ya he visto de todo! El mero hecho de nadar rodeada de las tortugas hawaianas, que están en peligro de extinción, ha sido una experiencia alucinante.

—¿Qué tal si vamos en esa dirección? —Señala la vegetación.

—Usted dirige, capitán —bromeo, feliz—, no conozco este sitio.

     Por la forma en la que me contempla deduzco que la exploración que desarrollaremos a continuación será de tipo erótico. Estamos solos y cargamos nuestras pertenencias, aunque con Van de Walle el concepto soledad siempre es relativo, pues desde hace semanas me invade la impresión de que me vigilan. Él lleva una mochila bastante llena —cuyo contenido ignoro— y del hombro me cuelga el bolso de playa repleto con los artículos imprescindibles. Ya sabéis, agua embotellada, protector solar, gafas, preservativos, otro bikini, una toalla y algunas cosillas más.

     Pese a que muchas zonas de Hawai se hallan sobreexplotadas, en esta parte da la sensación de que no ha llegado la civilización, pues reina la calma y no hay turistas. No sé para qué lo pienso. De improviso treinta hombres armados hasta los dientes salen de detrás de unos enmarañados arbustos, como si los convocase con el pensamiento.

—¡Escóndete allí! —El mafioso me señala una palma gigantesca mientras saca una ametralladora ligera de la mochila—. ¡No salgas de ahí y ten cuidado! ¡Mis hombres nos defenderán!

     Le hago caso. Al fin y al cabo, llevo meses peleando contra los suyos, los mismos que hoy «me defenderán». Como expresa el dicho: «los enemigos de mi enemigo son mis amigos». ¿Para qué gastar mi energía en enfrentarme a ellos? ¡Vaya ironía lo de vivir peligrosamente, se generan las alianzas más inverosímiles!

     La amenaza que nos acecha no evita que esté a punto de largar una carcajada al apreciar que de la nada surge un ejército del espeso follaje. Visten ropas negras estilo ninja y se posicionan junto a Willem Van de Walle. No me extraña que me picase tanto el cuerpo, cientos de ojos me observaban. ¡Qué paseo solitario el nuestro! Me cuesta horrores contener la risa.

—Y no es una risa histérica, nena. —Anthony aparece al lado de mí—. Tampoco estás fuera de tus cabales esta vez. ¡Qué sentido del humor el tuyo!

—¿De dónde lo habré sacado, papi? —Me tapo los oídos mientras las ráfagas de municiones me ensordecen—. Creo que estos matones se le adelantarán al MI6.

—Sí, son los hombres de Peter Kruger otra vez y más enfadados todavía, ya no les interesa enviar advertencias. —Mueve la boca con exageración.

—Creo que han caído unos cuantos de los del mafioso —contabilizo y frunzo el ceño.

—Sí, son cincuenta y los otros treinta, pero los han sorprendido con la guardia baja —me confirma, sonriente—. Estaban esperando, distraídos, a que vosotros dos hicierais el amor una vez más. Apostaban acerca de quién se ponía arriba y quién abajo en esta ocasión.

—¡Y a buena hora me lo dices! —El marchante es un obseso de la seguridad y le da igual dar un espectáculo a mi costa.

—Ahora han matado a la mayoría, solo queda Van de Walle y tres de los suyos —me advierte, parece un comentarista de fútbol.

—¿Qué se supone que debo hacer? —Él me observa expectante—. Es una situación en la que no he pensado. ¿Debe morir o debe ser detenido? Dime, ¿qué hago?

—Pues ahora solo queda uno de los suyos y hay una baja entre los contrarios, son dos contra veintinueve. No sé para qué se vistieron de ninjas si eran pésimos combatientes. —Suena decepcionado, vaya a saberse en qué película está inmerso—. Si vas a empezar es mejor que lo hagas ya. En quince minutos Van de Walle muere.

—¡Allá voy, entonces! ¡Ironías de la vida! —Me hallo anonadada por este momento tan surrealista.

—Ten cuidado al arrastrarte por la tierra —me previene, serio—. Ve por la izquierda, el resto está lleno de tripas, de sangre y de trozos de cadáveres. No mires a la luna directamente así no te ciega.

—Gracias, daddy —y luego exclamo—: ¡Que Dios nos coja confesados!

     Repto hacia una palma gigante. Detrás de ella se oculta el mafioso. No espera que nadie venga por allí así que se asombra.

—Soy yo —le murmuro enseguida.

—¿Qué carajo haces aquí? —Pega un brinco—. ¿No te das cuenta de que en este sitio es dónde más peligro corres? ¡Tienes que quedarte detrás del otro árbol, como te he dicho! ¡Esta gente es muy peligrosa!

     «Tú eres peor que todos ellos juntos, megalodón», pienso. ¡Os juro que los hombres son un tostón, siempre se enredan los unos contra los otros! Estoy deseando que los desplacemos del poder en los distintos países, de una vez por todas, así se quedan hablando de fútbol, mirando la televisión o jugando a la consola, donde no puedan hacer daño.

—No me pondré a discutir contigo justo ahora, así que calla y escucha con atención —le susurro, seca, y luego le comunico—: Iré al sitio en el que están y los sorprenderé como a ti. Tú quédate detrás de esta palmera y dispara hacia la derecha. ¿Entendido?

—Es la locura más grande de todas las que te he visto hacer —musita, enfadado—. ¡De ninguna manera, no deseo que te pase nada! ¡Te quiero muchísimo!

—¡No me vengas con sensiblería ahora que estás a punto de morir! —lo reprendo, cortante—. ¡Y no seas gallina, tío! Mantén la cabeza fría y no te dejes llevar por las emociones. Soy experta en artes marciales. ¿Cómo crees que me las arreglo al ir sola por el mundo? Tú no puedes detenerme. Si tanto me quieres, dispara solo a la derecha.

     No le doy tiempo a contestar. Me deslizo lo más a la izquierda posible, no me hace gracia nadar en vísceras si no es imprescindible. Aparezco, silenciosa, detrás de los hombres que nos disparan. Le doy un zarpazo de leona al que se encuentra más apartado del resto, que resulta ser el grandote del Kruger National Park. Cae sobre el suelo y me inclino para desmayarlo. Cojo su ametralladora. Compruebo que tenga munición y que esté lista para escupir ráfagas. Enseguida le disparo a los compañeros, que caen como moscas. Solo dejo con vida al que está desvanecido, para sacarle información. Lo ato con mi foulard. «Lo siento, Da Mo, pero no es momento para ir de uno en uno demostrando la pericia que tengo gracias a ti, pondría en peligro esta misión», pienso apenada.

     ¡Resulta tan sencillo dar cuenta de los hombres de Kruger! Por esto me acomodo sobre la tierra volcánica, con la espalda apoyada en una palma, y espero a que pasen los minutos. Debo fingir un poco de esfuerzo antes de reunirme con el mafioso, sería una tontería aparecerme tan rápido. Para distraerme del hedor de la sangre y de las vísceras pienso en el MI6.

     Espero que el jefe de Operaciones no me espíe en estos momentos, la tecnología actual hace que en ocasiones parezca Dios. O una mamá gallina que busca al pollito audaz que va por libre. ¡Ojalá mis amigos fantasmas hayan estropeado el satélite!

     Porque Smith seguro que me regalaría otra de sus broncas y que exclamaría:

¡Usted siempre acapara la acción, lady Danielle! ¿No le da miedo?, ¿no tiene en cuenta el peligro? Somos agentes de campo no superhéroes ni superheroínas.

     Yo, por supuesto, le replicaría:

¿Cómo iba saber que hay que dejar morir a nuestro objetivo? Esto no me lo explicó, tendría que habérmelo dicho con anterioridad para saber a qué atenerme.

     Mr. Smith me miraría con cara de escepticismo y me reprocharía:

¿Juega otra vez con las palabras, lady Danielle?, ¿en alguna ocasión ha hecho caso de nuestras recomendaciones o de los procedimientos?

     Y por allí me pillaría porque yo siempre violaba las normas.

¡Usted tiene complejo de Wonder Woman! —gritaría a continuación.

     A lo que yo —molesta porque, aunque no lo reconocería, sabría que Operaciones tendría razón— le respondería:

¡Y me lo dice Batman!

¡No sea sarcástica! Acaba de arruinar sus esfuerzos anteriores. ¡Ahora Willem Van de Walle, siendo una persona tan perspicaz, sabe que usted es agente del MI6! ¿Cómo, si no, va a ser una experta en el uso de armas ligeras de combate?

     Recién ahí me quedaría sin argumentos. Solo persiste la leve esperanza de que el belga no haya podido ver demasiado en esta noche iluminada, apenas, por la luz de la luna y de las estrellas. O que Operaciones duerma a pata suelta en algún punto del planeta y que se la vuelva a colar.

—¡Danielle! —Escucho que el mafioso aúlla, desesperado, como si lo hubiese convocado: fin del período de paz—. ¡Danielle, Danielle!

—¡Estoy bien! —le grito, tranquila—. ¡No hay nadie, puedes venir!

—¿No estás herida? —me pregunta al llegar, transpira por el susto y debido al apuro por llegar junto a mí.

     Tira el arma y me palpa el cuerpo para asegurarse de que no me han hecho daño. Luego me abraza como si fuese un fantasma y quisiera poseerme. Levanta una ceja al percatarse de que el esbirro de Kruger yace desvanecido y maniatado.

—No, estoy bien. —Le escondo la cara en el pecho con la esperanza de que al frotarme contra él se distraiga y no haga comentarios ni preguntas embarazosas ni de difícil explicación.

—¡Tú serás mi esposa y la madre de mis hijos! —Me ciñe más fuerte, y, acto seguido, se me arrodilla a los pies—. ¿Quieres casarte conmigo?

     ¡Vaya rollo! ¿Creéis que la proposición matrimonial es una consecuencia del estrés postraumático? Nathan estuvo más de un mes a las risas por cualquier tontería y a este se le da por ponerse romántico. Al ver que le chorrea sangre del brazo derecho y de la cara cojo un pañuelo del bolsillo e intento contenerla.

—¿Te parece que eres un buen partido? —me burlo, aunque mi entonación es tierna—. ¿Cuál sería mi regalo de bodas más útil? Déjame pensar. ¿Quizá un fusil de asalto o un lanzamisiles? —¡Alucino en colores!, ¡y yo que creía que la acababa de fastidiar al utilizar mis poderes!

     Pensaréis que soy extraña al no tener miedo de mezclarme con personas tan letales y que conocen casi todo acerca de mí, inclusive mis facetas más íntimas. Poneos en mi lugar: lo peor que puede sucederme es morir, un destino que tarde o temprano nos llega. Pasado este mal trago tengo la certeza de que luego volvería, muy bien acompañada, y que los estremecería al asegurarles: «¡sigo aquí, preparaos para mi furia fantasmal!»

     Pero volvamos, mejor, al tema de la vigilancia. El mafioso no la ocultaba, pues me mostró una cantidad de fotografías nuestras —juntos y separados— mientras disfrutábamos de las experiencias que habíamos compartido con los tiburones blancos y con las ballenas jorobadas. Y fotos mías mientras surfeaba la XXL sobre la tabla, cuando se suponía que nos divertíamos solos en Banzai Pipeline.

—¡Wow, qué impresionante! —Me estremecí al verme con cara concentrada en medio de la gigantesca masa de agua—. ¡Parece mucho más grande que cuando iba encima!

—Te hubieses dado cuenta de lo inmensa que era si te hubieras caído —expuso el belga, realista—. No sé cuál es mi preferida, las de los escualos también están increíbles.

—Me gustaría hacer una exposición similar a Sioux  con ellas —le propuse, entusiasmada—. ¿Sabes todo el dinero que podríamos recaudar? Eso sí, no sé qué nombre ponerle. Quizá Grandes Criaturas Marinas... No, mejor no, la XXL no era un ser vivo... Tal vez Desafíos Oceánicos   o algo así... Solamente las mías, por supuesto. E iríamos a medias, claro.

—No sé —me contradijo, molesto—. Odio sacar dinero con mis momentos íntimos, aunque no salga yo. ¡Lo he pasado genial, como nunca! No me gusta la idea de exponerlo frente a todos.

     Lo analicé con estupor: ¡no mentía, me daba la sensación de que lo decía en serio! Se trataba de un tipo de contradicciones que no entiendo. Vender armas o diamantes de sangre es correcto, que te vea tu gente mientras follas, también. Y, sin embargo, no lo es exponer fotos que no matan ni violan la privacidad de nadie.

—Piensa que podríamos dedicar lo recaudado a proteger los océanos y a poner más vigilancia en el Kruger National Park. —Intenté convencerlo y para ello efectué un mohín coqueto.

—Está bien. —Me acarició el rostro—. Lo tuyo quédatelo, donaremos mi mitad.

     Resulta extraño, también, que el ex presidente de Sudáfrica no me hubiese prevenido acerca de Willem Van de Walle cuando lo visitamos en la aldea de Qunu. Las tradiciones de su tribu, los xhosa, establecían que al año del fallecimiento Nelson Mandela volvería para formar parte de los ancestros familiares. A Anthony se le había metido en la cabeza que el mejor homenaje que podríamos brindarle era celebrar un partido de rugby  fantasmal y que Madiba ejerciese de árbitro. La finalidad de mi artículo era recordarlo para que los más jóvenes pudiesen conocer su grandeza y que esta nunca se perdiera. Porque existe una verdad como un templo: la persona muere cuando nos olvidamos de ella y de su legado.

     No sé vosotros, pero yo vi en internet su entierro xhosa. Dicen que debajo de la bandera sudafricana que envolvía el ataúd había una piel de león, honores que le correspondían por haber sido el líder del país y de su tribu. Para hacer más sencillo el paso al mundo de los espíritus los jefes sacrificaron un buey, que luego comieron entre todos. Un familiar anciano se quedó al lado del féretro para guiar a Mandela mientras durase la ceremonia. Lo sepultaron al mediodía, cuando hay menos sombra.

     Mi padre adoptivo tiene tal poder de convicción que —no sé cómo— hablábamos de la vida y de la muerte de Madiba y en el mismo trayecto, una hora después, discutíamos acerca de las características que deberían reunir los fantasmas que participarían en esta especie de final. Una condición indispensable era que dominasen la materia. Yo solo insistí en que cada equipo debería tener ocho miembros femeninos y siete masculinos.

     De manera que, sobre el papel, quedaron compuestos así:

看る Miembros del equipo de Anthony. 見る

1-Catalina de Médicis.

2-Lucrecia Borgia.

3-Emilia Pardo Bazán.

4-María Antonieta, la reina guillotinada de Francia.

5-Leonor de Aquitania.

6-Cleopatra VII, la última reina de Egipto.

7-Elizabeth I.

8-Boudica, la reina guerrera de los icenos.

9-Anthony (capitán).

10-Da Mo.

11-Sitting Bull.

12-Crazy Horse.

13-Red Cloud.

14-William Caxton.

15-Nostradamus.

診る Miembros del equipo rival. 観る

1-Isabel la Católica.

2-Catalina de Aragón.

3-María de Escocia.

4-Mesalina.

5-La emperatriz Sisí.

6-Eugenia de Montijo.

7-La reina Victoria.

8-Mata Hari.

9-Henry VIII de Inglaterra (capitán).

10-Richard III.

11-Il Valentino.

12-Nerón.

13-George III de Inglaterra.

14-Iván el terrible.

15-Calígula.

     Anthony desapareció en el acto para ir a hacer los arreglos, de modo que al llegar a Qunu solo restaba celebrar el partido. Madiba, encantado con la idea, soplaba el silbato de árbitro para comprobar cómo salía el sonido. Se veía tan contento porque creía que le harían caso sin discutir. Era un cambio agradable, supongo, ya que mientras ejerció la presidencia propios y extraños se empeñaban en criticarlo, tanto por lo que hacía como por lo que dejaba de hacer.

     Al llegar los rugbistas surgió el primer inconveniente: vestían la ropa con la que habían muerto o con la que habían sido enterrados o la que era de su preferencia. Cleopatra no tenía problemas, iba casi desnuda, pero imaginaos el calvario que significaba para María Antonieta soportar el peso de su peluca y de la falda abullonada mientras corría con el balón. Lo intentó, pero no podía. Se me ocurrió que los nuestros llevaran, para mayor homenaje a Madiba, la vestimenta verde, amarilla y blanca de los Springboks.

     Resuelto un escollo se nos presentó el siguiente: el bando contrario contaba con demasiados líderes y cada uno pretendía imponer sus colores. Al final ganaron la reina Victoria y el tono granate, por ser visitante, de la selección inglesa. ¡Vaya carácter la mujer! Creía que los libros de historia exageraban.

     No contento con recrear la película Invictus, Anthony quiso matar dos pájaros de un tiro y se le dio por imitar la arenga de Braveheart. Flotaba a tres metros del suelo, de izquierda a derecha, sin despegar la mirada de los miembros de su equipo. Estaba tan inmerso en el papel que hasta se olvidó de su nombre.

—Hijos del viento, del Más Allá y de las distintas épocas. Soy William Wallace, vuestro capitán. Veo ante mí un ejército de rugbistas dispuestos a desafiar las leyes de la gravedad. Habéis venido libremente a jugar, sois fantasmas libres. ¿Qué haréis con vuestra libertad?, ¡¿jugaréis?!

—¡Sííí! —gritaron todos a un tiempo, eufóricos, ignoraban que le fastidiaban la parte final del discurso que había preparado.

     Al parecer a mi padre adoptivo no le importó demasiado, pues con el puño en alto y una sonrisa de oreja a oreja iba de un extremo al otro. Con cara decidida y bríos que crecían a medida que los vítores se hacían más potentes, al igual que los chiflidos de los contrarios. El fantasma de un antiguo jugador de rugby —cuyo nombre yo desconocía— se encargó de pintar de blanco el césped. No faltaban las áreas de gol, la línea de mitad de cancha y las demás. No omitieron, siquiera, los postes unidos por el travesaño a cuatro metros en cada zona de marca.

     Con el sonido del chifle de Madiba, Anthony dio el puntapié de salida en el centro del campo. Sus compañeros se hallaban colocados detrás de la pelota, de acuerdo con las reglas. De ser posible, hubiera sido interesante sacarles una fotografía, porque fue el único momento en el que se cumplió alguna norma de actuación. A partir de ahí de rugby  solo tuvo el nombre, pues era una especie de quidditch  sin escoba.

     Los rugbistas gesticulaban igual que posesos y aullaban como panteras hambrientas. Se quejaban de tener que correr mientras los rivales se les tiraban encima. Por eso flotaban en el aire y zigzagueaban. Y atemorizaban a las aves que tenían la desgracia de cruzar en ese preciso instante. Removieron tanta tierra que no me desprendía del olor ni de las partículas que me entraban por la nariz, por los ojos y por las orejas. Retomó la apariencia de haberse celebrado un partido en el tercer tiempo, es decir, cuando nos reunimos el árbitro, los entrenadores y el público —yo— para intercambiar impresiones acerca del encuentro.

     No faltó el acto de entrega de medallas. Ahí fue cuando nos percatamos de que Henry VIII y Mata Hari habían desaparecido: los encontramos detrás de un baobab, con los pelos revueltos por haber hecho el amor.

     Madiba se me acercó. Aprovechaba la confusión generada por la pareja —algunos espíritus deseaban conocer el procedimiento, no sabían que se podía tener sexo—, pues la concurrencia estaba alborotada.

—No confíes en lord Pembroke y no seas blanda con él, no se lo merece —me advirtió con voz dulce—. En ningún momento tuvo reparos para unirse a lord Salmond y a sus socios. Has seguido tu camino, Dan, y has conseguido la independencia que deseabas, no permitas que tu padre biológico te enrede en su caída. Deja que el MI6  haga el trabajo... ¡Ah, y protégete de los que quieren plagiar tus escritos!

—Lo tendré en cuenta. —Efectué un gesto de respeto.

     Podría decirse que Mandela me aclaraba una pequeña duda que me rondaba, relacionada con la participación de mi progenitor en los negocios de mi némesis y de lord Sardina. Como es obvio, lord Pembroke se encontraba enredado hasta el fondo, al igual que su amigo el pez. La mayoría de la gente piensa que como el derecho a formar parte de la Cámara de los Lores ya no es vitalicio, excepto por un par que todavía quedan, sino que hay un nombramiento real con asesoramiento del primer ministro, no conservan demasiada influencia. Grave error.

     Lord Salmond contaba con un respaldo enorme, porque tanto el abuelo como el padre habían sido lores hereditarios. El largo recorrido de su familia le permitía conocer y servirse de los entresijos del poder. La Cámara de los Lores controla la actuación del Gobierno Británico por medio de preguntas y a través de las Comisiones de Investigación. No puede provocar que un gobierno caiga, pero sí predisponer a la todopoderosa opinión pública a través de los medios de comunicación de masas, lo que trae como consecuencia que se manipulen las decisiones de tipo ejecutivo si se sabe qué botones pulsar. En la carta de Arthur Hamilton la interferencia sería en las funciones legislativas puesto que, al parecer, lord Sardina se comprometía a rechazar por el plazo máximo de un año un proyecto de ley que provenía de la Cámara de los Comunes.

     Con respecto a la advertencia acerca del plagio, se refería a algunos «médiums» que pretendieron imitar mis artículos en otros periódicos y en otras revistas. No se daban cuenta de que el éxito radicaba en que era yo quien los escribía y que mi habilidad había sido probada por el propio MI6. De cualquier forma —para demostrar firmeza—, había ido en contra de los imitadores y les había ganado una buena cantidad de dinero, mis derechos estaban registrados. Además, para quitarles las ganas en el futuro, había enviado a Anthony y a otros amigos fantasmas que podían materializarse frente a humanos con la finalidad de que les diesen un buen susto. Surtió efecto, no existe peor experiencia que ver un fantasma por primera vez. ¡Y enfrentar a varios espíritus con caras de enfado les resultó aterrador!

     Aquí estaba yo, una descreída de la política y de la humanidad en general, metida en estos berenjenales que ponían en evidencia la suciedad que se escondía debajo de la alfombra de nuestro «respetable» parlamento. En fin, ¡basta de reflexiones! ¿Qué hago con este hombre que sigue agachado mientras me pide que contraigamos matrimonio por culpa del estrés postraumático? Casarme está descartado, por supuesto. ¿De qué manera diplomática lo rechazo para que no se me arruine la misión?

—Ponte de pie, por favor. —Le tiendo la mano—. Ya he tenido demasiados trastornos por el día de hoy, cariño. ¿Qué tal si me invitas a cenar en un sitio bonito? A ser posible en un restaurante en el que no aparezca nadie armado para interrumpir nuestra comida.

     Willem Van de Walle me analiza, y, después de una pequeña vacilación, sonríe.

—Muy bien —suspira mientras se levanta y me frota la cara—. Ya hablaremos.

     Bajamos y nos comunicamos con el capitán del yate para que se acerque a la costa. La tripulación está al completo, y, al parecer, ignoran lo que ha sucedido arriba del acantilado. Se enteran porque un marinero fornido va a buscar al hombre de Kruger. Yo, incluso, soy capaz de concentrarme en el cielo y en disfrutar del trayecto como si nada hubiese acontecido. ¡Cuánta dureza adquiero en el ejercicio de la profesión de espía, cada vez es más sencillo!

     La embarcación nos deja cerca del mejor establecimiento de Oahu, que está a tope de gente. Como si fuera un rompehielos en el Ártico, el mafioso se abre paso y los camareros y los maîtres revolotean alrededor de él como muestra de su importancia. Nos dan la mejor mesa, la que tiene una vista impresionante de las olas y de las estrellas mientras se mezclan en la oscuridad.

—Voy al servicio un momento. —Me paro antes de que nos sirvan el postre; mi cena ha sido vegetariana, como de ordinario, hoy a base de algas para variar—. Vuelvo enseguida.

—Aquí te espero —replica con los ojos brillantes—. ¡Te espero todo lo que haga falta!

     El mafioso pronuncia estas palabras con doble sentido. Prefiero su reacción al estrés postraumático, las carcajadas irritantes de mi jefe me desquiciaban. Me muevo despacio sobre los tacones, pues no tengo ningún apuro por volver y que insista con lo de la boda. Al caminar así la tela del vestido azul francia me roza las piernas. ¿Quién, al verme tan calmada y tan segura, adivinaría que un rato antes me he arrastrado entre cadáveres y que he matado a otros seres humanos? Incluso no sé si he hecho bien al dejar con vida a uno de los hombres de Kruger en manos de Van de Walle.

     Una vez que traspaso la puerta del baño alguien la cierra con el pestillo para que nadie pueda entrar. Se trata de un hombre que ha vuelto de la muerte.

—¡Hola, Danielle! —me saluda Noah Stone: clava la vista en mí y analiza todos mis cambios.

     Me acerco a él y lo abrazo muy fuerte, mientras nos damos un beso sobre los labios. Sospecho que trae las nuevas órdenes de Operaciones y ya no sé muy bien qué esperar del futuro. Poneos en mi lugar. ¡¿Y si lo han escuchado todo y me piden que me case con el capo de la mafia?!


Danielle pensaba que sería un día en el que se limitarían a tomar sol y a disfrutar de la Naturaleza.


 No se imaginaba que terminarían a los tiros.


 Y menos que le daría pena que el mafioso muriera...


Tampoco esperaba encontrarse con Noah Stone.


Willem vive gracias a Danielle.


Escondidos en este follaje de la Bahía de Kealakekua,

los hombres de Kruger esperaban a Will y a Danielle.


Aquí tienes el sitio en el que estuvieron nadando y el monumento al Capitán Cook.



  La casa de Madiba en Qunu.



La escena de la película Braveheart  que Anthony intentaba imitar.



https://youtu.be/hcGEsRqyipc








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