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15- Los topos del MI6.

El mafioso flota a diez metros de mí y me dice que no con la cabeza. Después señala con la mano el fondo del océano. Dejo de verlo cuando se impulsa hacia abajo.

     Yo, en cambio, no me doy por vencida. Respiro hondo y el perfume del salitre, de las rocas y de las algas provoca que me concentre más. Sé que puedo lograr todo lo que me proponga, hasta lo que parece una quimera. Estoy muy calmada, pues me he demostrado en millones de ocasiones de qué soy capaz y esta es solo una prueba más que culminaré con éxito. Con mucho cuidado para no rozar el arrecife, me sumerjo en las profundidades. Banzai Pipeline —en la isla de Oahu— es una de las rompientes más peligrosas del mundo.

     Una vez debajo del agua, me relajo y cierro los ojos. Así, me guío por el movimiento. Porque las olas gigantes nunca vienen solas, sino en serie. Dejo pasar la primera, la segunda, la tercera, voy a coger la cuarta. No tengo miedo. Soy consciente de que el surf es como el gong fu shaolin, y, en mi caso, interacciono una disciplina con la otra. Además, si la ola me derriba y pierdo la orientación —al punto de no saber dónde se halla la superficie— aquí están los tiburones tigre dispuestos a rodearme y a permitir que me coja de sus aletas. Se han turnado junto con los delfines para cuidarme en las distintas playas de Hawai. Hoy los mamíferos han desistido, son muy inteligentes: Pipeline se ha cobrado demasiadas vidas.

     Cuando la tercera XXL pasa, abro los ojos y comienzo a remar de manera rápida y vigorosa para subir la pared. Cojo la ola y sigo remando —ahora a favor— tres veces, más fuerte todavía. Me paro encima de la tabla de surf. La velocidad del muro gigante es de tal magnitud que, por un momento, me da la sensación de ir en la moto acuática. O de estar en la cima de un edificio móvil de más de diez metros. Corono la punta: ¡soy la reina de Oahu!

     La impresión no dura ni un minuto. Aunque reconozco que es difícil tener noción del tiempo mientras desciendo por el rascacielos de agua. El extremo superior empieza a cerrarse a mi izquierda y forma un tubo que me persigue sin llegar a alcanzarme. Pretende atraparme el cuerpo, pues se estira como si fuese uno de los tentáculos del dios Kanaloa. Esto sucede al principio porque, un poco más tarde, me encierra por encima de la cabeza y se convierte en algo similar a una bolsa plástica. Acto seguido estalla en billones de gotitas que impiden que vea la costa.

     Dentro del barrel  la hora se detiene. Me muevo por instinto, con la espalda erguida y con las rodillas un poco flexionadas. Disfruto al lograr lo que jamás hubiera creído posible. Gracias a Da Mo, a Sitting Bull, a Crazy Horse  y a Red Cloud  supero mis límites y por eso encima de la tabla les rindo mi homenaje.

     El tubo se deshace por completo y me invade el ansia de retornar al corazón del océano para coger otra XXL y adentrarme en ella. Resulta un poco precipitado, por supuesto, aún no he acabado de cabalgar esta. En medio de la espuma permanezco, terca, arriba de la tabla. La ola pretende tirarme, odia que supere su reto: Hawai es así, el reino de la Naturaleza Salvaje, aunque nos engañen las construcciones modernas. Siempre existe algún dios por ahí que nos recuerda su furia, ya sea en el agua o fuera de ella. Al estilo de Pele —la diosa del fuego— dentro del volcán Kilawea.

     Antes de venir hoy a jugarme el tipo, he meditado en el Templo Budista Byodo-In Temple, también en Oahu. Es una réplica moderna del de Kyoto, de ese que cuenta con novecientos años de antigüedad. Podría decirse que el culpable de este desafío es Kelly Slater, el eterno campeón de surf. Lo he escuchado relacionar el entrenamiento en artes marciales con este deporte, y, gracias a la comparación, he intentado imitar su famoso giro de setecientos veinte grados en olas más pequeñas: enseguida me ha salido. ¡A mí, una surfista que en el pasado siempre he sido mediocre!

     De esta hazaña a atreverme a remontar las XXL solo ha habido un paso, pues Hawai desprende algún tipo de sortilegio. Disfruto esta escapada al máximo porque es la primera que hago desde que empecé a trabajar en el periódico. Solía venir un par de veces al año, tengo una casa aquí. Sin embargo, ahora nos quedamos en la del belga y no en la mía, imagino que por motivos de seguridad. Y no somos los únicos dominados por el encanto hawaiano. Basta ver  Isla Jardín —al norte de Kawai— para comprender por qué el hechizo atrapó también a Mark Zuckerberg, uno de los fundadores de Facebook, que la compró por cien millones de dólares. Van de Walle solo tiene una mansión, ¡pobrecillo, qué humilde!

     Me imagino cómo me regañará cuando me encuentre:

¿Quién te crees que eres?, ¿Garret MacNamara? ¡Es inaudito! ¿Cuándo dejarás de ir por libre? —Operaciones y el mafioso tienen mucho en común, podrían ser padre e hijo.

     Ignoro si sabéis que McNamara es el hawaiano que se hizo famoso por surfear una ola de treinta y dos metros en el año dos mil trece, en Nazaré —Portugal— la más grande cabalgada hasta ese instante. La remontó con una de las motos acuáticas de su equipo de apoyo, resulta imposible trepar una pared de esas remando con las manos.

     Mientras reflexiono llego a la playa y me siento, en posición de loto, con la tabla al lado. Anthony flota encima del mafioso, que me busca en el océano.

     Viene donde estoy yo, nos reímos juntos y me pregunta:

—¿Y si hago que un tiburón tigre te lo traiga hasta aquí?

—¡No inventes, papi! —Me desborda la energía y me rio a carcajadas—. ¿Qué quieres? Te conozco. ¿Pretendes imitar alguna película?

—¡Me has pillado, hijita! ¡Cuánto me conoces! —refunfuña porque lo he cogido al vuelo—. Quería recrear algún filme sobre tiburones tigre de la manera correcta y sin hacer daño a nadie. ¡Nada de sangre!... Me voy, ahí viene Van de Walle. ¡Pásala bien, nena! —Y me efectúa un guiño pícaro antes de desaparecer.

     Willem sale del agua enfundado en su bóxer color cielo. Marca paquete igual que Daniel Craig en Casino Royal. Para que os conste, yo soy la versión femenina de James Bond, ¡no lo olvidéis! Y os prometo que intentaré no olvidarlo mientras los ojos me hacen chiribitas al apreciar el cuerpazo masculino que tengo delante.

     Mientras se me aproxima me descoloca un poco. ¡¿Cómo este mafioso no se da cuenta de que personifico su peor pesadilla, pues ejerzo como espía a las órdenes del Secret Intelligence Service  y trabajo en la caída de su Imperio?! No puedo ser tan buena en la elaboración de mentiras cochinas, siempre he sido una persona irritantemente sincera. Si dudáis de mi afirmación, preguntádselo a mis amigas del internado.

     El megalodón me coge de la mano en silencio y me lleva detrás del follaje. Hay gente, pero pendiente del resto de los surfistas, con las miradas perdidas en el océano y no en nosotros. ¡Maldita o bendita adrenalina! Ni siquiera se puede decir que este hombre me guste, nunca me han atraído los rubios como yo.

     Cuando me libero del neopreno, nos contemplamos de lleno. El caucho sintético me ha protegido del roce despiadado del arrecife de coral, pero resulta inoperante para resguardarme del deseo primitivo. Nos engarzamos uno en el otro del mismo modo que los brillantes del costoso collar que me regaló. Disculpad el verbo, no creo que exista otro más apropiado que este, pues me baja la parte inferior del bikini turquesa y sus manos me conquistan la piel. Deslizo hacia el suelo su bañador con el pie. El perfume de nuestra excitación mezclado con el del mar me estimula al máximo. No sé si me introduce el miembro cuando estamos parados, en el aire o al caer sobre esta arena de la que brotan plantas exuberantes. ¡Y he olvidado el preservativo, esto sí que es vivir de forma peligrosa! ¡Maldición! ¡A buena hora me acuerdo!

     Nos devoramos los labios. La pasión que nos ciega se asemeja al barrel que acabo de cabalgar. Nuestros cuerpos se funden, el aire no nos alcanza, necesitamos más: estar más cerca, sumergirnos más adentro, ir más rápido.

     Nos dejamos llevar como aquella tarde, después del encuentro con mi jefe en el bar del Cape Grace Hotel. Pero mejor os lo cuento desde el principio.

—¡Guau, amor! —Nathan me dio un abrazo y un beso hipnótico de los suyos—. ¡Cómo te sienta el bronceado! ¿Qué tal si pedimos un par de cócteles sudafricanos y salimos del Bloody Mary  y de la caipirinha?

     Moví de arriba abajo la cabeza. Resultaba complicado sustraerme de nuestra última conversación telefónica. La palabra traición flotaba en el ambiente, quizá por su confesión a medias y por mi mala experiencia con Ryan O'Donell. También tenía que ponerlo al tanto del despido, pues ya había contratado a Drew Leibovitz, la mejor fotógrafa a nivel mundial. Me hallaba convencida de que había ganado con el cambio.

—Estás despampanante —insistió, yo seguía callada—. ¿Cómo va el artículo de Mandela?

—¡Genial! —y me justifiqué enseguida por la demora—: Me falta darle forma, elegir qué voy a incluir y qué no. Esto es lo que más trabajo me da, ha sido una entrevista muy completa. Necesitaría hacer cien artículos para incluir todo lo que me ha dicho y lo que hemos hecho.

—No te preocupes... no lo hagas —titubeó, nervioso—. Hay tiempo... Dan, te extraño, nunca hemos estado tanto sin vernos. Y, además, ahora te tomarás todas las vacaciones juntas. ¡Estaremos meses alejados!

—Desde que trabajo en The Voice of London  nunca he cogido un solo día. Y reconoce que no se puede decir que lo de Montana hayan sido vacaciones...

—Lo sé, Dan, no te recrimino nada, pero te echo de menos. —Bebió la mitad de su copa de un tirón.

—No te mentiré. —La curiosidad me roía por dentro—. Estoy muy intrigada. ¿Qué secreto me vas a confesar, Nathan?

—Hoy te seré sincero, Dan. —Me acarició con ternura la cara y los ojos le brillaban—. Cuando termines el African Twist[*] subimos a mi suite y te lo cuento todo, no es un tema para hablar en público.

—Por supuesto. —Me acomodé el pelo como siempre que me encontraba alterada.

     Si yo lucía guapa, él no se quedaba atrás. Me seducía cuando vestía uno de sus trajes oscuros. Elegía las camisas para que le armonizaran con la mirada gris, lo que le daba este aspecto de hombre mundano e irresistible, que solía despertar mi instinto sexual de manera infalible. Porque tiene los ojos de una tonalidad inusual, vivaces, eróticos, que destacan contra el pelo azabache. Sin embargo, su belleza no impedía que en la mente me rondasen las preguntas. ¿Tan grave era el misterio que me ocultaba? Y, la incógnita principal: ¿determinaría nuestro adiós definitivo o que mantuviéramos una estricta relación profesional? ¡Demasiadas sospechas! ¿O acaso, poniéndome en lo peor, se relacionaba con la carta del topo del MI6  como en ocasiones yo consideraba?

—Y, ya que estamos, podemos pasar juntos como otras veces. ¡Tú ya sabes! —Sensual, me contempló y me acarició la frente con la mano—. Después de los cócteles nos hará falta. Dicen que son afrodisíacos.

—Te soy sincera: que hagamos el amor o no dependerá de lo que me cuentes —lo prevengo sin permitir que me conquiste su atractivo, lo que resulta una tarea complicada—. Quizá necesite tiempo para digerir tu confesión.

     Disfrutaba, distraída, del contacto de Nathan detrás de la muñeca, pues por esos milagros de la biología se hallaba conectada a mi entrepierna, cuando de repente creí que veía visiones. El mafioso estaba allí y charlaba con tres hombres. Parecía ser una conversación de negocios, ya que todos llevaban carpetas y se sentaban en los más cómodos asientos de la mesa del fondo. Solo le participé que me encontraría con mi jefe, nada más, pero sin duda había investigado.

     El belga levantó la vista y nuestras miradas se acoplaron. Observé que le decía algo a sus acompañantes y que se acercaba a nosotros. Mi cita no se percataba del intercambio silencioso, sino que se concentraba en acariciarme el brazo.

—Hola, Danielle. —Me dio un beso ligero sobre los labios—. ¿Qué tal?

     Si teníamos presente que habíamos pasado juntos el día anterior durante el trayecto desde el Kruger National Park, dormido pegados uno contra el otro al llegar —si es que se le puede llamar «dormir» a nuestro maratón sexual— y desayunado intercambiando comentarios, no había sucesos de los cuales ponerlo al corriente. Nathan respondió a su avance mediante una mirada directa. Y no me soltó.

—Willem, sir Nathan Rockwell es mi jefe de The Voice of London. —Efectué el gesto típico de presentación—. Sir Nathan, él es Willem Van de Walle, marchante de arte.

—Soy el jefe y amigo cercano de Danielle —me corrigió, mientras catalogaba al otro hombre y le daba un apretón de manos—. Me han hablado mucho de usted y de sus pinturas. Encantado de conocerlo.

—Es un placer para mí también —repuso el belga.

     Ya sé lo que pensáis. Al estilo de: ¿en la vida de los espías es normal que la víctima del secuestro alterne con el cerebro de la operación? O tal vez: ¿sir Nathan y Willem Van de Walle son dos miembros de la misma mafia que se saludan?

     Lo único que os puedo explicar con certeza es cuáles eran mis pensamientos: la disyuntiva entre mandar al garete la misión y enterarme del secreto de Nathan u olvidarme del misterio y aprovechar la energía que ya había invertido en el mafioso para seducirlo hasta que perdiera el norte y que confiase en mí. Había trabajado duro para servirle al MI6  en bandeja de oro la cabeza de Van de Walle. La misión, la carta, el secreto: todo parecía conectado. No fue sencillo decidir, pero mi jefe tendría que esperar.

—¿Estás en una reunión de negocios? —le pregunté, tranquila.

—Sí, pero no demoro nada, menos de un cuarto de hora o algo así. —Me clavaba la vista.

—Pues entonces si vuelves a casa y te queda bien, ¿me llevarías de regreso? —Revoloteé las pestañas y le sonreí.

—¡Por supuesto! —asintió, aliviado—. Es una suerte, entonces, que nos hayamos encontrado. Vuelvo, liquido el asunto enseguida y soy todo tuyo.

     Era una mentira cochina, me vigilaba. No sabía si porque desconfiaba de mí en general o porque solo quería comprobar si me acostaba con Nathan.

—¿Qué ha sido esto? —me preguntó Nat, sorprendido.

—Me imagino que una de vuestras estupideces de hombres para marcar el territorio —le respondí, burlona.

—¿Y nuestra conversación? —El rostro de mi jefe era un poema—. ¿No vamos a subir a la suite a hacer el amor y para que te cuente mi secreto? ¡Menos mal que he venido también por otros asuntos, Dan, de lo contrario me dejabas tirado!

—Lo siento, pero me trajo a Sudáfrica en su avión privado y me quedo en su mansión —me disculpé y solté una risa—. Por eso este viaje te sale tan barato, yo paso las facturas solo de lo que gasto y nunca las inflo. ¿Cómo voy a subir contigo a la habitación y dejarlo ahí, mirando?

—Entiendo. —Y sonó sincero—. Pero una vez que cojo fuerzas para contarte algo, ese sujeto me lo arruina.

—¿No puedes decírmelo ahora? —lo alenté, zalamera—. ¡De verdad estoy intrigadísima!

—¿Y después te marchas con ese tipejo delante de mis narices? —Me contempló chocado—. ¡Claro que no! Necesito toda tu atención, Dan.

     ¡Ay, los hombres y sus egos! Da igual la nacionalidad, todos son tan persistentes como los niños al defender un juguete que suponen suyo y que creen que le quitarán. Cada vez que soy testigo de uno de sus rifirrafes lo asocio a cuando las madres tironean de los retoños para hacerlos salir de los parques infantiles y ellos se resisten con sus pataleos. A veces me divierto al contemplar estas escenas mientras pienso: «¡Jamás tendré hijos!»

     De regreso en el coche reinaba el silencio. No le pregunté al mafioso, tampoco, hacia dónde nos dirigíamos, cuando me percaté de que a su casa no. Enseguida me di cuenta: íbamos al paraíso. Al arribar a Camps Bay aparcó el Mercedes y fuimos hacia la playa. ¡Qué vista increíble! Nos rodeaba el agua cristalina —mezcla de turquesa y de gris— y la Montaña de la Mesa, que fue declarada una de las maravillas naturales. ¡Y con razón, además! Se fusionaban ambos aromas tan contradictorios y así nacía un perfume que representaba al sur de África.

     Las construcciones parecían absorbidas, en medio de los dos colosos. Ahí, en este lugar mágico, Willem Van de Walle y yo caminábamos de la mano. El líder de la venta de armas y de diamantes en el mercado negro y la espía, ¡vaya pareja!

     Nos sentamos sobre una de las rocas y me preguntó de improviso:

—¿Qué significa para ti tu jefe?

—¡¿Mi jefe para mí?! —Me descoloqué, a estas alturas creía que pasaríamos de puntillas por el tema Nathan—. Pues... compartimos algunos gustos, nos apreciamos y venimos del mismo medio. Es un excelente amigo con derecho a roce y un jefe increíble. No creo que me case nunca, pero si alguna vez me tentase la idea le propondría matrimonio. Y tendríamos una unión abierta en la que podríamos divertirnos con otras personas.

—¡Vaya! —Le tocó el turno de sorprenderse—. Esto sí que es resumir y ser sincera.

—Sí. —Lancé una carcajada, a su lado yo era una mentira con patas, pero en esta oportunidad le respondía la verdad.

—Las mujeres con las que salgo no se acuestan con otros hombres, Danielle —me soltó, serio.

—Nunca le he sido fiel a nadie, corazón —argumenté sin dejar de reír—. Y no empezaré con estas tonterías de las exclusividades ahora, la vida es muy corta. ¿Acaso no dijiste que te gustaban los tríos?

—Sí, pero a ti te tomo muy en serio. No eres una aventura pasajera. ¿Te ibas a acostar hoy con tu jefe? —Y me clavó la vista mientras esperaba la respuesta, los ojos parecían puñales.

—Es probable —admití muy tranquila—. Cuando nos separamos por un tiempo suele extrañarme bastante. ¿Estabas en el hotel para impedirlo o el encuentro fue casual?

     Miró cómo la espuma marina nos rozaba los zapatos. Me los quité.

—¿Sabes? Me gustas mucho, Danielle, ¡créeme! —me confesó con pasión—. ¿De verdad no deseas que vivamos juntos? ¡Nos llevamos estupendo!

—Es cierto. —No se trataba de una mentira cochina, pues nos complementábamos muy bien—. Pero ya te expliqué los motivos: me gusta sentirme libre para conocer a otras personas, mi trabajo me apasiona y viajo mucho más que tú.

—¡Y lo admiro! —Larga una carcajada—. Sobre todo me enorgullece cómo consigues vivir con verdadero lujo gracias al cuento de los fantasmas.

—No es ningún cuento. —Fruncí el ceño con ganas de darle un escarmiento—. Algún día te lo demostraré, pero hoy no, aún no es el momento. —Y cambié de tema—. Se está genial aquí.

—Genial gracias a tu compañía. —Se acercó y me dio un beso apasionado—. ¡Qué pena que odies comprometerte!

—¡Sería un desperdicio comprometerme! —exclamé, convencida—. Soy veinteañera y hay muchos peces en el mar. Me da la sensación de que si me tomo a alguien demasiado en serio me pierdo lo más interesante, la variedad, y gozar de nuevas experiencias. ¡Lo siento, pienso así! La juventud pasa muy rápido. Conozco a los hombres, nos hacen dejar todo de lado, pero ellos siguen a lo suyo. No tengo la intención de sacrificarme solo por uno que, tarde o temprano, me traicionará.

—En fin, será por la diferencia de edad, soy mayor que tú. Yo estoy harto de la variedad y deseo echar raíces contigo. —Me ciñó más fuerte—. Supongo que debo conformarme con tu promesa de pasar las vacaciones conmigo. Estoy seguro de que te sorprenderé, Danielle. Y, ¿quién sabe?, puede ser que cambies de opinión.

—Lo dudo. —Parecía decir la verdad—. ¡Qué raro! Estamos solos, no hay nadie aquí. ¡Siempre desbordaba de gente!

—Es por la hora y porque se trata de un día de la semana.

     Sí se veían pequeños puntitos que iban y venían —coches— mucho más lejos. El cielo, nublado por momentos, se reflejaba en el agua. No era la primera vez que veníamos juntos. Habíamos buscado olas en Camps Bay, en Muizenberg y en Cofee Bay, pero Sudáfrica conspiraba para que no pudiésemos hacer surf. Eso sí, siempre me escoltaban los tiburones blancos. Yo, curiosa, me preguntaba: ¿a Willem Van de Walle no le extrañaban estas presencias?, ¿no le llamaba la atención que los escualos y que otras especies marinas proliferaran alrededor de mí?

     Me paré sin decir nada. No me interesaba seguir con la charla. Lo sujeté de la mano y tiré de él. Cuando se paró lo guie hacia la arena, a la zona que quedaba resguardada entre las dos moles de rocas. ¡Vaya pequeño edén! Nos deleitaba el sonido de las olas al romper contra los escollos, era nuestra orquesta privada. Lo empujé y cayó de espaldas. Me puse sobre él y le analicé el rostro. ¡Qué curioso! Tenía muchas ganas de hacerle el amor. Significaba una experiencia desconcertante, pues Van de Walle no era mi tipo, como yo me lo recordaba a diario. ¡En nada! Ni a nivel físico ni en nuestros principios. Porque yo era mala, pero alguno que otro todavía conservaba. Willem no, por lo que conocía de él se comportaba como si ninguna norma o ningún valor lo limitase. Excepto en lo que se relacionaba con la defensa de la Naturaleza. ¡Qué hombre tan extraño! ¿Cómo, siendo tan sagaz, ignoraba el objetivo que yo ejecutaba, su caída? ¡Incomprensible!

     Le desprendí la camisa mientras le olfateaba el magnético perfume que utilizaba y que se mezclaba con el aroma de su cálida piel. La chaqueta ya se la había sacado él solito, al igual que la mía. Me desabotonaba el pantalón con prisas mientras yo le bajaba la cremallera. Me paré, un segundo, para quitármelo y despojarlo del suyo. Y luego nos liberamos de la poca ropa que nos aprisionaba aún, con la finalidad de apagar la marea de pasión que nos invadía. Culpé al ambiente mientras entrábamos y salíamos de nuestros cuerpos muy fuerte, sin ternura, con extremo deseo. Lo cabalgaba como si aún estuviera en la pradera de Montana y él no fuese un mafioso.

     Al terminar me acosté de espaldas sobre la arena y enfoqué la vista en el cielo, tan gris como mis emociones. Las piernas seguían enredadas, las manos unidas. Por mi mente pasó la carta. La confesión de Nathan. Yo era espía. Diamantes de sangre. El Corazón de Danielle. Armas. El topo del MI6. La carta. ¡Siempre la carta! Y recordé la primera mitad de la misiva.

Mr. Willem Van de Walle:

Aquí estoy, Arthur Hamilton, a sus órdenes como siempre. Ya he efectuado los arreglos para continuar con el envío de información clasificada, después de mi partida involuntaria del MI6. Tengo un par de contactos dentro que son de mi entera confianza. No se preocupe, nada cambiará.

     Con respecto al Proyecto de Ley que me comentaba, el que versa sobre la venta de diamantes, no se inquiete tampoco. Lord Salmond me ha pedido que lo tranquilice. Hará que lo retengan en la Cámara de los Lores durante un año, y, luego, seguro que se perderá entre otros proyectos más urgentes. Prometió, además, intentar atraer a lord Pembroke para que se asocie en nuestros negocios. Es una persona ambiciosa y sin ningún escrúpulo. Está seguro de que las recompensas que le hemos prometido lo tentarán de manera inevitable.

     Sí, la enviaba el mismo Arthur Hamilton que se había reído de mí, acompañado del otro Smith, cuando le expliqué cómo Joseph Black me había utilizado para crecer dentro del Foreign Office. Y que ahora se hallaba fuera del servicio por mi causa: yo puse como condición su despido y el del compañero para proceder a la liberación de los periodistas en Mauritania junto a Noah Stone. ¡Vaya instinto! Había librado al MI6  de un topo, era probable que de dos. Al parecer, por lo que decía, quedaba un par dentro.

     Todo conectaba. Lord Salmond era lord Sardina, el individuo de cuyas proposiciones matrimoniales yo siempre escapaba y al cual Nathan me había ayudado de manera efectiva a evadir. Anne Boleyn estaba en lo cierto al prevenirme de él. Y lord Pembroke... solo había uno: mi propio padre. Un hombre sin conciencia. Que era capaz de tirar a su única hija en un internado para luego verla cuatro días al año. Que podía apartarse de ella sin remordimientos solo porque su imagen no se adaptaba a lo que él entendía correcto. Que, quizá a estas alturas, era socio de mi actual amante y némesis. La carta no tenía fecha, pero resultaba fácil suponer a partir de qué momento la habían redactado.

     Al leerla solo me surgían interrogantes:

Primera pregunta: ¿Hamilton le había comentado a Willem Van de Walle mis problemas con Joseph Black?

Segunda pregunta: ¿Hamilton conocía los trastornos que yo le había acarreado al MI6 después de que Noah Stone me hubiese amenazado en el Château de Chenonceau? Aquello de fastidiarles las misiones y de estropear los ascensores, entre otras cosillas divertidas.

Tercera pregunta: ¿hasta qué punto estaba involucrado Van de Walle con lord Sardina, un miembro «respetable» de la Cámara de los Lores del Parlamento Británico?

Cuarta pregunta: ¿qué motivo le dieron a Hamilton para despedirlo?

Quinta pregunta: ¡¿cómo pudo escribir Hamilton algo así?!, ¿no temía que cayera en otras manos?

     Y todos estos interrogantes me venían a la cabeza solo con analizar la primera mitad. El resto de la misiva era más jugoso todavía.

—¿Me puedes explicar esta carta? —le había pedido a Anthony poco después de encontrarla en el escritorio de la casa de Brujas—. Por más que la leo sigo alucinando y se me ocurren millones de posibilidades.

—¡Muy bien, Dan, así me gusta! ¡Tienes que reflexionar bastante! —me había contestado con orgullo paternal—. El cerebro es similar a un músculo, cuanto más trabaja más se desarrolla.

     Había estado a punto de enfadarme con papá. ¿Cómo me podía salir con estas tonterías en medio de la crisis en la que me hallaba inmersa? ¡Es que Anthony cuando enreda lo hace a lo grande! Igual que el día de la entrevista a Nelson Mandela en Qunu, su aldea natal. Yo era la viva imagen de la seriedad, con la mente puesta en la relevancia del legado de Madiba. Mi padre adoptivo, en cambio, iba a su bola, con la intención oculta de recrear la película Invictus  en versión sobrenatural.

     Poneos en mi lugar. Me encontraba frente a una persona detenida durante veintisiete años y que había dejado atrás el odio para aprender la lengua del enemigo en la cárcel —el afrikaans— con la intención de comprenderlo y de convencerlo de sus argumentos. Así, había conseguido lo que parecía imposible, terminar con el apartheid, la segregación racial en Sudáfrica llevada al extremo más implacable. Pensad que habían prohibido casarse y hasta practicar sexo interracial.

—¡Una entrevista no resulta interesante, nena! —Parecía un globo a punto de estallar—. ¡Es demasiado trillado!

—A mí sí que me interesa —le repliqué, perpleja—. ¿Cómo no va a ser importante La Comisión para la Verdad y la Reconciliación? La presidía el clérigo Desmond Tutú, otro personaje en la lucha contra el apartheid.

—Nada, Dan, eso no es original para tu artículo. —Se rio y negó con la cabeza—. Si vas por el lado del rugby, sí que suena más atrayente.

—¡Que Dios nos ayude, fantasma testarudo! Si iba a hablar de deporte entrevistaba a Leo Messi, que está vivo y todos lo ven —me enfadé—. ¿Para qué venir a este continente? Mi desplazamiento debe tener un objetivo importante para disimular.

—¡Mujer de poca fe! —Se rio a carcajadas—. ¡Qué poco conoces a tu padre!

     En cierta forma, papi tenía razón. Porque Madiba había utilizado el deporte para conseguir la Reconciliación Nacional. Pero este era el tema central de la película Invictus —del año dos mil nueve— dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Morgan Freeman y por Matt Damon. ¡Qué grandes actores! ¿Cómo hablar de ello sin caer en la repetición? Era obvio que Mandela había anhelado que Sudáfrica, además de ser democrática, fuese un país donde distintas culturas y diferentes razas vivieran en paz y de forma fructífera. No había deseado que los blancos abandonasen la región, con el coste tan caro que había tenido para el resto de los vecinos africanos.

     Por eso había conseguido que en el Campeonato Mundial de Rugby de mil novecientos noventa y cinco —que se celebraba en Sudáfrica— el triunfo fuera el Objetivo Nacional y no solo de la minoría blanca, que era la que solía practicarlo. Y lo había logrado: en el último partido habían vencido a los neozelandeses y se habían llevado la copa, y, con ella, la reconciliación. Al final Anthony tuvo razón como siempre. Ya os hablaré de ello y de la advertencia de Madiba.

     También tenía razón cuando me propuso que analizara el contenido de la carta dirigida a Willem Van de Walle, que ahora me acaricia el rostro y se acerca para besarme. A mi caótico cerebro le cuesta hacerse a la idea de que estoy sobre la arena de Banzai Pipeline después de haber surfeado una enorme ola y de hacer el amor con frenesí y sin ninguna protección.

     Tierno, me consulta:

—¿Qué te parece si cogemos el yate y salimos a ver qué nos encontramos por ahí?

—¡Excelente! —Aplaudo muy contenta.

     Desconozco si la embarcación es la misma de Sudáfrica u otra tan idéntica como un par de gemelos. Él tiene todo por duplicado o en tríos. Lo lógico es lo segundo, no creo que le diera el tiempo para reunirse con nosotros en Hawai. ¿O sí? No es apropiado hacer este tipo de preguntas.

     Una vez en la proa y en el medio del océano, después de hablar largo y tendido acerca de mi hazaña con la XXL, Willem me señala a nuestra izquierda, sonríe y me explica:

—Se trata de rorcuales, conocidos comúnmente como ballenas jorobadas. Desde noviembre a mayo vienen desde Alaska. Las más grandes son las hembras, pueden medir hasta casi dieciséis metros.

     El grupo está compuesto por nueve miembros. Uno salta fuera del agua, no como los tiburones blancos, sino de manera horizontal e inclinado hacia un costado. Da la sensación de que desplaza un río entero.

—Son muy curiosas. —Willem me coge de la mano—. Mira cómo se nos acercan.

     La embarcación permanece quieta, apenas hay unas ondas muy suaves y han echado el ancla poco antes. No solo se aproximan, sino que empiezan a nadar en círculos alrededor de nosotros. De improviso, todas entonan la misma canción.

—¡Qué curioso! —Se asombra—. Es la primera vez que las escucho cantar a todas juntas. ¿Sabes cómo lo hacen? Fuerzan el aire a través de la cavidad nasal.

—¿Puedo bajar a nadar con ellas? —Me tomo el canto como una invitación dirigida a mí, pues repiten las mismas notas una y otra vez.

—¡¿Qué?! —Me observa extrañado.

—Comen krill y peces pequeños, más miedo dan los tiburones blancos. —Intento convencerlo con gesto suplicante—. No corro ningún peligro.

—No sé. —Duda, se nota que le desagrada decirme que no, sería un punto en contra en el intento de convencerme para que me vaya a vivir con él—. Esa de ahí es una hembra con un pequeño. Se nota que ha nacido hace muy poco, solamente mide alrededor de cuatro metros. Son muy protectoras, podrías correr peligro. Además, los que bucean dicen que el canto tiene tanta fuerza que desorienta a los humanos.

—No lo creo —niego, a punto de tirarme de cabeza al agua.

—Las madres suelen poner el cuerpo entre los pequeños y los barcos para salvaguardarlos. Esta actúa de modo extraño. ¡Qué raro, nos lo está mostrando!

     ¡Claro que lo muestra, me lo presenta! Tengo que bajar ahora mismo, sí o sí.

—Si no me prestas el equipo salto por la borda así como estoy —le anuncio, terminante.

     Él observa mi diminuto bikini en tanto camino de un lado a otro impaciente y se decide con rapidez.

—¡Está bien! —acepta, resignado—. Pero bajamos los dos.

     La fauna que reclama mi presencia suele ignorarlo o aceptar con mansedumbre sus caricias. No deseo que le pase nada hasta que acabe la misión.

     Antes de lanzarnos contemplo, embobada, la nube que expulsan las ballenas jorobadas. Una vez que me introduzco en el agua, dejan de cantar. Me dirijo veloz —estilo crol— hacia la madre y la cría, justo lo que se supone que no debo hacer. Le paso la mano por el lomo a la mamá y me deslizo a lo largo de él, acariciándole el cuerpo gigantesco de color negro. El pequeño, con extremo cuidado, me frota el hombro para llamar mi atención.

     Nado hacia abajo con el bebé al lado. Tiene más de dos veces mi tamaño. Le acaricio a la madre las aletas pectorales blancas. Todos los ejemplares permanecen quietos, expectantes, mientras voy de un mamífero al siguiente. ¡Parecen tan inteligentes, tan perfectos! ¿Cómo han diezmado a esta especie? ¡Cuánta rabia me da! ¡¿Cómo pueden existir individuos que hoy en día intenten eliminarlos?!

     Miro al costado. El mafioso —mi enemigo— permanece conmigo en todo momento. Acaricia, también, a los rorcuales. ¡Qué hombre tan contradictorio y tan misterioso!

[*] Este cóctel contiene Amarula, una bebida típica sudafricana elaborada con el árbol femenino de la Marula. Sirve de afrodisíaco, además.


Garret MacNamara mientras remonta la ola gigantesca de Nazaré.



El bar del Cape Grace Hotel donde Danielle y Nathan se encontraron con Willem.



El mafioso vigila a Danielle, teme que se acueste con Nathan.



Nathan está molesto porque le han fastidiado los planes.



Mientras, Danielle se divierte sin pensar en compromisos.


¿A que los rorcuales son hermosos?



El mafioso le cortó el rollo a sir Nathan.



Danielle surfea en Pipeline.



¿Te extraña que el mafioso y Danielle vivieran un momento perfecto 

en Camps Bay? ¡Vaya paisaje!



¡Ay, si las playas hablaran!



Por momentos Danielle piensa que las ballenas jorobadas 

son bailarinas de ballet.


https://youtu.be/w_DKWlrA24k


HOMENAJE A MADIBA.

   Os dejo unas imágenes de cuando Sudáfrica ganó el campeonato mundial y con él la reconciliación.







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