14- Los tiburones blancos de Sudáfrica.
Las leonas del Kruger National Park —a estas alturas del safari mis hermanas—, me alertan. Noto, por su actitud y antes de escuchar sonido alguno, que alguien se acerca.
—Tranquila. —Me calma Anthony, mi único compañero de viaje—. No son amigos, a diferencia de los félidos, pero puedes con ellos.
Rebobino para que no os perdáis. Me he alejado de Willem Van de Walle por unos días, resultaba agobiante con tantas atenciones amorosas y delicadas. Resulta contraproducente confraternizar de este modo íntimo con el enemigo, pues igual le coges cariño y te olvidas de su maldad. El parque está a unas diecisiete horas de Ciudad del Cabo y a él lo reclamaban los negocios, por eso no ha venido. ¡Menos mal! Se supone que he contratado un par de guías aborígenes, pero vosotros sabéis que no los necesito y que sería un gasto inútil.
—¿Es Willem? —Observo cómo se aproxima un Land Rover viejo con ocho individuos encima, apretujados como caracoles en lata, y el corazón me bombea más rápido—. ¿Al fin ha espabilado?
—No, pero no te digo más. —Chasquea la lengua—. Perdería emoción nuestra aventura.
—¿No madurarás nunca, daddy? —Efectúo un gesto de resignación.
—¡Nunca! —exclama con su célebre sonrisa—. ¡Se nos escaparía la sal de la vida, hijita!
No le recuerdo que él ya está muerto —suele olvidarlo— porque el vehículo se coloca al lado del que hemos alquilado y se bajan de él hombres armados con fusiles, todos de raza blanca.
Uno de ellos —el más grande, el más prepotente y con acento afrikaans— me pregunta en mi idioma:
—¿Es usted la novia de Willem Van de Walle?
Solo me falta esto, que me emparejen con el mafioso y que no comprendan lo evidente, que se trata de una simple aventura. Noto que Lilibeth —así es cómo he bautizado a la leona alfa en honor a Elizabeth Windsor— comienza a acercarse y lo acecha para defenderme. Mi alma sioux, según he podido averiguar aquí en Sudáfrica, no se limita a la llanura de Montana.
—No, no lo soy —recalco las palabras—. Solo somos simples conocidos. Pero si me pregunta si me alojo con él la respuesta es afirmativa.
Me avasalla con el cuerpo y me devora con la mirada. Se nota que domina al resto y que es el cabecilla. Cada músculo es como el cañón de un tanque de guerra. Además, el aspecto guerrero se acentúa porque está vestido con ropa de camuflaje en tonos marrones, al igual que los demás.
Lilibeth ahora se esconde tan cerca —detrás de ellos— que podría arrojarse sobre el sujeto y matarlo de un bocado en el cuello. No la huelen porque el viento le resulta favorable. Yo la contengo mediante una mirada y me entiende enseguida.
—Tiene que venir con nosotros. —Me coge del brazo con fuerza—. Mi jefe la espera.
—¿Puedo saber para qué? —inquiero, curiosa.
—Digamos que su novio nos da largas con un asuntillo y queremos hacer que le entre el apuro. —Lanza una carcajada: Lilibeth da un paso más en su dirección—. Entiendo por qué se siente tan atraído. ¿No quiere divertirse un poco? A Van de Walle no le diremos nada, será un secreto entre nosotros.
Los demás le festejan la gracia. El individuo me acaricia el cuello con la mano que no me sujeta y la baja hasta rozarme los senos.
—¡Mierda! —grita de improviso uno de sus compañerosᅳ. ¡Hay elefantes!
Y le dispara a un macho maduro de grandes colmillos. Ahí es cuando digo «¡basta!», aunque el bravucón tiene pésima puntería. Le doy un zarpazo de leona al que se encuentra a mi lado —he pasado jornadas enteras aprendiendo de Lilibeth— y cae desmayado.
—¡Quieta, babe! —Veo que anhela sumarse a la lucha—. Puedo sola. ¡Capullo!
Y me enfrento al que ha tiroteado al pobre paquidermo. No me alcanza con insultarlo, le quito el fusil y con él le parto la cabeza para que la cicatriz actúe como recordatorio y le suprima las ganas de hacerlo en el futuro. ¡Si es que le permitimos tener un futuro! Acto seguido me transformo en un tiburón blanco en el momento exacto en el que el escualo extiende las aletas dorsales y se proyecta fuera del agua.
Al saltar así hago que se desmoronen los compañeros, pues les acierto con mi aleta trasera convertida en pierna. Impactan sobre el suelo, desvanecidos. Me aproximo a los que dan la impresión de hallarse a punto de despertar y les presiono el cuello para que se desmayen. Solo dejo consciente al papanatas que ha osado ponerme la mano encima y que es el jefe de los payasos.
—¡Al fin solos, cariño! —Le aprieto el hombro con un pie—. Ahora que estamos tranquilos dime: ¿qué asunto te traes con Van de Walle? Y responde con la verdad o te haré pagar. ¿Te ha dado esquinazo en algo o te ha traicionado?
—¡Hay una leona detrás de usted! —grita, desesperado—. ¡Rápido, coja un fusil!
—Es mi amiga Lilibeth. —No miro en la dirección del felino—. Vuelvo a preguntarte, te aviso que me impaciento: ¿qué negocios te unen a Willem Van de Walle?
—¡Nos atacará! ¡¿No se da cuenta?! —chilla, angustiado—. ¡Se prepara para saltar!! ¡Usted es extranjera, no conoce este parque! ¡Mírela! ¡¿Acaso no ve que la acecha?!
—¡Vaya pelmazo! —Mi padre adoptivo se enfada—. ¡Qué hombre más valiente! ¡Acaba de estropearnos la escena! —Aspiro fuerte y lo contemplo con exasperación.
Luego le solicito a la leona:
—¡Ay, Lilibeth! ¡Qué incomprendida eres! ¿Verdad, bonita? ¡Pobrecilla! Aléjate un poco, necesito que este zoquete me responda unas preguntas. Si no me contesta enseguida te llamo para que te lo comas. Creo que sabe rancio, pero como hoy no habéis podido pillar nada os sacará el hambre.
Ella se aleja hacia donde descansa el resto del grupo. Le echa un vistazo al león con cara de reproche, pues sus únicas actividades son comer, dormir y copular.
—¡Lilibeth, yo que vosotras cogía el mando y lo echaba a patadas! —Mi grito hace que el macho se despierte—. ¿Para qué lo queréis si es un inútil? ¡Venga ya, tío, ponte a trabajar!
El rey de la sabana bufa y se levanta. Para quedar bien conmigo corretea detrás de unos búfalos, aunque no tiene pinta de que vaya a apresar nada, ya que las cazadoras son ellas. Mientras tanto, Lilibeth no abandona la mirada alerta: no confía en los hombres. ¿Quién puede culparla? Yo no, después de lo que me he enterado estos días ahora no me fío de ninguno.
—¡¿Ha... habla con los... los felinos?! —tartamudea el afrikaaner, incrédulo.
—Sí, así que respóndeme rápido —Me inclino más sobre él—. Tienen mucha hambre, un grupo de búfalos no dejó que cazaran a uno de sus compañeros.
—Sí, sí, usted pregunte lo que quiera. —Se apresura a cooperar.
—¿Por qué ibais a secuestrarme? —lo interrogo, severa—. ¿Acaso Van de Walle no tiene a otra persona cercana más apropiada que yo para que vosotros se la arrebatéis?
—No, no tiene, ¡maldita la hora en la que se le ocurrió al jefe ir a por usted! —Se limpia el sudor con el brazo libre y el olor agrio me llega hasta la nariz—. El último familiar, su abuelo, murió hace un par de años en Ciudad del Cabo.
—¿Su abuelo? —Me sorprendo.
—Sí —me responde enseguida—. Fue el que lo crio. Era descendiente de Diederik De Beers.
—¿El Diederik De Beers de los diamantes? —inquiero, chocada.
ᅳEl mismo. ᅳMueve la nariz como si le picara.
Conocía la historia a la perfección. Diederik y su hermano Johannes malvivían en una granja cuando un pastor de una tribu encontró, cerca de allí, un diamante de ochenta quilates. Se hizo famoso con el nombre de La estrella de Sudáfrica, y, casualidades de la vida, lo vi acompañada de Anne Boleyn en La Torre de Londres. El hallazgo desembocó en que los De Beers buscasen y rebuscaran en sus tierras hasta que hallaron una beta de estas piedras. Así, fundaron una compañía con su apellido y se la vendieron —tiempo después— al famoso Cecil Rhodes, político y empresario británico en cuyo honor nacieron Rodhesia del Norte y Rodhesia del Sur, hoy Zambia y Zimbabwe.
—Vale, te creo. Cuéntame algo del presente, de tu jefe por ejemplo. —Lo apremio—. Que yo soy lo más cercano a Willem Van de Walle me ha quedado claro como el agua, pero ¿por qué motivo necesitan presionarlo?
—Tendría que preguntárselo a él. —Intenta evadirse—. Yo soy un simple empleado.
—Si no puedes ayudarme no tiene sentido dejarte vivo ᅳy luego grito—: ¡Lilibeth, cómete a este, no sabe nada y ya no me sirve!
—¡No, sí que sé, dígale a la leona que no venga! —La voz fina que emite me recuerda a la de los castrati—. Mi jefe está molesto porque Van de Walle le prometió un envío grande de armas y no ha cumplido. Le da largas con la excusa de que ha tenido varios inconvenientes y que ha debido parar la actividad.
—¿Armas? Sea específico. ¿Qué tipo de armas? —Me abanico el cuero cabelludo, el calor de la tarde es insoportable.
—Armas ligeras —resopla como si el aire no le alcanzara.
—¿El envío incluye lanzagranadas, lanzamisiles o algo así? —Vuelvo a la carga.
—No, solo armas ligeras para que las llevemos nosotros. Fusiles y escopetas —niega también con la cabeza—. Tenemos un ejército pequeño. Y...
Al apreciar que el hombretón se interrumpe —y que transcurren varios segundos— para urgirlo a hablar me agacho y le pongo el brazo para atrás.
—¡¡Ay, duele!! —berrea como un bebé mientras se remueve sobre la tierra reseca.
—¡Perfecto! La idea es hacerte cada vez más daño hasta que te conviertas en alimento de leones y de otras fieras —ironizo con la frialdad de una psicópata—. Tu única salvación radica en que me lo cuentes todo. Continúa desde donde estabas. Y...
—Y se negó a que mi jefe enviase algunos diamantes para hacerlos entrar en el comercio legal. —Se nota que me odia porque lo he obligado a cantar como una prima donna: de esto no lo culpo, yo también detesto la ópera.
—¿Diamantes de Sierra Leona? —le pregunto enseguida—. ¿Los tenéis guardados desde la época de la guerra?
—Esos sí, pero también de otros lados. —Percibo que está harto de los interrogantes y de que mi pie lo aplaste—. En algunos cauces de ríos hay muchos, se compran a un precio muy bajo.
—Una última cosilla y terminamos. —Lo tranquilizo—. ¿Cómo se llama tu jefe?
—Peter Kruger. —Enfoca la vista en la leona, que se ha movido.
—Muy bien. —Muevo la cabeza de arriba abajo de modo aprobatorio—. ¿Qué iba a hacer conmigo Kruger? Sea honesto. ¿Iba a matarme después de presionar a Van de Walle?
—¿¡Por supuesto que no, por quién nos toma!? —Se horrorizó—. Es una sociedad de muchos años y que va para largo. ¿Cómo podríamos ser tan tontos como para matar a la novia? Creo que...
¡Dale con que soy la pareja del mafioso! Me enfado y no lo dejo terminar: me pongo de rodillas y le presiono donde me enseñó Da Mo que hay que apretar para que el enemigo se desmaye. Y la cabeza del hombre cae hacia atrás.
—¡Vaya paseo tranquilo por la sabana sudafricana! —Recuerdo las palabras de Anthony al sugerir que visitásemos el Kruger National Park.
—Un paseo aleccionador y tranquilo, nena, ¡si ni siquiera te has despeinado! No seas quejosa. —Me guiña el ojo—. Y, encima, has descubierto que la relación de la familia Van de Walle con los diamantes viene de lejos. El abuelo materno es el que desciende de los De Beers.
—Entiendo. —Le tiro un beso—. Y ahora dime, papá: ¿qué hacemos con estos idiotas?
—Cógeles las armas y las llaves del Land Rover y escóndelas debajo de la lona de tu vehículo —me ordena—. Ahora quita las bujías... Mira aquí. —Al tiempo que pronuncia esto abre el capó del vehículo.
—¡Bujías quitadas! —Lanzo una carcajada—. ¿Y ahora qué?
—Ahora te llevas todo y nos vamos. —Sonríe como si sus planes fueran malévolos.
—¿Los dejamos para que se los coman los leones? —inquiero, esperanzada: cualquier castigo me parece poco.
—No, pero nuestros compañeros fantasmas harán que se asusten y que se olviden de tu participación —me aclara con fastidio—. Si se los comen los miembros de la manada de Lilibeth se convertirían en asesinos de hombres y las autoridades los perseguirían hasta matarlos a todos. Es una pena porque tendrán que seguir detrás de los búfalos.
Resulta incongruente contemplar cómo se concentra la bruma en pleno corazón de la sabana bañada por un sol inclemente.
—Nos vamos, cariño. —Me despido de la leona, que se aproxima para que la acaricie—. Ha sido un placer para mí conocerte. ¡Gracias por tu ayuda! —La suelto, reacia, y me encamino hacia el vehículo.
Ella hace el amago de seguirnos, así que le pido:
—No, corazón, tú tienes que cuidar de los tuyos. ¡Por favor, espíritus amigos, protegedlos!
Enciendo el Land Rover y emprendemos el regreso. Miro por el espejo retrovisor a Lilibeth. No deja de observarme mientras nos perdemos en la distancia. Aspiro profundo el aire aún cargado con su característico olor y ya la echo de menos, pues me siento más cómoda con los felinos que con los humanos.
Cuando llevo tres horas de conducción, Anthony me alerta:
—¡Prepárate! Willem Van de Walle nos alcanzará en un minuto. Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete...
—¡Para de contar, papá, no eres un temporizador fantasma! —Me paso la mano por la melena, nerviosa—. ¿Para qué viene?
—¡Viene a rescatarte de los hombres de Kruger! —Y suelta una carcajada.
—Me imagino que son esos Land Rover lujosos de ahí. —Los señalo, incrédula—. ¿Se trajo al ejército sudafricano?
—No, solo a su ejército privado. —Se ríe con ganas—. ¡Te dije que le gustabas mucho!
Cuando el primer vehículo llega —sin esperar a que pare—, Willem baja de un salto desde el asiento del acompañante.
—¡Menos mal que te encuentras bien! —Me abraza, preocupado—. ¡¿Cómo puede ser que estés sola?!
—Me he escapado. —Escondo el rostro en su pecho para disimular—. Unos hombres han intentado detenerme en medio de un grupo de leones. Llevaba días fotografiándolos y estaban acostumbrados a mí. Los han puesto furiosos y los han rodeado. Mientras se hallaban distraídos he aprovechado el momento para irme.
—¡Ay, Danielle, eres increíble! —Me observa con detenimiento y me da un beso apasionado delante de sus hombres—. ¡No te dejaré ir! ¡Tú te quedas a vivir conmigo! ¿Qué te parece residir entre Brujas y Ciudad del Cabo?
Si no fuese porque Anthony me previene de que el mafioso se ha prendado de mí, pensaría que aplica el refrán «ten a tus amigos cerca, pero más cerca aún a tus enemigos». La culpa la tiene Smith por repetir como un loro aquello de que el marchante es un enemigo letal y demasiado sagaz.
¿Sabéis? Operaciones no lucía feliz al verme —al principio— en nuestro último encuentro. En esta ocasión tenía motivos para fruncir el ceño, pues me introduje por la ventana de la habitación donde dormía y burlé a su guardia pretoriana y a toda la tecnología.
—Parece un angelito —se mofó Anthony al ver al jefe de los espías dormido y luego gritóᅳ: ¡Despiértate, Smith!
Como es lógico, Operaciones no escuchó el alarido —solo estallaron mis oídos con él—, pero pegó un salto porque al mismo tiempo papá hizo volar por el aire el nórdico, las cobijas, las almohadas.
—¿Qué pasa? —Saltó de la cama, todavía adormecido.
—Lamento entrar así en su dormitorio. —Al observarlo mejor me detuve y largué una carcajada—. ¡¿Y me acusa de creerme una superheroína?!
Me reí porque se encontraba desnudo de la cintura para arriba, pero del ombligo hacia abajo destacaban el bóxer y los calcetines con dibujitos de Batman. Debo reconocer que, como buen británico, supo mantener el tipo a pesar de la vergüenza.
—¿Qué hace aquí, lady Danielle? —Cuando iba a contestarle levantó la palma de la mano, se puso la bata y caminó en dirección a la puerta—. Un momento. ¡Escóndase ahí!
Llegó en varias zancadas, la abrió y gritó a todo pulmón:
—¡Johnson, Smith, Robinson, White, Kendrick!
Los agentes mencionados se acercaron a las corridas.
—¿Qué pasa, jefe? —le preguntó Kendrick, un mulato guapísimo, que fue el primero en llegar: los conocía a todos de las soporíficas reuniones previas, al menos me habían servido para constatar que existían bellezones dentro de la Inteligencia Británicaᅳ. ¿Algo va mal?
—Efectúo una comprobación —rugió Smith—. ¿Hay algún sospechoso por la zona? Contésteme usted, Robinson.
—Nadie —negó el aludido—. Todo está muy tranquilo, no he perdido de vista las cámaras ni por un segundo.
—¿Y vosotros? —le preguntó al resto—. ¿Estáis de acuerdo con vuestro compañero?
—Sí, totalmente de acuerdo. —Lo secundó White—. Es una noche monótona.
—¿Me podéis explicar, entonces, qué hace lady Danielle en mi habitación? —los increpó muy enfadado.
—En ningún momento he intentado colarme en el lecho de Smith, no penséis mal. —Salí de detrás de la puerta para romper el hielo ante tanta reprimenda, pues ellos no tenían la culpa de que fuese indetectable—. Os juro que solo vengo a dar informes.
Las palabras les hicieron gracia, a Operaciones incluido, pero ninguno sonrió.
—Le aclaré en nuestro encuentro anterior que sé lo que hago. —Aproveché para resaltar mis bondades, no todos los días pillaba al jefe disfrazado de Batman—. Ni siquiera vosotros habéis podido descubrirme. Usted tampoco, no los culpe a ellos, pues con la ayuda de mis amigos soy casi invisible.
—Lo reconozco, ha demostrado su punto de vista —admitió, reacio, y movió la cabeza para darme la razón—. Pero ha dicho que ha venido a darnos información. La escucho.
—Sí, preciso hablar con usted a solas. —Nerviosa, me peiné unos mechones de cabello con la mano.
—Por favor, agentes, abandonen la habitación —les rogó—. Lady Danielle, sentémonos en el sofá.
Solo faltaban un par de tazas de té y que Smith se vistiese de modo apropiado para que el nuestro pareciera un encuentro de naturaleza social.
—Tome. —Le entregué el paquetito con los brillantes—. Provienen de diamantes de sangre de Sierra Leona. Hay millones de ellos en el escritorio de Van de Walle.
—¡¿Cómo se le ha ocurrido traerlos?! —Lanzó un alarido que sonó como si le hubiesen pisado la cola a un gato—. Ahora de Walle sabrá que usted está involucrada en sus últimos reveses. No puede volver allí, es letal como una cobra y sagaz igual que un zorro.
—No se preocupe por eso, mis amigos me cubren las espaldas. —Le puse la mano sobre el hombro para tranquilizarlo—. Pero los brillantes no son lo más relevante, mucho me temo. Tome esta carta y léala.
A medida que avanzaba en la lectura, las líneas de expresión que rodeaban la nariz se le acentuaban y los ojos se le abrían cada vez más, de modo que al terminar tenía la apariencia de un pez.
—Bueno, lady Danielle, usted estaba en lo cierto respecto al topo —reconoció a regañadientes—. Y debo confesarle que mi sorpresa es mayúscula, no me lo esperaba. Sabe lo que esto implica, ¿verdad?
—Sí, lo sé —afirmé sin dudar—. Pero no tengo tiempo para lamentaciones, debo volver con Van de Walle y concentrar mi energía en él. No me dispersaré con pensamientos negativos. Su sueño no es eterno, Anthony me ha dicho que solo dispongo de una hora.
—Está bien. —Me dio una palmadita en el brazo—. Usted ocúpese del mafioso y déjeme esto, yo lo resolveré. Ya hablaremos del topo con más detenimiento. ¡Y cuídese mucho!
—Una última cosa. —Lo detuve, resuelta, mientras me ponía de pie—. Sé que usted me ha dicho que en la próxima misión tenía que ir con alguien, pero no hay tiempo para eso. Mañana parto a Ciudad del Cabo con Van de Walle en su avión privado. Me ha pedido que lo acompañe y le he dicho que sí.
—¡Típico! —y alegó, resignado—: Siempre hace lo mismo, ir por libre. ¡Menos mal que no hemos perdido las horas con reuniones previas! ¿Ha pensado en su trabajo del periódico? Sabe que tiene que disimular muy bien para no alertar a nadie. Invente una entrevista y llame a su jefe. Y, sobre todo, cuidado con Willem Van de Walle. Porque, además de ser un enemigo letal, es demasiado sagaz. No se fíe de su sonrisa. ¡Es igual a la del tiburón antes de que se coma a la foca!
Llevaba bastante tiempo sin ver a Nathan en persona. En las presentes circunstancias resultaba lo más adecuado, pues él era muy curioso e incisivo. Le había enviado ocho artículos —si contábamos el de Emilia Pardo Bazán—, pero no había pasado por Inglaterra en ningún momento. ¿Le llamaría la atención mi viaje a Sudáfrica o creería que me desfogaba con Noah Stone?
—Ya lo he pensado, entrevistaré a Madiba. —Lo puse al corriente—. Y cogeré todos los días de vacaciones que me restan. No deseo volver a Londres, quiero enfocarme al máximo en esta misión... Me voy, Smith, lo dejo tranquilo para que duerma. No se preocupe por mí, le prometo que me sé cuidar.
—¡Doy fe de ello! —Esbozó una sonrisa; ¿Operaciones tenía dientes?, ¡vaya novedad! —. Seguro que si le sucede algo al piloto usted se hace cargo de los mandos del avión.
—Si es necesario, claro que sí. —Largué una carcajada.
No le faltaba razón. Porque aunque me apasiona la entrevista que le hice a Nelson Madiba Mandela —quien me alertó de la doblez de personas muy cercanas—, mi momento preferido fue cuando me presenté a los tiburones blancos. En ese instante ignoraba que también me los encontraría en el Kruger National Park. Pero no quiero enredarme, ya os lo contaré. Empezaré, mejor, por el principio.
El primer día, nada más llegar a Ciudad del Cabo, Willem me había preparado una sorpresa en su casa. Su mansión era una réplica exacta de la de Brujas. Raro, ¿no?
—Permite que te tape los ojos. —Me los cubrió con sus enormes manos—. Tú camina recto. Sigue, sigue, así.... Ahora dobla a la derecha. Llegamos, ¡mira!
Al abrirlos me encontré frente a uno de mis desnudos, que ocupaba un lugar prominente en la habitación. ¿No os dije que sé cómo se comportan los hombres? Son igual que los niños. ¿Acaso tenéis alguna duda de que los conozco a la perfección?
—¡Increíble! —Me acerqué al retrato—. ¿Cómo lo has conseguido, corazón?
Enseguida lo comprendí, el marchante no necesitaba responderme. Era la fotografía que Ryan me había efectuado después de hacer el amor. O una de tantas, imposible saber cuántas me había sacado mientras estaba distraída. Me sentí estafada porque no me había informado de la venta e íbamos a medias. Se había negado a desprenderse de ella y ni siquiera la había expuesto en la Royal Academy of Arts. Siempre sostuve que todos los seres humanos tienen un precio y se ve que el de Ryan O'Donell es un poco más alto que el de mis otros amantes. ¡Cuánto dinero habría tenido que pagar el apoderado de Willem Van de Walle para hacerse con el retrato!
Ahí, en esa alcoba de Ciudad del Cabo, supe que jamás volvería a acostarme con el irlandés. ¿Quería dinero? ¡Dinero iba a tener! Lo que le quedara después de darme mi parte y la memoria de la cámara. En el fondo pienso que no me preocupa tanto cómo ganan su fortuna los demás, siempre que no me roben a la manera de Ryan o a la de Black.
Debería buscarse otro trabajo, también, porque ya no contaría con él en The Voice of London. Pronto lo llamaría para comunicarle que lo despedía y por qué... Aunque primero contrataría a alguien más, quizá a una mujer, tenía muchos nombres famosos a los cuales recurrir. Haría que mis abogadas se pusieran en contacto con O'Donell por lo de mis retratos. ¿O sería mejor que enviase a mis amigos fantasmas? Porque nunca se debe mostrar debilidad ante el que te traiciona. Anne Boleyn se equivocada o no me conocía lo suficiente al profetizar un posible futuro alternativo con él. Me satisfacía haber decidido hacer yo misma las fotos en Sudáfrica y evitar con ello que presenciase mi decepción.
—¡Eso da igual! —El mafioso me pasó el brazo por los hombros—. Hay uno muy parecido en mi casa de Brujas. ¡Me encantan! Aunque al otro no lo he visto en persona... Pero nada se compara a tener a la modelo en carne y hueso para compartir mis vacaciones.
—¡Vaya sorpresa! —No era una mentira cochina, de verdad alucinaba con sus atenciones.
—Y esto no es todo. —Sonrió como si se guardara un as debajo de la manga—. Vuelve a cerrar los ojos, hermosa Danielle. —Obedecí enseguida: escuché el sonido de una caja al salir de su bolsillo y luego el roce de las piedras frías al rozarme el cuello—. Ahora puedes abrirlos.
Me había colocado un collar parecido al Heart of the Ocean de la película Titanic, pero más lujoso todavía. Un diamante azul impresionante y con forma de corazón —de alrededor de veinte quilates— colgaba de una cadena doble de brillantes blancos y de platino. Y de la parte baja pendían más brillantes a modo de flecos.
—No puedo aceptarlo, cuesta el rescate de un rey. —Giré la cabeza de derecha a izquierda, impresionada a mi pesar.
—Debes aceptarlo. Lo he mandado hacer para ti, se llama El Corazón de Danielle. ¿Sabes? El dinero no vale nada si no tienes con quién compartirlo. —Movió la mano como si careciese de importancia—. Ponte un bañador, te espero en la piscina exterior. Hoy estamos los dos solos en casa.
—Lo usaré, pero te lo devuelvo cuando me vaya —le aclaré, indecisa.
—Nunca debes despreciar un regalo, Danielle. —Me besó, apasionado—. Es tuyo y no se hable más... Ponte un bañador.
Venía preparada para una situación como esta, pues había adquirido un bikini de la diseñadora Susan Rosen. No era tan caro como el de varios millones de dólares que ella había elaborado con la técnica de entrelazar brillantes y platino. El mío estaba adornado con estas gemas, pero solo por encima de la tela. De hecho, combinaba a la perfección con su obsequio. ¿Habría hurgado entre mis ropas?
—¡Madre mía, estás impresionante! Me encanta cómo te queda con el collar. —Los ojos se le salieron de las órbitas cuando me reuní con él—. ¿Y se supone que algo así es para bañarse?
—No, para divertirse. —Me acerqué y lo besé con pasión—. Si estamos solos, ¿para qué nadar con ropa?
—¡Y yo que pensaba comentarte los planes que he hecho para nuestro primer día! Por supuesto, quedan para después. —Enardecido, me palpó los senos en la parte de los brillantes—. Te iba a proponer ir con el yate para ver los tiburones blancos, pero ahora necesito estar dentro de ti y sentir cómo te humedeces.
Fuimos bastante más tarde, después de varias horas de sexo satisfactorio. Y aluciné con la embarcación de Willem, pues era autosostenible y no contaminaba en absoluto. Yo ignoraba que existían. Sí que las hay si pagas por ellas millones de libras esterlinas, de euros, de dólares o de lo que sea. Tenía capacidad para más personas, pero íbamos diez. Nosotros dos, el capitán y los marineros.
—Te llevo a un sitio al que no va nadie y que solo mi tripulación y yo conocemos. —Me acarició el rostro con ternura—. Todos los aficionados se sumergen alrededor de Dyer Island, cerca de Gansbaai. ¡Ahí es un jaleo! Alborotan a los tiburones y en ocasiones provocan su frenesí... Supongo que yo soy un solitario, por eso acudo a donde otros no suelen ir. ¿Has hecho buceo antes?
—Sí, en Hawai y en California.
—Pues ya sabes bastante, entonces, también son aguas peligrosas. —Movió de arriba abajo la cabeza con rostro de aprobación—. Hoy nadarás con los más grandes tiburones blancos.
Imaginaba lo que me diría Operaciones si lo escuchaba en esos momentos por medio de la tecnología avanzada de la Inteligencia Británica:
—Willem Van de Walle la ha descubierto, lady Danielle, y piensa alimentar a estos grandes escualos con usted. ¡Ha cometido un error garrafal al traernos los brillantes!
—¡Es un plan estupendo! —convine con él—. ¿Tienes alguna jaula para que los veamos sumergidos en el océano?
El marchante soltó una carcajada y fanfarroneó:
—¡Ya verás si la tengo!
Cuando echó el ancla en las coordenadas exactas donde solían ir los tiburones blancos de mayores dimensiones y me mostró la «jaula», comprendí el porqué de la risa: era del tamaño de una piscina semiolímpica y doble, de manera que se podía nadar al lado de ellos sin el menor peligro.
—Ahora a llamar la atención de estos chicos. —Tiró al agua el contenido de un balde repleto de cabezas de pescado y de vísceras.
—¿Demoran en venir? —le pregunté, curiosa.
—¿Por qué crees, Danielle, que me gusta venir aquí? —Sonrió y luego señaló a su derecha.
No le contesté que yo pensaba que era el sistema que utilizaba para deshacerse de los enemigos. Procedía utilizar una mentira cochina o el silencio. Me incliné por este último y observé en la dirección que él me indicaba. Vi un par de aletas gigantes que se aproximaban, una venía del Sur y la otra del Norte.
—¡Parecen grandes! —Lancé un chiflido de sorpresa.
—¡Son enormes! —reconoció el mafioso con una sonrisa—. Deben de medir alrededor de seis metros. ¿Te animas a sumergirte con ellos?
—¡Claro que sí! —y luego alardeé de mi valentía—: En la jaula o fuera de ella, Will, como tú prefieras. —Pensó que bromeaba y largó una carcajada.
—No sé, hijita. —Anthony se materializó—. Si te veo al nadar al lado de estos dos bichos creo que me impresionaré al punto del desmayo, aunque sé que no te pasaría nada. Pero ¿hasta qué punto llega tu fe en mis predicciones y en mí?
No le respondí, Willem no se me despegaba. Ni falta hacía, pronto podría demostrárselo a papá. Demoramos alrededor de veinte o treinta minutos en ponernos los trajes de neopreno y demás implementos, mientras el mafioso me explicaba el funcionamiento.
—Esto es lo más avanzado, no produce burbujas ni hace ruido. —Acarició el equipo igual que poco antes la piel desnuda de mis muslos—. Podrás disfrutar de los escualos sin alterar el medio ambiente.
—¡Es una pena que maten tiburones solo para quitarles las aletas! —me lamenté—. Es una de las especies más sobreexplotadas.
—Los seres humanos son así, destructivos. —Estuvo de acuerdo conmigo—. Por eso prefiero a los seres marinos, los considero mis compañeros. No tengo otros amigos.
—Dime algo, sweetheart. —Él levantó la cabeza al escuchar la palabra cariñosa, ni que fuese la primera que empleaba—. ¿Cómo hago si deseo ir a nadar con ellos?
—Abres la puerta de la jaula interior, sales y la cierras. Así los demás quedan protegidos. —Y se rio—. Pero no creo que lo hagas, no te lo aconsejo. A pesar de que no los hemos provocado son animales salvajes.
Nos colocamos dentro del recinto de acero y el capitán —con la ayuda de un marinero— comenzó a bajarla con las poleas muy despacio. Van de Walle y yo nos sujetamos de la barra de metal, que se hallaba revestida de un material blando. Cuando estuvimos totalmente sumergidos respiré, plácida, pues no salía ni una sola burbuja y era insonora. Solo faltaba lo mejor: los tiburones blancos.
Los escualos se acercaron y nadaron de un lado a otro, fuera de la gran jaula. Yo pensé que la mezcla de pescados y de vísceras había surtido efecto... Hasta que me pareció que me analizaban de un modo curioso más que asesino. Iban, daban vueltas, pero siempre volvían donde me encontraba yo.
Nadé de un extremo al otro, al lado de ellos. ¡Estaba fascinada! Fui y volví cuatro o cinco veces, pero no me pude resistir. Al fin y al cabo, Anthony me había animado a ser audaz al comentarme que nada me pasaría. Cuando vi que Willem se distraía con unos peces azules, me acerqué a la entrada, la abrí, salí y la cerré de nuevo. Recién reparó en lo que yo hacía cuando tranqué la segunda puerta y me arrimé al más grande de los dos tiburones.
El mafioso tenía razón. Medían alrededor de seis metros, más de tres veces mi tamaño. Sé que he vivido muchas experiencias mágicas, pero creo que pocas como esta. Me sujeté de la aleta del tiburón gigante y el otro se puso del lado derecho, muy tranquilo. ¡Igual que los potros! Estuvimos así no sé por cuánto tiempo. Íbamos y veníamos cerca de la piscina/jaula, como si ambos supiesen que ese era mi sitio.
Cuando al fin regresé donde estaba Willem Van de Walle, los tiburones blancos me observaron de lejos como una forma de saludo respetuoso. Al cerrar la última puerta la jaula empezó a subir muy rápido.
—¡¿Estás loca?! —me gritó el belga en el instante en el que pudo hablar y me abrazó angustiado—. ¡¿No le tienes miedo a nada?!
—¡Si te dije lo que iba a hacer! No sé por qué te asombras, Will... Espera un momento.
Cogí un trozo de pescado muy grande —de una especie desconocida para mí— y lo arrojé al agua. Cuando todavía estaba en el aire el gigantón salió volando, impulsado por las aletas, y lo atrapó. Volví a hacer lo mismo y el otro tiburón también salió a cogerlo.
—¡Ahí tenéis, chicos, el premio por haberos portado tan bien!
Después de esto Willem y yo tuvimos una experiencia sexual alucinante en el camarote principal del yate. La adrenalina por nuestra aventura con los escualos nos puso como fieras. Además, la alcoba era transparente y podíamos observar a los tiburones. Creo que fue la primera vez en la que no tenía ganas de hacer de dominatrix y que nos comportamos como si fuésemos un par de colegas.
Y aquí estoy ahora, en las proximidades del Kruger National Park, mientras reflexiono qué responderle a Willem Van de Walle acerca de su propuesta de que vivamos juntos. No os olvidéis de que el mafioso, más que un tiburón blanco, es un megalodón.
Por suerte el teléfono suena, insistente, y, al reparar en quién es, le comento al mafioso:
—Tengo que contestar, Will, mi jefe me reclama.
Me alejo unos pasos y lo saludo:
—Hola, Nathan. ¿Qué tal te encuentras?
—Muy bien, Dan. —Suelta un suspiro—. Estoy en Ciudad del Cabo, en el Cape Grace Hotel...
—¡¿Qué?! —Me toma desprevenida su visita, ¿tanto me extraña?
—Sí, tengo que hablar contigo. —Vacila y efectúa una pausa—. Es hora de que deje de mentirte... Hay algo que tú ignoras de mí y que tengo que explicarte... Sé que te enfadarás. ¡Te vas a enojar mucho, en realidad! Lo siento, Dan, ¡de verdad! Espero que seas capaz de entenderme.
Danielle se ha inspirado en la fuerza del tiburón blanco al salir del agua
para crear una nueva figura.
Y ha tenido la oportunidad de probarla al luchar contra los hombres de Kruger...
Danielle vive verdaderos momentos románticos con el mafioso...
Y se da cuenta de que comparten aficiones.
Sobre todo cuando se viste en plan sexy...
Pero la que sin duda más le ha gustado es su experiencia con los grandes blancos.
¡Esta chica se anima a todo!
¿Te intriga qué le confesará Nathan?
Willem se siente cada vez más atraído por Danielle,
que no le teme a nada...
Lilibeth y su manada.
https://youtu.be/BE2Fj0W4jP4
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