4: No hables de Nunca Jamás
Axa del futuro les recomienda leer este capítulo con No se habla de Bruno de fondo.
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Hay momentos de mi vida, breves, pero ahí están, en los que tiendo a preguntarme si no habría sido preferible existir sin haber conocido a Martina, sin el acecho de su gata súper dotada, sin los libros, sin Larem. Todo se habría evitado, es verdad, incluso la propia sensación de estar viviendo, y esta no vale la pena sacrificarla por nada.
Explorábamos mucho, rincón por rincón. Las cateos de Martina eran minuciosos y exhaustivos, no se tomaba la tarea como a un juego. Incluso las lupas no estaban de adorno, ella usaba la suya para buscar hasta la más pequeña de las muescas en la madera, no dejando pasar desapercibidas peculiaridades que podían no ser nada.
Yo no comprendía su instinto investigador. Me gustaba jugar a los detectives, pero siempre esperé que escondiéramos un tesoro, no que nos enfrascáramos en buscar algo que podía no existir o, peor, que al ser hallado nos dejara indiferentes.
Como ya seguro notaron, la decepción era como mi boggart.
Solo cuando hicimos el hallazgo, el de verdad, comprendí su manía por la exploración, y por qué se empeñaba siempre en que fuera dentro de la casa. Jamás me pidió salir antes de aquel descubrimiento, porque hasta entonces la raíz de todas sus preguntas y la posibilidad de conseguir alguna respuesta, era mi casa.
Pero esta no es la historia que toca ahora. Pasaron varios días para que el descubrimiento se hiciera. Siguiendo el orden de los hechos, prefiero relatar antes la vez que el primer indicio apareció, mismo del que no supe hasta que ella quiso contármelo.
Ese día, papá tampoco había llegado a cenar, y por costumbre cuando se saltaba la cena solía saltarse la noche también.
Mamá había hecho arepas con mantequilla, queso y aguacate, la comida favorita de los tres. Sin ingresos propios, era lo único que ella podía hacer cuando quería demostrar su afecto con regalos: preparar alguna comida que evocara épocas felices o sensaciones de gloria en el paladar.
Mas ese día fue distinto. Comprendí que ella no había preparado una cena especial esperando que papá llegara, p hizo porque estaba segura de que no lo haría y necesitaba esa decepción para acumular coraje.
Desde nuestra llegada a Larem la vi salir de la cápsula de ensoñación que la protegía, encogiéndose ante los días que se avecinaban, uno detrás de otro, todos idénticos. La vi callar, esconderse dentro de sí misma, e incluso intentar afrontarlo, fingir que la idea era suya y que le emocionaba. Luego, noté la evolución en su inconformismo, cada noche solitaria estaba un paso más cerca de la autodestrucción y el renacimiento.
En esa cena decidí que quería al menos asegurar que una parte de esa mujer siguiera siendo para mí luego de su declive. Me dispuse a recordarle que la familia me incluía, y que yo la amaba con todo mi ser.
Y supe que para hacer eso tenía que hacerme su aliado, y para ser su aliado tenía que estar en contra de papá aunque no entendiera del todo el punto de ambos bandos.
Estábamos sentados a la mesa con un candelabro encendido en medio, comíamos en utensilios de aluminio teñido de dorado y bebíamos en vasos de cobre. Mi madre llevaba el cabello, reseco y castaño como las bellotas, en un moño hecho a las prisas. Sus ojos azules, que mi padre señalaba como culpables de la pérdida de su cordura, entonces custodiados por profundas líneas de expresión, se notaban ausentes.
En algún punto seguro que ella fue más que hermosa, pero el descuido y los delantales la hacían parecer solo una mamá, y a veces una esposa.
—Mamá, ¿por qué mi papá no ha llegado?
—Porque está trabajando, Iván.
Ya no me decía cariño. ¿Por qué lo haría? Yo era el culpable de todas sus decepciones. Tarde entendí que, sin mi existencia, ella hubiese podido escapar antes.
—¿Y tiene que trabajar tanto? —pregunté casi refunfuñando.
—Sí —dijo ella en un tono seco—, por eso estamos aquí. Se lo debemos a su trabajo.
—¿Y de qué es su trabajo, mamá?
Ella golpeó la mesa con su vaso al detenerse en seco y me miró con obstinación.
—¿Qué preguntas son esas, Iván Andrés? Sabes de sobra que tu papá es policía.
—Pero se vino por un caso específico, ¿no?
En un descarado intento por ignorar mi pregunta, ella dio un mordisco a su arepa, lo cual la salvaba de tener que responder y de toda sospecha.
Pero no lo dejé así.
—¿Es por los Niños Perdidos?
El primer signo delator fue el temblor en sus manos. Tuvo que dejar su comida, limpiar sus manos con la servilleta mientras veía a todos lados menos hacía mí, y luego dijo:
—¿Qué sabes tú sobre eso?
Por su respuesta y la manera en que salió de sus labios en un tono de nervios que rozaba el pavor, supe que Martina no había inventado la historia. Pero no podía decirle a mi madre que esa era mi única información si quería saber más al respecto.
—¿Por qué me ocultan cosas? —indagué en un tono que no ocultaba mi molestia.
—No tienes que preocuparte por cosas como esas, tu papá hace el mejor trabajo que puede con eso y por eso no está aquí. Él está afuera para mantenerte a salvo, para mantener a flote el hogar. Es un buen padre.
Tal vez eso era lo que se decía a sí misma. Incluso puede que estuviese en lo cierto, pero el que él fuera buen padre no lo hacía un buen esposo, y eso lo tenía tan claro yo a esa edad que, de haber tenido el valor —y en ausencia del miedo a perderla—, le habría dicho a mi madre que escapara.
—¿Entonces no me vas a contar nada de los Niños Perdidos?
—No hay absolutamente nada que contarte, yo sé mucho menos que tú, estoy segura. Tu padre no puede discutir los detalles del caso ni con su esposa, lo obliga la ley.
—¿Pero qué son esos Niños?
Con esa pregunta perdí toda mi ventaja, pero lo entendí tarde. Mi madre captó al instante que yo no sabía nada, supuso que si acaso lo habría oído mencionar. Perdí las escasas posibilidades que tenía de obtener información de parte de ella.
Ese fue su error: me obligó a buscarla por otro lado.
Momentos más tarde llegó Martina con su gata pegada al tobillo.
Había dejado de ponerse la peluca de Miss Marple una vez llegó al límite de tolerancia hacia los chistes que me inventaba de ella, pero jamás dejó de vestirse como detective. Al contrario, su madre le confeccionó una gabardina a medida con bolsillos distribuidos desde el pecho hasta la altura de las pantorrillas. En cada uno de estos ocultaba al menos un mapa, una libreta súper secreta —nombrada así por ella misma—, una estilográfica, una brújula, una cinta de medir, tiza, lupa y tinta. Un sombrero verde de copa y un monóculo de juguete eran la corona de su disfraz.
Mas esa vez yo no tenía ganas de seguirle el juego.
—Martina, mejor otro día.
—Tendrás bastante tiempo para descansar cuando te mueras, llorón. —Pasó de todos modos, como era costumbre—. ¿Dónde nos quedamos? Ah, sí. En las escaleras al sótano. Vamos a buscar las marcas.
Con marcas se refería a los trazos con tiza que hicimos en el centímetro exacto donde habíamos parado la investigación la madrugada antes. Martina no me daba descanso, y su gata no nos daba privacidad. Por no hablar de la patología a espera de diagnóstico que obligaba al cerebro de mi nueva amiga a maquinar sus siguientes quince palabras mientras todavía estaba ametrallándome con las primeras cien.
Hablaba de todos los temas del mundo, desde la historia de su búho —que se llamaba Ánica, como el primer perro que tuvo su abuela—, hasta de cuánto odiaba que los vecinos del otro lado los invitaran a comer.
Su mente y su lengua siguieron divagando mientras revisaba los escalones y las tablas de la pared con ojo crítico, hasta que llegó a un tema que consiguió interesarme.
—Tú no eres mi primer mejor amigo.
—No me importa —salió de mi boca antes de que las palabras fueran procesadas por mi sentido común.
Ella lo ignoró, por supuesto. Era Martina.
—Mi mejor amigo primerísimo era un chico mayor.
—¿Mayor? —no supe si aquella revelación me alarmaba o si la sensación que me invadió entonces era más bien de intriga.
—Sí, era un adolescente —lo dijo como si fuera un logro presumible. Lo dijo como si hablara de su padre y dijera «es astronauta».
—No me importa —repetí, pero sí que me moría por saber qué había pasado para que ya no fuera más su amigo.
—Se llamaba Eliot.
—¿Murió?
Por la manera en que volteó a mirarme con los ojos entornados, parece que sí la ofendí con esa pregunta. Les explico: Martina odiaba que la corrigiera, y nunca daba su brazo a torcer cuando de justificarse se trataba.
—No —respondió en un tono amenazante—, solo ya no es mi amigo, así que hablo de él en pasado. No me corrijas.
—¡Está bien, no me pegues! Continúa.
La vi sonreír de esa forma tan característica suya que elevaba sus pómulos para ruborizarlos como por obra de magia. Esa sonrisa se debía a que me delaté: ella captó al instante que me tenía atrapado en medio de su relato.
—Eliot Marquina —prosiguió en un tono bajo como el de un narrador tétrico junto a una fogata—. De los Marquina de Lomas del Viento, la parte más alta de Larem. ¿Has visto esas colinas? El sol baja primero a saludarlas y luego nos da la bienvenida a nosotros. Dicen que allá arriba el cielo es despejado, que las nubes están en el suelo.
—¿Y?
—Que nos hicimos amigos, Eliot y yo.Mi mamá me mandaba a comprar queso siempre a su casa y él me atendía todo el tiempo. Y me pasaba libros. De no ser por él jamás habría conocido al monstruo de Mary Shelley o a Julio Verne y sus viajes mágicos y misteriosos. Recuérdame que cuando termines de leer los cuentos de Edgar Allan Poe que te presté, debo pasarte uno de estos títulos. Te van a encantar. ¿Sabías que Frankenstein te muestra la perspectiva del mons...?
—¡Hey, Satanás! —dije chasqueando mis dedos frente a su cara redonda—. Al grano. ¿Qué pasó con Eliot? ¿Por qué ya no son amigos?
Ella puso los ojos en blanco. También odiaba que la interrumpiera, pero era la única forma de escuchar una historia suya sin pasar por trece antes.
—Él era muy interesante —continuó relatando—. Siempre me contaba historias alucinantes, teorías conspirativas, me hablaba de un mundo mágico y misterioso, supuse que un libro que escribía o leía, que lo tenía atrapado. Luego me confesó que todo se debía a una obsesión real. El chico estaba loco por Nunca Jamás, loco en serio. No comía ni dormía por conseguir respuestas sobre ese lugar...
—¿Qué es Nunca Jamás?
Martina solía verme con esa cara, esa de «¿Eres tonto, no?». Pero esa vez se pasó, en serio me hizo sentir retrasado mental.
—Niño, ¿qué haces tú en Larem? —Aunque parece una burla, sonó como si estuviera en serio preocupada por mi estado mental—. Es que no sabes nada de nada. Nunca Jamás es el nombre de lo que hay más allá del bosque. Se llama así por miles de teorías que envuelven su origen, historias regadas que no tienen conexión. Pero la razón verdadera de verdad por la que se llama así es porque nadie sabe realmente qué hay allá, nadie.
—¿Nadie ha intentado...?
—Exacto —atajó ella con ese brillo de sabelotodo en su mirada—. Muchos han querido cruzar los límites de Nunca Jamás, descubrirlo, conquistarlo... Si sigue siendo un misterio, ya te podrás dar cuenta de que nadie ha vuelto para contarlo.
Tragué en seco. Larem hacía que las mágicas descripciones que mi abuela me dio de él sonaran vagas en comparación a la sombra de su grandeza. Yo no lo sabía aún, pero era incluso más que lo poco que me alcanzaba a contar Martina. Larem, y sus secretos, pronto llenarían mi cerebro hasta engullirlo, como un parásito de efectos placenteros.
Larem se convirtió en mi perdición en un proceso a cuentagotas.
—¿Por qué ya no hablas con Eliot? —indagué. Estaba tan dentro de ese trance que no intenté ocultar mi interés—. ¿Se perdió en Nunca Jamás?
—No, pero desde que su hermano se convirtió en un Niño Perdido su familia ya no los dejó salir a ningún lado, y Eliot dejó de atender el negocio del queso.
—¿Qué son los Niños Perdidos, Martina? —pregunté con un hilo de voz, al borde de una explosión de necesidad. Mi pecho golpeaba más fuerte que el del protagonista de «El corazón delator».
Ya podía saborear las respuestas, el fin al primero de los misterios, cuando una voz a mis espaldas cortó todo el proceso de ensoñación.
La voz de mi madre.
—Martina, creo que es tiempo de que te vayas a tu casa. Iván tiene que dormir. Y no vengas mañana tampoco, por favor. Asuntos familiares.
Comprendí, sin que nadie me lo explicara, que esos asuntos familiares no eran más que una invención, una excusa para alejarme de la verdad, aunque esta viniera en forma de mi única amiga.
Vi marcharse a Martina con una mirada triste. Brillantina no tardó en ir tras ella, no sin antes golpearme con su cola y mirarme con altivez, como si yo tuviera la culpa de aquella abrupta separación.
Fue mi primer corazón roto.
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Este marcapáginas y la foto fueron hechos por una lectora muy querida de la primera versión de este libro. No sé qué usuario tiene ahorita, pero se llama Guada. Tuve la foto en mi galería todo este tiempo y me pareció justo compartirlo ahora.
Ay, no, yo cómo amo a Martina. Y Brillantina, por Dios, es una diva, la estrella de Larem. Les habla la Axa del futuro, la que está reescribiendo la historia. Leo y leo y me vuelvo a enamorar. Este libro es de esos que con los años, en lugar de avergonzarme, se pegan más fuerte a mi corazón.
¿Cómo se sienten luego de este capítulo? ¿Y con respecto a la separación de Iván y Martina?
Espero les esté gustando este historia.
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