3: Farolas de luz verdosa
Ese mismo día alguien tocó a la puerta por primera vez desde nuestra llegada al nuevo universo.
Papá trabajaba, mamá no recibía visitas debido a que su constante labor casera ocupaba todo su tiempo, y yo, como ya se evidenció, no había entablado ni el atisbo de una amistad. Eso implicaba un misterio, lo que a su vez desembocaba en una creciente curiosidad por mi parte.
Salí del pequeño cuarto bajo la escalera y me acerqué descalzo a la sala para no alertar a mi madre que estaba a punto de ser espiada. En mis suposiciones imaginé que se desharía del delantal con fastidio, limpiaría sus manos casi con rabia y avanzaría lento para acudir a un llamado que no le interesaba porque con toda seguridad no sería una salvación a esa cárcel a la que ella llamaba su vida. Eso me daría una valiosa ventaja, oportunidad irrepetible para llegar y esconderme tras una alta vitrina con fondo de madera, junto a la chimenea.
Aproveché los segundos de sobra para admirar el péndulo dentro de la vitrina. Era un extraño reloj, grande, con más engranajes de los que parecían útiles, y en la base una curiosa nota grabada: «Para Garfio, de su amigo Reloj, por su ayuda en el caso de Bestia».
Sí, cada decido del nuevo hogar me fascinaba, parecía una proyección de la mente de Lewis Carrol.
Un vez mi madre llegó a abrir, y gracias al ángulo de mi escondite, pude observar, cada vez que su cuerpo se ladeaba un poco, que la persona al otro lado medía lo mismo que yo. No obstante, su atuendo me tenía despistado.
—¿Sí? —preguntó mi madre.
—Hola, señora Garfio, soy Martina. Iván me invitó a jugar a los detectives por aquí. Exploraremos.
—¡Ah, claro! No sabía que ya tenía una amiga.
—Brillantina es solo su amiga, yo soy su mejor amiga.
No podía creer lo que escuchaba, y mucho menos era capaz de concebir que mi madre sonara tan encantada ante los embustes de aquella niña y su gato diabólico. Le hablaba con dulzura, como si quisiera adoptarla, y la invitó a pasar sin registrar sus bolsillos en busca de armas o micrófonos. ¿Es que no había aprendido nada de papá?
Cuando empezó a llamarme me asusté, no podía salir de donde estaba, e ignorar su voz de mando sugería un castigo seguro.
No tuve opción, permanecí escondido hasta que ella se cansó, le pidió a la niña que esperara donde estaba y se fue a buscarme.
Entonces quise salir, pero otra idea se me antojó mucho más provechosa. ¿Debía desperdiciar la oportunidad de conocer las intenciones de aquella criatura maligna? No, permanecería ahí, oculto, el tiempo suficiente para que ella sacara las garras y se quitara la máscara.
La niña pronto comenzó a exteriorizar su naturaleza curiosa. Caminó entre la penumbra bajo la caricia furtiva de la llama de las velas, y tocó hasta el último recoveco de la estancia con Brillantina pegada a su tobillo, cohibida.
Miró los cuadros de vampiros, se sentó en los sillones viejos, descoloridos y remendados que pudieron haber pertenecido a los padres de mis abuelos. Curioseó entre la brújula, el mapa y el blog de notas que mi padre dejó en una mesilla junto a su asiento predilecto, y se sentó en el, como si no comprendiera su exclusividad, para fingir que se fumaba su pipa con Brillantina maullando sobre su hombro.
Se veía extraña, solemne en su porte y ridícula con la peluca de cortos cabellos blancos que la hacía parecer la versión femenina de Albert Einstein. También llevaba un saco que le llegaba hasta la planta de los pies, muy marrón para mi gusto, y entre uno de los enormes bolsillos se asomaba una lupa como la mía. Se había tomado el tiempo de imitar mi disfraz.
Era el diablo en persona invadiendo mi casa.
Fue cuando no pude más y salí de mi escondite.
—¿Qué haces tú aquí?
—Los amigos juegan, y más los mejores amigos. Te escuché decir que ibas a explorar y como estás vestido de...
—No te invité. Y bájate del sillón de mi papá.
La niña obedeció sin ofenderse ni perder la mueca de autosuficiencia. En breve la gata del parche y las botas saltó a su cabello. A Martina no pareció importarle en lo más mínimo tener ese gordo animal a punto de usar su peluca como almohada.
—No tienes que invitarme, las mejores amigas tienen acceso irrevocable en todo momento a la casa de su mejor amigo.
—¡Pero es que...! ¡AAAAHH!
Me llevé las manos a la cabeza, aquella niña parecía educada por satanás y su gato tenía que ser la mascota del infierno. Ya no se me ocurrían formas de decirle que no me interesaba ser su amigo, y que definitivamente no éramos mejores amigos. ¿Qué clase de mundo era aquel donde otros decidían al primer encuentro quiénes iban a ser sus amistades? Y además, impuestas.
Sin embargo, pronto la frustración se marchó por algo de beber mientras su archienemiga la curiosidad se instalaba en su puesto sin intención de moverse a ningún otro lado. Ya no importó nada más que mis ganas de saber qué era lo que llevaba puesto la niña rara en la cabeza.
—¿Estás disfrazada de científico loco?
—¿Qué dices? Soy Miss Marple.
—¿Qué es eso?
—¿Cómo que qué? ¿Eres tonto? Miss Marple, la detective.
—¿Si soy tonto por qué quieres ser mi mejor amiga? —pregunté al sentirme atacado, y para ocultar que no conocía de quién me hablaba.
—Porque los mejores amigos son incondicionales. Además, se acoplan. Somos perfectos para ser mejores amigos, tú no sabes nada y yo sé muchas cosas.
—¡Yo sé más cosas que tú!
La niña no siguió mi puja, apenas le dio importancia a mi comentario, lo que me hizo sentir incluso más estúpido.
—¿De verdad no conoces a Miss Marple? Bueno, entiendo porque ella es menos conocida que Poirot.
El nombre en su pronunciación francesa me sonó a que la niña quería sacarse un catarro de la garganta en un rápido intento. Mi confusión se dobló, y no planeaba confesarlo. Pero ella lo notó, por supuesto.
—¿No conoces a los detectives de Agatha Christie? —Al ver mi cara de pocos amigos tuvo la respuesta que buscaba—. ¡¿Nunca has leído un libro de ella?!
—¿Para qué leería un libro yo?
—¿Cómo que para qué?
Ahora ella me veía a mí como si fuese yo el que tuviera un gordo animal con parche y botas casi dormido sobre mi cabeza.
Mi único escudo fue la indiferencia, así que me encogí de hombros.
—¿No has leído nunca un libro? —insistió.
—No, mis padres me aman, no me obligarían a algo así.
—¿Obligarte? —Cada vez se veía más consternada—. Mi mamá me obliga a que deje de leer.
—¿Y por qué te torturas así? ¿No sirve tu televisión?
La niña, habiendo comprendido la gravedad de mi ignorancia, me tomó por el cuello de la camisa. Me obligó a doblarme ese pequeño centímetro de diferencia en nuestra altura, mientras clavaba sus gigantescos ojos oscuros en los míos.
—¿Nunca has leído un libro?
—N-no... —balbuceé, intimidado.
—¿Qué es un libro, Iván?
Sentí escalofríos al escuchar mi nombre pronunciado en una boca extraña a la que yo no se lo mencioné.
Me zafé de su agarre de mala gana y sacudí mi traje mientras, con una muy marcada superioridad, decía:
—Un libro es una máquina de dolor de cabeza, sin dibujos. Donde lees... cosas.
—Cosas.
Asentí.
—Iván, tú estás muerto.
—¿Qué?
Quedé perplejo, sonó a que lo decía muy en serio.
—Estás muerto, Iván. Nunca has vivido otra vida que la aburrida y singular que nos escogieron.
—No te estoy entendiendo, niñita.
—¿Te has enamorado?
—Iug —contesté con una mueca nauseabunda.
—¿Has descubierto un tesoro?
—Bueno...
—¿Has volado? —interrogó ella de manera más insistente, casi parecía a punto de saltarme encima.
—Nadie puede.
—¿Has viajado en el tiempo y el espacio?
—¡Eso es imposible!
—No, Iván —Me volvió a tomar, esta vez de los hombros. ¿No le enseñaron a respetar el espacio personal?—. Es muy posible. Y todo lo puedes hacer en un mismo momento.
—Ajá, sí, ¿y cómo?
—¡Con los libros!
—¿Qué dices, loca?
—Los libros son unas cápsulas de vidas y emociones. Cada vez que abres uno dejas de ver tu alrededor para fusionarte con las almas de sus personajes y, cuando es bueno, no lo sueltas hasta que el viaje termina. Y entonces, sientes que algo te arrancan del pecho. Nunca más vuelves a estar vivo de la misma forma porque una parte de ti quedó dentro de aquella historia y una parte de ella dentro de ti.
—Eso suena estúpido —mentí, sonaba como la mejor cosa del universo. Por eso estaba predispuesto a pensar que era mentira.
—Te lo mostraré.
—¿Cómo?
—Me voy a mi casa, nos vemos en quince minutos en la alacena debajo de la escalera. Te voy a dar la llave de un portal que va a fascinarte.
—¿Y si no me gusta?
—Te dejaré en paz.
Esa era una oferta que no podía rechazar. Ella no comprendía que acababa de condenarse. Al convertir eso en un reto me daba la plena predisposición a odiar lo que sea que ella quisiera mostrarme. Sería el campeón y me desharía de la molestia más grande de Larem.
Estaba rojo de la emoción.
—Pero si pierdes, me invitarás a explorar contigo tu casa —añadió, señalando en mi dirección con su dedo regordete—. Y sabré que no vas a mentirme por una infalible razón.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Si te gusta, no me vas a mentir. Porque solo yo podré darte más libros.
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Esa tarde, Martina me pasó por el hueco entre las dos alacenas un pequeño tomo de páginas amarillentas, viejas y delicadas como el tiempo, con un ligero olor a café y petricor. Cada hoja tenía el tacto de todas las almas que quedaron atrapadas entre aquellas letras grandes y separadas que le daban volumen al encuadernado.
Eran menos de cien páginas, pero esas ya eran noventa más de las que había leído en toda mi vida.
El encuadernado era frágil, de tapa blanda, casi se desprendía solo con mirarlo y las puntas estaban tan arrugadas que daba miedo tocarlas. Su portada era oscura y su ilustración monstruosa. Llevaba el nombre de un tal Robert Louis Stevenson y de título el más peculiar que había visto hasta entonces: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
—No me va a gustar —dije para mí mismo y añadí un bufido despectivo para acentuar mi afirmación.
Para que mi madre no viera lo que estaba haciendo, metí un sillón de papá a la alacena bajo la escalera, el más pequeño que tenía, perfecto para mi tamaño y para entrar por la puerta. Encendí una vela en el escritorio y otra detrás de mí para tener la iluminación adecuada, y me encerré.
Sentí que estaba a punto de hacer algo ilegal.
Me temblaban las manos por descubrir qué contenía ese libro que había vuelto loca a la niña de al lado, qué había entre sus páginas para obsesionar a alguien al punto de apostar con toda seguridad su nueva amistad a que iba a atraparme. Ansiaba saber qué se ocultaba detrás del título extraño y qué llevaba a una persona a conservar un objeto tan deteriorado como si fuese un tesoro.
Pero esa era la parte de mí que jamás admitiría. La otra, la de dominio público, ponía cara de fastidio por precaución, para asegurarse en caso de estar siendo vigilado. Lástima que no era capaz de modificar también la forma en que me corazón retumbaba, si alguien estuviese al otro lado de la pared con el oído pegado a ella, seguramente habría podido escucharlo y me delataría.
Solo fui consciente de estar leyendo las primeras palabras del libro. Lo demás lo viví.
Envuelto en una atmósfera tétrica y escalofriante potenciada por la escasa luminosidad y el calor de las velas, caí en las garras de un misterio que me engulló a su antojo. Hubo muchas palabras desconocidas para mí que me hicieron comprender por qué la niña hablaba con tanta elocuencia y profundidad, pero no significaron ninguna interrupción abrupta ya que en contexto todo estaba implícito.
Solo éramos yo y la investigación del abogado obsesionado con saber por qué su amigo el Dr. Jekyll había dejado su testamento a nombre del infame, cruel y despiadado señor Hyde del que nadie conocía su procedencia.
Stevenson fue capaz de zambullirme con sus palabras dentro de un océano de profunda oscuridad y acontecimientos que me tenían comiendo de su mano, pegado a sus páginas sin poder soltarlas, al borde del sillón con los pies frenéticos ante la proximidad de la revelación final.
Y cuando llegó, solo pude exhalar un último aliento mientras el alma me abandonaba para alojarse en el interior de aquel frágil encuadernado. Y comprendí que si ese libro era conservado debía ser porque nadie en su sano juicio desecharía un fragmento de su propio ser.
Pasé con la boca abierta más tiempo del que me llevó devorar la última escena, con el corazón bombeando más fuerte que cualquier máquina industrial y mi pecho abierto mientras Jekyll, Hyde y el mismo Stevenson hacían sus maletas para hospedarse dentro de mi corazón.
—¡Dios mío, aquí estabas!
Mi mamá, luego de abrir la puerta de golpe, exhaló de alivio con una mano en el pecho como si esta pudiera contener a su salvaje corazón recién aliviado.
—No saliste a cenar, tu padre no volvió en todo la noche y tú no aparecías ni cuando te llamaba...
—¿Qué hora es?
—Las cinco de la mañana, Iván. ¿Has pasado toda la noche aquí?
Lo mismo me estaba preguntando yo.
—Lo siento, mamá. Luego te explico, necesito ir a ver a la vecina.
—¡¿De qué hablas?!
—Es urgente.
Me alcé para darle un beso en la mejilla y salí corriendo sin medir mis acciones. Afuera, la neblina espesa y grisácea me engulló. Podía imaginarla a través de la luz verdosa de farolas góticas en medio del cuento de Robert Louis Stevenson, y me di cuenta de que empezaba a ver la vida con otros ojos, que empezaba a vivirla.
Martina tenía razón.
Como afuera lloviznaba tuve que meter el libro bajo mi camisa y cubrir ambos con el saco que todavía no me quitaba. Llegué a la casa de al lado sin mayores preámbulos y toqué la puerta como si un fantasma me persiguiera.
Para mi suerte, abrió ella. Fue la primera vez que la vi realmente como lo que era: mi salvación.
—¿Sí? —dijo por todo saludo.
—¿Quieres venir a explorar a mi casa?
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Otra ilustración de LinMaddiee ¿no es una ternura preciosa? 😍😍😍
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