27: Nadie
Ustedes que me conocen ya habrán adivinado que mi conversación con Julia, o parte importante de ella, se condujo por el camino que yo había anticipado, aunque con la delicadeza suficiente para que pareciese una desviación espontánea como en aquellos monólogos que comienzan explicando una ida al cine y terminan en una demonización de la política. Yo necesitaba información de los Bell y además de mis padres y los Pan, la única persona que sabía que había tenido conexión al menos con una era la madre de Claxon.
Al menos esa parte del plan resultó solo con un efecto colateral: me había condenado a perpetuar mis visitas a un viejo amigo que ni recordaba quién era él, mucho menos lo que yo signifiqué en un punto de su vida.
Ahora que sabía la ubicación de los Bell, o tenía una idea de ella, solo me faltaba pulir los detalles de mi acercamiento.
En ese momento, mientras saboreaba mi victoria a medias y pensaba en lo cada vez más parecido que era a mi padre, Martina ojeaba una versión ilustrada de Mujercitas solo para admirar la ambientación de la época.
—Los vestidos son tan bellos —comentó con los ojos chispeantes.
—¿Cómo vas a decir eso? Jamás te he visto con uno. Jamás, y te conozco desde los doce.
—Eso no significa que no me parezcan lindos.
—Ahora que lo pienso, mi madre, la tuya y todas las mujeres que conozco usan vestidos pero tú…
—Mi madre no usa vestidos todo el tiempo, solo cuando es uno de sus diseños.
—Pero «a veces» es más que «nunca».
Martina rodó los ojos, me di cuenta de que lo hacía para desviar la conversación.
—¿Por qué no los usas, Marti? Si hasta dices que te gustan.
—No lo entenderías…
—No, sí, aparte de gafo, me llamas retrasado. —Mi amiga se mordió los labios para no reír—. Vamos, explícame, haré un intento sobrenatural para que mi retraso no interfiera a la interpretación de tus palabras.
—Bien, gafo. —Tomó aire—. Es que cuando usas vestidos la gente está predispuesta a esperar de ti que seas prudente y refinada, con modales de ejemplo. Prefiero vestir de forma que la gente cuando me vea esté preparada y consciente de que sea lo que sea que salga de su boca, si no me parece, lo refutaré. Sé que no tiene nada que ver, pero la gente ya tiene suficientes expectativas sobre las mujeres. Mi mamá dice que es problema de la gente, pero no es cierto. Siempre es problema nuestro. Por eso no uso vestidos, ayuda a que vean el golpe venir.
—Eres la niña más extraña del mundo —respondí con cara de que los cables de mi cerebro se habían cruzado.
—Técnicamente deberías dejar de llamarme niña si se supone que llevo uno adentro.
—No puedo, Marti, no quiero.
—Yo tampoco.
Se hizo el silencio, más fúnebre que incómodo.
—¿Pudiste pensar en algo? —me preguntó en un susurro.
—Estoy en eso.
—¿Cuánto tengo que esperar? ¿Hasta que sea demasiado tarde?
Yo sé que ella no lo decía por mal. Estaba desesperada. Se le acababa el tiempo, y yo era su única esperanza con ella presa y custodiada. No la juzgaba por sentirse en pánico y descargarlo en mis hombros.
—Te prometo que no, Marti. Pensaré en algo, confía en mí.
En ese momento entró su madre, llevaba en brazos una gabardina larga de múltiples bolsillos y sobre los hombros lo que supuse que era un abrigo por el pelaje que resaltaba. Este, a diferencia de la gabardina, era de un azul casi negro.
—¿Y eso? —pregunté.
—Para ti, Ivancito. No te quitas esa gabardina ni para dormir y no solo te queda bastante pequeña sino que debería ser beige y se ve marrón de lo sucia que la llevas.
—¿En serio me confeccionó eso para mí? La amo, Anita, la amo con todo mi ser.
Y me levanté a abrazarla con dramatismo. Mi amiga no levantaba la vista de su libro como si fuera mucho más interesante que su alrededor, pero no podía disimular el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Una vez decidió aplicarle la ley del hielo a su madre no hubo quien la sacara de ahí, y ella misma solo se tomaba pequeñas libertades cuando un comentario mordaz le picaba la boca.
—¿Y ese otro? —pregunté señalando el abrigo.
—Es para tu padre.
—¿Le haces ropa a ese vejestorio? Mi papá puede comprar lo que quiera, no pierdas tu tiempo.
—Menos algo hecho a mano por una persona que lo aprecie —corrigió antes de apretarme los cachetes—. Tu papá se merece más que un abrigo, yo que tú me paso toda la noche haciéndole aunque sea una carta.
—Tal vez otro día.
Anita negó con la cabeza, aunque todavía con alegría sobre los labios.
—¡Ah, casi lo olvido! Te buscan afuera.
—¿Quién?
—Me dijo que no era nadie, que te dijera eso y que tú entenderías.
Salí corriendo como si me acabaran de decir que Santa Claus había salido a repartir libros a todo el mundo, y abrí la puerta principal como si temiera que, de tardarme un segundo más, perdería la oportunidad de obtener la historia indicada para mi vida y esta, de forma errónea, pasaría a otro niño que no la merecía.
Ni siquiera me detuve a enderezar mis lentes o a verificar si estaba peinado o no, lo cual era estúpido solo de planteármelo: siempre estaba despeinado. Nunca volví a dejar que mi madre me cortara el cabello y ya estaba a nada de rozarme los hombros. Y no como esos modelos endiosados con lindos rizos, como los de color caramelo de Eliot, o las hebras de mi padre que de tan largas habían acabado por alisarse y de vez en cuando tenía que recoger en una cola en la nuca; lo mío sí que era un verdadero desastre oscuro y entresijado que de tanta agua que llevaba no entendía cómo es que no se había podrido todavía. Larem me habría hecho un favor de ser así.
Por ello, habría sido sensato peinarme antes de recibir al rubio Pan que esperaba encontrarme de pie sobre la alfombra enmohecida de Marti y su madre, pero una vez la puerta dejó de ser un obstáculo para mi visión, no vi a absolutamente nadie, ni siquiera ese Nadie.
Anita de pronto me alcanzó y se asomó para, al igual que yo, revisar el panorama con un rápido vistazo.
—¿Se fue?
Una parte de mí no podía creer su ausencia. Esa parte lo imaginaba oculto en cualquier lugar tan cercano como para observar cada uno de mis gestos y leer las mudas palabras de mis labios. Eso me hizo sonreír.
—¿Qué te dijo? —le pregunté a Anita. De hablar con ella siempre disfruté que jamás se ofendió por mis cambios de preferencia con respecto a si quería tutearla como si no.
—Pues… es medio raro ese chico, primero me dijo que te dijera que te invitaba a cenar en su casa y que entraras como la última vez, que su tío estaba ocupado en otra cosa o algo así… pero luego me dijo que mejor te llamara y que él mismo te lo diría. Sí que es raro, el chico. O tal vez tenía prisa.
Lo que Anita no sabía era que Nadie no me había llamado para darme un mensaje que estaba seguro de que ella me daría, solo me hizo salir para poder verme. Pensar que le había leído la mente me hizo sonreír por dentro como si un enjambre de abejas me sacaran el gesto a la fuerza, pensar en que nuestras mentes estaban conectadas me hizo exteriorizar la sonrisa. Y, por último, guiñé un ojo a la nada esperando que Anita no se diera cuenta y a la vez estar en lo cierto sobre el escrutinio bajo el que me sentí sometido.
Hasta que volví a entrar a la casa no caí en cuanta de lo que acababa de hacer. Sin ser consciente, con ese guiñó firmé un pacto que podía costarme mucho más que la otra mano. Le había prometido a Nadie que esa noche me colaría por segunda vez en el caserón Pan.
♧♧•♧♧
Entrar una vez es una cosa de ignorancia a los límites de la familia Pan —los cuales me parecían nulos una vez se evaluaba todo—, entrar una segunda luego de haber escapado en la primera sin una mano, ya era masoquismo, o un ardiente deseo por una muerte violenta.
Entre todas las cosas que me pasaron por la mente esa noche mientras escalaba las piedras del sombrío caserón a la única ventana abierta, la más recurrente era una súplica por no tener que volver a ver al cocodrilo.
En cuanto mis dedos se afianzaron al alfeizar, sentí una piel helada que se posaba sobre ellos.
No sé en qué pensaba Nadie al hacer algo así, pues tal fue mi susto que me solté y habría caído incluso con la ayuda de sus dos manos de no ser por el garfio que anclé entre la pared de dentro y la de afuera mientras resbalaba a una muerte segura. No tuve que verme el brazo para saber que sangraba puesto que todo mi peso volvía a depender del arma al que estaba malditamente unido.
Con un esfuerzo menor al que hacía mi corazón por reponerse del susto, me introduje en la habitación.
Nadie me miraba con devoción, como si no pudiera creer que de nuevo me hubiese atrevido a volver a la propiedad del diablo. Ni siquiera llevaba el saco del traje en esa ocasión sino una camisa de un verde lima a medio abrochar. No quería fijarme, pero sin querer me di cuenta de lo lleno que tenía el pecho de lunares. Sus pies también estaban desnudos, pálidos como si no acostumbraran a salir de los zapatos. Me di cuenta que un calzado negro estaba al pie de la cama y que encima de esta había un saco de un esmeralda tan oscuro que de no ser por el beso de la luna no habría detectado la complicidad del verde.
Con toda seguridad lo había agarrado a medio arreglar, y pese a eso ni una sola fibra de su cabello escapaba de su impoluto peinado.
—¿Para qué tanta formalidad si solo soy yo? —pregunté señalando mi vestimenta húmeda y ordinaria. Usaba la gabardina nueva, pero eso no tenía por qué saberlo él.
El rubio no me respondió enseguida, se limitó a sonreír con picardía y a abrochar los últimos botones. Estuve tentado a decirle que se veía mejor tal cual estaba, pero me mordí la lengua con ganas de abofetear mis pensamientos inadecuados.
Estaba ansioso, temblando de nervios y anticipación. Mi conversación con Martina sobre todas las posibles verdades sobre mí me quitó un peso de encima. Me liberó, de alguna forma. No como si me definiera, más como si ahora tuviera la oportunidad de hacerlo yo mismo sin sentirme juzgado.
Y vaya que quería descubrir qué demonios me pasaba con Nadie. Porque si era real, si en serio estaba la posibilidad de... Es que ni siquiera sabía qué podría hacer al respecto, pero cómo me temblaba el alma y el corazón, al borde del paro cardíaco, al tenerlo cerca.
Era raro. Peligroso. Turbio y con percepciones muy cuestionables sobre socializar. Pero me intrigaba, y, mierda, si alguna vez me reconocí a mí mismo que una persona me parecía indudablemente atractiva fue frente a él, a quien no podía encontrarle más defecto que el apellido.
¿Qué haría? ¿Qué haría si tuviera la libertad de...?
Negué con la cabeza, ahuyentando todos esos pensamientos.
Me iba a desmayar y ni sabía para qué me había citado. Jamás pensé así de nadie, ni siquiera para cuestionarme. Y es que, ¡carajo!, ni siquiera había dado un beso de pico en mis casi dieciséis años de vida.
Era patético, y aún así sonreía.
—¿A qué te referías con eso de que tu tío estaba ocupado hoy? —le pregunté intentando sonar relajado e indiferente, como si no llevara una tormenta encima.
—Trata… —Se bajó de la cama de un salto, quedando peligrosamente próximo a mí, su nariz casi rozando la mía, sus ojos fantasmales agrediendo mi estabilidad—. No, no trates: no menciones a Peter y sobrevivirás a la cena.
—¿Piensas hacerme algo si lo menciono?
—No es de mí de quien debes preocuparte.
Ese comentario me cortó la respiración. Alcé la mano para acomodarme los lentes por impulso, pero recordé a mi padre así que me contuve. Ese día quería ser yo, quien sea que fuera ese.
Él se alejó de mí en dirección a su espejo.
Algo ocurrió mientras Nadie ejecutaba su ritual silencioso, refinado y muy meticuloso entre una prenda y obra bajo la que ocultaba su palidez invadida por lunares, algo que me hizo esconderme debajo de la cama como un niño perseguido por el monstruo más terrible: el chirrido de la puerta que hasta entonces había estado cerrada.
No me atreví a ver, ni reconocí la voz de Morgan o de Pencil, pero distinguí un tono de desprecio femenino que se me antojó demasiado emo.
—¿Ya llegó? —preguntó la recién llegada con una maldad preciosa.
—¿Para qué preguntas si lo viste subir? —inquirió Nadie en respuesta. Puede parecer una reacción brusca, pero lo dijo con la serenidad del cielo en Nunca Jamás que nunca había vivido una tormenta. Lo imaginé colocándose una corbata con maestría sin siquiera desperdiciar una mirada en la odiosa intrusa.
—Bueno, tu padre lo espera casi frotándose las manos del gusto.
—Te está escuchando.
—Lo sé. ¿Dónde se escondió?
—Bajo la cama —respondió el traidor.
—Es tan simple, ¿por qué traes a alguien así? Yo esperaría que la primera persona que traiga mi primo a cenar con nosotros tenga los escrúpulos para lanzarse por la ventana o inventarse un mejor escondite.
—Lo juzgas desde tu envidia, Pen —respondió Nadie, plácido y paciente, no parecía dedicarle demasiado atención a la intromisión—. Iván está aquí después de lo de Tik Tok, ¿y tus invitados, qué? Brillan por su ineptitud. ¿Qué más podrías demandar del mío?
—Nada. —Esto último lo pronunció con una fingida dulzura—. Barrie, que tengas mucha, mucha, suerte.
La puerta se volvió a cerrar, así que salí de debajo de la cama incluso sabiendo que no necesitaba estar ahí en primer lugar.
—¿Qué se supone que hago aquí? —cuestioné, inútilmente arreglando mi cabello que se había alborotado más.
Me desconcertó descubrir que Nadie se reía con una diversión embriagadora, pero sin hacer ni el más mínimo sonido.
Hizo una pausa todavía sonrojado por la risa solo para poder hablarme.
—Era Penélope. Es mi prima. Imagino que sabes de quién es hija.
—De Penny —concreté—. Es lo chica con cara de asco que lee en la ventana de al lado.
Nadie sonrió satisfecho, tal vez orgulloso de no ser el único acosador.
—¿Me vas a decir a qué vine? —insistí.
—A comer, ya lo sabes.
—¿Por qué tu padre me espera? ¿La cena soy yo?
—Seguro porque la comida se enfría.
—¡¿Voy a comer con todos?!
Él enarcó una ceja, terminando el nudo de su corbata. Me costó apartar los ojos de la soltura con la que sus dedos manipulaban la tela, hábil, sin mirar lo que hacía, instintivo.
—¿Qué esperabas? —preguntó.
—No sé —dije, obligándome a verle a la cara—. Creo que malinterpreté algunos detallitos. ¡Como el que me pidieras que entrara por la ventana! ¿Por qué tendría que comer con todos ellos? ¿Qué quieren de mí?
—¿Venías a comer solo conmigo?
«Mierda».
Creo que enrojecí hasta las orejas, así que para salvar mi dignidad terminé restándole toda importancia con una actitud a la defensiva.
—La verdad es que no sé a qué venía, pero no a esto, eso es seguro.
Ni siquiera eso borró esa sonrisita de satisfacción reprimida en sus labios.
Quería golpearle.
—No te van a hacer nada, ¿de acuerdo? —Me dijo, dándome la espalda apenas unos segundos para alcanzar sus guantes en el aparador—. Confía en mí, Iván. Hoy eres nuestro invitado.
—Los invitados no entran por la ventana.
—Es porque no conoces las costumbres de esta casa.
Entonces hizo algo que revolucionó mi corazón: me guiñó un ojo.
—¿Po-por qué querrían cenar conmigo? —pregunté, esperando que el tartamudeo pasara por cobardía.
—Porque se los pedí yo. Cálmate, tiemblas. —Se aproximó a mí y puso una mano en mi hombro. Estaban sus guantes, la gabardina y mi camisa como refuerzo, y aún así sentí que me congelaba bajo su contacto—. Me pareció que era hora de que conocieras a mis padres. Bueno, de que los conocieras en mejores condiciones.
—Pero…
—Puedes irte si quieres, en serio. No estás obligado a nada. Eres mi invitado, ya te lo dije.
Fingí pensármelo. Mi decisión estaba tomada apenas me puse la gabardina nueva y salí de la casa de mi mejor amiga.
—Solo… prométeme que saldré de aquí con la mano que me queda.
Sonrió, asintiendo.
—Te prometo que aunque tenga que interponer mi vida no dejaré que te toquen la otra mano.
Por alguna razón eso me dio más miedo que tranquilidad, y pude ver en sus ojos que él no solo lo sabía, sino que le divertía.
♧♧•♧♧
Qué horror sentía instalado en el pecho, cuánto frío evocaba mi imaginación que me tenía los labios entumecidos y las piernas temblando.
Bajé con el misterioso rubio a la boca de todos los reptiles que habitaban el caserón. Si no fuera porque él tenía sus manos a salvo en sus bolsillos, me habría atrevido a aferrarme a una de ellas arriesgándome a incitar situaciones poco favorables.
No sabes lo que es estar nervioso hasta que te toca conocer los padres del chico que te obsesiona, y más cuando sus padres probablemente tengan responsabilidad directa con la creación del inframundo.
A la primera que vi al llegar a la sala de estar que casi destruyo en mi huida aquella primera vez, fue a Penélope. Estaba sentada en un sillón junto a las escaleras fingiendo estar inmersa en un libro que sin darse cuenta sostenía al revés. Luego cruzamos por un pasillo al gran salón donde había foto de todos los Pan en distintas etapas de su vida; quise buscar las de Peter con disimulo, pero si estaban ahí no alcancé a verlas hasta donde llegaron mis pasos. Me fijé en la amplia mesa ovalada de cristal negro bajo una lámpara de araña enorme llena de cientos de velas; ahí me esperaban reunidos Pencil y una copia suya de rasgos aún más finos y cabello largo hasta las caderas, quien supuse que era su gemela Penny.
Tomé asiento con un esfuerzo irreal por no mirarlos a la cara, Nadie se sentó en la silla del frente y de inmediato su prima tomó asiento junto a él.
Ninguno dijo nada ni hizo movimiento alguno, como si de pronto todos estuvieran en pausa a espera de quién sabe qué y yo era el único sin enterarse. Entonces los largos dedos huesudos que jamás iban a borrarse de mi memoria se volvieron a cerrar sobre mis hombros.
Después del respingo que di ante su sorpresivo contacto, Morgan rodeó la mesa para sentarse junto a Pencil. En su andar observé sus piernas largas atrapadas detrás de una malla oscura semitransparente que le colgaba sobre su falda corta hasta arrastrarse junto a sus pies. Pero no era lo interesante. Lo era la daga de plata que llevaba atada al muslo.
Al sentarse me tomé la libertad de inspeccionar la parte superior de su cuerpo. Todo estaba como antes, un cabello más oscuro que la muerte, la piel de marfil que hacía que todos junto a ella se vieran oscuros, los labios rojos como recién escapados del beso de una manzana, y el escote hipnotizante. Pero había algo nuevo esta vez además de una gema que le colgaba del cuello hasta posarse entre sus clavículas: una víbora albina le rodeaba los hombros y lamía sus mejillas.
—Vamos, que alguien le dé la bienvenida al chico, ¿no? —animó Penny, aunque se notaba en sus ojos que todo lo que esperaba era un espectáculo.
La mujer que siempre recibía los paquetes que dirigían a la propiedad nos sirvió de un supuesto vino verde que crecía en tamaño a medida que llenaba la copa gracias a una curiosa espuma, misma que al evaporarse tomaba formas extrañas. La mía creó una nube de un verde tan leve que parecía blanco, al principio me costó distinguir, pero comprendí que entre los espacios sin nube se formaba con la luz de las velas los dientes de un reptil. Penny y su hija contenían una sonrisa del más puro disfrute.
—¿No lo pruebas? —me desafió Pencil con su voz de víbora ponzoñosa.
A punto estuve de decirle que no, que no quería morir envenenado, pero, aunque puedo estar equivocado, creí sentir la mirada de Nadie instándome a hacer lo que su padre pedía.
—Claro que sí —dije con una sonrisa de lo más arrogante y me vacié el contenido de mi copa adiamantada de un solo trago.
Fue una insensatez tomar de ese modo mi primera porción de alcohol, y más con uno que provenía de gente tan macabra, pero no había quien sobreviviera sobrio a una cena como esa.
—Sírvele más, Petunia —indicó Morgan quien degustaba mi presencia con sus ojos rapaces. Apenas se había mojado los labios con su bebida, pero era la única, supuse que era algo de mujeres malignas tomarse el vino como si tuviese que durar toda la vida.
—Mamá —llamó Nadie sin ningún anomalía en su tono de voz normal—, si lo embriagas tendrá que quedarse a dormir.
Y se volteó para regalarle la más inocente sonrisa que le había visto hasta ahora. Me erizaba la piel cómo esa familia fingía la inocencia, era casi diabólico.
El comentario de Nadie hizo reír hasta a Pencil, incluso a la mujer que servía la comida —única que no gozaba de esa extraña manera de reír en mudo—. No supe cómo tomar el chiste, así que me bajé la cabeza a mi plato como si meditara qué parte de este me provocaba más hambre.
—¿Qué pasa, Garfio? ¿Necesitas que te eche una mano.
Ese comentario de Morgan sí que les arrancó las carcajadas de la garganta a todos, menos a Nadie, que si estaba incómodo por la situación no lo reflejaba en su apacible semblante.
Esa situación me hizo pensar en que pudo ser ella la de la brillante idea de ponerme un garfio en la mano, pero si bien eso sirvió para poner mi estómago a arder no es como si hubiese podido hacer algo al respecto.
—Vamos, cariño, no seas tan dura con él, es solo un niño —intervino el señor Pan que apenas se recuperaba del ataque de risa.
—Disculpe que me entrometa, señor Pan, pero si va a defenderme con esas palabras mejor ya lánceme al cocodrilo. La última vez que las dijo salí de aquí con una mano menos.
Penny, o tal vez haya sido su hija, dejó salir un silbido de provocación. Era leña al fuego que recién encendía.
—Tienes razón, qué mala primera impresión te hemos dado, qué poco hospitalarios hemos sido… —No, no había una pizca de arrepentimiento en su voz—. Pero algunas versiones cuentan que tú tampoco te portaste muy bien esa noche, ¿o sí? —Trague en seco—. No soporto un ladrón.
—Papá —advirtió Nadie, aunque sereno.
—Pero descuida, hoy eres nuestro invitado. —Sonrió como el reptil que llevaba por dentro—. Claro, que al salir tendré que revisarte los bolsillos.
—Dejen tragar en paz al pobre niño —Intervino la mujer del servicio.
No sé a quién le habría vendido su alma para atreverse a hablarles así, pero esperaba de todo corazón que me pasara un papelito con el contacto.
Entonces empezó la cena.
—Y bien, ¿de dónde conoces a…?
—Nadie —interrumpió el chico a su madre—. Eso soy para él.
—Si fueras nadie para mí no estaría aquí en medio de estos leones hambrientos —interrumpí con rabia, tal vez porque ya llevaba la segunda copa.
—Me refería a que por ese nombre me conoces —explicó él con una media sonrisa antes de volver a su plato.
Me sentí muy, muy, avergonzado. La cara me ardía y de alguna forma supe sin verme que la tenía más colorada que nunca.
—¿Y tu madre?
La comida se me atascó en la garganta, por primera vez en toda la noche vi a Nadie mirar con algo más que tranquilidad en su rostro. Casi había amenaza en la manera en que volteó hacia Morgan, pero ella no le prestó atención, se dedicaba a estudiarme y con sus dedos de marfil a tamborilear sobre el cristal oscuro de la mesa. Sus garras me daban miedo, pero no como el tono en que decía las cosas: como si ya supiera las respuestas.
—¿Es una prueba o algo? —inquirí.
—Solo me preocupo por ella, es una pregunta formal. ¿Está bien?
Pencil carraspeó en advertencia pero su mujer no iba a detenerse ahí, lo vi en su mirada.
—Sí, muy bien —gruñí con la mandíbula en tensión—. Gracias.
—¿Lo has comprobado últimamente?
—Mamá —dijo Nadie casi en un ladrido.
—¿Por qué tendría que comprobar eso? —desafié sin esquivar el contacto visual, resistiendo a él.
—Oh, yo qué sé —dijo ella restando importancia con un gesto de su mano—. Solo digo, a veces creemos que una persona está estable pero no imaginamos los demonios que tiene por dentro.
Vacié de un trago mi tercera copa. Sabía a coraje.
—¿Y cuántos demonios tiene usted por dentro?
—Más de los que quieres conocer.
—A ver, pruébeme. ¿Alguno de ellos es adivino o algo?
La serpiente que dormitaba sobre su cuello se levantó excitada. Ni siquiera me importó.
—Los Pan lo sabemos todo, no necesitamos de adivinos.
—Pero Morgan… no eres Pan, ¿o sí?
Todos contuvieron la respiración ante mi atrevimiento, yo solo pensaba en la cuarta copa que me ardía en el estómago.
—Me entregué a ellos, corazón, y no cualquiera lo consigue. No quieras conocerme.
—Ah, pero si estoy aquí precisamente para conocerlos. —Sonreí abiertamente—. Los Pan lo saben todo y tú eres Pan, entonces no son necesarios los acertijos, ¿no? Di lo qué sabes de mí, Morgan. Tienes a todos ansiosos.
Ella rio, cruel.
—Ay, niño, pero si lo divertido de saberlo todo es ver cómo los demás se destapan intentando saber qué es lo que sabes.
—A divertirnos entonces. Juguemos a que intento descubrir qué es lo que sabes.
—¡Ay, pero qué cena tan interesante! —exclamó ella, extasiada—. A ver, niño, soy toda tuya, lanza tu mejor suposición.
Sonreí imitando el modo en que ellos fingían inocencia.
—¿Y Peter?
—¡Suficiente! —Pencil se levantó—. Petunia, acompaña el niño a su casa. A su casa, no a la salida, no queremos que le pase nada, y al que intente tocarlo me lo traes, me hace falta un bocadillo.
—Sí, señor —aceptó la empleada.
—Despídete, chico, mi hijo y yo tenemos cosas que hablar.
—Con gusto. —Sonreí por última vez aquella noche y vi directo a los ojos al señor Pan—. Salúdeme a mi madre.
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YAAAAAA ESTÁAAAA. Este ha sido mi capítulo favorito de escribir porque AMO, AMO, AMO la familia Pan. Espero que les haya gustado, y que me digan lo que opinan de cada retorcido miembro de esta familia, de Nadie, del #Nivan (en la encuesta que hice ganó Nivan como Shipp) y de la conversación final.
Este capítulo va dedicado a KRIS_242 porque adivinó la respuesta a la pregunta que dejé en el cap anterior, supo que Iván fue a ver a Claxon porque necesitaba sacarle a la mamá la dirección de los Bell. Todo un detective, ¿no?
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