Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Prólogo. La Noche de las dos lunas

Sin que nadie lo esperase en Austen, porque hablamos de un pueblo en apariencia aburrido, a eso de las seis de la tarde el cielo se tornó de un extraño gris rutilante. Sin duda a la luna la ahogaría una tormenta.

Sin faltar una esquina, la calle Magnolias se entregó a la enlutada noche. Sólo una manceba mujer de sutil figura, piel blanquecina y cabellos largos y finos, caminaba con distinción y sin apuro hacía esa oquedad del pueblo. Era ocho de abril de mil novecientos noventa y cinco y todo alrededor de Yoshiko palidecía a comparación de su brillante kimono rojo estilo furisode. En contraste, su mirada de ojos cetrinos, aprisionaba el lúgubre dolor del desamor.

Yoshiko se detuvo en el umbral de la calle e indagó todo en confidencia con ella misma. No tuvo que buscar demasiado, su destino era la casa morada de la esquina. Se abrió paso entre los rosales y caminó hacía a la puerta. Ella no se iría sin entregar lo que llevaba en sus cansadas manos. Al llegar tocó tres veces y esperó. Segundos después, abrió la puerta una rubia y joven mujer; inmediatamente, Yoshiko trajo a su memoria el momento en que la vio por primera vez, bella y airosa caminando junto a su esposo por el centro del pueblo. Ese día advirtió que la mujer estaba embarazada. Yoshiko olvidó que ya lo sabía y esta vez la impresión fue mayor por ser más notable a simple vista.

La mujer miró a Yoshiko con temor e instintivamente colocó una mano sobre su vientre para proteger a su bebé. 

"Me reconoce".

Sin esperar más, Yoshiko se dirigió a ella:

—Konnichi wa —dijo con un tono pudibundo y buscó con la mirada el anillo de bodas que esta lucía en el dedo índice de su delicada mano.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó la otra, con voz desafiante.

Yoshiko la miró a los ojos. En ningún momento bajo la mirada delante de ella:

—Busco a Daniel Appleton.

—¡Déjelo en paz! ¡¿Acaso no le importa que él ya tenga familia?!

—¿Usted sabe quién soy yo? —preguntó Yoshiko sin perder la calma. Le sorprendió que en esa casa supieran de ella.

—Es evidente. No hay secretos entre Daniel y yo. Usted es... Yoshiko Nagata —La voz de la mujer tembló al dejarlo salir—, y acosa a mi esposo desde que él regresó a Austen.

"¿Acosa?", se preguntó Yoshiko.

—¿Él está aquí? Necesito verlo —insistió, sin importarle no ser bien recibida.

—¿Qué se supone que signifique eso? —preguntó airosa la otra—. Mi paciencia ya está al borde. No soporto esta situación. Váyase y no vuelva ¿Me oye? ¡No vuelva!

Es tan extraño el sentimiento del amor que, a pesar de que él ya no me ama, estoy aquí para ayudarlo, pensó Yoshiko.

—Me iré, pero por favor entréguele esto —dijo a conveniencia y ofreció a la mujer el objeto envuelto en seda color amarillo que de momento escondía entre sus manos.

—¿Qué es eso? —La mujer no lo recibió.

Como si pretendiera asustarla, Yoshiko desenvolvió el objeto y se lo mostró. La mujer suprimió un grito y caminó dos pasos hacia atrás. A lo lejos se escuchó el maullido de un gato y la primera gota de lluvia rebotó en el suelo. Yoshiko, en apariencia serena, sostenía en sus manos una daga con cinco muescas en la empuñadura, brillante e impregnada de sangre seca.

—Entréguele esto a Daniel y dígale que su sangre está maldita —dijo a la mujer, procurando ocultar su miedo—. Intenté evitarlo pero ya es tarde. La mariposa está enjaulada y no podrá ser liberada hasta que él cumpla su promesa —añadió, y puso la daga sobre el piso, muy cerca de la mujer.

Esta bajó la mirada y observó la daga, pronto sintió miedo por ella y por su familia. Cerró los ojos y siguió caminando hacia atrás sin dejar de ver a Yoshiko. Aterrorizada, también comenzó a llorar con desesperación y se dejó caer en el piso. Ya no podía mantenerse en pie. Yoshiko la acompañó con la mirada hasta ese momento, luego volvió sobre sus pasos y se alejó.

La mujer suplicó ayuda:

—¡DANIEL! 

Segundos después, Daniel bajó con rapidez las escaleras.

—¿Qué pasó?! 

Angustiado, ayudó a su esposa a ponerse de pie.

Sarah no respondió, tenía la piel eriza y un creciente pánico le impedía hablar.

—Daniel... esa... esa mujer estuvo aquí —Apenas había recobrado un poco el aliento.

Él la sostuvo en brazos y subió al trote las escaleras para llevarla al dormitorio de los dos.

—¿Qué mujer? 

—Yoshiko Nagata.

Él negó con la cabeza y al llegar al dormitorio la recostó sobre la cama con mucho cuidado.

—También dejó algo espantoso frente a nuestra puerta y dijo que tu sangre está maldita. ¿Por qué te odia tanto, Daniel?

—No hagas caso. Ella... sólo quiere asustarnos —Daniel cubrió a su esposa con una manta e intentó conservar la calma, pero estaba preocupado—. Te prometo que no volverá a molestarnos. No esperaré a mañana, ahora mismo iré a exigirle que nos deje en paz.

Daniel secó sudor de su frente y caminó con prisa hacia la puerta.

—¡No!

—Sarah...

—¡Es peligroso!

A lo lejos escucharon los pasos urgidos de Debbie y la esperaron para decidir qué hacer.

—Hija, te escuché gritar —dijo esta al abrir la puerta.

—¡No me dejes sola, mamá!—exclamó Sarah, aún inquieta.

Daniel le dio un beso en la frente para tranquilizarla y después se dirigió a su suegra:

—Debbie, por favor quédese con ella. Yo voy a salir, pero no tardaré.

—Daniel... Daniel, por favor...

Sarah intentó impedirle marcharse, pero no lo consiguió.

El reloj marcaba las 05:31 p.m. cuando Daniel se marchó.

Más tarde esa noche una poderosa tormenta ahogaba los quejidos de Sarah, la joven mujer que vivía con su madre y su esposo en la casa morada ubicada en la esquina de la calle Magnolias. Porque, aunque el doctor en su última visita aseguró que faltaban dos semanas, esa noche el doloroso trabajo de parto comenzó. 

La vieja ventana de la habitación se abría y cerraba estrepitosamente a causa del viento. Una rama del viejo árbol junto a la casa también golpeaba el vidrio como si alguien tocase afuera y estuviese urgido de entrar. El tiempo era impasible y el torrencial indiferente a la incomodidad de la mujer. Sarah sentía el frio filtrarse debajo de su cobertor, pero no tenía la fuerza necesaria para levantarse y cerrar ella misma la ventana. Además, en el tejado frente al vidrio se encontraba Moshe, el lanudo gato gris que durante los últimos meses nunca la dejó sola.

—Entra, Moshe... —lo llamó haciendo notar dolor en su voz, pero el gato la ignoró.

Debbie corría por la casa buscando mantas, cerrando puertas y encendiendo velas, hasta que finalmente regresó a la habitación.

—No hay electricidad pero teníamos velas en la cocina —dijo y se acercó por cuarta vez a la ventana para cerrarla—. ¡Moshe, tendrás que quedarte afuera si no entras! —amenazó al gato, pero este no entró. Parecía vigilar de cabo a rabo la calle.

Sarah tenía miedo, no sabía si sentirse sofocada y temblorosa era normal. Era joven y pronto sería mamá por primera vez, por lo que todo era nuevo para ella.

—El doctor me aseguró que faltan dos semanas —repetía insistentemente Debbie para calmarse ella misma un poco—. Mañana iré a su clínica y te juro que no olvidará mi visita.

—¿Encontraste a Daniel?

—Oh, Sarah. No salí a buscarlo —Debbie hizo tronar sus dedos—. Es imposible por la tormenta. Quizá se quedó en algún lugar del centro...

Sarah no quería escuchar eso.

Debbie entraba y salía de la habitación con paños tibios en sus manos, que colocaba y quitaba de la frente de Sarah. Desconocía si ayudaban en algo, pero no sabía qué más hacer mientras su hija dilataba lo suficiente para dar a luz al bebé. Asimismo, cada vez que podía, también cerraba la estropeada ventana que insistentemente se abría de golpe, como si una fuerza sobrehumana la empujara. Moshe finalmente había entrado a la habitación, su pelaje era espeso pero el frio le irritó. Sin embargo, se recostó sobre el sofá  junto a la cama de Sarah y la observó con cautela.

Después de cuatro horas de intenso dolor, Sarah dio a luz a una niña tan blanca como la espuma. Debbie siempre diría que iluminó aquella habitación mucho más que la luz de las velas.

—Se llamará Emma —susurró Sarah con lágrimas en los ojos.

—Entonces, "Emma", que tú mamá nos cuente por qué eligió ese nombre —quiso saber Debbie, cargando felizmente a su nieta.

—Es un nombre muy dulce —sonrió Sarah.

Sarah estaba cansada y quería dormir pero un fuerte dolor en el pecho se lo dificultaba.

Horas después, el llanto constante y ensordecedor de Emma hizo desaparecer todo silencio en la calle Magnolias. Aun cuando el aguacero y ruido de los relámpagos parecían desafiar aquel lamento, porque Debbie tuvo la impresión de que entre más lloraba la bebé con más poderío se dejaba venir el aguacero. "Pero es imposible", pensó.

—Emma necesita estar cerca de ti. Quizá eso la calme un poco —le dijo a Sarah temerosa de que el cielo se viniera abajo si la bebé continuaba llorando. 

A continuación, colocó a su nieta sobre el pecho de su hija y, en efecto, Emma calmó su llanto y con este la lluvia y los relámpagos.

—No puede ser —murmuró incrédula Debbie volviendo la vista hacia la ventana.

Era imposible que la tormenta cesara al dejar de llorar una bebé.

—¿Qué no puede ser, mamá?—preguntó Sarah mientras cobijaba a la niña.

Debbie prefirió no decir algo absurdo y, en lugar de eso, ayudó a abrigar a madre e hija.

—Que no puede ser que Daniel no haya vuelto —agregó después de un instante y trató de especular algo más lógico para dar respuesta al súbito cambio de clima.

Fue casualidad, se dijo.

—¿Le habrá hecho algo malo a Daniel esa mujer o la familia de ella? —preguntó con temor Sarah.

Debbie negó con la cabeza:

—Cariño, tu esposo presume tener la fuerza y astucia de dos tigres —dijo—. ¿Qué va a temer un militar como él?

—Es cierto. —Sarah se tranquilizó un poco—. Pero una persona celosa no es sensata, mamá.

Debbie no dijo más. Ella misma se recordaba montando escenas de celos a su difunto esposo.

Todo el ambiente dentro y fuera de la habitación, una vez dejó de llorar Emma y salió Debbie, incitó a la joven madre a descansar a pesar del agudo dolor en su pecho. Esta vez la ventana estaba casi cerrada, salvo una abertura que Moshe vigiló como si estuviera preocupado de no poder salir más tarde. Sin embargo, y aunque nadie lo sabría jamás, lo que calmó el llanto de Emma esa noche no sólo fue sentir el calor humano de su mamá, sino también el escuchar que el corazón de ella aún latía. Emma tenía miedo y nadie lo sabía. Era el sonido de la vida asediada por la muerte lo que la hacía llorar.

Una mariposa anaranjada, con detalles negros y blancos sobre sus alas, entró lentamente por la abertura de la ventana. Moshe la siguió con la mirada hasta que la vio postrarse el viejo reloj frente a la cama de Sarah. La noche no era adecuada para que una mariposa cualquiera volara, pero es que esa mariposa no parecía lo que en verdad era. Quién hubiera podido imaginar que se trataba de una quimera sentenciando a muerte a la pequeña Emma.

Minutos después, Debbie regresó a la habitación llevando con ella una tina con agua tibia.

—Estaba pensando que si Emma vuelve a llorar le cantes una canción, quizá eso ayude —sugirió entretanto preparaba la tina para la lavar a la pequeña.

—No sé canciones de cuna, mamá. Lo único que escucho gracias a ti es música de ABBA —Sarah sonrió.

—Por eso quiero dar las gracias a las canciones, que transmiten emociones...—tarareó en voz baja Debbie para no despertar a Emma.

—Sé que te gustan, pero no cantan canciones de cuna —insistió con un tono de voz más fatigado. Sarah cerraba los ojos unos segundos y los abría enseguida para evitar dormirse.

—¿Qué tal Chiquitita? Creo que es idónea para Emma —opinó Debbie, e intentó silbar—: Chiquita dime por qué...

Contemplando a su hija aún dormida, Sarah estuvo de acuerdo. La bebé era chiquitita. No obstante, a pesar de la felicidad y amor que sentía por tener a Emma con ella, se sentía cansada,

Una vez más, Debbie comprobó el buen tiempo:

—Ya no llueve. Estoy segura de que Daniel volverá pronto. Y mientras esperamos limpiaremos a Emma.

—Mamá, me siento muy cansada —dijo Sarah con aflicción. 

Igualmente sentía su boca seca y la mirada nublaba. Apenas diferenciaba de cualquier otra cosa la silueta de su hija que aún descansaba sobre ella.

—Sería muy extraño si no —respondió Debbie—. Tú abuela, en paz descanse, decía que con el dolor de parto las mujeres pagamos nuestros pecados. Ahora ambas sabemos que tenía razón. —respondió, más preocupada en alistar el baño de Emma.

Quizá Sarah no se quejó lo suficiente, pero aunque así fuera, mucho no hubiera podido hacer Debbie.

Cuando Debbie iba a tomar a Emma para lavarla, Sarah no lo permitió:

—Déjala unos minutos más aquí conmigo, por favor —suplicó con clamor maternal. Ella querría pasar esa y muchas noches más junto a su hija.

—Sarah... —Otra mirada suplicante para terminar de convencer a la abuela—. Está bien. Bajaré por más toallas para limpiarte a ti también. Pero, al volver, Emma no se salvará del agua tibia —avisó con una sonrisa y salió por enésima vez de la habitación. Nada le daba más ternura que aquella imagen de su hija cargando a su nieta.

Esa noche, tras una tormenta, ya todo era silencio; únicamente el sonido de un corazón que latía con dificultad escucharía quien se despertara con el lejano sonido de un martillo.

Emma empezó a sollozar, la melodía que escuchaba a través del pecho de su madre se percibía cada vez menos. Sarah, a pesar de su moribundo cansancio, al escuchar el quejido de su hija abrió los ojos y, sin fuerzas para hacer algo más, con un leve susurro cantó:

—Chiquitita, dime por qué, tu dolor hoy te encadena...—Emma dejó de sollozar— En tus ojos hay una sombra de gran pena... No quisiera verte así, aunque quieras disimularlo, si es que tan triste estás ¿para qué quieres callarlo?

Debbie quiso volver a la habitación al escuchar los quejidos de Emma, pero escuchar a Sarah cantar a la pequeña la alentó a irse otra vez para no interrumpir.

La voz de Sarah calmó otra vez a la bebé y, como si fuera música que acompañaba a su voz, al callar ella los latidos de su fatigado corazón cesaron. Ya está escrito, así que el destino de Sarah no puede cambiar. El viejo reloj de madera marcaba las once cuando finalmente el corazón de la joven mujer se detuvo y, descansada sobre su cálida cama, murió.

Después de escuchar el último latido del corazón de su mamá, Emma empezó a llorar; y con su llanto, se dejó venir otra tormenta.

Moshe saltó desde el sofá a la cama, caminó dos veces alrededor de Emma y después regresó a dónde estaba para ronronear.

Debbie, que estaba en la cocina, subió de prisa las escaleras al advertir que la madre primeriza no conseguía tranquilizar a la bebé.

Al llegar a la habitación vio a Sarah tal como la había dejado: recostada y sosteniendo a su hija contra su pecho. Se acercó a ella y con sumo cuidado le quitó a Emma de los brazos.

—Hija, me llevaré a Emma. La lavaré en mi habitación para que puedas descansar —dijo llevándose con ella a la bebé.

E intentado dormir a la sollozante bebé estaba Debbie cuando escuchó abrir y cerrar con fuerza la puerta principal. Daniel subió presuroso los escalones. Debbie salió a su encuentro.

—¿Daniel? —preguntó a la oscuridad porque no atisbaba siquiera alguna silueta.

—¡Debbie! ¿Cómo está Sarah? —preguntó él, angustiado. Se escuchaba agitado y presto por irse otra vez.

—Está descansado porque ya nació el bebé. Es una niña y... —trató de contar Debbie pero Daniel no esperó a que su suegra terminara de hablar, entró de golpe a la habitación y, mojado y jadeante, se acercó a su mujer.

—¿Sarah? Sarah despierta por favor... soy yo, Daniel —repitió inútilmente y se arrodilló junto a la cama de ambos para suplicar—: Perdóname, Sarah.

Alcanzó la mano de su esposa y le tomó el pulso sólo para confirmar. Él ya imaginaba lo peor.

Si tan sólo hubiera notado la presencia de la mariposa anaranjada postrada sobre el reloj, le hubiera arrancado las alas.

Debbie, que acunaba a Emma, fue testigo del dolor de su yerno. Apenas podía creer lo que veían sus ojos cuando Daniel empezó a llorar con desesperación.

—¿Qué... qué sucede? —preguntó aterrada al escuchar los alaridos de aquel hombre que presumía tener la fuerza y astucia de dos tigres, pero que era incapaz de someter a la muerte.

Sumergido en su dolor, Daniel no respondió y de nuevo salió corriendo de la habitación. Presto a irse lo antes posible, bajó las escaleras y volvió a salir de la casa a pesar del aguacero.

Debbie se acercó a su hija, quitó uno de los paños que había colocado sobre su frente e intentó moverla. Sarah aún no alimentaba a Emma. Hizo lo posible para despertar a su hija, con dificultad trató de reanimarla, pero fue imposible. Sarah no volvió a abrir los ojos esa noche, ni nunca más, ella murió ese ocho de abril de mil novecientos noventa y cinco.

No había electricidad, por lo que no podía utilizar el teléfono para llamar al doctor. Daniel se había marchado otra vez y no regresaría hasta la mañana siguiente. Debbie tampoco podía salir de la casa para llamar a algún vecino porque seguía lloviendo y Emma lloraba en sus brazos.

Fue difícil conseguir que la bebé durmiera, le llevó casi dos horas. Además de eso, lo único que podía hacer Debbie era sentarse en el viejo sofá junto a la cama donde yacía el cuerpo de su hija, y llorar.

La mariposa que permaneció todo ese tiempo sobre el reloj no estaba enjaulada, por lo que después de volar alrededor de la cabeza de Moshe, al marcar el reloj las 11:50 de la noche, salió por la ventana y se adentro en el bosque.

A la mañana siguiente, Yago Almanza, un español celebre en el pueblo por administrar el mejor bar de la región, caminaba cerca de su negocio cuando contempló frente a él a la distinguida Sra. Dupont, la mujer más cuentista y entrometida de Austen. Se detuvo e ingenuamente creyó que ella si le creería:

—¡Válgame el mejor de mis clientes, Margueritte, que no fue un sueño gitano! —juró—. Yo vi dos lunas en el cielo anoche.

—Pofavó, Yago, Sin duda estabas ebio. ¿Dos lunas en el cielo? Es más fácil que te crea que pasaste veinticuatro hogas en sobiedad —respondió con desdén Margueritte Dupont con su singular acento francés y continuó su camino, ignorando a Yago.



----

¡Gracias por votar! ♥

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro