Entre lirios
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En algún rincón de la habitación un reloj susurraba que el tiempo se le estaba agotando mientras un cascanueces miraba con ojos botón eso que tenía tan preocupado al Inventor. El trasnochado inventor, quien tan embelesado se encontraba con su creación que había descuidado a su mundo.
En las paredes las sombras se abrazaban y jugaban como niños dibujando con carboncillo al hombre nacido del metal y de la carne muerta.
Los juguetes cuchicheaban entre ellos con recelo de la nueva creación del Inventor. No tenía piernas de madera como el cascanueces ni un pelaje suave como el conejo de pascua, tampoco tenía una cuerda que lo hiciera moverse como el ratón tamborilero. ¿Qué era entonces esa criatura que tan obsesionado tenía al Inventor? ¿Por qué sus pies eran de metal y sus mejillas de carne?
Un sonido como el de un animal despertando después de un largo sueño aleteó por la habitación. El único que sonreía era el creador al verlo. No entendía la criatura en ese momento qué significaba una sonrisa o porqué su mirada era tan dulce a pesar de las ojeras bajo sus ojos.
Estiró una mano para descubrir que era diferente, alargó los dedos y alcanzó la mejilla del inventor. La piel del creador estaba tibia a diferencia de la suya.
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Aunque fue difícil, terminó por dominar los movimientos humanos, al menos, los más sencillos. El Inventor había dicho que la plasticidad del cerebro le permitió hacerlo. No sabía lo que significaba, pero estaba feliz de parecerse cada vez más a los humanos. Si se lo proponía incluso podía mover los brazos al caminar y sonreír como ellos.
Tenía prohibido salir de casa, pero estaba lejos de angustiarse por eso. Para su curioso corazón era suficiente jalar de un banco, colocarse en la punta de unos pies metálicos y asomarse por la ventana para ver ese mundo tan extraño en el que nació.
Las casitas de tejas amarillas se extendían hasta el horizonte y las nubes se veían tan pasteladas que se le antojaba estirar los dedos y probarlas.
Sus ojos de cristal exprimieron hasta la última gota de lo que tenía que ofrecerle el mundo y cada detalle era guardado como una piedra preciosa. Se deleitaba admirando los carruajes andar con aquellas majestuosas y fuertes criaturas que el Inventor llamaba caballos. Le quitaba el aliento las personas con sus fracs, sus correas de cuero y sus sombreros de copa. Le parecía sumamente elegante las polainas, el chaleco y el corsé.
Pero sin duda su prenda favorita era el vestido que portaban las damas. Le parecía tan hipnotizante como coqueteaba con la brisa y florecían al moverse, sobre todo, al bailar. Al invento le encanta ver a las personas bailar por su ventana.
Cada febrero en Carnaval, Cuenca se vestía de los colores de la primavera dejando atrás el funeral del invierno, las flores se asomaban por los balcones, las frutas se compartían, y se podía ver a varias personas bailando por las calles con sus vestidos arrebolados.
El corazón de la criatura se suponía que no era hecho de carne viva, pero, aun así, podía sentirlo inquietarse al ver a los bailarines deslizar sus pies suavemente casi besando el suelo y sus manos arrullaban movimientos que parecían tan complicados, pero a la vez tan maravillosos. La piel se le erizaba al contemplar a las gacelas.
Detrás del cristal falso de sus ojos celestes, se fue grabando cada movimiento.
Es verdad, sabía imitar movimientos humanos como caminar, saltar, apoyarse con un falso cansancio, incluso podía comer platos para humanos abandonando la carne si se lo proponía. Sin embargo, no sabía bailar ni tampoco había usado una de esas maravillosas prendas que portaban las damas. Y el deseo de hacerlo quemaba tanto su pecho que resultaba doloroso.
Debajo de sus guantes de cuero, la creación se fijó en los dedos labrados en cobre. Su cuerpo era rígido, no era suave y grácil como el de los bailarines quienes continuaban dando jirones. Su contextura de un hombre promedio tampoco le hacía justicia a la forma que delineaban los vestidos. No estabas seguro si sería capaz, pero quería intentarlo.
A escondidas del Inventor, la criatura de manos de cobre se levantó por la noche, después de todo, no necesitaba dormir, pero lo hacía por replicar a su creador, quien tenía un sueño profundo y se encontraba todavía envuelto en sus cobijas sin percibir como bajaba las gradas su último invento.
Un paso tras otro, intentó ir despacio. No quería que los engranajes de sus piernas alarmaran al inventor. Solamente los juguetes serían testigo del ensayo.
El inventor le había dicho que lo mejor era mantenerte alejado de los humanos porque, así como eran hermosos podrían ser muy crueles con él si descubrían su naturaleza.
Juró que lo obedecería, pero al final terminó mintiendo. Era imposible apartar la mirada de ellos y mantenerse alejado.
La delicada luna se asomó por el tragaluz para mirar como la criatura deslizaba la tela de un vestido hecho de primavera por sus hombros de leche. Estiró sus músculos somnolientos y empezó a trazar una pintura con la punta de sus pies por el suelo. La escarcha de la luna caía sobre sus rizos castaños, sobre la espalda y se resbalaba por su cintura hasta los pies.
Las piernas se movían torpes y los dedos no le obedecían tan rápido. Si tan solo los músculos no estuvieran tan estropeados. Se divirtió jugando con la luna, tirando de sus brazos, empujando las piernas y dando vueltas haciendo arrebolar tu vestido, como si el mundo se redujera a esa terraza.
Los pulmones viejos soplaban y silbaban exigiendo un descanso, su equilibro le hacía trastabillar, el cuerpo poco acostumbrado pedían terminar con esa tortura. Los movimientos eran lentos, no poseías la delicadeza de los bailarines en la plaza, pero aún así, aún así su corazón se negaba a dejarlo.
Se impulsó en un arrebato de seguir el ritmo que dictaba su corazón muerto, elevó los talones y el pequeño engranaje que remplazaba un hueso roto se soltó.
Los cascanueces y los relojes temblaron al ver la caída, como si la risa estuviera burbujeando sus pequeños cuerpos al verlo allí tendido en la sala del inventor, inválido. Se arrastró hasta llegar a una repisa. Una luz se prendió y unos pasos se apresuraron por las escaleras. Su alma se fue enfriando. Notó las pantuflas del inventor y fue levantando los ojos, tenía un ceño muy arrugado bajo la sombra de una lámpara.
—¿Qué se supone qué estás haciendo?
Su creador se inclinó hacia el y como el padre que amarra los cordones de los zapatos que hicieron tropezar a su hijo, empezó a atornillar de nuevo la articulación de su tobillo.
Sus manos fueron cayendo mientras el hechizo se deshacía en una escarcha de sueño que se marchitó. Los cascanueces y los peluches miraban la tensión hincharse en el aire con rapidez. Sus rizos cayeron y esperó huir de su mirada con los ojos sobre los retablos del suelo.
Pasó una mano por el brazo de carne muerta sintiéndose tan sucio. Era irónico como una tela tan preciosa como la de un vestido que le había hecho sentir la flor más hermosa, ahora le hacía sentir pequeño y miserable, como si estuviera desnudo y expuesto a las burlas. Quizás la quemazón en las mejillas era lo que llamaban vergüenza.
—No eres mujer, ni siquiera eres humano... —El inventor meneó la cabeza con un rostro tan férreo mientras se apartaba después de terminar el arreglo. El corazón de la criatura se estrujó—. ¿Por qué haces esto?
—Yo...—El ánimo de su voz se fue deshaciendo mientras los dedos jugaban. La mirada del inventor, la de los cascanueces y de toda la juguetería se sentían como sanguijuelas tirando de su piel, de su farsa y de lo que pretendía ser, pero no era—. No lo sé. ¡No lo sé! ¿Por qué quiero ser una mujer si no lo soy? Inventor, respóndeme ¿Qué está mal conmigo? ¿Acaso te equivocaste en algo al creerme?
El inventor retrocedió atropellado por las preguntas y con la sorpresa hundiendo sus palabras. Su creación estaba llorando, pero eran unas lágrimas oscuras de aceite.
—¿Qué soy, inventor? —La pregunta tan simple se elevó por el aire en un susurro. Toda la habitación contuvo la respiración.
El inventor había tomado un molde humano profanando un alma, había ultrajado una identidad muerta para crear vida a partir de ella utilizando metal y tuercas en lugar de sangre y carne. Su idea había sido crear el primer androide humanizado, pero no entendía por qué la psique de su invento había sobrepasado los límites y porqué lloraba o sentía como si fuera un humano con un corazón que todavía latía.
—Yo...tampoco lo sé. —murmuró derrotado.
La creación se quedó en silencio sintiendo un halo frío estremecerlo con la respuesta porque sin duda no había esperado que no hubiera una. Sus rizos castaños cubrieron los ojos cristalizados mientras los labios rojos se apretaban con rabia.
—Bien. Si tú no sabes qué soy, solo queda que yo cree una respuesta.
No esperó a su Inventor cuando lo llamó al levantarse. Atravesó el pabellón, pero al llegar a la puerta y abrirla, su alma tembló. Una lluvia tibia caía despintando las calles y destiñendo las nubes. Sentía el frío salpicar su vestido, y recorrer los brazos con ternura. Los labios se secaron. Por un momento se sintió incapaz de cruzar la puerta. El Inventor la cruzaba todos los días, pero él no lo había hecho en más de quince años.
La voz de su creador llamándolo se volvió un sonido más estruendoso y terrorífica que las gotas de lluvia, así que echó los pies para delante y se dejó picotear por el agua para continuar.
Empezó a correr, y a pesar de que había aprendido como hacerlo era la primera vez que lo hacía con el fin de huir. Tuvo problemas al distinguir la sensación que zozobró su corazón al hacerlo. Los pulmones se llenaban y desinflaban con suavidad mientras los engranajes de las piernas empujaban hacia adelante.
El vestido se empapaba cada vez más por la lluvia que no dejaba de caer. Aun así, no lo encontró desagradable, era la primera vez que estaba inmiscuida en un paisaje que solo veía antes por la ventana, y se sentía como cosquillas por toda la piel. Aunque el Inventor había dicho que no era un ser vivo, entendió que se referían los libros cuando hablaban de sentirse vivo.
Era ese etéreo sentimiento de mirar a tu alrededor y saber que tú eras parte del mundo.
Cerró los ojos dejando que la lluvia humedeciera sus párpados y provocara sonidos lacónicos del cráneo de lata. Los engranajes de los dedos se volvieron pegajosos, pero dejó de importarte.
—Oye, fíjate por dónde caminas. —Al abrir los ojos se encontró con una mujer de mediana edad, su ceño se arrugaba pero no la miraba fijamente. Era la primera vez que estaba tan cerca de alguien que no fuera su Inventor.
—Lo siento.
La mujer levantó el mentón como si buscara algo entre la niebla.
—Tú voz me es desconocida, ¿eres cuencana o de dónde eres?
—En realidad yo...
Un trueno resonó hambriento de pena alumbrando por un momento la calle.
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La Sra. Dolores, viuda del Sr. Dolores, sabía que después de ayudarle esa noche de lluvia pudo al siguiente día dejarla ir, pero se encontró con el problema de que no deseaba hacerlo, no para después quedarse nuevamente sola hundida en esa casona y recordando solo a su esposo fallecido. La chica le parecía una persona muy curiosa, con una voz reservada pero tan intrigada respecto a cada trivialidad del mundo. Conversar con ella ese día de lluvia tornó su día tan cálido y completo, como si el sol por fin deseara asomarse luego de años a entibiar su vida.
La dejó quedarse un poco más. Una noche, dos y la tercera ya no la contó. Después de unas semanas se dio cuenta que su ropa no era muy variada así que le regaló un vestido viejo. Pero ella recibió el regalo como si hubiese recibido un tesoro con una voz tan alegre que avergonzaría al sol.
A pesar de que no podía verla, ella traslucía sus emociones y la hacía parte de un mundo que solo pertenecía a los videntes. Le mostró los vestidos que había diseñado guiada por las manos y a diferencia de las costureras cuencanas, su visitante no se burló ni dudó de su habilidad en la costura por ser ciega, se mostró tan entusiasmada que la hizo sonreír después de años de no hacerlo.
Tan cegada estaba por ella, que decidió ignorar esos pequeños detalles como los ruidos metálicos, los días que no probaba bocado e incluso decidió no pensar mucho en porqué pidió carne cruda una vez. Había eclipsado todos esos detalles porque era su compañía después de todo. Era la pequeña amada a la que podía bordar vestidos.
Gracias a ella pudo ver a través de su sufrimiento ese mundo que un día tanto la enamoró de joven. Valoró situaciones tan insulsas como caminar sobre las hojas crujientes de otoño o preparar una sopa caliente en los días lluviosos Incluso le parecieron tiernas los sonidos criaturas del bosque, antes solían molestarla pero ahora reía imaginándolos asomándose a husmear con sus narices pequeñas y rosadas por las casas. Entendió que Cuenca podía ser un lugar muy hermoso.
Si hubiera estado en su poder, hubiera deseado continuar de esa manera.
Pero febrero tuvo que llegar, y con él, el invierno quien espantó a los animales pequeñas, desnudó a los árboles y tornó pálidas a las calles. Ya debió presentir que algo malo iba a suceder porque en febrero era el aniversario de la muerte de su esposo, pero estaba demasiado cegada con la alegría como para darse cuenta.
Cuando llegó el festival de carnaval para dar fin al invierno y paso a la primavera, la chica llegó contenta avisando que había sido invitada a participar como Margarita en el baile de las flores. En ese momento la Sra. Dolores solo pudo alegrarse con ella y empezar con su vestido.
Podía sentir la mirada curiosa sobre ella mientras iba bordando el vestido con dulzura. Una puntada tan otra. Bordó flores de primavera que resaltaran con la frescura de su voz y combinaran con una curiosidad graciosa.
Entre las dos eligieron un volante para unas mangas turquesa y unos pliegues que caían como el capullo de una flor. Como a ella le encantaba esconder sus manos y pies del mundo, diseñaron juntas un par de guantes largos y unas mallas para que no surgiera preocupación por eso.
—¿No piensas comer hoy tampoco? —aludió escuchando como dejaba el plato todavía con sopa sobre la mesa.
—¡Estoy demasiado emocionada para eso!—La Sra Dolores torció una sonrisa imaginándose como revoloteaba por la cocina con esa vibrante emoción en su voz.
Su corazón se fue cayendo al darse cuenta cuanto quería ver ese vestido que había hecho con tanto cariño para ella. Seguramente se veía como una margarita fresca de primavera con el vestido y la felicidad haciendo juego.
Ella debió darse cuenta que su sonrisa se consumió porque se acercó y la enrolló en sus brazos. Esa calidez en su corazón debía ser lo que sentían las mamás. Escuchó un gracias muy suave como la brisa que, hacia tambalear una flor, o quizás fue solo su imaginación.
Lego se marchó dejándola con el corazón tranquilo. Fue la última vez que la felicidad visitó su hogar.
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Era más colorido de lo que sus sueños habían pintado, más dulce que cualquier postre que había probado antes y más precioso de lo que su imaginación había logrado crear jamás.
Sus ojos se detenían a apreciar cada detalle creado por los cuencanos, las flores derramándose desde los balcones con mujeres hondeando telas de colores tan dorados debajo de un sol de carnaval. Una lluvia de primavera hecha de pétalos besaba con suavidad las calles y a los niños que las recogían con sus manitos y sus sonrisas amplias.
El aliento se le perdió en un suspiro al distinguir a los bailarines. Aquellas criaturas celestiales asomarse con sus faldas que coqueteaban con la brisa.
La risa burbujeaba desde el fondo de su alma al verse sumergida en ese paisaje que solo había podido retratar en sus ensoñaciones. Sus manos se deslizaron por los repliegues de su vestido invadida por el nerviosismo al darse cuenta que formaba parte de la pintura. Su estómago estaba anudado, todavía resentido por el hambre, pero lo ignoró.
—Tú debes ser nuestra Margarita, ¿no es así? —Unos ojos sombreados por una mariposa la miraban sonrientes. Tragó saliva y asintió sintiéndose como una ardilla con el corazón demasiado grande para su pecho.
La guio hasta el corazón de la plaza. Los pétalos se extendían con delicadeza dibujados sobre la piedra por un antiguo arquitecto para acoger el baile tradicional de las margaritas.
Los dedos se torcían entre sí mientras la angustia le aruñaba el vientre. No sabía si estaba aterrada por ser vista por el Inventor, o por fallar en el baile, o que descubrieran que no era una joven del pueblo.
Había sido muy valiente al huir de casa y hacer oídos sordos a la advertencia del creador, pero ahora podías escuchar sus palabras zumbando en su cabeza como abejas merodeando al alrededor de una margarita. Pensar en la Sra Dolores la ayudó a tranquilizarse. Le prometió que las cosas saldrían bien.
—Hey, ¿estás bien? Te veo algo pálida—señaló un Lirio vestido de amarillo con ojos preocupados.
La Margarita se removió tímidamente. Su estómago todavía gruñendo y sus pies todavía inseguros de si se tropezaría de nuevo. Alzó el cuello y tomó un bocado de ese aire perfumado a flores con valor.
Asintió indicando que todo estaba bien. Desnudó sus pies de las zapatillas dejando solo la malla. El piso estaba helado y por un momento se le hizo sobrecogedora la escena desplegada frente a ella. Las personas respetaron el centro de la plaza reuniéndose a los lados para mirar el desfile. Algunos asomaban desde sus balcones y otros ojos curiosos veían desde las puertas de sus hogares.
La música empezó a deslizarse como una damisela que solamente honraba con su presencia en primavera, bailó con ella dejando caer notas suaves y notas más oscuras en el piano y un violín que hacía una tímida compañía. Tu manzana de adán bailó y empezó.
Le había tomado tiempo acostumbrar a esos engranajes de las articulaciones a moverse como si tirara hilos de ellos. Podía decir que estaba contenta con el resultado de lograr manejar los pies y de ser capaz de dejarme ondular por la música sin tropezar.
El corazón se sentía tan hinchado de alegría al poder moverse dejando que el cabello se peinara por ese sol que tímidamente asomaba su corona por las nubes. Saltó y besó el cielo un instante que se sintió eterno.
Luego bailó junto a una Rosa, su vestido era de un rojo que se ondulaba como si tuviera vida. Los colores empezaron a revolverse con los límites de la pintura hechos un desastre. A lo lejos se escuchaban a los dulces campanarios de la catedral retumbar anunciando el mediodía.
En la vieja plaza de Cuenca había una suave margarita enternecida siendo sobrecogida por una brisa musical junto a las demás flores que parecían flotar de encanto.
Su cuerpo estaba tan cerca del resto de bailarinas que le parecía increíble que no notaran su tacto grueso debajo de sus guantes o sus tobillos escondidos debajo de sus mallas. Quiso pensar que, aunque supieran su identidad, de todos modos no les importaría, porque había demostrado que era más que un enjambre de cables y tuercas, que era más que un muerto viviente.
Estaba tan cerca que podía oler el algodón de azúcar en el cabello de la Azucena. Y el estómago continuó molestándole. Intentó ignorarlo. Intentó no pensar en la suavidad del cuello que tenía la Orquídea con sus rizos caídos y sus labios tan rojos y carnosos.
—¿Qué sucede contigo? —susurró una flor al fijarse en como había ignorado un paso de baile y sus ojos se quedaron sobre ella.
—No lo sé...Ya quisiera saberlo—murmuró la criatura con voz ronca. Ella debió notar que no era la voz de una joven porque sus ojos se agrandaron y su tez oscura palideció.
El nudo del estómago apretó aún más sus entrañas y tentado por el brazo de esa Orquídea de azúcar, lo mordisqueó un poco. Solo un poco. Pero ese jugueteo arrancó un grito de la flor que se tambaleó con el brazo destrozado y maltrecho.
Las flores cambiaron de coreografía y empezaron una danza más amarga que la anterior, con rostros pálidos y faldones tropezando mientras se alejaban. A la Margarita no le importó cambiar de pasos mientras podía seguir disfrutando eso. Se adelantó un poco más y le arrancó un par de pétalos a la Azucena quien giró los ojos en blanco desmayada al mirar el arroyo de sangre que brotaba por su cuello. Su sabor era como un pastel de chocolate. Era diferente al sabor de la orquídea, quien se asemejaba más a un algodón de azúcar.
Al darse cuenta lo que había descubierto, una nueva emoción acobijó su corazón con ternura. No sabía que los bailarines podían tener sabores tan delicados y dulces. Alcanzó la pierna de un Girasol que se escurría en el suelo con lágrimas gordas por los ojos. La mordió solo para comprobar su teoría y descubrió que su sabor también era distinto pero dulce. Jadeó impresionada con el rojo pintando sus labios.
Tomó por la espalda a la tibia Lila, quien tenía una respiración tan irregular y unos gritos tan ruidosos, fue difícil conocer su sabor, pero lo descubrió al arrancar con los dientes sus mejillas coloreadas.
El hambre le estaba comiendo, ella se estaba comiendo a las flores, y el miedo estaba comiendo a los cuencanos quienes habían empezado a llenar el ambiente tan cálido de griteríos vulgares y cacofonías que solo daban dolor de cabeza.
Todos se alejaban de la Margarita, excepto una persona. Se limpió con cuidado la sangre de los labios y sus ojos se levantaron curiosos para encontrarse con la fría mirada de el Inventor. No había una sonrisa ni un poco de compasión en sus ojos. Los músculos de su cara estaban contraídos y en sus ojos alcanzó a ver que era lo que estaba mirando con tanto asco, a un monstruo.
A un ser que no era humano, pero tampoco máquina, que no estaba vivo, pero tampoco estaba muerto. Era un vulgar y horrible intermedio que apretujó su corazón haciéndome sentir tan miserable.
—Por eso...por eso te dije que lo mejor no era salir de casa.
El sol fue cubierto por las nubes mientras la Margarita yacía abrumada y llena de sangre ajena. Sus ojos cayeron sobre sus pies, la mirada se cristalizó al darse cuenta que las personas gritaban y se aterrorizan al verla porque se dieron cuenta de su verdadera naturaleza. Nunca logró evadir esa naturaleza que la perseguía ni ser esa bailarina que su corazón anhelaba.
Miró más allá del Inventor, a otra persona acercarse sin miedo de los gritos, era la vieja anciana que llegaba con paso taciturno. Se inclinó hacia ella y pasó los dedos por sus mejillas sintiendo la lágrimas de la Margarita.
—¿Qué hiciste? —le preguntó y ella no tuvo el valor de responder.
Como un hada herida, y con las alas quebradas se refugió en ella y la enrolló en sus brazos sintiendo un peso tan grande hundir el alma al saber que a pesar de todo su estómago seguía con hambre. La anciana sabía a amargura, a dolor, pero también a una templada paz.
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FIN
Nota de Autora:
Cada día traigo cosas más extrañas lol
Esta vez uní como siempre mi amor por la danza, el steampunk o un intento de ello, las flores y un Carnaval atrasado, sí señor.
Espero que lo hayan disfrutado, cualquier duda por acáa ahh feliz carnaval atrasado
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