PRELUDIO
La última noche de dima, la luz de luna inundaba el valle apilando sombras; oscuridad sobre negro. Dicen que siempre ocurren desgracias la última noche de dima, pero Galen no era supersticioso. Si algo terrible ocurría aquella noche: no sería a él.
Espoleó a su caballo, que protestó sacudiendo la cabeza antes de acelerar el galope. Otros siete jinetes le seguían de cerca. Cabalgaban en silencio, rostros adustos, mirada férrea, preparados para lo que fuera.
El vaho exhalado por caballos y jinetes brillaba bajo la luz nocturna. Las pezuñas de los animales golpeaban la tierra salpicando barro y trozos de escarcha; las lluvias habían sido más abundantes de lo que la tierra podía absorber. El frío y la humedad calaban hasta el tuétano. En noches como aquella, las criaturas del enjambre se mostraban especialmente activas. Pero no eran las criaturas de la noche lo que les preocupaba. Su compañero desaparecido y aquella nota salpicada en sangre, invitándoles a volver al lugar donde sus secretos se agitaban como en un mal sueño.
La colina apareció ante ellos, coronada por una higuera de tronco grueso y retorcido con raíces casi ominosas que dramáticamente escapaban de la tierra, como si huyesen de los horrores que habían visto.
Galen levantó un brazo, la compañía frenó atendiendo la orden. No hicieron falta palabras, todos sabían que hacer. Mercenarios y cazadores experimentados, que el tiempo y la necesidad les había enseñado a funcionar al unísono, coordinados como las plumas de un ala en pleno vuelo, como las mentiras de una vida que simula felicidad. Mientras algunos ataban y aseguraban a los caballos, Sirco, Melisa y Flint, se movieron sin ruido. Buscaban indicios de una trampa, de guerreros ocultos en las sombras, cualquier cosa que les diese pista de lo que les esperaba en lo alto de la colina.
Mientras, Galen observaba impávido. Esperando que su instinto le susurrara algo que escapara a sus sentidos. Otrora, aquella enorme higuera había sido usada para colgar a criminales que cometieron los más terribles actos; condenados en esta vida, malditos en la siguiente. Ellos mismos merecían esa suerte; las circunstancias te pueden obligar a cosas horribles. Pero hacía tiempo que la justicia había abandonado aquellas tierras. Ahora, aquella higuera en aquella solitaria colina sólo era un lugar olvidado. Diría que maldito, si no fuera porque toda Caesias lo estaba.
Sirco le hizo una señal: estaba despejado. Nada oculto en las sombras esperando para sorprenderles; era casi decepcionante. El instinto de Galen gritaba; desconfía de tus ojos, pero teme lo que se escapa a ellos. A pesar de ello, comenzó a subir la colina y su compañía le siguió en formación. Mejor enfrentar al destino a que te alcance de espaldas.
Maveric resopló, un hombre corpulento con un solo ojo y una cicatriz donde debería estar su otro ojo. Sus compañeros se detuvieron para mirar lo que señalaba; había algo en el suelo. Galen se agachó para comprobar que era: una especie de polvo rojizo mezclado con el barro. Buscó con la mirada a Sirco. El rastreador escupió con desagrado al probar aquella sustancia. Encogió sus hombros descartando un peligro evidente. Seguramente algún tipo de superstición, pensó Galen antes de reanudar el paso.
Al coronar la colina se encontraron con una escena macabra. A unos siete metros de la higuera yacían en fila varios cuerpos; o lo que quedaba de ellos. Cinco niños y cuatro adultos, en distintos grados de descomposición. El hedor acre de la carne descompuesta se mezclaba con el aroma de la tierra excavada. Alguien los había desenterrado y expuesto para darles la bienvenida. Entre la compañía, expresiones de asco y culpa; desagradable, como el encuentro con quien has traicionado. Sus sospechas se confirmaron: alguien sabía demasiado.
Cerca de los cuerpos, un hombre estaba de rodillas con las manos atadas a la espalda y la cabeza inclinada hacia su pecho. Galen le reconoció: era Yarek, uno de sus mejores cazadores. Dina se acercó, levantó la cabeza de Yarek y retrocedió con un gesto amargo antes de dejarla caer nuevamente. Miró a sus compañeros negando con la cabeza. Había un profundo corte en el cuello, la sangre seca aún desprendía el distintivo olor metálico.
Galen dirigió su mirada hacia la figura que les esperaba en silencio. Un único hombre, sentado en una de las voluminosas raíces, parecía indiferente a la situación. Había reparado en él nada más llegar a lo alto de la colina; no se había movido un ápice. Tranquilo como un anciano que ya lo ha hecho todo en la vida. Incluso cuando le rodearon y tomaron posiciones, no se movió.
Melisa y Sirco apuntaron contra él sus enormes ballestas, capaces de atravesar a un jabalí. Dina y Flint buscaron su retaguardia para evitar cualquier posible huida. Vesper, justo detrás de Galen, comprobaba los pedernales de sus pistolas de pólvora.
Un solitario contra una compañía de cazadores, pensó Galen esbozando una sonrisa cínica. Sin duda alguien que busca su propia muerte, pero... ¿por qué tantas molestias para quitarse la vida?
— ¿Quién eres? —preguntó el líder de los cazadores.
El desconocido se movió por vez primera, como despertando de un largo trance. No actuaba como un hombre a punto de morir, más bien como un pastor antes de recoger a su rebaño. Se puso en pie y con una calma inquietante, llevó las manos a la capucha que ocultaba su rostro y la retiró lentamente. Bajo la tela, se reveló un hombre joven, de no más de treinta inviernos. Sus ojos oscuros y serenos parecían medir a cada uno de los presentes. Sus ropas y armadura de cuero estaban teñidas de negro, como los sueños de un verdugo. Lo único que escapaba de la monocromía eran unos extraños guanteletes metálicos, que le cubrían los antebrazos y el dorso de las manos, dejando al descubierto los dedos. La compañía le observó en silencio, su presencia era inquietante. Pero a fin de cuentas; solo era un hombre.
— Poco después de los ataques, siempre aparecías vosotros —dijo el desconocido con voz pausada—, un grupo especializado en voladores... Muy oportuno. Tenía algunas preguntas. Vuestro amigo las contestó, me dijo donde venir.
Galen resopló, exasperado por el descaro de aquel hombre. Pero no pudo evitar sonreír por su ocurrencia. Yarek había perdido la lengua hacía años.
— Tienes mérito, lo reconozco —dijo Galen, mientras desenvainaba su espada bastarda—. Pero no fue buena idea matarlo, era nuestro amigo. Ahora... di lo que tengas preparado. Tengo curiosidad por tu manifiesto o tu delirio.
El hombre de negro avanzo un par de pasos, sin prisa o muestras de nerviosismo. Con parsimonia desenfundo las espadas que portaba al cinto, como si nada de aquello tuviese que ver con él.
— Me ordenaron investigar e informar. Pero... esos niños —dijo mientras miraba hacia los cadáveres—. Murieron solo para que ganaseis unos cuantos dracones. No podía dejarlo pasar.
La compañía de cazadores cruzó miradas entre ellos, algunos dejaron escapar risas de incredulidad. ¿Aquel hombre realmente pretendía enfrentarlos solo? Sin importar lo hábil que fuese, ellos no eran unos vulgares matones. Sin duda, solo era un loco que sobrestimaba su habilidad.
Galen, en cambio, le observó más detenidamente; algo se le escapaba. Se fijó en sus armas, una espada corta de doble filo y una espada dentada en su filo anterior: un arma pensada para atrapar las hojas de los adversarios. Eran las armas de un duelista, pero no había nada destacable en ellas. Un segundo vistazo a aquellos extraños guanteletes... marcados por runas. ¿Canales? Entonces es eso, un sustratista. Hizo una señal a sus camaradas, quienes captaron de inmediato el mensaje. No sería la primera vez que se enfrentaban a un "come esencias", pero jamás había visto a uno empuñar espadas.
— Si lo que quieres es morir en el nombre de unos aldeanos —dijo Galen, adoptando una posición de combate—, me parece bien. Pero debes saber que te haremos pagar por lo de Yarek. No tendrás una muerte rápida.
— Ninguna lo es suficiente —contestó el desconocido, sin todavía alzar sus espadas—. Solo una pregunta... cuando subisteis la colina, rompisteis el círculo, ¿cierto?
Galen frunció el ceño, su mente intentó comprender el significado de aquellas palabras. Pero tampoco importaba; eran las palabras de un hombre muerto. Galen se dispuso a dar la señal que sus hombres esperaban.
Algo resonó detrás de ellos; como cadenas arrastrándose sobre cristales rotos, desgarrador como la risa de quien ha perdido toda esperanza. Un sonido, que por desgracia, todos conocían demasiado bien.
Galen se giró justo a tiempo para ver cómo un necrófago se abalanzaba sobre la espalda de Sirco, mordiendo y desgarrando el lateral de su rostro. Sus hombres se volvían para enfrentar a los necrófagos que subían por la pendiente ¿De dónde habían salido?
Entonces, un pensamiento llegó a su mente como un mensajero impaciente; había apartado la atención de su presa; el desconocido... ya no estaba.
Un grito ahogado... Galen buscó el origen, solo para ver una espada dentada clavada en la clavícula de Maveric. El solitario empujaba con la pierna, el ya cadáver de su compañero, para liberar su hoja. Vesper estaba de rodillas, apretando el muñón de su brazo cercenado. La realidad recorrió su espina dorsal en forma de un escalofrío helado, su enemigo era rápido y preciso, y habían caído en su trampa.
Con los necrófagos cercándolos y sus compañeros cayendo uno a uno, Galen apretó la empuñadura de su espada. Maldijo entre dientes y exhaló su última duda.
Una vez más, caminaría por el angosto filo del destino. Que el Dios de los siete rostros, o cualquier otro engendro celestial, decidiese de qué lado caía.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro