Capítulo 9: La generosidad del reino
Aelthur, una de las ciudades más antiguas de toda Caesias, fundada setecientos años atrás por nómadas de las estepas. Sus murallas, hacía tiempo que no habían podido contener el crecimiento de la ciudad. Su población se había multiplicado por las oleadas de refugiados que huían del enjambre. En estos días ya existían más barrios exteriores a los muros que dentro de ellos.
Si te estás preguntando qué sucedió en Lorato, ¿Qué falló en el plan tan meticulosamente ideado? Digamos que las cosas se torcieron un poco, pero eso no es lo importante. Pues esta historia no va sobre la toma de ciudades. Tampoco sobre la lucha contra criaturas desprovistas de alma, aunque hay algo de eso. Si tenemos tiempo volveremos a lo que se "torció" en la ciudad maldita, pero por el momento, continuaremos en la capital del reino de Eldoria. Donde un príncipe tiene el orgullo herido, un mercenario lamenta sus decisiones y en las sombras se escuchan susurros de complot.
Hacía tiempo que se hablaba de las dos ciudades. La baja, extramuros, donde la población se agolpaba y luchaba por sobrevivir, un hervidero de delincuencia con olor a agua estancada. Y la ciudad alta, intramuros, con el mismo hedor pero cubierto con perfume e incienso. Solo los más acaudalados podían permitirse continuar viviendo ahí, pero los impuestos asfixiantes y el creciente costo de la vida hacía que muchas antiguas familias contaran los metales que les restaban para tener que vender incluso sus apellidos.
Soren detestaba las grandes ciudades, y Aelthur le desagradaba en particular. Sin embargo, ahí estaba, mirando con desprecio a aquella ciudad desde el lugar más detestable de todos: el castillo de su majestad.
Miró su reflejo en el espejo de estaño pulido: no pudo evitar una mueca de disgusto. El traje era apretado y pomposo, como si estuviera diseñado para dificultar cualquier movimiento. Los colores morado y dorado parecían más propios de un bufón que de un "invitado de honor". En ese caso es el indicado para mi, se dijo Soren a sí mismo.
Nuestro solitario se había visto arrastrado a seguir al príncipe hasta la capital, aunque él mismo se preguntaba el porqué. Le habían llamado héroe, un término poco apropiado a su parecer, a no ser que sobrevivir donde muchos murieron te convierta en uno. La verdad es que Soren estaba lejos de considerarse un héroe, y no eran las promesas de honores ni recompensas lo que le habían llevado hasta esa habitación, a llevar aquel ridículo traje protocolario. Era un motivo mucho más egoísta, la incapacidad de renunciar a algo que tanto había deseado. El mercenario apretó sus puños hasta que sus uñas empezaron a lastimar su carne. Había estado tan cerca... si tan solo hubiese...
— A ti también te han endosado uno de estos ¿Eh? —dijo Gorak, apoyado en el linde de la puerta. Vestía un traje como el de Soren.
Soren empujó lejos sus propios pensamientos, como si se avergonzara que alguien pudiese verle pensándolos.
— A ti te queda mucho mejor —contestó Soren—. Te hace parecer más alto.
— Ja, ja —dijo el enano arrugando los ojos—. Sabes, para nosotros, vosotros los humanos sois los deformes: largos y quebradizos.
Soren se acercó a una pequeña mesa donde había una jarra de vino. Sirvió un vaso para sí y otro para su amigo.
— Brindemos por nuestras deformidades entonces —dijo mientras le ofrecía la bebida al enano.
— Por las deformidades —dijo Gorak antes de apurar de un trago su vaso—. Ha llegado la hora. El príncipe está listo para recibirnos.
— Bien... debes de estar ansioso.
— No entiendo porque tú no —dijo el enano exhibiendo sus colmillos dorados—. Si alguien se ha ganado el oro, has sido tú.
— No digas más. No quiero volver a oír nunca más una palabra más sobre...
— ¡Vale Vale! —Gorak sacudió su mano para restarle importancia—. Siempre consideré a la modestia repulsiva. El peor tipo de arrogancia. ¡Vamos! Nos están esperando.
Gorak se dispuso a marcharse, mientras que Soren se quedó mirando al vaso aún medio lleno.
— ¿No lamentas sus muertes? —preguntó Soren sin darse cuenta de que hablaba en voz alta—. Las de tus camaradas.
El enano se giró y le miró como si la pregunta la hubiese hecho un niño al que le costaba contar con los dedos.
— ¿Por qué iba a hacerlo? —contestó encogiéndose de hombros—. Son gajes del oficio. Si no hubiese sido en Lorato, habría sido un bandido en un cruce de caminos. O un hongo purulento. ¡Hay que cuidarse los pies, chico!
Soren no dijo nada, solo se limitó a volver a mirar hacia la ventana. Gajes del oficio, se repitió a sí mismo.
— Venga, vamos —insistió el enano—. Quiero terminar y quitarme este trapo de encima.
— Pensé que te gustaba, realmente te favorece —dijo Soren esbozando una sonrisa maliciosa.
— Sabes... Pienso quedarmelo —los labios de Gorak parecieron sonreír más de lo necesario—. Le arrancaré todos los adornos; los empeñaré. Y el resto lo usaré para limpiarme el culo.
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Un gran vestíbulo precedía a la sala de audiencias. Tras una puerta de madera, el príncipe recibía a aquellos mercenarios que le habían seguido hasta la capital. La puerta estaba custodiada por dos caballeros de armadura blanquecina, capas verdes y armados con lanza y escudo. Eran custodes: guardias de élite, encargados de proteger a la familia real de Eldoria. Prácticamente eran una leyenda por su habilidad en combate. Soren había tenido la oportunidad de ver a algunos presentar batalla en Lorato, y lo cierto es que hicieron honor a su fama. Soren pensaba que si era su decisión, preferiría nunca tener que enfrentarse a ellos.
Aún no tenía un plan, pero desde luego quería evitar enfrentamientos directos. Lo primero sería averiguar dónde habían guardado la esfera: seguramente con el resto del botín. Quizás sería más sencillo de lo que pensaba, colarse de noche y desaparecer. Con un poco de suerte nadie lo notaría.
A un lado del vestíbulo la luz se colaba por enormes ventanales, iluminando la rica colección de arte que había al otro lado. Estatuas, mapas, armaduras e intrincados tapices que mostraban epopeyas del reino de Eldoria.
Uno de aquellos tapices llamó la atención del mercenario; una representación de la cruzada del emperador Phiros, último de Veridia. Doce inviernos atrás había enfrentado a los necromantes, los artífices del enjambre. En un intento desesperado por salvar al continente, los reinos se unieron en un frente común. Incluso los E'lirians y los piratas de Thalase participaron. Solo un reino quedó al margen, Eldoria, que mantuvo a sus tropas dentro de sus fronteras. El mismo reino que años después, era el primero a lanzarse a por los restos del antiguo imperio.
Y sin embargo ahí estaba, aquel tapiz representando a Phiros, entregando su vida para salvar a Caesias. Detrás de él, los estandartes de los once reinos sin faltar el de Eldoria. Nuestras victorias, vuestros fracasos. Un lema que parecía ser común entre los poderosos, acaparando las ganancias pero democratizando las pérdidas.
Soren se dio cuenta de que no era el único que admiraba la galería de arte. Un joven y un niño de pelo plateado y piel tostada. El mercenario abrió los ojos sorprendido; mathienses no había duda. Vestían unos trajes parecidos al suyo, otros invitados de la corte. Por lo visto, Eldoria tenía verdaderos planes de expansión y buscaba apoyos posibles. Marthia fácilmente podría hacer presión económica para que los reinos del sur aceptasen el nuevo dominio de Eldoria. Serendal y Daergar sería otro asunto. Lo que era seguro es que los tambores de guerra no tardarían en repiquetear.
Sin pretenderlo, había mantenido la mirada demasiado tiempo en los jóvenes, tanto que se había vuelto incómodo y ellos se habían dado cuenta de ello. Quiso apartar la mirada, pero eso sería incluso peor. Optó por hacer un gesto con la cabeza a modo de saludo; con un poco de suerte le devolverían el saludo y continuarían como si nada.
No tuvo suerte, los jóvenes se acercaron para hablar. Soren pensó que últimamente se le daba fatal pasar desapercibido.
—Buenas, mi nombre es Zephyr —dijo el mayor con un curioso acento—. Él, es mi hermano Nashit.
— Soren Blodston —se presentó el solitario con una inclinación de cabeza—. Un honor conocer a emisarios de los mares del sur.
— Eres otro invitado en la corte. ¿A qué reino representas?
— Nací en algún lugar entre Serendal y Daergar, pero no represento ni sirvo a ningún reino.
— ¿Un comerciante? Uno importante entonces —inquirió el chico ladeando ligeramente la cabeza.
— Lo único con lo que comercio es con el alquiler de mi espada.
— ¿Un...? —Zephyr tuvo que hacer un esfuerzo para recordar la palabra correcta—. ¿Un Caballero?
Soren sonrió con amabilidad. Aquel chico de modales refinados no era consciente de su propia inocencia, una inocencia casi refrescante.
— Los caballeros son nobles que juran servicio de un señor —aclaró Soren—, con un código que pocos siguen realmente. Yo, solo soy un mercenario, presto servicio a quien lo pague y mi código es personal.
El más joven de los dos, que aún no había dicho una palabra, dejó escapar una leve risa. Como si hubiera recordado algo gracioso. Sus ojos violáceos se clavaron descaradamente en Soren, esbozó una extraña sonrisa, hizo una reverencia mal ejecutada y se marchó corriendo.
— Disculpe a mi hermano —dijo Zephyr sin ocultar una mueca perpleja—, a veces es un poco... Raro.
— Nada que disculpar, yo también tuve un...
Un paje se acercó para avisar a Soren, era su turno.
La sala de audiencias era más pequeña de lo que Soren esperaba, casi íntima. Impregnada de una fragancia a base de lavanda y almizcle. En las paredes colgaban varios estandartes con el caballo blanco de Eldoria. El suelo cubierto con una gran alfombra roja. Enfrentados a la puerta, tres grandes ventanales y justo delante de ellos una tarima con cinco asientos, el central y más grande estaba vacío, los otros cuatro ocupados por el príncipe y otras tres personas. Además de ellos, había otro custode al lado derecho de la habitación. Soren percibió unas ligeras marcas en el suelo, justo a los pies del custode. Una puerta secreta, pensó el mercenario, aunque no pudo distinguir nada en la pared de piedra.
— Soren Blodston —dijo el príncipe Aric, sentado en el segundo asiento desde la izquierda—. Si no fuera por su valentía, yo no estaría hoy aquí.
El aspecto del príncipe no era acorde a su cargo, parecía desaliñado, lejos quedaba la imagen del príncipe de brillante armadura que Soren vio en Lorato. Su pelo rubio estaba alborotado y tenía una barba incipiente de unos días. Además su postura era poco protocolaria; recostado hacia un lado y con el brazo en cabestrillo. Pero a pesar de todo, su presencia aún infundía respeto. Apenas contaba con veintidós inviernos y sus rasgos todavía tenían que terminar de desarrollarse, pero sus ojos ya eran los de un general experimentado; uno que ya conocía tanto la victoria como la derrota.
Soren había llegado a respetar a aquel joven, en los peores momentos permaneció firme junto a los que comandaba. Incluso tras casi perder un brazo, se mantuvo en pie enfrentando su muerte.
— Permítanme hacer las presentaciones —continuó hablando Aric—. Elarion, canciller del reino. Lúcian, maestro sustratista y primer consejero. Y la dama Lyra, sacerdotisa del Dios de los siete rostros y segunda consejera del reino.
El primero era un anciano de aspecto enjuto sentado a la derecha del príncipe, que saludó con un leve movimiento de cabeza. La sacerdotisa, sentada al otro extremo, le dedicó una sonrisa. Era una mujer de tez pálida y pelo negro brillante recogido de forma recatada. Poseía una belleza intimidante, acentuada por los años que no terminaba de aparentar.
El último de ellos, Lúcian, maestro sustratista, no se molestó en saludar, simplemente le dedicó una mirada impávida. Era un anciano robusto, de piel tostada y ojos oscuros. Llevaba la cabeza afeitada y ostentaba un frondoso bigote blanco en forma de herradura. Sus manos llamaban la atención, no solo por las pulseras propias de los sustratistas, pues tenía numerosas runas tatuadas directamente en los dedos y en el dorso de sus manos. Marcar canales directamente en la piel era algo muy peligroso para los neófitos.
El príncipe Aric comenzó a relatar lo sucedido en la ciudad maldita. Era una fama que Soren ya empezaba a detestar. Al mercenario le hubiera gustado interrumpir, decir que no era necesario nada de aquello; pero no pudo hacerlo. No solo por protocolo, en aquel momento una sensación de sofoco empezaba a recorrer su cuerpo.
Una sensación que conocía demasiado bien, aunque no la había experimentado en años. Con la delicadeza de un ariete algo golpeó su mente. Hizo un esfuerzo para resistir aquello que intentaba penetrar en sus pensamientos, pero era como protegerse de un vendaval con una manta.
Intrusión mental; se podían conocer los deseos y pensamientos de la víctima, incluso envenenarla con ideas que degenerarían en obsesiones. Un canal muy poco común, que requería una afinidad muy rara. Soren sabía que había otra forma, pero eso significaba ser algo mucho peor que un sustratista.
Normalmente, la idea era que el objetivo no sintiera nada, aparte de una leve jaqueca. Usarlo con aquella violencia era intencionado, un juego de poder al que Soren se resistió lo mejor que pudo. Se esforzó por no expresar ninguna emoción ni buscar con la mirada al causante. Cuando el envite cesó Soren se sintió terriblemente mareado y agotado; no resistiría un segundo intento. Tenía que salir de ahí cuanto antes. Se dio cuenta de que el príncipe seguía hablando.
—...Por estas proezas quiero proponer oficialmente el nombramiento de Soren como caballero del reino —dijo Aric con solemnidad—. Con las correspondientes tierras y vasallos a su cargo. Para que sirva como maestro cazador y consultor del ejército. Con su habilidad, nos aseguraremos de no sufrir otras derrotas como lo ocurrido en Lorato.
— Mi señor —contestó Soren, haciendo su mejor esfuerzo por ocultar que estaba a punto de desplomarse—, su oferta es generosa. Pero tengo compromisos en mi tierra natal que me obligan a rechazarla.
Aric arrugó el entrecejo notablemente molesto. Como era habitual para alguien de su posición, no estaba acostumbrado a ser rechazado y menos por un mercenario solitario. Soren temió que enfureciera, que le obligase a aceptar su oferta. Por suerte Aric aún no era un déspota.
— ¿Preferís ser un simple mercenario que un caballero en la corte? —preguntó con sorna el canciller Elarión. Pero Aric reprocho el comentario con un movimiento de mano.
— Os puedo ofrecer las cinco piezas de oro que he dado a los líderes de las compañías de mercenarios —dijo el príncipe sin ocultar la decepción en su voz—. Pero os ruego que lo consideréis. Esta noche habrá un banquete, insisto que acudáis, y mañana podréis darme vuestra respuesta definitiva.
— No quisiera ofenderos rechazando vuestra generosidad —contestó Soren con una inclinación de cabeza—. Consideraré vuestra oferta y os daré mi respuesta definitiva después del banquete.
Soren salió de la sala de audiencias sintiéndose enfermo. Toda esperanza de recuperar la esfera se había desvanecido. Nada en él mundo le haría quedarse más de lo necesario en aquel castillo. Se sentía atrapado con una bestia salvaje; sólo que era algo mucho peor. Se hubiese marchado en ese mismo momento, pero sería muy sospechoso. Lo mejor sería guardar las apariencias, y largarse lo antes posible.
Tambaleándose se alejó de miradas indiscretas, se apoyó en una pared y su boca vertió todo el contenido de su estómago. Sus ojos lagrimeaban y sentía que todo su cuerpo le pesaba. El corazón de Eldoria estaba envenenado, y ese veneno ahora poseía la esfera... Lo único que podía hacer era alejarse todo lo posible, antes de que se desatara el infierno que de seguro estaba por venir.
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