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Capítulo 7: Aquellos...

Puede parecer frustrante dejar las cosas a medias, el suspense flotando como sombra sin forma. Te pido paciencia; estamos construyendo algo, colocando cada pieza con cuidado. Y esta pieza es importante.

El olor a cerveza y humo impregnaba el ambiente, dejándolo casi pegajoso. Pero el fuego de la enorme chimenea ayudaba a sentirse cómodo y a burlarse del frío de afuera. Una pila de platos indicaba que la noche había sido productiva para la pequeña taberna. Más clientes que de costumbre, algunos incluso de aldeas vecinas, charlaban y disfrutaban de sus bebidas. Una noche festiva, aunque no se celebrara nada.

— ¡Otra canción! —exclamó una mujer alzando su jarra.

— ¡Sí, otra! —secundaron otros parroquianos al unísono.

En la barra, una joven dio un largo trago a su hidromiel. Apoyó las manos en el borde y arqueó la espalda, mirando hacia atrás sin girarse. Su cabello rizado flotaba con un volumen envidiable. Mientras, sus ojos azules acompañaban una sonrisa juguetona, destellando una picardía que resultaba irresistible incluso en posición invertida.

— ¡Síee, otra canción! —dijo la joven imitando una voz más grave que la suya—. ¿Dónde está esa músico perezosa?

Un músico itinerante, por supuesto. ¿Qué otra cosa podría atraer a locales y forasteros a gastar lo que apenas podían permitirse? En un mundo donde el mayor entretenimiento eran los cotilleos y las mismas viejas historias remendadas con exageraciones, la música era un verdadero acontecimiento.

La joven de piel oliva se enderezó, tambaleándose ligeramente, y con pasos desiguales se dirigió hacia un escenario improvisado: una mesa y unas cajas que hacían de escaleras. El alcohol llevaba rato haciendo efecto, pero eso solo la igualaba a su audiencia. ¿Y acaso eso no era bueno?

El trato era simple: ella ofrecía espectáculo y los dueños de la taberna le proporcionaban comida, bebida y un lugar para descansar, además de las propinas de su público.

Aplausos descompasados le dieron la bienvenida una vez más. Nova, con apenas diecisiete inviernos, era todo un prodigio y eso sin contar con que había poca competencia con que compararse. Tomó su instrumento que descansaba en una silla, ajustó la correa a su cintura y se preparó para corresponder a su público.

Facciones suaves, pelo rizado e indomable, actitud despreocupada y una sonrisa que parecía haber sido esculpida. Decir que era hermosa sería vago, hacer una comparación poética: redundante. Pero su belleza siquiera sería importante pues aquí lo importante era su arte.

Nova se apartó unos rizos que le molestaban en la cara, solo para que estos, desafiantes, volvieran al mismo lugar. Bebió el último trago y dejó caer la jarra al suelo, creando el estrépito que anunció a los más despistados que el espectáculo comenzaba.

— Bueno...¿Qué será? —preguntó mientras acariciaba su hurdy-gurdy intentado que sus manos recordarán lo que tenían que hacer—. ¿Una serenata? ¿La epopeya de Saunt... ¡Oh! Ya sé, una balada de amor.

— ¡Una canción de puerto!

— ¡La leyenda de Yarmaduc!

— ¡La serenata de la pastorcilla!

Mientras los clientes de la taberna hacían sus propuestas, Nova hizo girar suavemente la manivela con su mano derecha, estridentes como voces de niños, las cuerdas trompeteras resonaron llenando la sala. Le gustaba crear expectación, era una parte más de la interpretación. En eso, la música y la seducción tenían mucho en común.

De repente, una idea le hizo morderse el labio. ¿Y por qué no? No hay soldados, se convenció a sí misma. Seleccionó dos de las tres cuerdas cantoras, ajustó una de las cuerdas bordones y dejó a las trompeteras.

— Se dice de un rey que reina, con un caballo sin brío entre las piernas —dijo mientras la rueda del hurdy-gurdy, arrancaba de las cuerdas las primeras notas.

Sus dedos ágiles se movieron por las teclas del instrumento marcando un ritmo audaz. Disfrutó al ver las expresiones de sorpresa y las miradas preocupadas de quienes reconocieron la melodía. Con una amplia sonrisa cantó la primera estrofa.

En un trono brillante se sienta el señor,

mas su espada es tan muda como su valor.ni en cama ni en guerra os veis ganar,lo que logre el rey conquistar, que pena me da.

¡Ay, majestad, qué triste canción!

Ni amor ni valor, solo decepción.

Más caras sorprendidas, se unieron a las primeras, perplejas por el descaro de aquella joven. Pero muchos ya sonreían agradeciendo la audacia de la intérprete, llegando incluso a acompañarla en la siguiente estrofa

De armadura y joyas estáis cargado,

mas todo el reino os tiene burlado.Sin mancha en la cama, sin gloria en batalla,¿De qué os sirvió tanta muralla?

¡Ay, majestad, qué triste canción!

Ni amor ni valor, solo decepción.


Nova Serenade no se contentaba en tocar las notas que todos conocían, iba más allá, enfatizando contrapuntos y añadiendo detalles propios. Su mano derecha, sobre la manivela, marcaba el ritmo y los cambios, con golpes controlados de muñeca hacía vibrar a las cuerdas trompeteras, llenando la sala con un sonido vibrante. Después del segundo estribillo todos lo cantaron a viva voz.

Pero tu hijo muestra lo que tú no,

Conquista corazones, batalla y pasión.Es digno heredero, de tu sangre al fin,Aunque hay quien duda, como noQue estuvierais presente en su concepción

¡Ay, majestad, qué triste canción!

Ni amor ni valor, solo decepción.

El pueblo susurra entre risas y copas:

"la corona pesa más que su persona".Un rey sin hazañas ni cuentos que dar,su nombre en las sombras habrá de quedar.


La joven sacudió su cabeza, agradeciendo la implicación de su público. Proyectó su voz de mezzosoprano, elevándola sobre las demás. Repitió una vez más el último estribillo antes de cantar la última estrofa de aquella canción prohibida.

¡Ay, majestad, qué triste canción!
Ni amor ni valor, solo decepción.

Por vos no cambiaría mi pobre destino,
pues vuestro oro esconde más que un espino.
Corona de sombras, trono de cristal,
vuestro reino no es más que un carnaval.


Dejó que su público repitiera un par de veces el estribillo mientras les acompañaba con su instrumento, disfrutando de cómo las voces crecían en entusiasmo, convirtiendo la taberna en un coro improvisado que vibraba con la energía de la canción. Los aplausos y las carcajadas siguieron a la música. Cuando la joven se bajó del escenario, ya tenía una nueva bebida esperando, que aceptó sin remilgos. Aquella noche se iba a alargar más de lo esperado.


El sol se exhibía orgulloso en lo alto del cielo cuando Nova despertó. La cabeza le palpitaba, sentía la boca como si hubiera masticado lodo y la luz le azotaba en sus remordimientos. Sus labios murmuraron el deseo de sumergirse en agua; un río, una acequia o donde bebían los cerdos, tanto daba. Una noche larga era buena para los bolsillos de un artista, pero los suyos parecían vaciarse con la misma facilidad que se llenaban.

Un grupo de niños pasó corriendo a su lado mientras gritaban.

— ¡Aí venen! ¡Aí venen!

Nova suspiró, se estiró para que sus articulaciones despertara, y con el paso de quien no tiene ni prisa ni ganas, siguió a los niños. Al llegar al sendero que conducía al pueblo se paró ante un gran abedul que parecía querer impresionar a alguien.

Miró a lo alto del árbol mientras se reprochaba a sí misma por beber tanto noche anterior. Deslizó sus manos en algún bolsillo y reaparecieron con unas extrañas manoplas de las que asomaban garras metálicas de sus palmas; herramientas no muy propias de una artista. Miró a los lados antes de saltar y comenzar a escalar el blanquecino árbol. No tardó mucho en alcanzar una altura considerable, abrazó con las piernas una rama y apoyó su espalda en el tronco.

Tal y como habían dicho los niños, ahí estaba, el ejército del príncipe, o lo que quedaba de él. Una gran columna marchaba de vuelta a Aelthur. Nova sonrió, pues aunque era un ejército considerable, en la comparación están los matices. Eran muchos si los comparamos a un grupo de granjeros o incluso a la guardia personal de algún noble adinerado. Pero comparado a lo que había sido ese mismo ejército hacía solo dos lunas atrás. Era como ver a un gallo orgulloso que ha perdido todas sus plumas.

Justo cuando Nova pensaba en plumas, un pequeño autillo pardo revoloteó cerca hasta posarse junto a la joven. La miró directamente, como si le reclamase algo.

— Créeme, yo también quisiera estar durmiendo —le contestó Nova mientras le daba un pequeño trozo de carne seca—. Pero tenemos una misión que cumplir, ¿recuerdas?

De una pequeña bolsa que llevaba en su cinto, sacó un artilugio propio de los marineros de las islas sur. Costó una pequeña fortuna, pero resultaba ser tremendamente útil. Lo desplegó y miró a través de él; con esa facilidad podía adquirir el don de las rapaces. Enfoco para poder observar con detalle al ejército real, pudo distinguir los estandartes que se erguían con orgullo apagado. Los soldados exhibían heridas vendadas y miradas perdidas. Los rumores se confirmaban: el plan del hijo del rey había fracasado.

La ciudad de Lorato seguía siendo un nido de demonios, y muy pocas compañías de mercenarios marchaban junto al ejército real; los que no habían muerto se habían ido a probar mejor suerte a otras tierras. Nova pasó un rato observando hasta dar con lo que buscaba: el príncipe Aric, montando a caballo pero con el brazo en cabestrillo. Lástima, murmuró Nova.

La joven apuntó mentalmente algunos detalles más antes de guardar el artilugio que le permitía ver a lo lejos. Se quedó inmersa en sus pensamientos unos segundos, antes de desviar la mirada hacia el pequeño autillo, que mantenía sus ojos cerrados ante las caricias de Nova.

— Ha llegado la hora —le dijo al ave, que respondió abriendo sus enormes ojos—. Hay que informar a La Hermandad.

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