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Capítulo 4: Los planes de los poderosos.

Los cuernos no solo resonaron por el campamento; lo hicieron por todo el valle. Dio comienzo a una sinfonía de las órdenes y quejas propias de un ejército despertando. El día de marchar hacia la ciudad maldita de Lorato había llegado.

Después de una noche ajetreada, Soren se preguntaba si había llegado a dormir algo; aunque ya no importaba. Se desperezó y de una de sus faltriqueras sacó raíz de rhodiola que comenzó a masticar. Hizo una mueca por el sabor astringente y amargo, pero le ayudaría a mitigar el cansancio. El día prometía ser largo.

Diecisiete inviernos atrás, cuando el enjambre ya había alcanzado a todos los reinos. La ciudad-estado de Lorato, baluarte del progreso, cerró sus puertas con el fin de protegerse de lo que se creía que era una epidemia. Pero sus inexpugnables muros y enormes puertas se convirtieron en su prisión; la ciudad cayó en una sola noche.

Pero el día que comenzaba, bajo el estandarte del príncipe Ari, sería el día que los vivos se cobraran su venganza. Aprovechando el letargo de las criaturas durante el día, avanzarían palmo a palmo, rastreando cada nido, ejecutando a las criaturas y asegurando cada zona antes de avanzar a la siguiente. Un trabajo arduo y metódico por una recompensa tan material como psicológica.

Créeme cuando te digo que la fuerza de un ejército no está en la cantidad de sus hombres, o el valor de estos. Su fuerza depende de su organización y el ejército de Eldoria era uno de los mejores en eso. La ciudad había sido dividida, y las compañías más importantes de mercenarios controlarán el avance en cada zona, y un gran número de funcionarios y estafetas se encargaría de documentar todo y asegurarse de que la intercomunicación fuera constante y precisa.

Los asaltadores de Dinn, era el grupo asignado para la vanguardia en el ala oeste de la ciudad. Otras compañías más pequeñas y cientos de solitarios se pondrían bajo las órdenes de estos y Soren sería uno de ellos. Gracias a unos cuantos sobornos, pagados con los metales de los ladrones de la noche anterior, Soren estaba ahora en el grupo que más le convenía. Porque el príncipe Aric tenía un plan sólido, pero él tenía su propia victoria que asegurar.

En busca de sus nuevos camaradas, Soren se unió a la columna de milicia que marchaba hacia Lorato. Salvo los más jóvenes y algún aldeano que probaba suerte, la mayoría eran profesionales; mercenarios y cazadores experimentados, forjados durante años de supervivencia. El legado del enjambre estaba reflejado en todos sus rostros. En los más ancianos, marcados por el recuerdo de un mundo arrebatado; en los más jóvenes, que no conocían otra cosa más que la muerte y el dolor.

La vida en todo el continente se había transformado. La riqueza cultural: desvanecida. Las celebraciones: olvidadas. El arte y el progreso; dejados de lado para tomar las armas contra unas criaturas que no deberían existir. ¿Qué haces cuando lo has perdido todo? Cuando sobrevivir un día más no se hace una perspectiva reconfortante. No dejo de admirar la capacidad de las personas de adaptarse, incluso cuando ya no queda nada. En caída libre los brazos se extienden buscando aferrarse a algo; aunque el hacerlo te destroce las manos.

Soren no tardó en encontrar el estandarte que le habían descrito: un gigante rojo sobre un fondo azul oscuro. Unos trescientos soldados caminaban junto al estandarte, aunque supuso que la mayoría eran solitarios como él mismo.

— ¡Eh, tú! ¿Eres el nuevo? —una voz grave, como el eco de un martillo golpeando roca virgen, sonó a su espalda—. Les dije a esos hijos de lagarto que no me encasquetaran a ninguno más.

Un enano, robusto, feo y ancho como... como todos los enanos en definitiva. Se acercó hasta él con un paso patizambo acompañado de un crujir metálico de su armadura llena de abolladuras. Se apoyaba en una enorme arma de fuego que era casi de su tamaño. Lo único cuidado en su aspecto parecían ser dos pequeñas hachas que portaba en el cinto. Lo demás... sucio y alborotado, incluyendo su cabellera y barba rojiza, que hacían juego con sus ojos rojos como brasas, que parecían encender sus cejas que se asemejaban a pequeñas llamas.

Se encaró y le miró de arriba a abajo, entre evaluando y despreciando. Soren permaneció en silencio sin responder a la provocación velada.

— Soy Gorak, lugarteniente de los Asaltadores de Dinn —dijo el enano casi escupiendo las palabras—. Estarás bajo mis órdenes. Es decir, si te digo algo o eructo, tu responderás "sí señor". ¿Queda claro?

Soren arrugó la frente y cerró los ojos por un segundo como si le doliese la cabeza.

— Mi nombre es Soren —contestó mirando a Gorak directamente—. Te dirigirás a mi con respeto y yo obedeceré tus órdenes si estas tienen sentido.

Una carcajada estridente que perforó el aire. El enano tenía una risa forzada y burlona, propia de quienes solo reían para intimidar.

— Estoy hasta mis pelotas de enano, y te aseguro que son más grandes que las tuyas, de los solitarios engreídos que no valen su peso en mierda de caballo —Gorak sonrió mostrando unos colmillos de oro—. Mi última oferta: obedecerás sin abrir la boca y cuando un necrófago separe tu cabeza de tu cuello, prometo no usar lo que quede de tu cuerpo como cagadero.

— Bien —dijo Soren rodando los ojos—. Si es lo que quieres... podemos intentar matarnos aquí mismo. Uno morirá y el otro será expulsado del ejército. La verdad no me importa irme, aún no he hecho amigos.

Ambos se quedaron en silencio, Soren no mostraba más expresión que la de apatía y su mano izquierda descansando sobre la empuñadura de una de sus espadas. Gorak en cambio movía sus ojos en pequeños movimientos rápidos, buscando algo que se le escapaba, algo que no cuadraba... Hasta que dio con ello.

— ...Esos guanteletes... —dijo el enano en voz baja pero cargada de asco—. Son marcas, eres un sustratista.

— No, yo lucho con mis espadas —contestó el solitario con calma—. Los guanteletes no son míos, solo son un préstamo.

Gorak sonrió, como si esa respuesta fuera un buen chiste.

—¡Razhâg! Tienes agallas, te concedo eso —dijo finalmente Gorak—. Hagamos una cosa, sobrevive a los primeros tres días, demuéstrame que no eres un inutil y me molestare en aprenderme tu nombre.

Soren esbozó media sonrisa, tomándose aquello como una victoria, retomó la marcha. Gorak hizo lo mismo usando su arma de fuego a modo de bastón.

—¿Esa arma? —preguntó Soren para intentar limar asperezas— Nunca había visto una así.

El enano le miró complacido, definitivamente, Soren había acertado con el tema.

— Un arcabuz de tres cañones y llave de chispa —dijo Gorak mientras alzaba su arma con orgullo—. Pura ingeniería de Caldera, al igual que yo. Tres tiros antes de recargar, pero solo necesita uno para acabar con un devastador. Los negrófagos no tienen nada que hacer con una enano con suficiente pólvora.

— Espero que no te dispares en el pie entonces.

Gorak volvió a reír, de una forma más gutural y espontánea, casi como si fuera una risa sincera.

— Me caes bien, humano. Veremos si no te cagas encima cuando el primer demonio te salte al cuello.

A medida que las murallas de la ciudad se hacían notables. Los nervios se fueron haciendo más palpables, como el silencio contenido justo antes del salto de una bestia hambrienta. Gorak, indiferente a esto, continuó haciendo comentarios a los de su alrededor; ninguno amable. Era altanero y arrogante, pero tenía un ácido sentido del humor que Soren podía apreciar.

Un caballo a medio trote pasó junto a ellos. Su jinete, una mujer de pelo como ala de cuervo y ojos de ámbar intenso, clavó su mirada en Soren sin detenerse, antes de espolear a su caballo y alejarse.

— ¡Juju! Si las miradas matasen —dijo Gorak socarrón—. Parece que has llamado la atención de Kira. Y no creo que sea para bien.

— No sé quién es ella, debe haberme confundido —contestó el solitario, restándole importancia.

— Créeme chico, Kira rara vez se equivoca. Y desde luego no se confunde —dijo el enano antes de hacer una pausa meditando sobre sus propias palabras—. ¿Cómo dijiste que te llamabas?


El príncipe Aric se mantuvo en silencio, observando las puertas de la ciudad. Inmutable y severo, no vio la necesidad de dar un discurso para infundir valor al ejército que aguardaba a su espalda ¿Qué sentido tendría hacerlo si ya todos conocían su cometido?

Miles se habían reunido bajo su mando. La cabeza de un caballo blanco coronado sobre fondo verde, el estandarte de Eldoria, destacaba sobre otros. El mayor ejército desde la cruzada de Phiros. Había llegado el momento de que Aric brillara.

Dio la señal, unas flechas en llamas respondieron. Encendieron los barriles de pólvora colocados en la entrada principal. Una explosión tan reverente como las campanadas de una catedral, tan solemne como la promesa de honor, tan prometedora como una sonrisa de deseo mal disimulada. Las puertas de la ciudad cayeron mostrando la resistencia de un árbol muerto hace tiempo, y luego... nada.

La ciudad que un día bulló de vida ahora les recibía con el silencio de quien ya lo ha dicho todo y se arrepintió de sus palabras. Una ciudad orgullosa, que iluminó el camino hacia un futuro brillante para todo el continente, ahora convertida en cementerio. Sin embargo, su último regalo al mundo fueron sus muros, pues contuvieron al foco del enjambre que se desató en su interior, impidiendo que se expandiera por toda la región.

La maquinaria militar se puso en marcha, se establecieron los puntos de control, y las distintas compañías comenzaron la meticulosa tarea de purgar la ciudad. Alaridos metálicos llenaron el aire, sonidos que solo podrían pertenecer a rapaces deformadas en delirios; o a criaturas que no están ni muertas ni vivas. Una fría profesionalidad marcaba las acciones de los cazadores y mercenarios mientras ejecutaban a las criaturas. Pero también había una nota personal, impulsada por el sentimiento de revancha. Tardarían un par de lunas en cumplir la misión, pero merecería la pena.

Las huellas de la fatídica noche podían apreciarse en cada esquina; puertas y ventanas arrancadas de sus postigos; armas y juguetes abandonados junto a antiguos charcos de sangre ya secos. No había cadáveres, por supuesto, pues los cuerpos que no habían sido devorados, eran ahora criaturas que se ocultaban en las sombras.

Si alguna vez has visitado los restos de un lugar abandonado, puedes imaginar lo que es recorrer aquellas calles desiertas. Cuántos libros podríamos llenar con las vidas que un día las recorrieron. Historias que no se recopilaban en palabras, solo en una impronta etérea que marcaba los edificios, como el hollín tras un incendio. Historias que sucedieron; como la de la familia que llegó con un sueño y consiguió un próspero negocio; la del ingeniero que mejoró la máquina de su maestro; la del filósofo que cambió su discurso por enamorarse de quien no debía. Pero también las historias que no pudieron ser; como la de los enamorados que soñaban con siete hijos y tenían sus nombres decididos; la de una mente brillante que junto a sus compañeros universitarios planeaban cambiar el mundo. Todas, apagadas sin hacer diferencia, igual que hogueras durante la crecida del río. Olvidadas como los mitos que nos contamos de niños.

Soren acudió junto con otros a su zona designada. Los edificios de dos y tres plantas mostraban el esplendor de una arquitectura que una vez se regodeó de sí misma. Ahora sólo reforzaban un terrible contraste, que se hacía aún más patente cuando el aire saturado a muerte se te aferraba a la garganta; llenando los pulmones y negándose a marcharse. Ocupando un lugar especial en los recuerdos, destinado a alimentar las futuras pesadillas.

Nuestro solitario entró junto a un grupo a un edificio que otrora fue el taller de un artesano, los mercenarios se prepararon para inspeccionar el lugar, pero antes que pudieran hacer mucho un grito acumulado durante años les golpeó los tímpanos. Desde unas escaleras que conducían a un sótano se sintió el movimiento de las criaturas que ya corrían a su encuentro. El miedo se hizo patente pero la experiencia también lo era; estaban listos. Soren desenvainó sus espadas justo cuando la primera criatura aparecía con un frenesí asesino. Era momento de cumplir su contrato como mercenario.

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