Capítulo 17: Los secretos que los muros guardan.
Las luces danzantes de las velas acariciaban su cuerpo, resaltaban su figura esbelta que marcaba un ritmo primitivo. Una danza tan antigua como el tiempo, ejecutada con un respeto reverente y con una insolencia explícita.
La mano del príncipe acarició la piel de ella, desde su cadera hasta su pecho desnudo, intentando capturar todas las perlas de sudor que brotaban de su cuerpo. Su aroma era embriagador, capaz de arrancarle cualquier idea que no fuera un deseo animal por beber de sus labios. Observó ensimismado la perfección que se alzaba sobre él. El pelo oscuro como ala de cuervo caía sobre sus hombros, espalda y rostro. Aunque hacía mucho que no era una joven, y quizás también por eso, era la mujer más hermosa que había visto.
La sacerdotisa Lyra miró hacia abajo, sonrió al reconocer aquella mirada de deseo que su amante le dedicaba. Apretó sus muslos, intensificando el ritmo. Le arrancó un gemido que aumentó su propia excitación.
Aric intentó incorporarse a pesar de su brazo vendado. Quería hundir el rostro en su pecho, saborear la ambrosía de aquel cuerpo esculpido por y para los dioses.
Lyra le devolvió a su posición, con una firmeza encantadora. Le mordió en el cuello, cerca del ángulo de la mandíbula, antes de alzarse nuevamente y mirar hacia arriba mientras una oleada de placer recorría todo su cuerpo. Como si un rayo atravesara su cuerpo, pero en vez de caer desde el cielo naciese desde su interior, contrayendo y relajando todos sus músculos al mismo tiempo. Clavó sus uñas en el pecho del futuro rey, mientras fracasaba en contener un gemido impropio de su carácter templado. Sintió como aquel rayo alcanzaba también a su amante, contrayendo su rostro. El joven príncipe se unió a ella, gritando de placer.
Rendidos y exhaustos, tras la más dulce de las batallas. Lyra descansaba sobre su pecho, aún abrazándolo con las piernas. Ambos recuperaban poco a poco el aliento que habían entregado para complacer al otro.
Respiraban...
Respiraban con pausa y profundidad. Intentando capturar aquel olor, producto de la pasión de ambos, para que quedara marcado imperenne en el recuerdo, y así poder invocarlo durante aquellas noches que se anhelaban en la distancia.
Aric recorrió con su dedo la columna de la sacerdotisa.
Su lado más primario, satisfecho, volvía a lo profundo de su ser, dejando claro quién gobernaba en los momentos cruciales. Mientras, su mente, llena de pensamientos, dudas y preocupaciones, volvía para reconectar con una realidad menos alentadora.
A pesar de su posición, no entendía como aquella mujer entregada al servicio de los siete rostros, la más sabia de todos los consejeros, le permitía compartir aquellos momentos donde sus posiciones se diluían y sus instintos hablaban olvidando por completo los modales de la corte. Era sin duda un regalo obtenido sin mérito, manchado por la vergüenza de haber sido, no mucho tiempo atrás, poco más que un niño para ella.
Se quiso recordar que en aquel lecho improvisado no importaba la diferencia de años, experiencia o destinos. Pero sabía que aquellas noches harían muy difícil en el futuro, escuchar los sabios consejos de sus labios sin desear besarlos... tocarlos, morderlos, llenarse de ellos...
— Has vuelto de Lorato siendo más hombre —dijo Lyra, mientras se movía para quedar tumbada a su lado.
— Derrotado y casi lisiado de por vida —contestó Aric algo exasperado, mientras clavaba la mirada en el techo—. ¿Es eso ser más hombre? Yo no aprecio la mejoría.
— No me has entendido —dijo Lyra con una leve sonrisa, mientras le acariciaba el contorno de la nariz—. No era un cumplido. Conforme envejecéis, los hombres empezáis a vivir más y más dentro de vuestra cabeza. Y vuestro cuerpo se hace más rígido.
— ¡Perfecto! —dijo Aric forzando una sonrisa—. Ahora sé que también os he decepcionado... En todos los sentidos.
Lyra empujó al príncipe de forma juguetona, solo para acto seguido atraerlo hacia sí y besarle en la comisura de los labios.
—No habéis decepcionado a nadie, mi alteza —dijo Lyra, con su voz cargada de una dulzura exagerada que contradecía sus ojos burlones–. Vuestra humilde sierva se ha deleitado de teneros dentro.
— ¡No empieces! —se quejó Aric sacudiéndose ligeramente—. Odio que hables así, lo sabes.
— No actúes entonces como si fueras más importante de lo que eres; no se trata de decepcionar o complacer. El sexo y la guerra no dependen solo de la espada del gran guerrero.
— No es tan sencillo, cuando todos ponen la confianza en ti y fallas —los ojos de Aric se oscurecieron—. Muchos murieron en Lorato por mi culpa.
Lyra se incorporó y se sentó dándole la espalda. Tomó un pequeño espejo de bronce y empezó a arreglar su pelo con la mano. Sabía que Aric esperaba alguna réplica o consuelo que le diese valor a sus palabras, pero no quería complacerle. La impaciencia se pagaba con espera, la soberbia: con silencio.
Aric se quedó mirando durante un rato, finalmente apartó la mirada dando un pequeño resoplido. Solo entonces Lyra le contestó.
—Sus vidas dependían de ti, tanto como mi orgasmo. Sólo en parte —dijo mirándole a través del espejo—. No caigas en el error de pensar que todo depende de tu voluntad. En cuanto a la deriva del destino se trata, el rey y el campesino se asemejan más de lo que al primero le gustaría reconocer. Piedras en el río, unas más grandes que otras, pero incluso la que más salpican se hunden en el lecho.
— Hablas como una sacerdotisa —dijo Aric incorporándose ligeramente y admirando el rostro de ella reflejado—. Relativizando todo y envolviendo verdades en enigmas.
— ¿Sí? Quizás me dedique a eso —contestó con una media sonrisa, mientras movía ligeramente el espejo para mirar el cuerpo desnudo del joven—. Pero tendré que hacer voto de celibato, eso no te gustaría.
— Está bien, tampoco sería apropiado por mi parte —declaró Aric cruzando sus manos detrás de su cabeza—. Además, con una mujer "tan mayor".
Lyra se volvió hacia él, abriendo la boca y frunciendo los ojos. Se le echó encima sujetándole por los hombros, sin darle importancia al brazo herido. Sus labios quedaron suspendidos sobre los de él. Fingía orgullo herido, pero no podía ocultar su sonrisa desafiante.
— ¿Tan mayor? Quizás su alteza prefiera a alguien más joven, de buena familia. Ingenua y moldeable para servirle.
Aric intentó alcanzar sus labios para besarlos, pero apenas logró rozarlos.
—Seria aburrido —descarto Aric, mirando embelesado aquel rostro—. No tendría la necesidad de quedar a escondidas ¿Donde estaría la emoción y el riesgo?
Lyra miró a su alrededor, como si observara por primera vez aquellas paredes vacías, iluminadas por las decenas de velas, que quemaban sobre los restos de otras ya fundidas. Aquella celda, tan poco propia para el cargo y estatus de ambos, se había convertido en testigo de sus encuentros. Un lugar donde olvidar quienes eran y entregarse al deseo. Un lecho de plumas y un brasero habían hecho del lugar lo suficientemente acogedor para poder compartir los secretos de la piel. Miró entonces a aquel joven, llamado a ser el mejor rey de Eldoria. Criado en la época más oscura, pero poseedor de los valores más altos que había visto en un hombre. Una rareza que incluso a ella había sorprendido, mejor dicho: sobre todo a ella.
Apretó sus labios contra los suyos, y buscó con su mano por debajo de las sábanas para comprobar, con agrado, que los jóvenes recuperan con más facilidad su vigor.
—
Los tonos dorados del amanecer se colaban por la pequeña ventana, que era poco más que un respiradero. El príncipe Aric se preguntó si había llegado a dormir, o simplemente se había quedado intentando que aquel momento quedara suspendido en el tiempo. Las velas eran ya poco más que un amasijo de cera en el suelo. El brasero, ya extinguido, hacía notar su falta de calor. Lyra acurrucada junto a él, con la deliciosa excusa de escapar del frío. ¿Cómo podía algo tan inapropiado sentirse tan correcto? No se atrevía a hacerse ilusiones, aquello no podría durar, y las noches que le quedaban por compartir estaban ya contadas, aunque no conocía el número. Temía el día que llegara el último encuentro sin saber que sería el último. Pero lo prefería así, porque el día que tuviera la certeza de no volver a aquel oasis que habían creado juntos, algo moriría dentro de él.
La sinfonía, tan íntima que solo ellos conocían, compuesta por susurros, el suave crujir del lecho de plumas. Los secretos compartidos de sus cuerpos. Todo terminaría diseminándose y desapareciendo. Aric no era un iluso ni tampoco un romántico; no abandonaría todo por ella y sabía que ella jamás sacrificaría nada por él. Sus responsabilidades eran más pesadas y más importantes que ellos mismos.
"Responsabilidades", aquella palabra retumbó en sus adentros, compromisos y obligaciones, una losa sobre sus hombros que con los años solo aumentaría de peso. En otra época, otros habían podido darse el lujo de evadir su deber. Pero los días que le habían tocado vivir, en los que el enjambre había empujado a toda Caesias al abismo, no podía o deseaba otra cosa más que cumplir su deber. Y aquel lecho de plumas era sólo una ilusión.
Las campañas de limpieza le habían alejado de la ciudad, de sus entresijos, y ahora se enfrentaba a una crisis interna. No se podía dirigir a un reino mientras este se desgarra a sí mismo. Y su instinto le decía: que el problema no solo eran unos cuantos descontentos entre la población. Sabía que el destino de los reinos se sellaban, no tanto en los campos de batalla como dentro de sus muros. Aric sentía que le faltaba experiencia para manejar las sutilezas del poder.
— Haces mucho ruido al pensar —dijo Lyra arrugando la nariz, aún sin abrir los ojos—. No me dejas dormir.
— No sabía que podías leer la mente —dijo Aric con una media sonrisa, mientras la envolvía en un abrazo.
— Todas las mujeres podemos. Pero es más una maldición que un poder, por eso fingimos no hacerlo.
— ¿Ah sí? Dime entonces ¿en qué estaba pensando? —preguntó burlón el príncipe, mientras respiraba el olor que desprendía la melena de Lyra.
— En cómo abordar la investigación sobre el ataque. —contestó con naturalidad la sacerdotisa.
Aric dio un pequeño resoplido y se vio obligado a aflojar su abrazo pues Lyra empezaba a estirarse antes de levantarse.
—Esa era fácil —dijo el príncipe, con una mueca de resignación—. No se en quien confiar y no quiero otro fracaso como en...
— Sí, sí —le interrumpió Lyra mientras se desperezaba—. "La trágica campaña de Lorato". "La mancha en la reputación del príncipe heredero". Te lamentas por no haber logrado lo que nadie nunca intentó. ¿Lo sabes verdad? En algún momento tendrás que seguir adelante y hoy es mejor que mañana para hacerlo.
Aric sonrió ante la sabiduría de la sacerdotisa. Intentó con la mirada localizar su ropa. Pero se distrajo con la imagen del cuerpo desnudo de Lyra, que recogía su propia ropa.
— Entonces, cuál es el consejo que la sabía consejera puede darme para investigar a La Hermandad.
— ¿Mi consejo? —dijo Lyra, mientras se volvía y miraba con los ojos muy abiertos al príncipe—. Mi consejo te lo grité ayer con la mirada, mientras dabas tu dramático discurso y te autoimponías tu gesta. 'No... Lo... Hagas'. Ese fue mi consejo y lo desoíste.
— Aunque lo hubieses gritado de verdad —contestó Aric sonriendo—. No lo hubiese tomado. Algo me dice que alguien del consejo está detrás, o quizás algún noble descontento.
— Seguramente no te equivoques. La lista de candidatos es larga —comentó Lyra con indiferencia.
— ¡¿No te sorprende?! —preguntó Aric frunciendo el entrecejo—. ¿No te preocupa que haya una serpiente en el seno del reino?
Lyra, que ya estaba a medio vestir, arqueó una ceja mientras miraba al príncipe algo incrédula. A veces le sorprendía lo ingenuo que podía llegar a ser, a veces olvidaba lo joven que aún era.
— Aún tienes mucho que aprender si quieres gobernar —terminó por decir Lyra—. Siempre hay una serpiente, un traidor, espías o intereses cruzados en una corte. Solo los devotos siguen a sus líderes de forma ciega. Los poderosos los siguen por puro interés.
— ¿Insinúas que no hay honor? —preguntó el príncipe cruzándose de brazos.
— Es una bonita palabra para adornar discursos. Pero créeme cuando digo que solo los perros son fieles con el estómago vacío. Y los nobles, comerciantes adinerados, incluso consejeros, tienen estómagos muy grandes y avariciosos.
— ¿También tú? —preguntó Aric, casi desafiante.
— Es distinto, yo no sirvo a tu padre o al reino de Eldoria. Sirvo al Dios de los Siete Rostros ¿recuerdas? —dijo mientras hacía una especie de inclinación con su vestido—. Sacerdotisa superiora, la misma que recita los discursos el primer día de dima. Aquellos en los que siempre te dormías hace un par años, cuando eras incluso más niño que ahora.
— Hace más de un par de años de eso —murmuró Aric antes de recuperar un tono más sarcástico—. ¿Debería sentir celos por todos los niños que se duermen en tus oficios? ¿Retarles a un duelo por tu atención?
La dama Lyra, fingiendo indignación, propinó una patada al lecho donde hasta hace poco dormía plácidamente. Provocando que el príncipe terminara de levantarse, cubriéndose con una de las sabanas. La sacerdotisa clavó sus ojos esmeralda en el joven, esos mismos ojos que enloquecían al príncipe y le recordaban a una serpiente apunto de atacar.
— Solo si hay alguno tan singular como tú —contestó Lyra desafiante—. O cuando me aburra de tu arrogancia, aquello que suceda primero.
— Preferiría... preferiría que atacaran cada noche el castillo a que os aburrieras de mí —dijo Aric mientras dejaba caer la sábana quedando expuesto ante la sacerdotisa.
Lyra miró al cuerpo desnudo de su amante, se deleitó al hacerlo y no intentó ocultarlo. Un cuerpo joven como un brote en invierno, en óptimo estado físico, marcado por las primeras cicatrices propias de aquel que lucha sus propias batallas. Lyra supo que si en un futuro tuviese que lamentar aquellos encuentros, lo haría sin arrepentirse.
—Vístete, tienes fantasmas que perseguir —dijo la sacerdotisa abandonando el tono íntimo por uno más rígido—. Enviaré a una novicia a limpiar todo esto. Y recuerda... Yo no soy tuya, tú no eres mio y esto no está sucediendo.
— Lo sé, aún así esperaré a que me indiques la próxima vez que "esto no suceda" —dijo Aric recuperando su tono marcial—. Hasta entonces cumpliré con mi deber.
Lyra avanzó hasta el príncipe, cerró los ojos dudando. Pero la duda era solo otra máscara que le ponemos al deseo. Le dio un beso lleno de ternura y complicidad, deseó que no fuera él último pero lo aprovecho como si así fuera. Por un momento, dudó si aquel beso se lo daba al hombre en el que se estaba convirtiendo o al niño al que ella había ayudado a criar.
Antes de marcharse pareció recordar algo. Se alejó de la puerta y de algún bolsillo oculto en su vestido, sacó un pequeño frasco metálico en forma de lágrima.
— El poder no te lo da quién te rinde tributo. Te lo da quien está dispuesto a mentir por ti. —dijo Lyra ofreciéndole el frasco—. En ese sentido, esto puede equilibrar las cosas.
— ¿Qué es? —preguntó Aric tomando aquel extraño presente.
— Para servir al Dios de los siete rostros. Se han de pasar siete pruebas. Cada una más angustiosa que la anterior. En una de ellas se toma eso, te obliga a escupir la verdad de tus entrañas. Lo usamos para probar si la devoción es verdadera.
Aric asintió en silencio, observando el frasco con otros ojos.
— No tengo más, por si te lo preguntas —continuó diciendo Lyra mientras abría la puerta de la celda—. Úsalo con cabeza. Y si puede ser ata primero a quien se lo des. Produce una sensación sumamente desagradable, más de una novicia se ha apuñalado a sí misma para terminar con la agonía.
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