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Capítulo 10: ...que luchan...

Darmon terminó de dar forma a las duelas de castaño. Al terminar, examinó minuciosamente la alineación; todo parecía en orden. Con la ayuda del cincel y el martillo, ajustó los cuatro aros moldes: el cabezal, el cuello, el barriga y el pasador. La forma del tonel comenzaba a emerger, era hora de domarlo.

En el patio del taller, su hermano Rin ya había preparado el fuego. En la jaula metálica ardían virutas y trozos de madera. Darmon humedeció el tonel con el agua recogida de las últimas lluvias, colocó el tonel boca abajo e introdujo la jaula en llamas en su interior. Se aseguró de que el fuego fuera uniforme y de que todas las duelas estuvieran empapadas.

Los procesos artesanales tienen algo... Podría intentar describir ese efecto hipnótico, pero cualquier comparación poética sería redundante. Esa curiosidad que se genera cuando la repetición durante años eleva el trabajo manual a arte; no tanto al resultado como al proceso. Si has observado a algún maestro artesano, sabrás de sobra a qué me refiero.

Usó su manga para secarse el sudor de la frente y se dispuso a colocar el torno, un aparejo de madera rematado con una cuerda que apretaría las duelas. En eso consistía la doma; los aros de metal sujetaban un lado, mientras con humedad y calor se invitaba a la madera a curvarse para adoptar una nueva forma. El torno marcaría el ritmo en el que las duelas se cerrasen unas sobre otras. Equilibrio entre calor, humedad y presión. Incluso haciéndolo todo de la forma correcta, no se aseguraba el resultado; como tantas otras cosas en la vida.

Rin observaba en silencio mientras abrazaba sus rodillas, intentando absorber por exposición los secretos del proceso. Pero le costaba tanto retener hasta lo más sencillo. Darmon hacía tiempo que había perdido la esperanza de que su hermano pudiera ayudarle de una forma más activa. Aun así, se había jurado que cuidaría siempre de él. Aunque cada vez era más difícil.

Respiró, llenando sus pulmones con los aromas de madera quemada, madera húmeda, metal y sudor; el olor de su hogar. El que le recordaba a cuando su padre aún estaba vivo y el mundo no era una pesadilla. A veces, pensaba que lo único que le quedaba era aquel olor. Ahora, él era el maestro tonelero; treinta años de experiencia y aún cometía errores que su padre nunca hubiese cometido.

Acarició la madera del futuro tonel, la temperatura le susurró que era el momento; apretó el torno. El quejido de la madera le dijo hasta dónde. La madera no mentía, siempre decía hasta dónde podía aguantar; ojalá pudiera decir lo mismo de él.

Su mente se alejó, huyendo del acoso de sus preocupaciones... Pero era inútil, ahí estaban, listas para acosarlo.

Incluso con el último encargo, no estaba seguro de cuánto tiempo más podría mantener el taller. Las tasas habían vuelto a subir. Comprar madera de calidad era casi imposible y la comida era cada día más cara.

Dio una vuelta más al torno; las duelas parecían aceptar su destino con gracia. Recordaba cuando era niño, tiempos en los que el aroma de carne de caza y fruta fresca podían olerse en su mesa, y las criaturas de la noche pertenecían solo a los cuentos. El taller era antiguo y próspero por aquel entonces. Su tarea era preparar las tiras de nea para sellar los fondos de los toneles, su única preocupación: aprender el oficio familiar.

Media vuelta más.

Su hermano nunca conocería el significado de prosperidad, era muy joven para recordarlo. Para él, los tubérculos eran un manjar y la harina de grano enmohecido lo habitual.

Con un cazo volvió a humedecer la madera y se dispuso a apretar un poco más los aros con el martillo.

Estaba seguro de que la producción de toneles no era muy inferior a la época de su abuelo. El problema no era la cantidad o la calidad de su trabajo, aunque a veces creyera lo contrario. Podía entender que el enjambre había dificultado la vida a todos. Entonces... ¿Por qué la demanda de toneles para vinos y licores, destinados a las bodegas del castillo, no hacía más que aumentar?

La cuerda mordió la madera al girar una vez más el torno. ¿Por qué el sacrificio era solo asumido por unos, mientras que otros...?

Un chasquido rompió sus pensamientos. Un trozo de madera astillada se asomaba del tonel para burlarse de él. Sus manos apretaban con fuerza la manivela del torno; había girado demasiado.

Cerró los ojos, los sintió hinchados y cansados. ¿Cuántas sombras seguidas había trabajado? ¿Cuántas noches sin dormir? ¿Cuántas veces había mezclado serrín con la comida para engañar al estómago? ¡¿Cuánto vino beberían en el próximo banquete esos malditos bastardos?!

No ahogó el grito al patear el tonel ya estropeado. La jaula de hierro rodó por el patio esparciendo ascuas. Rin se sobresaltó por la reacción de su hermano, generalmente sosegado, y rápidamente se fue a buscar algún lugar donde sentirse seguro. Darmon suspiró, tranquilizar a su hermano requería de una paciencia de la que ahora no disponía.

Humedad en su rostro, no solo sudor. ¿Cuándo fue la última vez que había llorado? Sí... por supuesto, cuando Ilda murió. ¿Qué hubiese dicho ella? Seguramente algo sobre mantenerse positivo.

Darmon tomó su martillo. ¿Positivo? Con el primer golpe, dos duelas saltaron por los aires. ¿Cómo podría? El segundo golpe abolló uno de los aros moldes. ¿Cómo podría ella ser positiva?... Si estaba muerta.

Con una patada terminó de deshacer lo que restaba del tonel. ¿Qué sentido tiene? Tomó las duelas y comenzó a partirlas, liberando su rabia. ¿Qué sentido tenía todo? Lanzó los trozos hacia ninguna parte. Entonces, tropezó con la cuerda del torno y cayó de bruces.

No se tomó la molestia de levantarse. ¿A quién pretendía engañar? Darmon sabía que él sería el último tonelero de su familia, ocho generaciones de tradición que llegaban a su fin.

Lo que decían en aquellas reuniones era verdad. Agachar la cabeza, resignarse, no solucionaría nada; había que actuar.


Las últimas luces rojizas se resistían a ser arrastradas por el astro rey. Impaciente, la luna ya escribía orgullosa las primeras líneas de su tenue reinado. Darmon caminaba por las estrechas calles de la ciudad baja. Su nariz se arrugaba cada vez que pasaba por alguna montaña de desechos. La humedad de la tierra amortiguaba el sonido de sus pasos, y se podían escuchar como ecos las voces provenientes del interior de las casas: quejidos de hambre, jadeos de placer, discusiones cotidianas.

Llegó hasta la casa donde les habían citado, parecía un antiguo taller abandonado, anterior a la expansión de la ciudad extramuros. Era el típico lugar que usarían los adictos al ashur.

Otros miembros de La Hermandad se unieron a él ante la puerta. Finn, hijo de un molinero, de cara redonda y afable. Thomas y su hermano Gref, con la piel de las manos manchadas con marcas imborrables por los productos utilizados en su oficio de curtidores. Sus miradas eran esquivas y llenas de rabia contenida. Darmon se preguntó si en sus ojos se adivinaba lo mismo.

Thomas golpeó la puerta con el puño; un sonido hueco, el sonido de los desesperados.

Con un crujido, la puerta se abrió lentamente. Una anciana marcada por la viruela les escrutó antes de permitirles el paso. La casa estaba vacía; solo polvo y el olor a madera en descomposición. La anciana sostenía una lámpara que temblaba en su huesuda mano, el temblor creaba efectos confusos con las sombras. Les condujo hacia la parte trasera de la casa, donde había una trampilla abierta.

Uno a uno, los hombres descendieron por la escalera de madera que crujía bajo sus pies, advirtiendo que no tardarían mucho en partirse. El aire se volvió denso, con el aroma terroso típico de cuando se ha estado excavando. Varias lámparas de aceite escupían luces desiguales sobre un gran grupo de hombres y mujeres.

Hacía apenas tres lunas, La Hermandad solo era para Darmon un grupo de gente con ideas peligrosas. Pero desde que asistió a la primera reunión, todo había cambiado. Aquellas ideas se habían vuelto propias. Pero aquella no era una reunión más. Respondía a un llamado más concreto: a los que estaban dispuestos a todo por el cambio.

Por la cantidad de asistentes, el llamado había sido más alentador que intimidante. Saludó con la cabeza a algunos, y reconoció a otros. De pronto, de la misma forma que las sombras engullen la luz cuando la vela se apaga, el silencio engulló las voces y murmullos. La vela apagada; un hombre que alzaba el puño.

Samael usó un taburete para elevarse sobre el resto y que todos le pudieran verle y escucharle. Un hombre carcomido por los años, pero de porte seguro. Su voz grave resonó.

— Hermanos, hermanas. ¡Nuestro momento ha llegado! —dijo enfatizando con las manos—. Esta noche, aquellos que nos miran con desprecio ¡Aprenderán a temer a los de abajo!

Un clamor de aliento llenó el sótano. Ya hacía tiempo que muchos clamaban por pasar a la acción. Las escaramuzas en los caminos y la red de apoyo no eran suficientes.

— Está noche se celebra un banquete en honor al príncipe. Nos adentraremos en las entrañas del castillo —continuó declamando Samael—. Desafiaremos la tiranía y daremos muerte a todo aquel que se alimente de ella. ¡Por la libertad! ¡Por la justicia!

Aquellas palabras repiquetearon en el interior de todos los presentes. El escalofrío que se siente cuando alguien dice en voz alta el deseo que anhelas.

El corazón de Darmon bombeaba de pura agitación, o quizás de miedo. Sus manos sudaban y las dudas lo asaltaban. ¿Entrar en el castillo? ¿Matar a los nobles?

Samael miró a los presentes, como si pudiera detectar las dudas y arrancarlas de raíz con una mirada severa. Su convicción era plena, suficiente para suplir la del resto. La quinta cara del Dios les observaba, y obtendrían o justicia o venganza, ambas le eran válidas. Estaban destinados a ello, lo sabía... lo sentía.— Esta noche, tendremos nuestra satisfacción —afirmó Samael—. Mañana, ¡Eldoria pertenecerá al pueblo! Sobre el suelo se abrieron tres fardos; presentando un pequeño arsenal. Herramientas de muerte, para ejercer terror o justicia, dependiendo de cómo se escribiera el relato. Armas de orígenes variados; espadas melladas apenas restauradas, aperos de campo modificadas, cuchillos nuevos apenas terminados. Recolectadas con prisa, reclamadas con urgencia, pero con un propósito claro. Sin duda ese era el aspecto de los instrumentos de la revolución.

— ¡Justicia! —gritó una mujer mientras empuñaba una hachuela.

— ¡Por los perdidos! —clamó un hombre mientras tomaba un arco.

Estaban dispuestos a morir por la oportunidad de cambio; o simplemente hacía tiempo que buscaban la oportunidad de inmolarse.

El maestro tonelero tomó uno de los puñales, sintió su peso, su frío metálico. Su empuñadura era solo una cuerda enrollada, pero estaba afilado. Cerró los ojos, respiró para calmar su mente turbulenta. Si él moría, su hermano y su madre se quedarían solos, no les quedaría otra opción que vender el taller y comenzar de nuevo en otro lugar. ¿Qué futuro tenían de todas formas?

Darmon apretó aquel puñal. Si con su vida o muerte podía marcar la diferencia, valía la pena intentarlo.

Él no tenía forma de saberlo. Pero en sus manos, aquellas que habían fabricado miles de toneles, tendría la oportunidad de cambiarlo todo. El curso de la historia y del mundo dependería de un tonelero y su puñal prestado.

— ¡Por la Hermandad!

 — ¡Por la Hermandad! —coreó Darmon junto al resto.

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