Capítulo 1: Velas en el horizonte
Hay historias que comenzaron hace mucho tiempo. Otras, justo ahora. Algunas inician en un momento concreto, como el primer latido de una tormenta. Otras en muchas partes a la vez, como el sueño que todos comparten sin saberlo. Esta historia tiene un poco de todo lo anterior. Una historia que cambió un mundo; un mundo que ansiaba ser cambiado. Pero no nos adelantemos, un mundo es demasiado grande y complejo. Empecemos con algo más pequeño, algo como...
...Un insecto...
Una libélula de cristal, traslúcida y delicada; a lo que debía su nombre. Se posó en una de las flores del jardín del palacio. Su cuerpo comenzó a adquirir un tinte rojizo, a medida que absorbía el néctar que la flor le ofrecía. Aquellos pequeños y frágiles insectos cambiaban de color cientos de veces durante el día, una vez por cada flor de la que bebían. Un espectáculo que embelesaría al niño y al poeta. Pero para Zephyr, que era casi ambos, solo eran una distracción. Mayor para considerarse un niño, pero muy joven e inexperto para dominar los versos. Y más en un arte tan complejo como lo era la caligrafía de las islas.
La libélula fue a posarse en su tintero. Con un movimiento de su mano la espantó antes de que se tiñese de antracita. Frunció el ceño mientras repetía uno de los preceptos de la caligrafía. "Busca el equilibrio entre concentración y soltura, entre firmeza y calma". Sumergió el pincel en el tintero y lo sostuvo sobre un nuevo papel. Con su otra mano, sujetó su manga para que no le molestara, pero tirando de ella para que la tensión le diera estabilidad extra.
Inspiro profundamente, esperando a que una gota de tinta se formara en la punta del pincel. Justo cuando la gota estaba a punto de precipitarse, deslizó su mano mientras exhalaba el aire contenido. Con un trazo firme, como la raíz de un roble, delineó el primer signo. Uno más suave, como pluma en el aire, para el segundo. Presionó como cincel contra piedra para el tercero y permitió que el cuarto se difuminara ligeramente... como el amor no confesado.
La caligrafía es un arte intrincado, no solo se trata de escribir, "una danza entre la intención y la emoción", como decía otro de sus preceptos. Aunque las letras formaran las palabras, era el trazo lo que revelaba el sentimiento e intención. No eran pocos los tratados que se habían escrito sobre la caligrafía, arte propia de la lengua de Marthia. Con la que se podía ocultar un mensaje de amor en un informe de contabilidad o encriptar un mensaje en tiempos de guerra, pues se jugaba con el significado y la significancia de cada letra, palabra y frase.
Desde lejos, una voz que gritaba su nombre provocó un giro demasiado brusco en su trazo; destrozando por completo su obra. Zeph suspiró con desgana, posó su mano sobre el papel y deslizó hasta el canal artificial que estaba junto a él. La corriente lo arrastró junto a sus anteriores fracasos.
Alzó la vista hacia columnas y arcos cubiertos de vegetación. Los jardines del palacio eran un refugio de ingenio, un remanso de tranquilidad donde incluso la mente más obtusa se inspiraba. Un templo para que gobernantes y artistas encontrasen el camino. Pero al parecer no eran...
— ¡Zeph! ¡Zeph!
...Un lugar donde poder ocultarse de su hermano.
Zephyr se inclinó sobre el agua para mojarse la cara y la nuca. Estiró los brazos para desperezarse de forma exagerada y bostezó como si intentase probar los límites de su mandíbula. Nashit finalmente llegó hasta él.
— ¡Zeph, corre! —dijo el niño que era casi una réplica de sí mismo, pero con la energía de una chispa sobre pólvora—. ¡Han llegado los barcos! ¡Nuestro tío ha vuelto!
Zephyr sabía que cualquier resistencia era inútil. Sería más fácil cambiar a las estrellas de sitio que convencer a su hermano de que le dejase practicar un poco más. Resistió la tentación de hundir la cabeza de su hermano en el agua y se dispuso a acompañarle. Se dirigieron al ala norte del palacio. Nashit se adelantaba solo para volver a por Zephyr, que se resistía con una sonrisa a acelerar el paso.
Pelo plateado como luz de luna, piel de cobre antiguo y ojos amatistas. Unos rasgos que incluso en Marthia era una rareza poseerlos todos a la vez; prueba de su sangre noble. Descendían, según sus propias leyendas, de los primeros moradores del mundo, mucho antes de que el continente emergiera de los mares. Eran, por tanto, hijos de la sal y el viento, o al menos eso es lo que sus maestros decían: para inculcarles orgullo sobre su tierra natal.
La atalaya norte era la que se erigía, con diferencia, por encima de cualquier otra construcción del palacio. Incluso con buen ritmo tardaron varios minutos en llegar hasta arriba, donde se congregaban varios curiosos que observaban el horizonte. Donde unas velas triangulares iban haciéndose cada vez más notables.
Nashit se abalanzó al borde de la atalaya. Zephyr se acercó a una joven que destacaba de entre todos. Su hermana Fare compartía, como no podía ser de otra manera, sus mismos rasgos. Solo que en ella se enfatizaban por una belleza de rasgos suaves, subrayados por su actitud solemne y mente afilada. El propio Zephyr tenía que recordarse a veces, que solo era dos años mayor que él.
— Cinco dhows zarparon y cinco vuelven —comentó Fare—. Parece que todo ha ido bien.
— ¿Ahora señalas lo obvio?— pregunto Zeph con sarcasmo.
— Muchas, pero tantas para los demás no lo es... que ya no se cuando si y cuando no.
— Las audiencias serán interminables —dijo Zeph arrugando los labios con fastidio—. ¿Emocionada?
— Nah... —negó Fare con una sonrisa—. Pero disfruto de las historias del tío. Como padre se pone nervioso cuando esta cerca. Siempre consigue retorcer las reglas a su favor. Es como si nada lo detuviera, y eso me fascina. ¿Hace cuánto que se marchó?
— Casi dos años —contestó Zeph, con la mirada fija en las embarcaciones—. Yo también tengo ganas de verle, de escuchar sus historias....
Zephyr recordó las leyendas de Caesias. Un lugar extraño y lejano. Donde se habían forjado los poderosos reinos, y donde los sustratistas desafiaban a la propia naturaleza. Una tierra que, por desgracia, sufría su peor época. Una enfermedad, si les preguntabas a los sanadores de las islas; una maldición si contestaban los marineros. Un castigo divino según los beatos y el comienzo del fin para los dramáticos.
Zephyr inspiró profundamente, dejando que el aroma a salitre le inundara los pulmones. El océano era calmo, como la propia vida en el archipiélago. Por suerte para ellos, aquellas historias eran solo eso: historias de un lugar lejano. Horrores al otro lado del mundo que nada tenían que ver con sus costas.
Ahora, si me lo permites, dejemos por un momento a Zephyr disfrutar de su hogar antes del inminente choque de realidades. Volvamos a los jardines, y curioseemos en la hoja empapada de agua y tinta emborronada. Retrocedamos a cuando eran legibles las cuatro palabras que nuestro joven Zeph escribió. En una traducción libre leeríamos: "Mis pasos buscan sombra y raíz". Pero la caligrafía no solo es lo que se escribe. Recordemos la intención de sus trazos, para intentar interpretar una muestra del singular arte de las islas del sur.
Con un trazo firme, mis pasos,
buscan como pluma caída, sin destino claro,
una sombra clavada en piedra,
de la raíz que no tengo.
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