Día número 1
Irina me levantó a las 6:28, según el reloj de mi mesita de noche.
—Buenos días —dije aún somnolienta.
Irina siempre me levantaba. Los hechizos de las paredes no evitaban que la alarma del instituto sonara con toda su potencia en la habitación y ella creía que nadie merecía despertarse con semejante horror. No podía evitar agradecérselo cada vez que tenía la oportunidad. Me acurrucaba en mi cama, colocaba un hechizo de silenciamiento en mis oídos y me olvidaba de aquel irritante despertador.
Ella ya estaba lista a pesar que las clases no comenzaban por otra hora y media. Había repasado nuestros horarios y sólo había tres cursos que no teníamos juntas. Irina llevaba tres materias más que yo, y estaba en la clase avanzada de Estudio de Zonas, por lo que según su horario no nos veíamos en seis clases.
Sin embargo, empezábamos juntas el lunes en Historia. Me preguntaba si el señor Musgrove seguiría sorprendido por mi 97 en su clase, cuando yo apenas llegaba a un 82 en los anteriores años. Todo gracias a Irina y sus lecciones ocasionales.
Me di una ducha rápida y me coloqué el uniforme. Los de séptimo llevábamos el color verde oscuro, así que mi blazer y chaleco eran de ese color.
—Tengo que ir a la biblioteca —dijo Irina sacando un libro bajo su almohada—. Necesito algo nuevo. Regreso en cinco minutos.
Asentí mientras me cerraba la falda del uniforme. Miré mi desvaído aspecto en el espejo de cuerpo entero que Irina tenía en una de las puertas de su armario. Alta, delgada, con los cabellos cayéndome en un desordenado montón de rizos castaños y unos ojos avellana opacos. Quise bufar pero ya estaba acostumbrada a verme así cada mañana. Como había prometido, Irina volvió en cinco minutos exactos. Llevaba una pila de libros inmensa que dejó en su mesita de noche.
—Tengo Herbología a las siete, así que si deseas, cena sin mí.
—Está bien.
Probablemente sólo bajaría a coger algún dulce y volvería a subir. Además, tal vez Irina me contara algo sobre Herbología cuando regresara. Terminé de peinarme y me hice la media cola de siempre.
Irina bajó conmigo al desayuno, donde tuve una buena vista del nuevo chico. Era más guapo de lo que recordaba y su sonrisa hizo latir mi corazón más fuerte de lo podía ser saludable. Mi amiga alzó la vista de su libro.
—Mel, deja de mirarlo. No conozco ningún hechizo para controlar la taquicardia.
Irina no acortaba mi nombre como el resto de la gente. Ella no me llamaba “Emmy” o “Em”, sino "Mel". Hasta en cosas como esa era diferente. Y cuando yo intenté acortar su nombre tampoco dejé que fuera algo como “Ire”. Se me escapó una risita y vi aquel brillo divertido en sus ojos. Solía bromear con cosas así pero siempre de manera estoica. No la veía sonreír abiertamente más de dos veces al día. Y todavía menos eran las ocasiones en las que soltaba una carcajada.
—Lo siento, Nina —murmuré sonrojándome.
Si no hubiera estado mirándola fijamente no habría notado que sus pupilas se dilataron un poco, pero logró desviar la vista de vuelta a su libro, cogiendo la manzana que estaba al lado de su taza de café y dándole un buen mordisco. Traté de serenarme a toda costa volviendo a la mesa del buffet y tomando la primera bebida helada que encontré hasta sentir que el rubor se me había quitado por completo. No es que Irina se molestara por eso, pero si podía ayudar en algo, lo hacía.
—Ha venido de Fibener —dijo cuando regresé, sintiendo la cabeza congelada a pesar de que claramente el hielo de la bebida seguía camino a mi estómago— y vivió en Londres. Aunque la casa de sus padres está en Igereth.
—¿Te he comentado que escuchar conversaciones ajenas no suele considerarse precisamente bueno?
Ella se encogió de hombros.
—No es como si pudiera evitarlo.
Unos minutos después apenas me quedaba pastel y James conversaba con las grandes amigas Scarlett y Rebecca. Ambas parecían salidas de cualquier revista humana de modas.
—James ha conseguido “guías” —dijo Irina sin despegar la vista de su libro. Parecía estar citando algo dicho en la conversación.
Negué con la cabeza y terminé mi pastel tan rápido como pude para que pudiéramos ir a Historia. Irina ya había acabado la poca comida que solía elegir para el desayuno. Siempre era una taza de café y alguna fruta. En varias ocasiones, algún pastelillo y, sólo cuando decidían prepararlo, pastel de arándanos. Su favorito.
Irina se detuvo un momento antes de entrar para guardar su libro en el bolso. Yo avancé pero me quedé un poco cortada cuando crucé la puerta. Había un chico sentado en la segunda fila. Era uno de los nuevos, eso podía saberlo y me tensé un poco al pensar que probablemente nadie se lo había dicho aún. Varios me vieron llegar y le dirigieron miradas aprehensivas. El nuevo pareció notar que algo raro pasaba. Logró ver a Aaron Tindall haciéndole una seña para que se quitara de en medio. Aaron incluso movió los dedos para que su mochila volara hacia él y el chico se puso de pie para ir tras ella.
—Oye, ¿qué…?
Pero todos los demás pusieron un dedo sobre sus labios para indicarle silencio. Luego, volvieron a sus conversaciones. Irina había vuelto a mi lado, ajena a todo.
—¿Nos sentamos? —dijo avanzando entre las mesas. Escogió una mesa junto a la ventana y yo me senté a su lado. El salón pareció exhalar un suspiro. Todos sabían que Irina siempre se sentaba en la segunda fila, por lo que nadie la ocupaba hasta que ella llegara a clases. El chico podría haber sufrido algo si Nina hubiera decidido sentarse en la mesa en la que él se había colocado. Desde mi sitio podía ver sus ojos abrirse mientras Aaron le pasaba un papel contándole qué acababa de pasar. Probablemente se sentía inseguro de decírselo en voz alta por temor a que Irina lo oyera.
El señor Musgrove llegó poco después, nos dio la bienvenida y nos explicó los temas del año.
—Nunca lo había oído tan aburrido —susurró Irina a mi lado mientras tomábamos notas—. Hasta a mí me dan ganas de dormirme.
La verdad era que el señor Musgrove era bastante bueno enseñando aquella clase, pero su primer día siempre era malditamente aburrido, porque no tenía datos interesantes que contar ni fechas que recitar de memoria. Fue agradable saber que ya habíamos terminado con los interminables tratados y estudios de leyes sobre demonios, vampiros y hombres lobo. Pero a la Cofradía aún le había dado tiempo y ánimos de redactar leyes sobre hadas y monstruos, que era lo que veríamos este año.
Biología resultó un poco más entretenido, sólo un poco. En realidad el curso no se llamaba Biología pero el nombre se nos había quedado de aquellos hechiceros que asistieron a las escuelas humanas antes de venir a Diringher. “Estructura Biológica de Criaturas, Demonios y Submundos” era el verdadero nombre del curso. No era del todo exacto. Yo no podía decir que los demonios tuvieran una estructura biológica cuando apenas tenían lo que se podía llamar vida. Aunque este detalle no era algo que te cuestionaras cuando tienes a uno a punto de cortarte un brazo. En esos momentos están escalofriantemente llenos de vitalidad.
Íbamos a seguir viendo a las hadas oscuras, así que me acomodé en el asiento para oír una larga disertación del señor Schramm sobre por qué la magia oscura de las hadas no tenía las mismas limitaciones que la de los hechiceros.
Tenía una hora libre después de eso y la aproveché para ir a la Biblioteca a agenciarme de libros. Tener a Irina como amiga y compañera de cuarto había incrementado mi gusto por las letras de forma exponencial.
El primer día siempre traía cosas divertidas que ver y escuchar. Estudiantes de primer año que se paseaban admirados de todo lo que veían en sus uniformes amarillo canario y comentarios que obviamente venían de niños criados en familias con algún padre humano. Y el típico aburrimiento de los que ya llevaban tiempo en Diringher.
—Yo creía que los vampiros no tenían vida en absoluto, lo de la maldición…
“Niño” pensé “lo que sea que hayas creído, ve olvidándolo. Desde que sabes que eres un hechicero, tu vida no vuelve a ser normal”.
—Mi madre se quedó fascinada con la dimensión que creamos en clase de Harewood el año pasado, dijo que mi idea de ponerle chispas fue….
“Tu madre probablemente estaría encantada con cualquier cosa llevaras. Me gustaría ver si consigues sacar de Harewood algo más que una mirada de aprobación”.
—¿Cómo se supone que las guerras celestiales encajan en todo esto? —decía una chica de cabellos rojos con voz aguda mostrándole a su amiga un crucifijo que llevaba colgado del cuello—. Mi madre se va a volver loca cuando le diga…
“Si tu madre es humana, lo que parece ser el caso, probablemente empiece a preguntarte si los ángeles y Dios existen o no. Me pasó con la mía. Y a ver si consigues de Musgrove otra respuesta que encogerse de hombros y decir que él solo te dirá lo que está en los libros”.
Lo recordaba perfectamente. Mi padre no le había dicho a mamá de dónde venían los hechiceros. Incluso yo me quedé sorprendida al enterarme. Ángeles. Bueno, ángeles expulsados que tuvieron hijos con humanas. Luego, se había dado la Primera Guerra Celestial. En realidad no era la primera pero como nunca estudiábamos las anteriores, todos le decían así. Aquellos que no tomaron un lado en la guerra fueron malditos. Así se formaron los submundos. Los que recibieron la maldición del alma, terminaron convirtiéndose en vampiros. Los que llevaban la maldición del control propio eran los hombres lobo y así sucesivamente.
Fue imposible no sentir un escalofrío cuando aprendimos que los hechiceros teníamos la maldición del dolor antes que nos pusiéramos del lado bueno en la Segunda Guerra Celestial. Lo que fuera que nos dio la maldición (de nuevo, el tema “Dios” era un poco espinoso), nos absolvió. Con una promesa de nuestra parte: la conversión de nuestro grupo en algo que hiciera un bien a la sociedad. Así se creó la Cofradía para controlar a los submundos que causaban estragos en todos lados. Pero había algo más: absolución no era lo mismo que eliminación de la maldición original. De esa forma, nuestra absolución no nos hizo perder muchos de los poderes que teníamos por ser descendientes de criaturas tan elevadas. Una extraña combinación de fuerzas y rituales, consiguieron que la magia corriera por nuestras venas y ese fue nuestro regalo. Sonaba como un excéntrico cuento para dormir. Uno que mi padre nunca me había contado a pesar de lo genial que era para las historias.
—Si hubiera sabido el año pasado lo que Smakov nos ha enseñado hoy…
“¿Smakov? ¿De qué me suena ese nombre? Ahh, claro, es el profesor de rastreo”.
—¡Hombre! —decía un chico diminuto con cara ratonil y uniforme amarillo—. ¿Has visto las láminas que tiene el señor Schramm en su clase? ¿Crees que llegaremos a estudiar a esos monstruos de diez cabezas que…?
“Sí, los vas a estudiar”, quise decirle, “y tal vez incluso tengas que cruzarte con alguno”.
Después de eso, evité concentrarme en todos ellos.
Tuve Invocaciones con la señora Harewood y tomé varias notas de forma tan distraída que cuando ella preguntó: “¿Ha entendido señor Anderson?” me alegré de que no me hubiera elegido a mí, porque no habría podido responder con tanta seguridad como él. La teoría de interrupción de invocaciones estuvo bien. Logré contestar acertadamente una pregunta sobre simbología y la señora Harewood asintió en mi dirección.
Volví a mi habitación cuando terminó el almuerzo. En cualquier otra ocasión, hubiera ido a Ataque y Defensa a oír lo mismo de todos los primeros días, pero no me encontraba con ánimos y sabía que tampoco Irina iba a ir.
Me puse mi pijama y me enfrasqué en un libro tan aburrido a diferencia de su sugerente título, que terminé dormida antes de darme cuenta. Eso fue bueno, porque si hubiera estado despierta, habría visto a Irina regresar cubierta de sangre y con un desgarrón en el hombro que demoró algunas horas en curarse totalmente. Pero de eso no me enteré hasta varias semanas después, cuando la investigación que Nina inició debido a lo que le pasó esa noche nos condujo a una serie de acontecimientos que no puedo describir precisamente como agradables.
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