Coincidencias
La marca me seguía a todos lados. Aparecía en mis sueños, me parecía verla en los gráficos de los profesores o en las esquinas de los libros.
—¡Señor Anderson! —gritó la señora Harewood—. ¿Está usted siquiera en este país? ¿Qué diablos le pasa?
La clase entera volvió a mirarme y sentí que mi cara ardía.
—Lo siento, señora Harewood.
—Supongo que podrá decirme por qué detener una invocación demoniaca de primer grado cuando se ha terminado de decir el conjuro no es lo más conveniente.
Parpadeé de forma confusa.
—Ehh… no.
—¡Bien! —soltó ella indignada—. Como iba diciendo antes de que el señor Anderson decidiera que sus pensamientos eran más importantes, cuando el mago negro ha terminado de decir el conjuro, es mejor esperar. Si alguno de ustedes, sin experiencia y con ansias de grandeza —hubo algunas risas— intenta meterse en medio, la espiral de poder convocado podría absorberlos. Cuando se abre el paso a otra dimensión nunca se sabe cómo irán las cosas. No se confíen.
—No confiar en demonios. Usted siempre nos enseña cosas nuevas, señora Harewood —dijo Malcolm. Eso relajó la tensión, sobre todo cuando la señora Harewood dijo:
—Exactamente, señor Bohl. Hoy, por ejemplo, puedo enseñarle a la señorita Truslow, de quinto año, a quien he oído comentando con sus amigas algo sobre una cita —sonrió de forma engreída—, que en ese momento usted se encontraba en mi clase. Y también que su gemelo estuvo muy ocupado para venir, ¿cierto?
Aquello arrancó otra tanda de risas y consiguió que Malcolm tosiera incómodamente. La señora Harewood era una de las pocas personas capaces de distinguir entre los gemelos. Yo seguía sin poder diferenciarlos.
La clase terminó más rápido de lo que esperaba. Me había quedado en las nubes por espacio de una hora. Me prometí concentrarme y casi conseguí entender al señor Driggers hablando de la simbología del pentagrama en una invocación dimensional.
Harewood nos había machacado con eso desde primero, donde la mayoría creía que los pentagramas se usaban sólo para convocar demonios.
—Niños, tienen mucho por aprender —decía con expresión cansada todo el tiempo—. Los estudios sobre la simbología del pentagrama llenan al menos un pasillo en la biblioteca central de Igereth y toda un estantería en esta academia.
Driggers y ella nos entrenaban para analizar cada línea del maldito dibujo. Pero tan seguro como de que existían los wyerns, que la representación del pentagrama en la magia oscura era la peor mierda.
De alguna forma era divertido que Harewood, con su voz estricta y dura, fuera quien nos enseñara el lado tranquilo, donde el pentagrama se relacionaba con los elementos o con el creador de alguna dimensión, todos representados en las cinco puntas de la estrella.
Por otro lado, estaban Driggers y su voz nerviosa, llevándonos en la dirección de qué-pasa-cuando-el-espíritu-del-hechicero-es-tan-negro-como-los-demonios-que-convoca. Y ¡hombre! Si ya me daba un vuelco el estómago de sólo escucharlo, no quería imaginar lo que era verlo.
El mayor logro de la subdirectora fue enseñarnos cómo detener una invocación de magia negra, Driggers nos daba los detalles sucios. Para decirlo de otro modo, si Harewood nos ponía un cuchillo en la mano para atacar al enemigo, Driggers nos daba largas conferencias sobre qué era, cómo podía destrozarnos hasta el último hueso y qué haría después con los trocitos de nuestro esqueleto.
Al terminar la clase, busqué a James, pero él se había metido en un juego de geiks rúnicos y tenía la mirada fija en la montaña de monedas de Cedric Zaidman, un tipo de octavo conocido por ser de los pocos en Diringher que ya había visitado El Pozo, nuestra propia versión de Las Vegas. Se decía que tenías que ser condenadamente bueno (o rico) para salir de allí vestido.
Deambulé un rato y me dejé caer diez minutos antes en el aula de Casos Criminales, completamente despejado. Para variar, retomamos el caso de las hermanas Vekinhale. Ambas habían sido parte del movimiento en contra de la formación de la hermandad Lupus, renegando de su condición de purasangres y creando malditos como si disfrutaran con ello.
—Le dieron a La Cofradía un año movidito —sonrió como si le hiciera gracia. No imaginaba ningún profesor disfrutando con una situación parecida, pero el señor Marcus era un maestro innovador. No pasaba de los treinta años, era joven y… sólo digamos que su físico conseguía que las chicas se inscribieran en Casos Criminales igual que si se tratara de una asignatura obligatoria. Para mi suerte, la mayoría tenía suficiente con el primer año y yo ya estaba en el segundo nivel— pero finalmente las detuvieron. La Cofradía había fallado a favor de la hermandad, y emitió una orden de captura sin restricciones. La hermandad hizo correr la noticia de que era su misión, pero si conseguían toparse con ellas, las querían vivas. Imaginen una noche oscura, en el bosque de Ledhar, con las ramas de árboles más altos que un golem cubriendo el cielo, y veinte malditos convertidos por las dos. No fue algo bonito de ver, me imagino. Pero eso sólo es el final, ¿alguien ha revisado ya los descargos del juicio?
Judith Palmer, una chica bajita y de rostro redondo, levantó la mano.
—Judith —el profesor señaló en su dirección, sin verse sorprendido.
Ni siquiera oí la respuesta de Judith, esperaba que la clase terminara. En cuando lo hizo, salí en busca de la señora Drayton. Llevaba pensándolo un buen rato y si alguien podía darme un motivo, era ella. No es que yo pensara que podía estar metida en algo con los submundos, pero necesitaba saber algo sobre la poción… sobre la marca.
La encontré en el comedor, en la mesa de los profesores, conversando con la señora Boisset, de Herbología. La conocía bien porque, al estar sus áreas de enseñanza tan relacionadas, se habían convertido en grandes amigas.
—Señor Anderson —saludó ella al percatarse de mi presencia. La otra maestra se volvió a mirarme y sus ojos destellaron.
—Vi su trabajo con la Leucos permumtibelle. Mis felicitaciones —se adelantó— poder mantener esa planta fuera de Sudáfrica es un gran logro.
Apenas recordaba la planta con la que habíamos trabajado en clase días atrás.
—Eh…
Por favor, que no me hubiera sonrojado.
—Evidentemente. Kyle es uno de mis mejores alumnos —intervino la señora Drayton—. Ahora bien muchacho, ¿qué deseas?
—Señora Drayton, es sobre el libro que me prestó, yo quería saber… ¿por qué me lo dio?
Ella frunció el ceño ante la extraña pregunta y pareció considerar su respuesta.
—Ahh, yo…
—¿De qué libro hablan?
—Plantas de suelos arenosos —soltó la señora Drayton con los dientes apretados.
La señora Boisset también pareció contrariada.
—Ahh, el libro que te presté —susurró.
Diablos, acababa de delatarla. La señora Drayton se retorció las manos hasta que, repentinamente, la expresión enfadada de la señora Boisset se deshizo y soltó una carcajada.
—No te preocupes, querida, entiendo que apenas lo hayas mirado, no es tu especialidad.
—Sí, bueno, y pensé que al señor Anderson le gustaría…
—Ya veo —dijo ella untando mermelada a un panecillo—, un buen estudiante lo merece. Sólo manténgalo oculto, ¿sí? No quisiera que nadie se enterara del paradero de ese libro…
Ambas se rieron y luego volvieron a observarme.
—¿Algo más, señor Anderson?
Quise preguntar sobre la marca pero las palabras no me salían. ¿De verdad estaba considerando que estas dos mujeres tenían que ver con mis sospechas? No quería subestimar a nadie pero… ¡venga ya! Era descabellado.
Negué con la cabeza y regresé a mi habitación. James estaba haciendo levitar una fila de monedas.
—Kyle, observa el aporte de Zaidman al tesoro familiar.
—¿Le has ganado a Cedric? —ese simple hecho hizo que olvidara de un porrazo mis preocupaciones.
—Un poco. Él se ha quedado un par de baratijas que tenía guardadas pero, si contamos el dinero, lo he batido.
Luché por sacar la pregunta.
—Oye… ¿alguna vez has ido al Pozo?
James hizo que las monedas formaran una fila y sonrió de forma divertida.
—No sé tú pero “alguna vez” me suena a visita de exploración. Amigo, yo tengo una casa allí.
Me quedé con la boca abierta hasta que James chasqueó los dedos y una de sus monedas intentó meterse en mi boca.
—¿Es en serio? —dije apartando la moneda, que seguía girando a mi alrededor.
James soltó una carcajada atronadora.
—Claro que no idiota, no se permiten casas en El Pozo, pero a un módico precio puedes conseguir alguien que te alquile una habitación durante el tiempo que te vayas a quedar.
—Suena… interesante.
—Algún día iremos —prometió él muy serio.
—Sí, vale, ¿podrías dejar esta cosa? —propiné un manotazo a la moneda, y la envié hacia la pared, pero se detuvo antes de tocarla siquiera y volvió al ataque.
James chasqueó los dedos y el maldito pedazo de metal se unió de nuevo a la fila.
—Te ves cansado —observó escudriñándome con cuidado. Se puso de pie y flexionó los músculos de su cuello—. ¿Qué tal las clases?
—Sólo quiero salir y dormir hasta el mes que viene —dije tirándome sobre la cama. Ni siquiera me quité los zapatos.
—No creo que eso sirva de mucho —señaló James— en veinte minutos será treinta de noviembre y el mes habrá terminado.
Maldije por lo bajo mientras James se reía: estaba seguro que el día siguiente no me deparaba nada bueno.
Cuando me senté en Historia y el señor Musgrove siguió con el inciso veintiocho de la septuagésima ley sobre monstruos, deseé no haber salido de mi cama.
Sin embargo, una frase hizo que diera un respingo en mi silla. La voz le pertenecía a Dean Teveth.
—Hombre, ese hombre lobo fue el que absorbió la energía demoniaca, estoy seguro.
Traté de volver a extenderme sobre la silla de forma descuidada, atento a cada palabra.
—¿Viste sus ojos? —quise voltear y asegurarme de que era Adam Dumet pero me resistí.
—¿Crees que lo quería para una cita o qué?
—No sé, hombre, llevas hablando toda la mañana de lo extraño que era su pelaje, de sus colmillos y hasta del tatuaje que tenía en el cuello.
—Porque brillaba.
—¿Y? Probablemente sólo era un tatuaje fosforescente o alguna mierda parecida. Ya sabes que en el Drogder te hacen cosas así, mi tío me dijo una vez que había arrestado a una mujer que te hacía collares con garrapatas sacadas de…
—¿Te importa? —lo interrumpió Alan Cartier—. Intento mantener mi desayuno en mi estómago.
—Sí, mi ropa ya tuvo suficiente de tu cena ayer —escupió Dean.
—Silencio allá atrás —pidió el señor Musgrove—. Como iba diciendo, esto fue agregado después del incidente de mil ochocientos veintiséis en el que…
Lo dejé seguir con su clase mientras aterradores pensamientos me invadían. ¿Se había repetido? Habíamos matado al anterior hombre lobo así que este tenía que ser otro.
Mientras el señor Musgrove explicaba cómo denunciar la violación del inciso veintiocho ante la Cofradía, tomé una decisión: tenía que hablar con el señor Rushton. Al llegar a su despacho me informaron que el director estaba fuera y perdí el poco valor que había logrado reunir. Sin embargo, aunque yo no lo supiera en ese momento, no llegar a contarle nada fue una de las mejores cosas que pudo haber pasado.
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