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Capítulo 27 💫

🐺

Me hundía en un mar oscuro. Todo era frío, denso, y el agua se sentía como una trampa de la que no podía escapar. Intenté moverme, patalear, gritar, pero mi voz apenas se escuchaba, atrapada bajo la superficie. El olor a sal y algo más... algo podrido... invadía mis sentidos, y sentía cómo el miedo me oprimía el pecho.

—¡Alguien... ayúdeme, por favor! —dije, o traté de decir, porque el agua sofocaba mis palabras y la desesperación me embargaba. Las lágrimas calientes rodaban por mi rostro, mezclándose con el frío del mar que me rodeaba, en una mezcla absurda de emociones.

Y de repente... todo cambió. Parpadeé y ya no estaba en el mar. Ahora, el calor era sofocante, y la realidad se torcía a mi alrededor. Estaba en medio de una hoguera, atada, con la madera crepitando bajo mis pies, y alrededor de mí... estaban ellos. Decenas, cientos, todos con el mismo odio en sus ojos, clavándome la mirada como si yo fuera la causa de todos sus males. Sus gritos llenaban el aire, cada palabra un puñal que se clavaba en lo más profundo.

—¡Maten a la bruja! ¡Quémenla! ¡No merece vivir!

Sus palabras resonaban en mi cabeza, y cada grito se convertía en una herida más profunda. Esas caras llenas de odio, ese desprecio injustificado... y poco a poco, el miedo comenzó a disiparse, consumido por una ira que jamás había sentido. Mis lágrimas ya no eran de terror; eran de furia, de un dolor acumulado durante años que ahora se derramaba como veneno en mis venas. Alcé la vista hacia el cielo, nublado y oscuro, sintiendo un fuego dentro de mí que superaba las llamas que me rodeaban.

Las llamas empezaron a subir, y el calor se volvió insoportable, pero me negué a ceder. Los gritos a mi alrededor me ensordecían, sus palabras llenas de odio se mezclaban con el crepitar de la hoguera, pero yo mantuve la cabeza en alto. Si iba a morir, lo haría sin bajar la mirada.

—¡Escúchenme! —mi voz se alzó por encima de sus gritos, firme, como si proviniera de un lugar mucho más profundo—. Yo volveré. Renaceré. Por la Diosa Luna, juro que lo haré, y cuando eso ocurra, todos se arrepentirán de lo que me han hecho a mí y a mi familia.

«Esa no era mi voz, por diosito que no, era la de alguien más».

Los observé a todos, sus ojos llenos de desprecio, de una venganza que ni siquiera comprendía. Y, con cada palabra que salía de mi boca, sentí que mi odio se convertía en algo más fuerte, algo que podía hacerles daño, algo que atravesaba su piel y tocaba su alma.

—Los maldigo a todos —proseguí, con una voz llena de una furia antigua, casi divina—. Que vivan en un tormento eterno. ¡Por el poder que me concede la Diosa Luna, juro que volveré! ¡Renaceré de estos residuos, y cuando eso pase, lo único que quedará de este mundo serán las cenizas!

Lentamente, volví a levantar la vista hacia el cielo, sintiendo cómo la rabia y el dolor me daban fuerzas que nunca supe que tenía. Una sonrisa irónica se dibujó en mis labios. Esto era solo el principio.

—Esto es una advertencia —dije, en un susurro que parecía llegar hasta el último de ellos—. Por mi nombre, por mí, y por lo que aún queda de mi familia.

Cerré los ojos, esperando lo inevitable. Que el fuego me consumiera, que todo acabara... por ahora.

—Los arrecifes de coral son fundamentales para la biodiversidad marina, proporcionando hábitat y protección para miles de especies —dijo una voz masculina, pausada y autoritaria.

Otra voz, esta vez femenina, intervino, lanzando un dato.

—De hecho, sin los arrecifes, muchas especies estarían en peligro de extinción; el coral no solo protege, sino que también sostiene el equilibrio del ecosistema.

—¿Entonces, si los arrecifes desaparecen, toda la cadena alimenticia se vería afectada? —preguntó una voz masculina más joven, con un tono curioso.

La voz masculina anterior volvió a sonar, esta vez con un tono de impaciencia.

—¿Señorita Walton? Señorita Walton, parece que mi clase no le interesa. Si prefiere dormir, hágalo en otro lugar. Dormirse en el aula es inaceptable y una falta de respeto.

Intenté abrir los ojos, quise responder, pero estaba atrapada en algún lugar oscuro, como si mis propios párpados me pesaran toneladas. Sentí un roce en el brazo, una presencia cercana que me sacudía suavemente, como si tratara de despertarme de un sueño profundo.

De pronto, mis ojos se abrieron de golpe, y me incorporé en un instante, con la respiración entrecortada y el corazón desbocado. Todo a mi alrededor seguía siendo borroso, y por un momento no estaba segura de dónde me encontraba.

Al enfocar la vista, lo primero que vi fue un bigote blanquecino que me resultó demasiado familiar. Seguí su contorno y me encontré con la calva pulida de la cabeza del profesor Ramírez. Tragué saliva mientras terminaba de despertar del todo y miraba a mi alrededor, todavía un poco desorientada.

Observé el aula entera, buscando aquel mar oscuro o la hoguera de la pesadilla, pero no había nada más que filas de pupitres y un montón de cabecitas que me miraban con expresión acusadora, como si hubiera cometido el peor de los crímenes: interrumpir la clase de biología con mis sueños.

Sentí un extraño déjà vu con todas esas miradas clavadas en mí, y se me erizó la piel. La voz del profesor Ramírez rompió el silencio, sonando más molesto que antes.

—¿No me escucha, señorita Walton?

Parpadeé, aún medio dormida, y traté de responderle sin parecer más tonta de lo que ya me sentía.

—Sí, profesor Ramírez, disculpa aceptada... eh... no, disculpe, no fue mi intención.

Unas risas sofocadas llenaron el aula, y mi cara ardió de vergüenza. ¡Genial! ¿Qué más podía salir mal? El profesor Ramírez frunció el ceño y me señaló la puerta con un dedo.

—Fuera de mi clase, señorita Walton. Esto no es un circo. Y por favor, arréglese un poco y límpiese esa baba, que hasta parece que está en su cama.

Llevé la mano a mi boca, y para mi horror, sentí un rastro húmedo en la comisura. ¡Era cierto! Ahora sí, mis mejillas quemaban de pura vergüenza. Recogí mi mochila y mi chaqueta, evitando la mirada de todos mientras cruzaba el aula, y salí de allí con la cabeza gacha, deseando desaparecer de la faz de la tierra.

Mientras caminaba por el pasillo, maldije para mis adentros por haber sido tan estúpida. ¿Dormirme en clase? ¡Eso no me pasaba desde la secundaria! Después de esos años caóticos, nunca había vuelto a quedarme dormida en medio de una clase... hasta hoy. Todo por la maldita pesadilla y por no haber pegado un ojo en toda la noche.

Suspiré, sintiendo cómo la vergüenza se mezclaba con el agotamiento. Sabía bien por qué no había dormido: toda la noche estuve alerta, temiendo que volvieran los Ashtarianos o cualquier otra bestia a buscarme. A la menor sombra, me sobresaltaba y escuchaba los ruidos de la noche como si fueran pasos, voces. No había cerrado los ojos ni un segundo, y ahora estaba pagando las consecuencias.

Pasé junto a un grupo de estudiantes que me miraron de reojo, probablemente enterados ya de mi vergonzosa expulsión del aula. Agaché la cabeza y seguí caminando, pensando en cómo iba a sobrevivir el resto del día con el sueño colgando sobre mí como un peso imposible de ignorar.

Llegué a las gradas del club de natación y observé la piscina vacía, con el agua tranquila, apenas reflejando la luz que se colaba por las ventanas altas. Los ecos de la vergüenza todavía me quemaban las mejillas, pero el silencio del lugar me ayudaba a calmarme un poco.

Mientras miraba los asientos vacíos, me sorprendí al ver una figura conocida. Ahí, sentada como si estuviera en el lugar más normal del mundo, estaba Brielle, mirando hacia la piscina con una expresión relajada. La observé con curiosidad. ¿Qué hacía Brielle ahí? Se suponía que tenía que estar en clase... ¿o se la había saltado?

Me acerqué, frunciendo un poco el ceño y sin poder evitar lanzarle una pregunta en tono de broma:

—¿Por qué siempre que estoy fuera de clase, apareces tú también? ¿Me estás espiando... o me extrañas?

Ella giró la cabeza hacia mí, y al ver mi expresión, sonrió con esa típica chispa de complicidad en los ojos. Sin decir nada, me tomó de la muñeca y me jaló suavemente para que me sentara a su lado, como si ese fuera el único lugar en el que debía estar ahora.

Brielle me miró con curiosidad, como si analizara cada centímetro de mi expresión.

—Me salté la clase, ¿y tú? —preguntó—. ¿Por qué estás fuera de clase?

Suspiré, tratando de quitarle hierro al asunto, pero la vergüenza aún me picaba.

—Me quedé dormida en medio de la clase de biología y el profesor Ramírez me echó. Creo que nunca me había pasado desde secundaria, pero... anoche no pude dormir. Esas pesadillas...

Brielle me observó un momento en silencio, luego frunció el ceño y habló en voz baja, casi como si me estuviera revelando un secreto oscuro:

—Nyssa... esas pesadillas no son normales. A veces, los muertos se meten en nuestras cabezas para revelarnos cosas de su pasado. Podrías ser como... un portal entre la vida y la muerte.

Le lancé una mirada irónica, fingiendo escalofríos.

—Gracias, amiga. Gracias de verdad por hacerme sentir mejor. Ahora estoy tan tranquila que creo que me quedaré dormida otra vez, sin miedo a nada.

Ella soltó una risita y luego me miró con un aire más serio, aunque sus ojos tenían un brillo nostálgico.

—Te extrañé mucho, ¿sabes? Últimamente no te he visto tanto como antes.

Le di un codazo, esbozando una sonrisa divertida.

—No será porque ahora estás ocupada con tu hombre, ¿no?

Brielle se rió, y vi cómo sus mejillas se tornaban de un suave tono rosado, algo que hacía mucho no veía en ella. Al notar mi mirada burlona, solo le dio más gracia.

—Mírate... ¿cuándo fue la última vez que te sonrojaste así por un chico? —me burlé.

Ella se quedó en silencio por un instante, luego murmuró en voz baja, como pensando en alto:

—Mi hombre... me gusta cómo suena eso.

La miré, haciendo una mueca de incredulidad.

—Estás mal. Como de manicomio, ¿sabes? —bromeé.

Brielle se rió y luego, sin piedad, soltó:

—Y tú no, ¿verdad? Damon te tiene con las bragas por los suelos, señorita.

Mi cara se encendió en rojo y solté una carcajada, muerta de la vergüenza.

—¡Eso no es cierto!

—Oh, sí que es cierto... te gusta.

—¡No!

—¡Si!

Entre las risas con Brielle, una duda se coló en mi mente, apagando poco a poco el momento divertido. ¿Ella sabría la verdad? ¿Sabría sobre la verdadera naturaleza de Donovan? No podía evitar preocuparme; no quería que sufriera por un amor condenado al vacío. Los hombres lobo... ellos están destinados a estar con sus almas gemelas, sus mates, esas personas elegidas para ellos antes de su primer respiro. A veces, el destino parece cruel y definitivo, como una red que aprieta, que corta cualquier posibilidad de elegir.

Sentí una mezcla extraña de incomodidad y rabia al pensarlo. Para ellos no existía la libertad de decidir a quién amar. Todo ya estaba escrito en alguna parte, y ellos sólo seguían un camino trazado sin derecho a salirse. ¿Cómo se sentiría vivir así, con la vida completamente fuera de control, de tus propias manos? Me pregunté qué haría Brielle si supiera esto. Donovan la estaba ilusionando, sabiendo que, al final, el destino le tenía otro rumbo reservado, sin excepción. Una sensación amarga se me instaló en el pecho. No era justo.

Y luego, estaba Damon... Él también tenía su mate esperándole, en algún lugar. Tal vez sería esa Lunette de la que Danna me habló una vez. Saber eso me dejaba un mal sabor en la boca. Porque, si era así, significaría que tampoco yo tenía oportunidad alguna.

Por un instante, pensé en dejarme llevar por lo que yo quería, ser egoísta y elegir lo que realmente deseaba. Porque, por mucho que lo negara, yo lo deseaba a él. No podía evitarlo.

—¿Qué pasó?

—¿Eh?

Brielle me miraba con curiosidad, una ceja levantada.

—Dejaste de sonreír.

—Ah... eso, nada —dije, tratando de componerme y sonreír de nuevo.

No quería que Brielle viera la lucha interna que se desataba en mi mente. El último pedazo de mis pensamientos seguía dando vueltas en mi cabeza, pero lo guardé en silencio, apretándolo como un secreto que no podía confesar.

—Sigamos —añadí, dispuesta a enterrar esa pequeña chispa de egoísmo. Aunque, en el fondo, sabía que no desaparecería tan fácilmente.

—Sabes... fui a varias citas con él. No te lo conté porque sabía que tal vez no te gustaría la idea, pero Donovan es un chico muy lindo, creo que deberían conocerse mejor. Quién sabe si podríamos llegar a hacer una cita doble. —Explica con tono soñador, y siento mi corazón estrujarse al escucharla.

—¿Cómo...? 

—Ya sabes... Damon y tú. Yo y Donovan. ¿No sería hermoso?

Su rostro se iluminó mientras hablaba, como si estuviera imaginando la escena en su mente. Yo, en cambio, solo sentía el peso de sus palabras caer sobre mí, desgarrándome por dentro. Brielle no tenía idea de lo que realmente implicaba estar con alguien como Donovan, ni de la naturaleza de lo que significaba para él tener una compañera.

Solo éramos dos almas, soñando en silencio con algo que, quizás, nunca podríamos llegar a tener.

Cada palabra suya, llena de ilusiones y expectativas, me recordaba la crudeza de la realidad que ambas ignorábamos por unos instantes. Ella, esperando un amor eterno; yo, deseando lo imposible.

El peso de ese anhelo prohibido se sentía como una bruma en el aire, algo que no se podía ver, pero estaba ahí, envolviéndonos. En su sonrisa, veía reflejada la inocencia de alguien que aún no conocía los secretos que se ocultaban, mientras yo me esforzaba por fingir que esas palabras no me estaban partiendo en dos.

Me quedé en silencio, mi sonrisa desvaneciéndose mientras intentaba esconder la mezcla de emociones que me inundaba. Brielle seguía hablando, su voz llena de entusiasmo, y yo solo pensaba en cómo decirle la verdad sin romperle el corazón.

Aunque eso no me concernía a mí, sino a él, esperaba que le contara la verdad a tiempo. Si no lo hacía y veía a mi amiga sufrir, me aseguraría de que la que terminara lastimada no fuera ella, sino él.

No tenía paciencia para ver cómo alguien jugaba con los sentimientos de Brielle. Ella era una de las pocas personas que me importaban de verdad, y no pensaba quedarme de brazos cruzados mientras la ilusionaban con falsas promesas. Donovan tendría su oportunidad de ser sincero, pero si no la tomaba... yo misma me encargaría de ponerlo en su lugar.

***

Con los audífonos puestos y la música a todo volumen, me balanceaba de lado a lado al ritmo de la canción, dejando que la energía de la letra me recorriera. Cada palabra parecía llenar mi pecho, ahogando cualquier pensamiento oscuro que intentara abrirse paso. Ese era mi momento, mi escape, y nada ni nadie podía quitármelo, ni siquiera el hecho de que hoy me tocó ir en taxi porque mi padre había tomado la camioneta.

You know that I want you, and you know that I need you...—canté en un susurro, sin importarme que cualquiera me escuchara.

(Sabes que te quiero, y sabes que te necesito)

La vida podía ser complicada y llena de problemas, pero en esos segundos solo existía la libertad de perderme en la música. Mientras la canción avanzaba, una sonrisa se dibujó en mi rostro, y sin darme cuenta, movía los labios en sincronía con cada verso.

Cause I'm a free bitch, baby! —dije, sin importarme un carajo cómo sonara.

(Porque soy una perra libre, cariño)

Alcé una mano al aire en un movimiento dramático, doblando el bosque para poder llegar a mi casa, y casi pude imaginarme en un escenario, en medio de una multitud, sin preocupaciones ni sombras que me siguieran. Hoy, aunque fuera solo por este trayecto, tenía la intención de ser feliz, de olvidarme de las cosas que pesaban en mi mente, de ser una chica libre.

I want it bad, your bad romance...

(Quiero tu mal, tu mal romance)

La canción estaba llegando a su punto más fuerte, y el ritmo aumentaba como si mi corazón intentara seguirle el paso.

Por fin llegué a casa después de un largo recorrido a pie, todavía tarareando la última línea de la canción, intentando mantener la sensación de libertad y despreocupación. Pero todo se desvaneció en el instante al ver algo en la acera frente a mi casa. Me detuve en seco. Mis maletas.

Allí estaban, amontonadas junto a la entrada, como si fueran desechos abandonados a su suerte. Una punzada de incredulidad me recorrió; parpadeé varias veces, esperando que la imagen cambiara, pero no lo hizo. Cada una de mis pertenencias estaba allí, apilada y expuesta al mundo, como si alguien me estuviera echando sin decir una sola palabra.

El ritmo de la canción aún resonaba en mis oídos, pero ahora se sentía vacío, como un eco lejano de la energía que había intentado sostener.

Volví a parpadear, confundida. ¿Por qué estaban aquí? Este no podía ser mi hogar. Dando un paso tembloroso, me saqué los audífonos y sentí cómo el corazón empezaba a latir tan rápido que casi me dolía.

Subí los tres escalones del porche, cada paso más pesado que el anterior, y toqué la puerta con los nudillos. El nudo en mi estómago se hizo tan denso que me costó respirar.

—Papá —dije cuando la puerta finalmente se abrió.

Su cabello, castaño con algunas canas dispersas que daban fe de los años, enmarcaba una mandíbula fuerte y firme. Sus ojos, de un marrón profundo, se clavaron en los míos, llenos de algo que no supe descifrar de inmediato. Sus brazos fornidos, fruto de años de trabajo duro en los campos, cruzados sobre su pecho de manera imponente. La postura rígida y su mirada severa dejaban claro que no estaba para bromas.

Me miró de arriba abajo, sin mover ni un músculo más allá de lo necesario para sostenerme la mirada.

Pero, en lugar de una mirada cálida, me encontré con su mirada fría. Detrás de él, vi a Victoria, observándome con una expresión de tristeza, como si supiera algo que yo no. Ella evitó mirarme, y sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

—Papá, ¿qué... qué está pasando? ¿Por qué están mis cosas afuera? —pregunté, apenas reconociendo el sonido de mi propia voz, que salió tan pequeña, tan rota.

Él no respondió de inmediato. Su expresión se endureció, y Victoria, nerviosa, le tocó el brazo, mirándome como si algo se rompiera dentro de ella también.

—Por favor, no tiene que ser así... —dijo Victoria, mirándome como si quisiera abrazarme.

Pero él no le respondió. En cambio, me miró con una frialdad desconocida.

—Mira, no sé cómo decir esto de otra manera. Este... este ya no es tu hogar —dijo él, cada palabra enterrándose como un cuchillo.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Mi hogar. Mis cosas afuera. La persona que más quería diciéndome que ya no tenía un lugar ahí. Lo miré sin entender, buscando cualquier indicio de que esto era un malentendido, que no era real. Pero él se mantenía en pie, cada vez más lejano.

—Papá, ¿cómo puedes decir eso? Soy tu hija —logré decir, aunque mi voz salió quebrada, como si algo dentro de mí ya estuviera roto sin remedio.

Y entonces lo dijo, sin vacilar, mirándome como si fuera una extraña.

—No, no lo eres. Nunca fuiste mi hija. Es hora de que entiendas eso —susurró, y su voz no tenía ni un destello de duda.

¿Qué?

El golpe de esas palabras fue tan fuerte que me costó respirar. Miré a Victoria, desesperada, buscando a alguien que me ayudara a entender. Ella se adelantó, sus ojos vidriosos, y trató de acercarse a mí, como si quisiera decirme algo reconfortante.

—Esto no es justo... Ella... ella no tiene a dónde ir. Dale tiempo, al menos... —suplicó, casi con lágrimas en los ojos.

Pero él levantó la mano, cortante, y negó con la cabeza.

—Victoria, esto no es asunto tuyo. Es lo mejor para todos —respondió él, con la dureza en su voz.

Era como si no pudiera verme realmente. Como si no estuviera ahí, como si mi dolor y mi confusión no le importaran. Sentí que me estaba ahogando en una oscuridad tan profunda que no había forma de salir de ella.

—Esto... esto es una broma, papá. ¿Cierto? —pregunté, y cada palabra me costaba, como si hablara a través de un nudo en la garganta. Mi papá, mi papá, me miraba y me hacía sentir que ya no era nada. —¿Dónde se supone que debo ir?

Ayer todo estaba bien, ¿no? Entonces, ¿qué pasó hoy? ¿Por qué todo cambió tan de repente?

Victoria intentó acercarse de nuevo, y su voz salió temblorosa, llena de angustia.

—Ella no merece esto. No puedes simplemente echarla a la calle.

Pero él solo dio un paso atrás, mirándome con un desprecio que no reconocí, como si yo fuera una carga que había estado soportando demasiado tiempo.

Con manos temblorosas y un nudo apretado en la garganta, observé a mi padre mientras sacaba un papel doblado de su bolsillo y lo extendía hacia mí con una expresión cargada de desprecio. Lo tomé lentamente, sin entender, y mis ojos comenzaron a desenfocar las palabras impresas mientras él hablaba.

—Míralo bien —soltó, cada palabra cargada de un veneno frío—. No eres mi hija, Nyssa. No tengo idea de quién es tu verdadero padre, y para ser honesto, ni me importa.

Sentí cómo las lágrimas comenzaban a llenar mis ojos. Mi mente estaba en blanco, tratando de comprender lo que estaba diciendo. Pero él continuó, sin piedad alguna.

—Maritza se casó conmigo cuando tenía cinco meses de embarazo de ti. Y yo, como un idiota, decidí cargar con la hija de otro hombre, criarla como si fuera mía. ¡Como si realmente valieras la pena! Pero ya me cansé, Nyssa. Estoy harto de cuidar a alguien que ni siquiera lleva mi sangre.

Sus palabras fueron como dagas clavándose en mi pecho, cada frase desmoronando las pocas defensas que me quedaban. Las lágrimas comenzaron a caer sin control, y mi cuerpo temblaba de una mezcla de dolor y confusión. Apreté el papel en mis manos, incapaz de leerlo con claridad a través de las lágrimas, pero lo suficiente como para ver lo que parecía una prueba de paternidad.

—Mira el resultado, si no me crees. —Su voz se endureció aún más—. Cero por ciento de compatibilidad. ¿Te queda claro ahora? No tienes nada que ver conmigo. No eres mi hija, nunca lo fuiste.

No, no. Esto es mentira. Mi madre no podría ser capaz de no haberme dicho la verdad.

Mi corazón parecía detenerse en ese momento. Todo a mi alrededor se volvió oscuro y confuso. Lo miré, buscando algún indicio de compasión, de arrepentimiento. Pero sus ojos solo mostraban frialdad, como si todo el tiempo que habíamos compartido no significara nada. La familia que creí tener se desmoronaba frente a mí, y me sentí más sola que nunca.

Mis manos temblaban, y no podía distinguir si era el frío o el dolor lo que causaba ese temblor incesante.

Me quedé quieta, paralizada, mientras él giraba rápidamente hacia la casa. Lo vi desaparecer por la puerta, y en ese momento me sentí más pequeña que nunca, como una niña perdida, sin rumbo.

Pocos segundos después, reapareció. En sus manos sostenía una caja de madera oscura, gastada por el tiempo y con detalles tallados a mano.

 —Toma —dijo con voz apagada, evitando mirarme a los ojos. —Esto es lo único que dejó tu madre para ti.

Sin decir una palabra, me la entregó. La recibí con ambas manos, presionándola contra mi pecho mientras sentía cómo el peso de aquella madera me oprimía el alma.

Las lágrimas caían de mi rostro, y con la palma de mi mano traté de limpiarlas, aunque sabía que seguirían cayendo. No podía detenerlas, como tampoco podía detener el temblor de mis labios y manos.

—Papá, no tengo a dónde ir. ¿Cómo puedes hacerme esto? —logré decir, aunque mi voz apenas salía, temblando de angustia.

Sentí que algo en mí se desgarraba al ver su expresión vacía, tan llena de frialdad. Victoria dio un paso adelante, sus ojos llenos de dolor.

—Por favor, Bastian... —le suplicó, tocando su brazo con cuidado.

Él solo sacudió la cabeza.

—Esto es lo mejor para todos. Ya es suficiente.

Mis piernas temblaban. Mis cosas estaban en la acera, mi hogar cerrado para mí, y el hombre que siempre pensé que me amaría incondicionalmente me miraba como si fuera una extraña.

—¿Qué voy a hacer? —logré preguntar, aunque sabía que no habría respuesta, que ya había perdido todo.

Victoria intentó acercarse, tocando mi hombro, pero apenas podía escucharla. Todo se había vuelto silencio y vacío, una grieta profunda en mi interior.

—No puedo ayudarte —me dijo, con lágrimas en los ojos—. Lo siento tanto.

Y, en ese instante, mi papá cerró la puerta. Esa misma puerta que me vio crecer, reír y llorar... ahora me cerraba el paso. Dejé caer la mirada a mis maletas, mis cosas amontonadas como si no valieran nada, igual que yo. Me quedé ahí, sola, rodeada de recuerdos que parecían tan lejanos y, sin embargo, tan cercanos que dolían. En un segundo, cada palabra, cada promesa, se había convertido en polvo. Lo que alguna vez pensé que era amor se había transformado en indiferencia, en desprecio.

Me arrodillé junto a mis maletas, tocando cada una de mis cosas con la esperanza absurda de que, de alguna manera, al tocarlas, pudiera recuperar el calor de un hogar. Pero solo encontré objetos fríos, vacíos, llenos de momentos que ahora parecían mentiras. Mis manos seguían temblando, y dejé que las lágrimas cayeran sin reparo.

Empecé a caminar con mis pertenecías, un paso tras otro, con el peso de mi propia soledad sobre los hombros. Sentía el frío en el aire, un frío que calaba más profundo que el invierno mismo, un frío que nacía dentro de mí. Los recuerdos me golpeaban con cada paso que daba. Recordé las noches que pasaba en el porche con mi papá, contando estrellas y hablando de sueños. Él decía que siempre estaría para mí, que yo era su niña... su princesa.

«Pero no eres mi hija»

Su voz resonaba en mi mente, como un eco que no se desvanecía. ¿En qué momento esas palabras comenzarían a perseguirme para siempre? Que nadie podría sacarme esa daga clavada en el corazón, porque él me la había dejado ahí, en el rincón más profundo de mi alma.

Intenté pensar en qué haría ahora. ¿Adónde iría? No tenía un lugar al que llamar mío. Mis pies me llevaron a un parque cercano, el mismo en el que solía jugar de niña, donde me caía y él me levantaba.

Ahora, me sentía tan caída que ni siquiera tenía la fuerza para levantarme sola. Todo lo que conocía se había derrumbado, y no había nadie para sostenerme esta vez. Me senté en un banco vacío, abrazándome a mí misma, tratando de encontrar consuelo en mis propios brazos, en medio de todo ese dolor y confusión.

¿Cómo se supone que siga adelante cuando lo único que conocía ya no está?

Sin querer, un recuerdo me invadió, uno de esos que siempre pensé atesorar. Era solo una niña, y estaba en el mismo parque, en uno de los columpios. Recuerdo cómo el viento hacía que mi vestido de flores ondeara mientras me balanceaba, y cómo me reía, gritándole a mi papá que me empujara más alto.

—¡Más alto, papi! —le decía, entre risas, sintiendo esa sensación de libertad que solo se tiene de niño.

Él se reía y me empujaba suavemente, cada vez un poco más alto.

—¿Así, mi princesa? —me preguntaba con una sonrisa.

—¡Sí! ¡Más! ¡Quiero volar! —gritaba, mirando al cielo.

Después de un rato, me cansé y me bajé del columpio, corriendo hacia él. Me abrazó fuerte, y yo sentía que ese era el mejor lugar del mundo. Mamá también estaba ahí, su hermoso cabello rojizo tan parecido al mío brillaba con el sol, estaba sentada en una banca cercana, viéndonos y sonriendo con esa calidez que la hacía ver como si siempre estuviera contenta.

Recuerdo que papá la miró y, sin soltarme de sus brazos, se acercó a ella y le dio un beso, un beso que me hizo reír y decir:

—¡Ah, qué asco! —bromeé, cubriéndome los ojos con las manos.

Ellos se rieron y mi papá me revolvió el cabello, diciéndome:

—Es que tú, mi princesa, eres lo mejor que tenemos. Y un día vas a entender que el amor es lo más hermoso del mundo.

—¡Como el de las princesas! —le respondí, y él asintió, prometiéndome con esa voz llena de ternura.

—Exacto, cariño. Y tu eres nuestra princesa y siempre te cuidaremos, pase lo que pase.

Aquel recuerdo me arrancó una lágrima más, porque, en ese momento, había creído en cada palabra.

Mi corazón estaba muy adolorido, pero... ¿por qué? ¿Por qué se siente como si me estuvieran arrancando algo que nunca voy a recuperar?

Pronto comenzó a llover, como si el cielo compartiera mi sufrimiento. Las gotas cayeron pesadas, empapando mis pertenencias, mis cosas, esas pequeñas partes de mí que siempre creí que tendrían un lugar seguro en casa. Ahora, desperdigadas en el parque, parecían más desechos que recuerdos. Las gotas se deslizaban por las maletas y la pequeña caja oscura, llevándose con ellas parte de esa vida que había dado por sentado. Todo aquello que creía inmortal, que pensaba invulnerable, ahora estaba fuera, expuesto al mundo y a la lluvia, como si nada importara.

Sin pensarlo mucho, me dejé caer sobre el banco, mirando las estrellas a través del manto gris de nubes. Mi papá me había enseñado a reconocer constelaciones, a encontrarme en el vasto cielo cuando me sentía perdida. Pero esta noche, ninguna estrella parecía querer guiarme. Todo estaba tan distante, tan ajeno. Cerré los ojos y sentí cómo las lágrimas escapaban, frías en mis mejillas, mientras me quedaba quieta, esperando que el dolor se dispersara como la lluvia.

Pero no lo hizo. En cambio, los recuerdos me golpearon uno tras otro: sus abrazos cálidos, su risa fuerte, el sonido de sus pasos cuando venía a buscarme para enseñarme a plantar, a cuidar de la tierra.

¿Cómo podía ser verdad? ¿Cómo podía todo haberse derrumbado tan rápido, tan cruelmente? La imagen de mi papá, el hombre que me crió, que me enseñó todo lo que sé, se desmoronaba frente a mí. Pero no, no era solo él, sino todo lo que yo creía saber sobre mi vida. Que no fuera mi padre... esas palabras no encajaban. Lo había sido en cada mirada, en cada gesto, en cada enseñanza. Él había sido mi refugio, mi hogar, y ahora, de repente, me dejaba afuera, como si no fuera nada.

El dolor me quemaba, se extendía por mi pecho hasta el punto en que no sabía si podría soportarlo. ¿Por qué nunca me lo dijo? ¿Por qué nadie me dijo la verdad? Mi mamá... ella lo sabía y no tuvo el valor de contármelo. ¿Toda mi vida fue solo una ilusión, un juego de mentiras que ahora me explota en la cara? No quería creer que todo fuera cierto, que mi vida, mi hogar, no fueran realmente míos. Pero ¿cómo podía no serlo si él, con cada sacrificio, con cada abrazo, me había mostrado que yo era su hija?

¿A dónde iría ahora? No tenía un lugar, no tenía un rumbo. Todas esas cosas que siempre creí que serían mi refugio estaban fuera, mojándose bajo la lluvia. No podía simplemente recoger mis maletas e irme como si fuera tan fácil. Y si lo hacía, si encontraba un lugar, ¿qué garantía tenía de no convertirme en una carga para alguien más? ¿Cómo haría para que las personas no me vieran como una intrusa, como alguien de quien podían deshacerse tan fácilmente como lo habían hecho conmigo?

Las lágrimas se mezclaban con el agua que caía del cielo, haciendo que mi visión se volviera borrosa, pero no me importaba. El dolor se hacía más pesado con cada segundo, y una parte de mí deseaba que la lluvia lavara todo, que arrastrara esta angustia, esta sensación de abandono que me envolvía como un manto. Sentía un vacío inmenso, un abismo que parecía no tener fin. Mi corazón estaba tan adolorido, tan quebrado, que apenas me reconocía.

Busqué en mis bolsillos y saqué dos dólares arrugados. Los miré, sabiendo que no me alcanzarían ni para una noche en un hotel barato. Con ese dinero apenas podría comprar un café, y ni siquiera uno grande. Tenía que hacer algo, conseguir un trabajo, encontrar la forma de mantenerme. No había otra opción: ahora me tocaba crecer sola, aprender a depender solo de mí misma, porque la única seguridad que creí tener se había desvanecido.

Era tiempo de enfrentar la realidad, aunque doliera. De no depender de nadie más para sobrevivir, de hacerme fuerte, de alguna manera. Pero el peso en mi pecho no desaparecía; cada latido me recordaba lo sola que estaba, lo desamparada que me sentía. Me costaba respirar, como si cada bocanada de aire doliera más que la anterior.

De repente, el sonido de mi teléfono me sacó de mis pensamientos. Lo saqué del bolsillo y vi el nombre en la pantalla: Danna. Suspiré y, sin pensarlo demasiado, dejé que sonara hasta que la llamada se cortó. No quería hablar con nadie ahora, no tenía fuerzas para explicar lo inexplicable, para escuchar una voz amable que me recordara lo que ya no tenía. Apenas unos segundos después, el teléfono volvió a sonar. Otra vez, Danna. Ignoré el llamado una vez más. Solo quería estar sola, con mi dolor, sin que nadie intentara consolarme, porque nada podría consolar este vacío.

Cerré los ojos, dejé que las lágrimas continuaran cayendo junto con la lluvia y, mientras la tormenta arreciaba, una sola frase resonó en mi mente, amarga y desgarradora:

Estaba sola, completamente sola, y el único pariente que tenía parecía haberse olvidado de mí.

🐺

¡Hola a todos/as!

Les traigo el capítulo 27. Espero que lo disfruten. Seguiré actualizando pronto si todo va bien.

✨ ¿Qué les pareció el capítulo?

¡Buenas, buenas, soy yo! JAJA

Odiemos a Bastian, por ser tan mal padre. 

Antes de que pregunten, "¿por qué Nyssa dice que su papá trabajaba en el campo si él es sheriff?", les explico: antes, Bastian era agricultor; viene de familia campesina. Luego hizo el examen policial, y ya lo demás es historia.

Danna, Dany, Danita... ¿Qué quieres? Dos llamadas seguidas, ¿eso es normal?

¿Lloraron? Yo no, no sé ni cómo salió este capítulo. Puse mil canciones tristes y ninguna logró hacerme llorar. Al menos espero que mis palabras hayan tocado el alma de ustedes. Puse todo de mí para que las letras pudieran transmitir el dolor de Nyss, no sé si lo logré, pero lo intenté. Pero por lo menos díganme que si sintieron pena por ella. ;(

Lo mejor de todo es que Nyssa recapacitó, ¡va a trabajar! ¡Por fin! Ya no será más mantenida JEJE. 

Eh... ¿Amamos a Victoria o todavía hay balazo?

Brielle, ¿qué te digo, mamá? No te entiendo. Tu situación con Donovan está rara... y lo mismo va para Nyssa.

¡Hasta la próxima! Cuídense.

—Erika M.

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