Olinda
"En la búsqueda desesperada de respuestas, a veces, el camino más oscuro es el único sendero hacia la verdad."
1
La vida, como los suspiros de un viento fugaz entre los árboles, es efímera y frágil. Los momentos que creamos y los recuerdos que atesoramos, son lo único que perdura en este mundo inconstante.
En nuestro afán por descubrir la verdad y reunir lo que se ha perdido, a menudo sacrificamos lo más preciado: los recuerdos que nos hacen quienes somos. Así es como empieza esta historia, en busca de respuestas en un lugar donde los recuerdos se convierten en espejos, y la verdad está enterrada en el misterio de una mansión.
Daniel Thompson, un joven de 28 años, había llegado al pueblo de Olinda, en Australia. Una tranquila ciudad situada en el corazón de Dandenong Ranges, Victoria, Australia, y que era conocida por su aparente serenidad y belleza natural.
En los ojos avellana de Daniel, que parecían haber visto más de lo que la mayoría de la gente podía imaginar, le parecía una perfecta trampa para sus víctimas: un destino de fin de semana, ideal para turistas en busca de un respiro de la agitación de la vida cotidiana. Sus calles adoquinadas estaban flanqueadas por restaurantes y cafés acogedores, donde el aroma del café recién tostado se mezclaba con el suave susurro de las hojas de los árboles circundantes.
Él mismo, en menos de tres días en el lugar, vio a los visitantes salir a pasear por las calles empedradas, deteniéndose en tiendas de antigüedades y galerías de arte, que exhibían tanto a artistas locales como a talentos internacionales. Sí, la ciudad vibraba con una sensación de nostalgia, como si el tiempo se hubiera detenido en sus callejones sombreados.
Sin embargo, detrás de aquella fachada, él sabía que se ocultaba un oscuro secreto. Olinda era más que un simple refugio para artistas y amantes de la naturaleza. Era una pequeña estancia al tramo largo, angustioso y tenebroso viaje, sin conocimiento, directo al infierno.
Justo esa mañana, estaba sentado en un café, mirando a un par de turistas transitar por la calle, con risas, semblantes alegres y miradas llenas de tanta felicidad y curiosidad, como la que su hermano, Lucas, tenía. Lo curioso era que los únicos que llevaban tales rostros eran los visitantes. Los pobladores y los que hacían vida en ese lugar, llevaban consigo caras largas, ojerosas, con un semblante perdido y una mezcla de tristeza y terror en el rostro, que causaba desconcierto. Pese a transmitir eso, eran realmente amables con los turistas, como si temieran demostrar sus verdaderas emociones.
Incluso, los rayos del sol de la mañana que se filtraban a través de las hojas de los árboles, creaban un juego de luces y sombras siniestras en la mesa de madera pulida en la que estaba sentado. Se mordió el labio un poco, consiente de que le causaba ansiedad todo aquel panorama. Cuando de pronto, una mesera de aspecto fatigado se acercó con una bandeja en la mano, su mirada cansada y nerviosa chocó con los ojos de Daniel. Parecía estar al borde de las lágrimas, como si algo la atormentara profundamente.
No obstante, su sonrisa forzada y su trato amable eran una máscara que apenas ocultaba su verdadera angustia.
—Su café y un aperitivo típico del pueblo —dijo la mesera, mientras dejaba la bandeja en la mesa de Daniel.
Él la miró fijamente por un momento, como si pudiera leer sus pensamientos ocultos. Sabía que algo no estaba bien y que la expresión de la joven escondía más de lo que estaba dispuesta a revelar.
—¿Estás bien? —preguntó Daniel, enfatizando cada palabra y dejando claro que no estaba dispuesto a aceptar una respuesta evasiva.
La mesera pareció asustarse por la pregunta, y miró nerviosamente alrededor, como si temiera que alguien los escuchara. Luego, con voz apenas audible, respondió:
—Estoy bien, no pasa nada.
Daniel no se dio por vencido. Con una determinación firme, volvió a preguntar:
—De verdad, ¿estás bien?
La mesera asintió con rapidez y se alejó apresuradamente, desapareciendo en el interior de la tienda. Daniel dio un sorbo a su café, sintiendo el sabor amargo que se mezclaba con la intriga que flotaba en el aire.
Un recuerdo de infancia emergió en su mente, como un rayo de sol que atraviesa a las nubes. Era un día soleado en la playa, con el aroma salino del mar y el cálido abrazo del viento en sus rostros jóvenes.
Recordó cómo él y Lucas, habían construido castillos de arena con entusiasmo infantil, pese a que él le llevara diez años de diferencia a su hermano. Sus risas llenaban el aire como las olas, que suavemente bañaban la costa, compitiendo para ver quién podía construir la torre más alta, mientras el sol pintaba destellos dorados en sus cabellos y los rostros alegres se entrelazaban en un pacto de hermandad.
Lucas siempre había sido la alegría de su vida, el pequeño hermano que lo admiraba profundamente y lo seguía en cada aventura. Por eso, su desaparición hacía unos cinco meses ya, había dejado un agujero en su corazón y una sombra en su alma.
Sacó el pago de la taza del café más el aperitivo, lo dejó en la misa, y observó, que entremezclado con la servilleta con la que había venido su pedido, se encontraba una pequeña nota. Lo tomó, y observó con curiosidad:
"Debes alejarte de este lugar si consideras tu vida valiosa"
Por supuesto, miró hacia el interior de la tienda, donde la mesera servía otros pedidos, y aunque fue breve la mirada que le dio, era una que representaba urgencia y deseo de hacer algo bueno.
¿Qué estaba pasando en aquel jodido pueblo?, pensó.
—¿Qué le pasa a toda esta gente? —escuchó a una mujer, entre risas, hacia una de sus amigas, mientras salía de una tienda.
—Todos parecen asustados y peligrosos —soltó la otra en respuesta, confirmando su percepción.
Él, era un hombre de estatura promedio, con cabello castaño oscuro que caía en mechones sobre su frente, tenían buen atractivo, motivo por el que se ganaba algunas miradas, como las de esas chicas, mientras caminaba. Y de no ser porque su rostro llevara la carga de preocupaciones presentes y pasadas, más el peso de una culpa profunda que no podía sacudirse, hubiera disfrutado su estadía en los placeres que aquella ciudad podía ofrecerle.
Con los dedos de su mano izquierda y mientras transitaba las calles, rozaba una cicatriz que marcaba un recordatorio constante del accidente que había cambiado el rumbo de su vida. Él sabía que la cicatriz no solo era física, sino también un símbolo tangible de la tragedia que le había atormentado desde ese día fatídico.
Al llegar al país, su búsqueda se volvió obsesiva, transformándolo en un hombre intrépido, pero estúpido. Actuando desesperadamente como otros familiares afligidos, se convirtió en una presencia incómoda para quienes se acercaba. Sin embargo, desde el mes pasado, se había vuelto más precavido y decidido.
A pesar de su inteligencia, la obsesión lo aisló, haciendo de él un hombre reservado y solitario, con una determinación para encontrar respuesta y acercarse más al paradero de Lucas.
Por eso, había decidido visitar la biblioteca local de Olinda.
Cuando llegó, observó cómo se erguía majestuosamente en una calle tranquila, se trataba de un edificio antiguo de ladrillos rojos con grandes ventanales, que dejaban entrar la luz del día. Pese a ser bonita, Daniel, desde afuera, le pereció la entrada de una mismísima cripta.
Había notado la biblioteca en su primer paseo por la ciudad, dos días antes de llegar. Sin embargo, lo que realmente le había llamado la atención, eran las vitrinas llenas de fotografías y rostros de personas desaparecidas. Parecía un recordatorio sombrío de las misteriosas desapariciones de Olinda, lo cual contrastaba, de alguna manera, con la visita turística que poseía.
¿Cómo un lugar tan peligroso podía ser objeto de visita? Era descabellado por más que lo pensara. Y lo peor, ¿cómo es que las guías turísticas y empresas tenían este destino como un lugar al que visitar?
¿Sería una conspiración mayor?
Con su determinación en aumento y la inquietante nota en mente, Daniel entró en la biblioteca. El olor a libros viejos y polvo llenaba el aire, mientras recorría los pasillos de estanterías abarrotadas de libros y documentos.
Se acercó al mostrador de recepción, donde un bibliotecario de aspecto anciano y demacrado, con el mismo semblante sombrío de todos, hojeaba un libro. El hombre levantó la vista al escuchar los pasos de Daniel y le miró con curiosidad.
—¿En qué puedo ayudarte, joven? —preguntó el bibliotecario, con una sonrisa amable.
Daniel devolvió la sonrisa, aunque sabía que lo que estaba a punto de preguntar podría no ser bien recibido.
—Estoy investigando la historia de este lugar. Me interesan especialmente las desapariciones que han ocurrido en Olinda a lo largo de los años.
El bibliotecario pareció tensarse ligeramente, y su sonrisa desapareció.
—Eso es un tema delicado, joven. No es algo de lo que la gente hable con facilidad en esta ciudad.
Daniel asintió, esperando la reacción. Sabía que la comunidad local era reacia a discutir las desapariciones, pero necesitaba respuestas.
—Comprendo que pueda ser un tema sensible, pero necesito saber más. He venido desde lejos buscando a alguien que desapareció aquí, y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para encontrar respuestas.
El bibliotecario miró a Daniel con una mezcla de sorpresa y compasión en sus ojos. Luego, suspiró y cerró el libro que tenía frente a él.
—Las desapariciones en Olinda son un misterio que ha desconcertado a esta comunidad durante generaciones. La gente dice que hay algo oscuro en la Mansión de los Silencios, pero nadie sabe a ciencia cierta qué es. Se han hecho muchas investigaciones a lo largo de los años, pero las respuestas siguen siendo esquivas.
Daniel escuchaba atentamente, tomando nota de cada palabra del bibliotecario.
—¿Hay algún registro histórico o antiguo documento que hable de la mansión o de eventos relacionados con las desapariciones? —preguntó Daniel con cautela.
El bibliotecario pareció considerarlo por un momento antes de responder.
—Hay leyendas antiguas que hablan de la mansión y de su pasado oscuro, pero son poco más que historias de terror para asustar a los niños. Nadie sabe si son ciertas o no. La historia de Olinda es rica, pero también está llena de secretos enterrados bajo las capas del tiempo.
Daniel sopesó un momento lo que había oído, de todo lo que pudo haber pensado, no creyó que usaran una superstición para cometer actos atroces. ¿Acaso le estaba timando? Sabía que estaba más cerca de descubrir la verdad, pero también sentía que se adentraba en un territorio peligroso y desconocido.
Finalmente, por indicación del mismo bibliotecario, fue llevado al tramo donde se hallaban aquellas leyendas. Allí, Daniel no sabía cuánto tiempo pasó, pero efectivamente La Mansión de los Silencios, estaba repleta de historias, unas más fantásticas que otras, desde vampiros, hombres lobos, el chupacabras, un aquelarre de brujas y hasta la vivienda de una secta satánica.
Pero se sintió decepcionado que solo eso pudiera haber encontrado. Su tiempo era valioso, y según la nota que había recibido, no debería permanecer más tiempo en ese pueblo del que creía.
Se atrevió a buscar causa geográficas o naturales, pero todo concluía en el bosque. Olinda y sus alrededores contaban con densa vegetación y terrenos montañosos, por lo que extraviarse era una forma fácil de desaparecer si se adentraba; además, había senderos de montañas que podían volverse peligrosos en condiciones climáticas adversas. Animales salvajes, como la serpiente marrón, la araña de embudo australiana, y cocodrilos de agua salada en áreas costeras del norte de Australia, y lo último y menos probable, los incendios forestales, especialmente durante la temporada de calor y sequía.
Después de unas cuatro horas en aquella investigación, rendido, se dirigió una vez más al anciano de la recepción, y removiendo sus bolsillos, sacó una foto de Lucas; un chico con cabello castaño claro y ojos azules profundos, que reflejaban aquella curiosidad y alegría de vivir. Tenía un rostro juvenil propio de un chico de 18 años, con una sonrisa amigable que solía iluminar a Daniel.
—Disculpe que vuelva a molestarle, pero es él —dijo, mirando fijamente al rostro del señor, solo para conocer mejor su reacción—. Él es mi hermano.
—Es un jovencito —arrastró las palabras, esta vez, denotando su cansancio para fingir amabilidad—. Creo que es momento de que se vaya de aquí, ya le he dado demasiadas pistas, y todavía no lo entiende. Si no huye de aquí, pronto estará muerto.
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