La Mansión
"La culpa nos persigue incluso en los lugares más claros o los más oscuros, recordándonos que no siempre podemos escapar de nuestros errores."
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La hermandad es un vínculo que trasciende el tiempo y las distancias, una conexión profunda que ilumina nuestros momentos más oscuros. En su núcleo, se teje con hilos de confianza, riñas, llanto, tristezas, adversidades, apoyo inquebrantable y un amor incondicional, como un efecto de todo y de nada, forjando lazos que perduran a lo largo de la vida.
Es un refugio en tiempos de adversidad y un faro que conforta en los días más oscuros. Nos recuerda que nunca estamos solos en el viaje de la vida, y que, sin importar cuán lejos nos lleve, siempre habrá alguien dispuesto a caminar a nuestro lado, o de alegrarse a nuestras espaldas o de volverse a mirarnos si estamos detrás de este. Es un tesoro invaluable que enriquece nuestro propio ser.
Cuando la noche había descendido sobre Olinda como un manto oscuro y misterioso, cubriendo las calles pavimentadas con una sombra inquietante. Las farolas parpadeaban intermitentemente, arrojando destellos titilantes que apenas penetraban en la oscuridad de los rincones más alejados. Las hojas de los árboles se mecían con el viento, desprendiendo susurros incomprensibles, que aumentaban la sensación de intriga.
Era increíble ver, como la pintoresca ciudad de montaña, se transformaba por completo bajo la luz de la luna. Los edificios antiguos adquirían un aire siniestro, las sombras se alargaban y las risas de los turistas se desvanecían, reemplazadas por un silencio inquietante. Pero eso no detenía que Daniel siguiera recorriendo las calles.
Él sabía que, para obtener información valiosa, necesitaba acercarse a los locales. Así que, esa noche decidió alejarse de los bares turísticos y dirigirse a uno local, un lugar donde los habitantes de Olinda se reunieran lejos de las miradas curiosas de los visitantes.
Por eso, cuando se adentró al Lindero Nocturno, encontró que, el bar, iluminado por una tenue luz amarillenta, estaba decorado con un estilo anticuado, como si intentara hacerlo sentir cálido, pero fue un vano intento, porque más bien parecía un anticipo a la muerte. Había un aroma a cerveza y conversaciones susurrantes en el aire, mientras los lugareños se refugiaban del frío de la noche en sus mesas de madera desgastada.
Daniel se sentó en la barra y pidió una bebida, esperando que el ambiente más relajado ayudara a obtener respuestas. Observó a su alrededor, viendo rostros cansados y miradas cautelosas. Sabía que no sería fácil abrir una conversación sobre la Mansión de los Silencios en un lugar como este. Y lo había entendido, en aquel último encuentro con el anciano bibliotecario.
Después de un rato, con un trago de whisckey entre sus manos, una mujer de cabello oscuro y ojos profundos se sentó a su lado en la barra. Tenía una belleza peculiar, ni llamativa ni desapercibida, ojos grandes y expresivos, pecas sobre el rostro, una sonrisa almidonada, y una cabellera rubia ondulante; su expresión estaba en algún lugar entre la curiosidad y la cautela.
La noche parecía haberla alcanzado, y su voz tenía un matiz arrastrado por el alcohol cuando habló.
—¿Te encuentras solo esta noche? —preguntó con un tono que sugería más de lo que decía.
Daniel sonrió, tratando de parecer un poco más despreocupado de lo que realmente estaba. También llevaba varias copas encima.
—Sí, es una noche solitaria en Olinda. Pero eso podría cambiar si encuentro la compañía adecuada —lo que dijo, sonó tan afectado del alcohol como todos en el bar.
Ella rio, un sonido que se mezclaba con el murmullo del bar.
—Eres un forastero, ¿verdad?
—Así es, pero me extraña que me lo preguntes, cuando estoy bien sabido de que nos reconocen fácilmente —respondió con honestidad, pero con una sutileza no propia de él desde que había llegado a ese país—. Vine aquí en busca de respuestas y tal vez un poco de diversión.
La mujer, que se había presentado como Aylin, inclinó la cabeza y pareció estudiarlo por un momento antes de hablar nuevamente.
—Olinda puede ser un lugar divertido, pero también es peligroso —dijo, haciendo una señal de que le trajeran otro trago. Daniel se sorprendió, al ver que le traían un shot de tequila. Sabía que, fuera lo que le estuviera pasando, quería olvidarse del mundo.
Daniel asintió, manteniendo su mirada fija en la de Aylin.
—He escuchado muchas cosas, además, el forraje que existe en los muros de estas calles, es suficiente para imaginar este lugar como un sitio en guerra o alguna frontera suramericana —acotó, dando un sorbo a su trago—. ¿Qué sabes lo que dicen de la Mansión de los Silencios? He oído algunas historias, pero estoy tratando de separar los hechos de la ficción. ¿Tú qué sabes al respecto?
La expresión de Aylin se oscureció, y su voz adquirió un tono más serio.
—Lo único que puedo decirte de esa maldita mansión en el Dandenong Ranges National Park, es que no puedes acercarte allí si valoras tu vida. Nadie regresa de allí, y tú eres demasiado lindo para tal destino.
Daniel la miró fijamente, apreciando el cambio en su actitud. La conversación había dado un giro repentino hacia lo siniestro, tal cual, como el bibliotecario. Aylin había pasado de coquetear a advertirle con sinceridad.
—¿Estás tratando de asustarme? —preguntó Daniel, manteniendo una nota de escepticismo en su voz.
Aylin soltó una risa desgarradora, como si se hubiera tomado en serio la advertencia.
—No, cariño, no estoy tratando de asustarte. Estoy tratando de salvarte. Pero si prefieres seguir jugando, eso está en tus manos —agregó, tomándose el shot con fuerza—. ¿Me la meterás?
Daniel sintió un escalofrío recorrer su espalda. Al igual que ella, terminó su bebida, y soltó el vaso con fuerza en la barra, como si se tratara del mazo de algún juez.
—Hoy no —respondió, sin rastros de estar bajo el efecto del alcohol, mientras se alejaba de la barra, dejando a Aylin y el bar oscuro atrás.
No estaba seguro de qué pensar de esa extraña advertencia, pero estaba decidido a descubrir la verdad detrás de aquella mansión.
Lo peor, era que mientras se arrastraba por aquellas calles, su mente no parecía estar de acuerdo con la tranquilidad que le proporcionaba tener un indicio de donde podría estar su hermano. El bibliotecario había sido, realmente, claro: La Mansión de los Silencios. Era la clave. Sin embargo, su mente se martirizaba en aquel recuerdo doloroso...
Cuando Lucas apenas contaba con diez años, el destino les tenía reservado un día que nunca olvidarían. Era una soleada tarde de verano en la que decidieron ir juntos al lago del Embalse de la Serena, en Extremadura, al suroeste de España, como tantas veces lo habían hecho antes.
Aquel lago se extendía ante ellos, como un espejo de aguas tranquilas bajo el resplandor del sol. Daniel, asumió la responsabilidad de cuidar a Lucas mientras disfrutaban del día en el muelle, como todo un hermano mayor. Era un papel que siempre había desempeñado con orgullo, pero esa tarde, la complacencia y la confianza jugaron en su contra.
Mientras Daniel se distrajo brevemente, solo por responder una llamada, perdió de vista a Lucas por un instante. Fue un parpadeo, un abrir y cerrar de ojos, y cuando volvió su mirada al lugar donde su hermano debería haber estado, casi sintió desmayarse.
Lucas no estaba en el muelle. No estaba a su lado.
La sensación de terror que inundó a Daniel en ese momento, fue como un puñetazo en el estómago. La angustia le oprimió el pecho, mientras sus ojos recorrían frenéticamente el lago, buscándole.
Gritó el nombre de Lucas, una y otra vez, pero no hubo respuesta. Corría de un lugar a otro, angustiado, y fue cuando tropezó con una roca y cayó de bruces, cortándose la mano izquierda.
Las personas que estaban cerca, se unieron a la búsqueda frenética. Un joven desconocido, vio la situación crítica y, sin dudarlo, se zambulló en el agua, como si tuviera un enlace invisible que Daniel, como su hermano, debía tener.
Los segundos parecieron horas, mientras Daniel observaba impotente. La ansiedad estaba a flor de piel y un millón de pensamientos aterradores cruzaron su mente. Había fallado en su deber. Había dejado que Lucas desapareciera como si fuera el viento o la nada.
Finalmente, el joven emergió del agua, sosteniendo a Lucas en sus brazos. Por supuesto, el alivio le inundó. Su hermano estaba a salvo, pero la vergüenza y la culpa lo abrumaron. Había sido un extraño quien había salvado a Lucas, y no él. Su hermano menor había estado a punto de ahogarse, y él no había estado allí para protegerlo.
Al abrazar a Lucas, su corazón latía descontroladamente. Cometió un imperdonable error al descuidar a su hermano, y el peso de esa culpa se convirtió en una carga que llevaría consigo el resto de su vida.
Asustado, le hizo jurar a Lucas que nunca mencionara lo que había sucedido a sus padres. Lucas lo aceptó, pero más allá de la promesa de silencio, esa experiencia dejó una cicatriz en el corazón de Daniel, recordándole la importancia de proteger y cuidar a su hermano, sin importar las circunstancias.
Ese recuerdo, tenía a Daniel abrumado. No quería aceptar que había vuelto a perder a Lucas, despareciendo una vez más, y esta vez en circunstancias aún más misteriosas.
Pero, la diferencia estaba, en que no cometería el mismo error. No permitiría que otros fueran quienes rescataran a su hermano. Él asumiría la responsabilidad, enfrentaría lo desconocido y haría todo lo necesario para encontrarlo y llevarlo de vuelta a salvo a casa.
Finalmente, había llegado al Dandenong Ranges National Park.
La densidad del bosque, lo envolvía en una penumbra amenazante, mientras las hojas de los árboles se mezclaban con el aire y creaban sonidos, como si espectros danzaran a su alrededor. Cada crujido de ramas bajo sus pies, resonaba como un eco siniestro en el silencio de la noche, lo cual era inusual.
Por inercia, se llevó una de sus manos detrás de su espalda, y sintió el arma que siempre había llevado allí, como el buen policía que era. Una compañera que le proporcionaba una cierta sensación de seguridad en medio de la incertidumbre. No era un hombre de violencia, pero, al no saber a qué se enfrentaba, requería precaución.
Mientras avanzaba, vio la luna arrojar destellos débiles a través de las hojas de los árboles, iluminando el camino con una luz fría y despiadada. La oscuridad acechaba en cada rincón, como si el propio bosque intentara cubrir sus secretos oscuros y amenazantes, por lo que decidió sacar de uno de sus bolsillos la linterna.
Al iluminar su camino, observó que el sendero no solo se veía mortífero, sino que daba la sensación de ir junto una caravana directo al infierno. Por más que sus oídos estuvieran presto a su entorno, le fue imposible sentir rastro de vida animal alguno, el eco tenía sentido, pero no lo tenía siendo un bosque.
Debió sentir alivio cuando encontrara la mansión, pero fue mucho peor.
Se trataba de una estructura antigua y lujosa que se alzaba imponente en medio de la noche. Sus torres y balcones se alzaban contra el cielo nocturno como gárgolas vigilantes, y las ventanas estaban cubiertas de polvo y decadencia. Pudo haber sido una belleza, pero ahora tenía un aire siniestro y aterrador que parecía emerger de sus mismos cimientos.
No quería aceptarlo, pero sintió que las sombras se movían en su interior como entidades vivas y hambrientas, e incluso la escuchó crujir, como si intentara alzarse o como si respirara. Además, la fachada cubierta de enredaderas retorcidas, parecían brazos grotescos, extendiéndose para atrapar a cualquiera que se acercara.
Se mantuvo inmóvil durante un momento, sintiendo cómo la mansión parecía observarlo con ojos invisibles.
Sabía que había llegado al corazón del misterio, pero también al epicentro del peligro, así que sacó el arma de su espalda.
Y cuando puso un pie en la primera escalinata, se dio cuenta de que no era una jugarreta de su imaginación, realmente, la mansión parecía un monstruo gigante que esperaba devorar a cualquiera.
Con un latido acelerado, dio un paso más, listo para enfrentar lo desconocido y descubrir la verdad que tanto ansiaba.
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