Parte 2
Cuando despertó en el amplio valle bañado por la luz estelar, escuchó que seguía gritando indulgencia, como si nunca hubiera dejado de gemir a la figura Monitor incluso de camino a su exilio. La nariz todavía quemaba –dolía como una condenada– y rezumaba sangre, aunque en menor cantidad pues gran parte de ésta se había secado y había formado un apósito natural. Tiraba. Sus labios también estaban manchados con parte de la sangre seca. Axel se tumbó de lado y escupió para limpiarse la boca de esa cruenta pátina. Luego, tiritando, se sentó y acunó la cabeza entre las manos, la suya y la biónica; permaneció en esa posición hasta que sintió que el peso de detrás de su cabeza cedía un poco y que el zumbido en sus oídos remitía. Vaharada tras vaharada se dibujó frente a sus ojos al alzar la vista. El valle donde había sido depositado estaba circunscrito a un bosque que se extendía hacia la infinidad, obstruyendo los detalles de la Ciudadela que se encontraba metros frente a él. La única forma que se podía distinguir de ella era la titánica mole, el edificio principal; una gigantesca torre metálica, enhiesta hacia el firmamento, que chispeaba con destellos cegadores que se repetían en intervalos definidos.
Se levantó del suelo; se quejó. Su voz pareció expandirse y casi desaparecer dentro de todo aquél espacio que lo separaba del límite del bosque. No se escuchaba nada en su entorno, y si había un leve rumor, como el de un río, él no podía percibirlo debido al incesante zumbido en los oídos. Su brazo derecho parecía bien, y al notar su presencia, su ritmo cardiaco se aceleró un poco. Antes de desaparecer, envuelto en la mano del Monitor, había creído que le sería arrebatada su prótesis.
Ahora veía que no. Qué suerte.
La sensación que había percibido antes, de camino a la supuesta oficina del doctor Arias, se repitió ahora, haciéndose incluso más patente que la vez pasada. Sentía un hormigueo recorrer el brazo postizo fuera de éste, en los límites, allí donde una vez la piel había cubierto su otrora extremidad derecha. Rascarse no servía de nada, pues si bien sentía las cortas uñas de su otra mano, la piel fantasma seguía imponiéndose a la realidad y causando un picor cada vez más exasperante. Axel levantó el brazo, dirigiéndolo hacia la luna mientras rascaba, y contempló los lechosos haces escurrirse de entre los dedos falsos. Su aliento se interpuso en la escena. Tenía que moverse, no sacaba nada perdiendo tiempo allí, rascando su brazo y mirando la luna. Se dirigió a la Ciudadela.
¿Adónde crees que vas?, le dijo su mente; no hablaba con un timbre altivo, sino que expresaba sólo una curiosidad divertida. Sin embargo, ignoró aquella voz, que comenzó a parecerle casi ajena, exterior. Se dirigía a lo conocido, pensó para sí, hacia su manantial en la lejanía del desierto verde ¿Era tan malo tener esperanzas aún de volver a su hogar, por más necias que fueran? Una burla o no a la autoridad de Orson–khéya, no tenía a qué otro sitio ir; todo lo que lo rodeaba era campo abierto e ignoto para él, una zona que escondía sus secretos con celo y que, era seguro, no tendría hospitalidad para con él. Así que, ¿por qué no?, la Ciudadela era un buen sitio para comenzar. Una vez frente a las paredes pensaría otro plan para infiltrarse.
Más adelante, una vez ya rodeado por los nudosos troncos ancestrales y con el follaje de las copas de los árboles como techo, su mente comenzó a elaborar de forma subrepticia un plan. Esa noche no iba a llegar a las murallas de Aurora, fue lo primero que admitió, de modo que estimó que sería opción buscar un sitio en el bosque para descansar y reponer fuerzas. Un refugio le vendría bien a él y a su apaleado cuerpo. ¿Qué iba a hacer si llegaba a la muralla exhausto? Nada, nada, nada. Mejor descansar.
Pero no se detuvo.
Siempre con el brillante monolito como estrella madre en el horizonte, por entre las hojas, las ramas y los troncos, siguió con la travesía. La idea de descansar pronto pareció absurda, y las molestias de la cabeza habían menguado a medida que el gélido aire golpeaba su rostro. Ahora podía percibir los ruidos de su entorno con una claridad abrumadora; podía oír el silbido a través de las ramas de los árboles y el rumor de las hojas del suelo al huir por sobre ellas algún animal. Era como si su mente se hubiera expandido, informando como un vigía de todo estímulo auditivo en su entorno. De todos ellos, el que más lo tenía al pendiente era un estampido que se repetía con regularidad a su izquierda. Lejano, pero no por ello de menos importancia. Él mismo se dirigía a su procedencia con férrea determinación de alcanzar la muralla. ¿Qué sería?
El rumor sólo se acrecentó, y asimismo lo hizo el palpitar del corazón de Axel. El bosque parecía no tener final, y, más allá, justo donde debería de ver la muralla que rodeaba Aurora, sólo veía oscuridad. Además, estaban los estampidos, que se habían multiplicado, como pasos de una enardecida multitud; dos más se habían unido al único de la izquierda, y ahora también podía percibir chirridos. El aire se había calentado a medida que penetraba en el corazón de la arboleda, y, de todas las direcciones, sentía ojos furtivos observando su perezoso andar. Él se desentendió de ello a voluntad. Temía incentivar al depredador a lanzarse sobre él si hacía algún movimiento brusco.
Metros recorridos, estampidos agregados a la sincopada orquesta de rumores amenazadores que se dirigían hacia él. Axel, empero, no se detuvo; el plan que había maquinado hacía un rato, si bien había aflorado de nuevo al momento de escuchar las otras pisadas, había sido relegado a un archivador al fondo de su cerebro. Lo único que tenía cabida para él era el ruido, la Ciudadela y el no detenerse, seguir hacia el manto negro que velaba lo que se escondía más allá del alcance de su ojo desnudo. Tuvo que contenerse para no echar a correr hacia lo desconocido en un vano intento de romper aquél hechizo de marcha eterna sin resultados.
Sin embargo, pronto descubrió qué era lo que producía el sonido de pisadas y por qué había tanto calor.
Esas cosas salieron a su encuentro.
El monstruoso centinela de la izquierda se presentó ante él solo. Estaba constituido por varios brazos abarquillados, flotantes y algunos orbes que hacían las veces de ojos. Lo que vendría a ser el cuerpo era una caja de hierro reluciente que se movía por medio de dos bloques hundidos en el piso, que eran sus pies; estaba rodeado de exuberantes protuberancias que terminaban en cables que iban hacia los brazos, a unos centímetros en frente del cuerpo principal del guardián. Al recorrerlos un estímulo eléctrico, el cañón del brazo expulsaba una llamarada que chamuscaba las hojas y que lamía los troncos de las secoyas. A ese primer centinela se le unieron los demás, todos materializados desde ángulos imposibles de la oscuridad.
De desgracia en desgracia... ¿no era suficiente con lo que ya había pasado?
El centinela Uno habló:
–No–persona, aléjese del perímetro de inmediato. De no acatar esto, estaremos autorizados a abrir fuego. Tiene treinta segundos.
Axel dio dos pasos hacia atrás. El cañón negro del primer monstruo apuntó a su rostro. Escuchó la detonación interna antes ver el fogonazo.
–¡Era más tiem...!
Disparó.
Extendió el brazo frente a su rostro como un acto reflejo, pero fue lo que le salvó la vida. Si se hubiera quedado quieto, lo siguiente no habría ocurrido.
La bala de bronce, gigante como una sandía, quedó suspendida a unos pocos centímetros de su palma ortopédica. A su alrededor, todo se había detenido junto con ella: el movimiento de las hojas, el viento, los ruidos, el aire... todo. Axel era presa de un estoicismo inusitado aún ante esa fantástica escena. Lo había hecho él. Había parado el tiempo.
Pero no podía moverse. Estaba tan paralizado como su entorno, y cuando intentó concentrarse en forzar su cuerpo a avanzar al lado, por una fracción de segundo, la gigantesca bala avanzó. No fue casi nada, pero fue lo suficiente: a pesar de estar detenida, al reanudarse el caudal de la movilidad, retornaba de forma instantánea su velocidad. ¿Cómo sobrevivir a eso? ¿Iba a quedarse atrapado en ese momento para siempre? Porque si se movía...
Fue presa del pánico. Tenía que haber otra forma de escapar. Ahora que tenía todo el tiempo que quisiera podía pensar en qué hacer, aunque no pareciera posible ningún movimiento desde su mortal perspectiva. O quizá... quizá debía dejarse morir allí mismo, ¿no? no hay salvación, no hay vuelta atrás; sólo podía detener el tiempo, no retrocederlo. No podía cambiarlo. En algún momento tendría que romper el hechizo y afrontar la verdad.
De repente pensó
(dibujó)
en una imagen mental donde la gran bala se desmaterializaba en el aire, que lo atravesaba y luego iba a estrellarse detrás de él, a un árbol, de nuevo sólida y a disposición de las leyes de la física. Era un muy bien detallado milagro que jamás ocurriría; era un delirio que se hizo paso a través de su mente casi con saña. Deja de pensar estupideces, se dijo, en vez de eso podrías...
Su visión se escindió.
Tenía que esforzarse para notar el cambio, pero allí estaba. Por un lado, la bala estaba frente a su palma, separada de ella por centímetros, casi nada; por el otro, la bala estaba detrás de él, lejos, hundiéndose en la tierra con una sacudida violenta del suelo y otro estampido, más fuerte que el de los centinela. Puedo alcanzar esa realidad, puedo llegar. Su brazo metálico centelló frente a sí, su visión se distorsionó otra vez; el espacio se estiró y se contrajo en un juego de imágenes yuxtapuestas. Axel vio luces frente a sus ojos y sintió un agujón clavarse en distintos puntos de su magullado cuerpo.
Y de golpe, todo volvió a su lugar. Todo excepto la bala.
El proyectil lo había atravesado sin apenas tocarlo.
Para los que controlaban a los centinelas, a millas de allí, el chico vibró, casi como una imagen falsa a punto de desaparecer, y de repente el proyectil se hundió en la tierra tras él, levantando una capa de polvo que los obligó a activar la visión infrarroja. Fue tan rápido que, más tarde, al momento de testificar, no estarían seguros si eso había sido lo que en realidad había pasado; el fenómeno varió dependiendo de la perspectiva de los centinelas: el de la izquierda, el que había disparado, fue el que lo vio vibrar; los de la derecha lo vieron, sin más, desaparecer unos segundos. En lo único que estarían de acuerdo sería que el chico, de alguna forma, había sorteado ese primer disparo.
La estupefacción de Axel se contagió a ellos debido al milagro, y, por lapso de tiempo bastante prolongado, todos los guardias quedaron petrificados tras sus controles. Aunque hubiera sido menos, testificaría Rhóphtel (el nombre clave del hombre tras el primer centinela) más tarde, él estaba seguro que el chico habría tenido tiempo suficiente para correr aún así. Y en efecto lo tuvo. Axel corrió en pos de los guardias mientras la sorpresa todavía no terminaba de calar en sus mentes. Algunos, que despabilaron antes, atinaron a dar golpes con los brazos flotantes para cortar el paso del chico, pero el resultado fue el mismo: Axel vibró en el aire y atravesó los golpes. Cada vez que lo hacía, sea dicho a favor de los guardias, su paso se reducía y andaba a trompicones. Aún así, hasta que no estuvo a muchos metros de distancia de ellos, los guardias no dispararon. Se habían olvidado de que tenían el armamento a mano.
Fue Rhóphtel quien abrió fuego hacia el bosque, con la esperanza de alcanzar al fugitivo.
–¿Qué esperan? ¡FUEGO, MALDITA SEA, DISPAREN!
El primer destello surgió a su espalda, y fue suficiente para que Axel se diera cuenta de que, a pesar de haber puesto una distancia considerable entre esos monstruos y él, sus balas todavía podían alcanzarlo y, para peor, convertirlo en una masa sanguinolenta de muerte, si no es que desintegrarlo de un solo golpe. El brazo le picaba más que nunca a medida que corría, y cada vez que una esquirla caliente estallaba cerca de él, fuere donde fuere, aunque él no la viera, la extremidad brillaba y el peligro lo atravesaba. Sólo tenía que pensar en que podía seguir adelante sin complicaciones, sólo así se producía el cambio, el aire... no sabía cómo explicarlo. La realidad ya no se detenía, pero sentía que podía hacerlo si él quería que así fuere. Pero no era necesario. No esquivaba los peligros, sólo dejaba que fluyeran a través de él y no hacia él. Difícil era entenderlo, y no se detuvo a sopesar las complicaciones o peligros que podría tener continuar utilizando ese poder. Sólo continuó su huída.
Una de las explosiones que lo alcanzó en plena huída pasó zumbando por su vientre y abrió una gran brecha en el terreno fangoso de adelante. Axel lo sorteó de un salto. Además del miedo que agolpaba en su pecho a cada palpitar, podía sentir que de repente no estaba atado a ningún límite, que su corazón podía explotar si le daba la gana pero que él no se vería afectado en absoluto. Seguiría adelante hasta que se aburriera o hasta que decidiera que había una forma de acelerar su carrera.
Encontró cómo ir más rápido unos metros más adelante. En medio de todas las explosiones, el fuego y el furibundo bramar de los centinelas, Axel se perdió en una amalgama de sensaciones que lo abofeteaban a cada paso que daba; tanto estimulo auditivo y visual hizo que no se fijara en el terreno. No se dio cuenta de que había un pequeño barranco. Estaba casi camuflado, pues la zanja era bastante estrecha y comenzaba a una altura mayor que la del lado contrario, en donde estaba la otra parte del camino. Axel se precipitó hacia la abertura y cayó como un peso muerto, siendo tirado a las negras entrañas de la tierra por la fuerza de gravedad.
Suspendido en el aire pensó: no, no, no voy a caer.
Su brazo lanzó otro destello.
Los centinelas llegaron al tramo del barranco y se detuvieron, gracias a su sensor de terreno y a que estaban conectados a un radar que cubría todo el perímetro, avisando de baches en el camino. Sus cañones, que antes apuntaban a la tierra, dirigieron sus negros ojos cielo y volvieron a abrir fuego. La noche se iluminó, mientras las moles de metal intentaban –en vano– acribillar la figura que surcaba los aires nocturnos. Axel siguió ascendiendo, en vuelto en explosiones, hasta que decidió que la altura era la indicada. Luego voló con dirección a Aurora.
******
Nadia Benítez se sentía bien consigo misma, con su marido y con la Ciudadela. Las cuentas pagadas, Raúl con trabajo estable y ahora con una nueva vida, sólo al alcance de una leve presión. Vivió muchos años en Aurora hasta morir de longevidad, casi medio siglo más tarde, y en todos esos años jamás olvidó la visita del fantasma la noche posterior a la operación de Axel. Sería el recuerdo que se llevaría a la tumba, además de su autoproclamado bienestar perenne.
No recordaba a Axel. Raúl tampoco. Los recuerdos, el pasado, el remordimiento, todas esas cosas eran desmoralizantes e iban en contra de los ideales de Aurora; lo único que podían hacer los habitantes de la Ciudadela era dar el 200% de sí mismos en el día a día y nunca mirar atrás. En cualquier caso, ya no necesitarían volverse, ni espiar por sobre el hombro en un arranque lacónico de nostalgia. Ese año, aquél acuciante sentimiento fue abolido y erradicado, tanto por la autoridad como por los habitantes en un acuerdo en parte establecido como tácito. La razón fue la siguiente: la Economía había dado un paso de gran envergadura y desde principios de año todo habitante dentro de las murallas podría tener acceso a la otrora mítica Línea Azul: un dispositivo que se instalaba en un tramo de las venas de las sienes y que, al presionarse, suministraba la Felicidad inmediata. Así de simple. No venía con más explicaciones.
De cualquier cómo, se aproximaba bastante a la verdad lo que les habían contado. La Línea Azul suministraba al huésped de impulsos eléctricos e inyectaba desde dentro, cada cierto tiempo, ciertos químicos con base en la morfina que tenían el fin de tranquilizar y de, en términos prácticos, mansificar a la población. En el centro de la plaza, los trabajadores de la Aurora Interna habían instalado un poste gigante conectado a un orbe azul que estaba encendido 24/7. Cada vez que un habitante conectado a la Línea se presionaba la sien, el orbe en el tope del poste se encendía e irradiaba una onda infrasónica. No era de extrañar que día y noche, el aparato estuviera siempre refulgiendo con fuerza y que los oídos de los ahora mansos habitantes siempre zumbaran (aunque de forma casi imperceptible para ellos); a los pocos minutos de que el decreto y la acción misma de éste se hubieran puesto en marcha, todos se hicieron adictos a masajearse la cabeza. Era su cábala de la buena suerte.
Siguiendo esa premisa, Nadia se levantó esa noche al escuchar un estruendo procedente de zaguán y lo primero que hizo fue llevarse la mano a la cara. Eran más de las cuatro de la mañana y Raúl ya se había marchado al trabajo; su lado todavía estaba tibio, pero las sábanas estaban desordenadas. Nadia se presionó la arteria falsa y, de un chispazo, el mundo se tiñó de una pátina cerúlea. El sueño volvió, ella se dio vuelta y se cubrió hasta debajo de la barbilla. ¿Para qué bajar de la cama ahora que estaba tan a gusto y que le quedaban unas cuantas horas para el alba?
El estruendo se transformó en el inconfundible sonido de pasos.
Nadia se reincorporó en la cama. Había escuchado eso, no podía negarlo. La fina película azul todavía cubría su visión e interpuso al brillo de la lámpara del velador cuando ella, a tientas, buscó el interruptor de la luz y la encendió. Ese detalle sería crucial, ya que sería el que se interpondría siempre en sus pensamientos al rememorar la visita de esa noche. Todas las mañanas del resto de su vida se preguntaría si eso había sido real o un mero efecto colateral de la Línea Azul recién implantada en ella.
En el umbral apareció la figura, envuelta en un destello blanquecino que imbuía a un frío preternatural. Nadia no había visto algo así nunca, pero había sido advertida tanto por sus padres como por la educación más básica; si alguna vez te topabas con una figura de luz, chica, cuídate, te llegó la hora. Se echó las manos a los brazos, sólo con la intención de darse un poco de calor, pero lo que hizo en verdad fue contener su temblor: estaba tiritando con violencia. Si se hubiera podido ver la cara en esos instantes, seguramente habría sido peor; los labios habían adquirido un matiz purpúreo y debajo de los ojos aparecieron unas bolsas negras. El ser del umbral sí vio esos cambios y entró a la habitación en grandes zancadas, hasta quedar frente a ella.
–¿Qué he hecho, Monitor? –gimió Nadia– ¿Qué hice mal?
–Má...
Ella no podía entender lo que decía la figura. Su voz le entraba por un oído y perdía casi todo sentido de inmediato.
Miró el rostro del Monitor, y por un segundo casi lo reconoció. Luego el rostro de desdibujó y el pavor volvió a ella.
–¡No, no, no, no!
La figura abrió los brazos; ella se encogió en su lugar. Las lágrimas le caían, cálidas, casi reconfortantes, desde las mejillas e iban a dar al dorso de sus manos, donde ella las limpiaba, sin darse cuenta, con la yema de los dedos. El Monitor seguía hablándole, ahora hincado frente a ella, y Nadia pensó: tranquila, tienes que escucharlo para poder apelar en tu favor, así que cálmate. Pero no pudo calmarse; la visión era demasiado aterradora para dejar de llorar y de retorcerse en su lugar. El Monitor dio un paso atrás y gritó algo. Ella se cubrió el rostro con las manos.
Chica, cuídate, te llegó la hora, ¿no te lo había dicho?
Eran las palabras del padre de su padre. Sí, se lo había dicho, le había advertido. Pero, ¿qué había hecho mal ella? Los Monitores sólo velaban por la perfección de la raza, para erradicar las impurezas. Ella era pura, tenía un marido trabajador, estaba sana y jamás había tenido hijos. ¿Qué hacía la Justicia en su casa justo cuando la vida comenzaba a sonreírle?
El frío de antes desapareció.
Nadia no se descubrió los ojos hasta pasado un buen rato. Tenía miedo de que fuera sólo una treta, que el Monitor siguiera allí. Cuando por fin tuvo el valor para mirar, se dio cuenta de que estaba sola. Había pasado una hora.
Ni rastro del Monitor.
–Pasó... pasó... tranquila –se dijo en voz alta. No terminó de creérselo, pero aún así, la consoló en parte.
Se acostó de nuevo, se envolvió en las sábanas, y cerró sus enrojecidos ojos. Esa noche durmió sin sueños. Las noches que vendrían más adelante, sin embargo, no dejaría de rememorar aquella fugaz visita de aquél fantasma del pasado.
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