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Capítulo 17: La sangre es más espesa que el agua

KARL

Karl no recuerda mucho de esa noche. Luego de que Gim no despertara, una rabia tan cegadora y abrumante redujo todo su mundo a un movimiento de magia. Cuando regresó en si se dio cuenta que la carne quemada que olía era de su padre. Se había reducido a un cuerpo carbonizado del que solo se podían recuperar sus joyas.

Miró su mano derecha completamente quemada e inutilizada. Al menos no dolía. ¿O dolía tanto que ya no sentía nada? Cayó de rodillas frente al cuerpo de su padre sin sentir que un alma ocupara su cuerpo. No le importaba morir en ese momento.

 Armaduras plateadas irrumpiendo en la Hacienda. Eran sus soldados con refuerzos. La silueta de Antonieta se dibujó. Había tanta rabia en su mirada enrojecida. No sabía lo que estaba pasando. En un momento había caos y al siguiente Antonieta estaba convirtiendo a la Condesa en una rata. Gritaba con el dolor de un dragón herido. ¿Le había pasado algo a Jazmín?

Luego fue engullido por la oscuridad.

¿Por qué tuvo que sobrevivir?  

Se preguntaba, cada día, con la esperanza de no levantarse al día siguiente. Pero lo seguía haciendo. ¿Era una clase de nuevo castigo inventado por los griegos?

Primero Noél, luego Gim y su padre... 

Su corazón se desgarraba sobre sí mismo y se dijo que los sedantes del dolor no estaban funcionando bien.

Se incorporó sintiendo un cosquilleo todavía extraño en su mano derecha. La miró  mientras abría y cerraba los dedos. El médico dijo que se acostumbraría con el tiempo a usar la mano hecha de metal y magia. Con curiosidad movió los dedos preguntándose que tan complicado podría ser desarmar y luego armar de nuevo ese artilugio.

Se sentó en su escritorio y sin nada mejor que hacer se puso a desarmar los engranajes que mantenían juntas las articulaciones de los dedos. 

Su mente estaba cargada de recuerdos. Incluso si él seguía de pie en tierra, se sentía un fantasma que había caído por error en tierra de vivos. Su lugar estaba con los muertos.

Volvió a armar la prótesis y se la colocó todavía sin acostumbrarse al movimiento. Hilos de magia se conectaban como nervios dejando un cosquilleo dorado detrás. Se preguntó si algún día se acostumbraría al dolor. 

—Su Majestad...

Sabiendo quien era solo cerró los ojos aflojando sus hombros.

—Vete, Shen.

Shen había sobrevivido. Solo Dios sabía como un dragón de papel pudo sobrevivir ante tal caos pero lo había hecho. Aún así, verlo tan solo era un recuerdo de lo que se ha ido. Tampoco quería encariñase con él. Ya había aprendido la última vez que se encariñó una criatura mágica que, estas pueden irse con la misma facilidad con la que aparecen en su vida.

De repente recordó la primera vez que vio a Gim. Su sonrisa iluminada bajo el sol de la mañana y el pánico de Karl sin saber como llego un joven a su habitación.

No, esa no fue la primera vez. Fue una noche sin estrellas con una botella de vino. 

—Su Majestad, aunque Gim se haya ido-

—¡Cállate! —bramó de tal manera que resonó como un relámpago al incorporarse. 

El dragón de papel solo se encogió un momento antes de enfurecerse levantando más la barbilla.

—Usted podrá ser un rey y lo que quiera, pero yo soy un dragón de 300 años. Solo vengo a recordarle que sin Gim, el jardín que le gustaba ha quedado completamente descuidado. Debería pasar por allí en lugar de estar aquí encerrado lamentándose. Debe cuidar todavía lo que queda.

Shen se marchó antes de que Karl pudiera pensar en que ácida respuesta dar. ¿Encerrado lamentándose? Sí, excelente. Sonaba como un buen plan. 

Al décimo día Karl se preguntó cuánto tiempo resistiera una planta sin cuidados. Y le dio vueltas  la idea hasta que se volvió insoportable. Tal vez solo daría un vistazo rápido al jardín y cuando comprobara que Shen exageraba volvería a su alcoba a lamentar a sus muertos.

Se bañó, luego de días sin hacerlo, se cambió a un atuendo militar de bordes negros sin ningún atisbo de color o esperanza en él.  Al final se colocó la prótesis de su mano. 

Antes de salir miró al hombre demacrado y triste que le devolvía la mirada en el espejo. Tal vez debería retirar los espejos de todo el palacio para que no le recuerden lo miserable que era.

Incluso su cabello, que a veces era lo único que lo enorgullecía, se veía maltratado. No le importaba. Los fantasmas errantes no se preocupaban de mantener la apariencia de los vivos. Quizás lo podría cortar después. Pero no tenía energías incluso para eso.

El mundo exterior era más blanco y bullicioso de lo que recordaba. Escuchó murmullos entre sirvientes y gente de la Corte murmurando sobre su retorno. Karl apagaba la mayoría de estos tan solo con una mirada. 

Llegó hasta el Jardín Real. El lugar que en algún momento brillaban con esplendor propio rodeado de flores de fuego y agua se había convertido en una maralla de malas hierbas y tierra maltratada. Frunció el ceño acercándose hacia uno de los brotes que Gim había dibujado. Una de sus pétalos se había amarillado por completo.

—He despedido al Jardinero real.

Al escuchar la voz, su mano metálica a punto de tocar un pétalo se detuvo. Se volteó encontrándose con la imponente figura de la Reina. Su madre. Lucía un vestido negro con encajes grises. Se mantenía de luto igual que él, pero su mirada advertía una tenaz determinación. 

Era incómodo hablar con ella luego de la muerte de su padre. A pesar de que ella le dijo que él había hecho lo correcto. Por suerte, en un lugar tan grande como era el palacio, era divinamente conveniente que no tuvieran tantos encuentros. 

—¿Qué planeas con eso? —preguntó incorporándose. 

Aunque su madre había envejecido y había perdido a su esposo, su porte seguía siendo de alguien de la realeza. Su mirada viajó por el jardín con indiferencia.

—Quiero que lo cuides. Sé lo importante que es este jardín para ti. Si quieres verlo en buen estado, tendrás que ocuparte de todo por tu cuenta.

—Si el jardín muere solo será uno más en nuestra lista de pérdidas —murmuró y los ojos de su madre por un momento se nublaron. Karl sintió también un nudo en la garganta al decirlo. Estaba tan enfermo de perder.

—Haz lo que quieras entonces. —murmuró su madre y se marchó igual que una brisa fría de invierno.

Karl sonrió sin ganas y volvió a su habitación. Si el jardín moría, no dolería menos de lo que ya lo había hecho otras muertes. Su mismo corazón estaba muerto. 

Giró sobre la cama jugando con un pequeño fénix de papel hecho por Gim. Su magia era de un color cálido que hacia cosquillas y brindaba sosiego. Todo estaba muerto, entonces, ¿por qué seguía doliendo?

Si pudiera arrancarse el corazón para no sentir. 

Entonces el fénix dejó de merodear y se acomodó a su lado, no lo entiendo hasta que sintió sus ojos humedecerse. Estaba tan enfermo de llorar hasta quedarse dormido. ¿Y tendría que repetir todo esto de nuevo mañana? 

No quería que llegara el mañana.

Al parecer su corazón era obstinado pues todavía seguía latiendo. A pesar de todo. El sol salió de nuevo. Y no podía ignorar el puesto que le esperaba por mucho tiempo.

No se tardó en esparcir el título entre la corta de que era sanguinario. ¿Por qué? Karl no lo entendía. Solo había mandado a matar a los nobles que formaron parte del complot para matarlo. Nuevo reinado, nueva sangre, dijo y se deshizo de todas las serpientes de la corte agarrándolas por la cabeza para que no alcanzara su veneno a nadie. Desterró a algunos, destituyó a otros.

La limpieza tomó su tiempo e incluso así no pudo terminar con las familias más arraigadas y poderosas con las que tuvo que llegar a acuerdos.

Un reino lo esperaba para ser gobernado, pero el rey solo añoraba morir. Que dilema.



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