41. Café
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Después de comer, Zoe y yo nos refugiamos en la biblioteca. El sol brillaba en el cielo y el calor era demasiado para mí, pues el acónito fluía por mis venas como si se tratase de un incendio que hacía me ardiese todo el cuerpo.
«Eso y el recuerdo de los labios de Dante sobre los míos».
Mi suspiro de resignación llamó la atención de Zoe y mi amiga separó la mirada de los libros para preguntarme si estaba todo bien. Le dediqué una sonrisa que correspondió antes de volver a perderse entre páginas sobre la historia de los licántropos. Me alegraba verla tan contenta. Ceylán le hizo pruebas para asegurarse de que todo estaba en orden tras su transformación, y los gammas le dieron un curso rápido sobre la licantropía y le recomendaron varios libros que esclarecerían sus dudas.
Mientras yo trataba de aumentar mi vocabulario y aprender los verbos de la segunda conjugación en lengua de signos, Zoe se sumergió en varios tomos que narraban la forma de vida de nuestra especie. De vez en cuando la veía sonreír o fruncir el ceño, distraída con sus cavilaciones, y sabía que a pesar de que todo había sucedido de la peor manera posible, la joven estaba feliz de pertenecer a una familia de nuevo, pues su madre se había marchado cuando era una niña y su padre había muerto en un accidente de caza.
Me distraje con nuestras deducciones sobre el comportamiento de los aberrantes. Las historias que narraban las perversiones llevadas a cabo por Marcus daban vueltas en mi cabeza una y otra vez. Se había derramado tanta sangre por sus ansias de poder que me ponía enferma solo de pensarlo, y en algún lugar de mi mente, escondido en una caja cerrada bajo llave, vivía el miedo que tenía a que nuestra historia se volviese a repetir.
Negué con la cabeza y me concentré en practicar los signos que había en la página que se extendía ante mis ojos. Aquel tipo de pensamientos no me iban a llevar a ninguna parte y sería mejor que invirtiese la energía en hacer algo productivo. Cuando mi estómago se manifestó y levanté la vista del libro, Zoe y yo intercambiamos miradas de desconcierto, pues ya había anochecido.
La joven se despidió antes de dirigirse a la enfermería para comprobar los resultados de las últimas pruebas que le había hecho Ceylán, y yo me dirigí a la casa de la manada con una lentitud desesperante. A pesar de que me esforzaba por fingir que no era así, el efecto del acónito me estaba destruyendo. Estaba tan cansada que mi mente no lograba procesar mis pensamientos y el dolor que latía en cada centímetro de mi cuerpo me tenía al borde de las lágrimas.
Subir las escaleras para llegar a casa fue una auténtica odisea. El corazón me latía a toda velocidad y mi respiración se volvió tan dificultosa que me vi obligada a detenerme en varias ocasiones. Me dolía tanto la cabeza que en lo único en lo que podía pensar era en tumbarme en la cama y dejarme morir, y cuando llegué a la puerta necesité varios segundos para recobrar el aliento.
En cuanto atravesé la entrada me recibió un familiar olor a madera que dibujó una sonrisa en mi rostro, pero algo se removió en mi interior y mi mente se rindió de camino a mi habitación. Mi entorno se apagó y mis piernas dejaron de responder a mis súplicas. Unas cálidas manos me detuvieron antes de que me desplomase sobre el suelo, y cuando logré abrir los ojos, me quedé sin palabras. Ante mí se encontraba Dante, que me observaba con los ojos cargados de preocupación. Pero lo importante no era lo que se escondía en su mirada, sino que su cuerpo semidesnudo se encontraba a escasos centímetros del mío.
De su pelo caían pequeñas gotas de agua que se deslizaban por su musculoso pecho y me entraron ganas de lamerlas para apagar el fuego que se despertó en mi interior. Deslicé la mirada por su pecho y su abdomen hasta llegar a la toalla que llevaba atada a la cintura y que impedía que siguiese admirando su cuerpo.
«Si quieres me la quito» —dijo con malicia. Fruncí el ceño y le dediqué un gruñido antes de dar media vuelta para alejarme de él, pero mi movimiento fue demasiado brusco y sentí que me desvanecía de nuevo.
«Ya sé que te mueres por mis huesos, Reina, pero no hace falta que te desmayes cada vez que me ves» —dijo con sorna mientras me agarraba de la cintura. Mis ojos se encontraron con los suyos y le dediqué una mirada envenenada que no pude controlar. El rostro de Dante se torció con asombro y la calidez de sus iris se apagó al instante.
«Bravo, África, bravo».
—Perdona —susurré.
—¿Estás bien?
—No, no estoy bien. Me encuentro mal, me duele todo y me enfada no poder subir las escaleras de mi casa sin sentir que me muero por dentro. Estoy lejos de mi hogar, mi amiga es una mujer lobo y mi vida se ha convertido en un maldito circo. Además me va a venir la regla y el dolor se multiplica, tengo ganas de llorar y lo único que quiero es taparme con una manta y comer chocolate. O matarme, matarme también me sirve.
Dante me observó desconcertado, y de un momento a otro, sus brazos me rodearon y me empujaron hacia él, lo que provocó que mi rostro descansase contra su pecho desnudo.
—¿Qué... estás haciendo? —pregunté desorientada.
«Te doy un abrazo».
Me mordí el interior de la mejilla para no reírme y dejé que la calma que me transmitían sus caricias se extendiese por todo mi cuerpo. Dante apoyó el mentón sobre mi cabeza y me invadió una agradable calidez que alivió parte del malestar que sentía. Mis párpados no tardaron mucho en cerrarse, incapaces de seguir luchando contra el agotamiento, y el mundo se sumió en un profundo silencio.
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Arrugué la nariz y me volví para identificar el delicioso olor que me activó la mente. Noté la suavidad del edredón sobre mi piel y fruncí el ceño al no recordar cómo había llegado a la cama. La luz del amanecer me recibió con calidez y suspiré en cuanto percibí la belleza de las montañas que se extendían más allá de la ventana. Pegué un brinco tras comprender que había dejado a Zoe sola y salí de la habitación en su busca, pero me detuve en medio del pasillo al ver la escena que se desarrollaba ante mis ojos.
Dante escribía en una libreta que había sobre la isla de la cocina y Zoe se entretenía cortando frutas y repartiéndolas en diferentes cuencos. El alfa levantó la libreta para transmitirle a Zoe un mensaje y ambos se rieron con una musicalidad que me alegró el corazón. El joven se movió para posicionarse junto a mi amiga y le hizo un gesto que no comprendí. Cuando Zoe asintió, el lobo vació el contenido de un cuenco en otro recipiente y esparció los fragmentos de fresas que había sobre la tabla de madera en su interior.
Mis ojos iban de un lado a otro, siguiendo sus movimientos. La luz que brillaba en mi interior se intensificaba cada vez que bromeaban, y me llevé una mano a la cabeza, desorientada por lo que estaba ocurriendo ante mí.
—Buenos días —me dijo Dante cuando sus sentidos lo alertaron de mi presencia.
—¡Afri! —exclamó Zoe al verme. La joven imitó el gesto del alfa y signó con timidez, y Dante le sonrió entusiasmado.
—Buenos días —dije mientras caminaba en su dirección y me preguntaba si me había despertado en una realidad paralela en la que no había lobos asesinos tratando de acabar con todos nosotros.
—¿Cómo estás?
—Mejor, siento haberme quedado dormida.
—Nada de disculpas. Necesitas descansar, Afri, sigues teniendo un aspecto horrible —me dijo Zoe con el ceño fruncido. Abrí la boca con falsa indignación y Dante se rio entre dientes.
—Gracias por tanto, Zoe.
La joven me guiñó un ojo mientras me sentaba en uno de los taburetes y Dante se movió para echar más trozos de fresas en el recipiente que sostenía entre las manos. El olor a chocolate inundó mis sentidos, así que me estiré para hundir un dedo en la masa que había bajo las capas de fresa. Dante me dio un manotazo y alejó el recipiente de mí, lo que provocó que emitiese un quejido de indignación y que Zoe se riese con malicia.
«Todavía no está listo, no seas impaciente» —dijo con un guiño de ojos que me derritió por dentro. Zoe abrió la puerta del horno y el alfa deslizó el molde en su interior. Mi mirada de incredulidad no pareció afectarles y ambos retomaron sus actividades sin decir nada más.
«Necesito ayuda para comprender esta realidad en la que vivo» —pensé desconcertada.
—¿Café? —me preguntó Dante.
—¿Puedes repetirlo? —le preguntó Zoe, que recibió una sonrisa por parte del alfa e imitó sus movimientos a la perfección—. Café —signó complacida.
—Que sea doble, por favor.
«Y añádele un vaso de ron, a poder ser».
Dante posó una taza ante mí y le di las gracias en lengua de signos, pero sus músculos se tensaron y su mirada se desenfocó al cabo de unos segundos.
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