21. Valiente
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Me desperté con la luz del amanecer y dejé escapar un suspiro de resignación que, en cuanto mis ojos se encontraron con la vista de las montañas nevadas que se extendían más allá de mi balcón, se convirtió en un gemido de sorpresa.
Podía escuchar el latido del corazón de Dante en algún lugar cercano y me tapé la cabeza con las sábanas al no querer lidiar con él tan pronto. El recuerdo de la cena con sus padres brilló en mi mente y no pude evitar sonreír al recordar su rostro cuando le había hecho la burla.
Negué con la cabeza mientras me levantaba y me sentaba en la cama. Tenía que mantenerme firme. No podía ceder porque resultase ser un tío decente, con paciencia, una sonrisa bonita y un humor ingenioso.
«¡África, basta ya!».
Me mordí el interior de la mejilla, enfadada conmigo misma, y me dirigí al balcón para disfrutar de la fresca brisa de la mañana. Al abrir la puerta de cristal vi que Dante y yo salíamos al mismo tiempo, separados por la barandilla de madera que dividía los balcones de los cuartos, y en cuanto vi su rostro somnoliento, negué con la cabeza con frustración.
«¿Qué he hecho para merecer este castigo?»
Dante observó con diversión que me dejaba caer en el asiento colgante y se acercó a la barandilla que impedía que se cayese al vacío, apoyándose en ella para disfrutar del paisaje y permitiendo que admirase su musculosa y desnuda espalda.
—Buenos días —dijo dándose la vuelta con una sonrisa que me vi obligada a corresponder.
—Buenos días.
Dante signó algo que no entendí y se detuvo al recordar que no podía comprender lo que decía. Su cuerpo desapareció en la habitación, y tras unos segundos, volvió con el móvil en la mano.
«¿Qué tal has dormido?»
—Bien. ¿Y tú?
—Bien, gracias.
Dante sonrió al descubrir que podíamos intercambiar frases de tres palabras en lengua de signos, y yo me mordí el labio, pues sabía que lo que iba a preguntarle a continuación iba a cambiar su humor radicalmente, pero no podía seguir ignorándolo durante más tiempo.
—¿Podemos ir a mi casa? —Sus músculos se tensaron y la línea de su mandíbula se marcó en su rostro—. Solo quiero coger un poco de ropa.
«Mañana iremos al pueblo a comprarla».
—No necesito que me compres ropa nueva, tengo un armario lleno, y también dinero con el que pagarla —respondí molesta.
«Piensa en ello como un préstamo». —Cuando se ponía en modo alfa autoritario me daban ganas de partirle la cara.
—¿Al menos podrías decirle a Emil que te dé mi teléfono y mi cartera? A Marcial no debería costarle mucho esfuerzo recuperarlos, y me gustaría poder hablar con mis amigos —signé con irritación.
—¿Cómo? —preguntó asombrado.
—Sabía que ibas a decir que no y estuve practicando esa frase.
Dante me observó con un brillo triste en la mirada, pero me esforcé por mantener el enfado que sentía. ¿Por qué narices no podía ir a mi casa? ¿Salir al pueblo estaba bien, pero ir al valle no?
«No seas idiota, al menos ha dicho que te va a llevar al pueblo» —pensé tratando de verle el lado positivo.
—Valiente... ¿a?
—No entiendo lo que significa eso —dije con el ceño fruncido.
—Tú.
—¿Y0? —Dante asintió con la cabeza—. ¿Es mi nombre?
—Sí.
«La A Valiente» era el nombre que me había dado en lengua de signos.
Cerré los ojos tratando de controlar las mariposas que se habían apoderado de mi estómago, pero de mis labios escapó una sonrisa traicionera que me delató y que provocó que Dante me sonriese en respuesta.
«¿Vienes a desayunar?» —escribió en el móvil.
No podía. No me daba la gana. No se iba a librar así como así.
—¿Por qué no quieres que vuelva al valle? —La mandíbula de Dante se tensó de nuevo y sus manos se apretaron con fuerza contra la barandilla—. ¿Por qué no quieres que tenga mi teléfono? No es la primera vez que te lo pido. ¿Por qué no puedo salir de aquí?
«Te he dicho que mañana iríamos al pueblo».
—No me jodas, Dante. ¿Por qué nadie me cuenta nada? Lo único que hacéis es guardar secretos. Tú, Emil, Nekane, tus padres... ¿Se puede saber qué pretendes hacer conmigo? —grité exasperada.
Sabía que me tenía que haber detenido cuando vi el dolor que se reflejó en sus ojos, pero estaba harta de que me tratasen como un títere. El efecto del acónito era cada vez menor, y no podía seguir fingiendo que estaba todo bien cuando en realidad ocurría todo lo contrario.
«¿Qué piensas que voy a hacerte? ¿Crees que te haría daño?»
—¿Cómo voy a saberlo?
Del pecho de Dante brotó un profundo gruñido que provocó que las personas que había en el claro se volviesen hacia el balcón, pero no me importó y lo correspondí con otro igual de potente. Los ojos de Dante se iluminaron con el brillante color del oro, y justo cuando estaba a punto de gruñirle de nuevo, se dio media vuelta y se marchó.
¡Se marchó!
Apreté los puños con fuerza, tratando de controlar las ganas que tenía de matarlo, y apoyé la cabeza contra la barandilla. Estaba tan al límite de perder el control que ya ni sabía qué hacer para no convertirme en una asesina en serie.
«¿Es tan difícil de entender que quiera ponerme unas jodidas bragas?»
Sentí que mis ojos se transformaban y cambiaban de color para mostrar mi lado más salvaje, y por aquella vez me permití perder el control durante unos segundos. Poco después escuché que Dante golpeaba la puerta al salir.
Sin más tiempo que perder, entré en su habitación y abrí el armario en busca de una mochila que colgarme a la espalda, gruñendo al sentir que su aroma golpeaba cada poro de mi piel. No tardé mucho en encontrar una detrás la puerta y me dirigí a la cocina para coger algo de comida de la nevera gracias al saqueo de la noche anterior.
Me aseguré de llenar una botella con agua y también cogí el zumo de naranja, pues el acónito seguía en mi sistema y tenía que beber mucho para ayudar a eliminar las toxinas. Me dirigí al baño para coger una toalla, tiré de la manta que había sobre el sofá, cogí ropa limpia, los libros que había escondido tras la maceta del balcón, y me apresuré a salir a toda prisa de aquella maldita casa.
Estaba tan enfadada que ni siquiera me detuve cuando mi corazón empezó a pedir un descanso. El dolor de cabeza que tenía me estaba matando, y mi respiración se había vuelto bastante dificultosa, pero a pesar de todo, seguí caminando.
Deseé poder transformarme y echar a correr entre los árboles sin mirar atrás, pero sabía que no era una opción viable incluso en aquel estado en el que la furia me nublaba la razón. Cuando escuché que el murmullo del agua del río se volvía más fuerte, me detuve y me apoyé contra un árbol. La quemazón y el dolor se extendieron por todo mi cuerpo y me llenaron de angustia y desesperación.
Percibí una presencia a escasos metros de distancia y continué caminando hasta que llegué al río y me senté en la zona con hierba que había en la orilla. Esperé a que mi cuerpo se calmase para tocar el agua, buscando mitigar el contraste entre mi acalorado organismo y la gélida corriente de la mañana, y me tumbé utilizando la mochila como almohada.
Necesitaba calmarme. Me dolía todo el cuerpo y sentía cientos de agujas clavándose en mis sienes. Estaba exhausta, tanto mental como físicamente, y sabía que mi estado no haría más que empeorar si no lograba controlar el latido de mi corazón.
Cerré los ojos y me imaginé sumergida bajo el agua del lago que había cerca de la casa de mis padres. Recordé los aullidos de la manada y los gritos de pánico que inundaron el bosque en el que vivíamos. La voz de mi hermano resonó en mi mente como si se estuviese comunicando conmigo a través del vínculo de la manada:
«Respira hondo, concéntrate y asegura tu supervivencia».
Eché a correr como alma que lleva el diablo, tratando de huir de los lobos que nos buscaban para evitar que diesen conmigo y acabasen con mi vida de un mordisco. Los gemidos y aullidos de los miembros de la manada que luchaban contra nuestros atacantes llegaron a mí con una fuerza que me llenó los ojos de lágrimas.
El grito de mi hermano resonó en la inmensidad de la noche y eché a correr en su dirección, deteniéndome segundos después al recordar sus palabras. El aullido cargado de dolor que brotó del pecho de una joven guerrera me erizó la piel, y en aquel momento, supe que tenía que correr.
Me moví todo lo rápido que pude, tratando de ignorar las lágrimas que bañaban mis mejillas y dificultaban mi visión. Dejé un rastro falso que llevaba al bosque para despistar a los atacantes que venían detrás de mí, y oculté mi olor antes de tirarme al lago.
La tranquila masa de agua helada me recibió con su letal abrazo, y aguanté las ganas que tenía de gritar mientras fijaba los ojos en la luna que brillaba en el cielo. Con el miedo bloqueando mis sentidos, le pedí a la Diosa que me diese fuerzas para seguir viviendo y dejé que las lágrimas brotasen de mis ojos, sintiendo cómo pasaban a formar parte de aquel lago en el que tantos momentos felices había vivido.
Un agónico dolor acuchilló mi corazón cuando sentí que el vínculo que tenía con mis padres se rompía, y me llevé una mano a la boca para silenciar el grito que luchaba por escapar de mis labios. La angustia se apoderó de mí a sentir que se acercaba la presencia de los lobos que me buscaban, y dejé que el agua me empujase al fondo del lago.
La luz de la luna se volvió cada vez más tenue, y la oscuridad llegó para apagar mis sentidos con su abrazo.
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